XXIII

El monte Hiei, con el célebre Enryaku-ji sobre él, situado en el extremo superior de los Montes Orientales, suponía la auténtica protección para la ciudad, pero estaba muy lejos, de modo que el monasterio debía de satisfacer por su cuenta, sin este apoyo y de forma impecable, los principios defensivos ritualmente obligatorios para su construcción. Se instaló, pues, en la vertiente sur, justo debajo de la cumbre, de tal modo que la cima de la montaña lo defendía por el lado nornoroeste o, dicho de otro modo, por el lado tradicionalmente considerado el del peligro, mientras que al sur, a su vez, había un lago según los preceptos, aunque invisible por la caótica selva de casas, chimeneas, tejados, postes, antenas de televisión y cables eléctricos, de igual modo que al este fluía el Kamo y a la derecha se hallaba el camino exigido, es más, varios caminos se dirigían hacia el monasterio y todos ellos exclusivamente desde el oeste y, por otra parte, la única dirección de salida era precisamente el oeste, o sea que, en resumen, los cuatro preceptos de la ubicación se cumplían a rajatabla y al monasterio lo defendían al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, pues así rezaban los cuatro grandes preceptos, de modo que cuando esto sucedió y el emplazamiento quedó perfectamente elegido y se comunicó el propósito, las dimensiones y el objetivo de la construcción del monasterio, el toryo pudo ponerse en marcha y empezar un proceso que no sólo duró años, sino décadas, y cuyo protagonista no era él, el maestro artístico de los carpinteros con su singular sabiduría, ni el sucesor del genial Kobo Daishi, el superior de la orden, quien estaba detrás del proyecto desde el punto de vista religioso, ni los diversos edificios, aquellas obras maestras que eran el pabellón de oro, la pagoda, el pabellón de la enseñanza o los pórticos, ni la impresionante armonía de las obras, ni el tallado del Buda con la cabeza vuelta hacia un lado, ni la enorme cantidad de oro que cubría la superficie del altar, de las estatuas sagradas, de los cuadros pintados en las puertas corredizas y de los techos de los santuarios, ni siquiera el monasterio como fascinante conjunto en el momento en el que por fin quedó acabado y fue inaugurado para iniciar estos mil años de recorrido con el amor eterno de Buda, cuyo protagonista, en definitiva, no era todo ello sino una planta, un árbol, una simple materia que servía de base para todo, el protagonista era el ciprés de hinoki en cuya busca había que viajar en un principio a la provincia de Yoshino, el hinoki cuya mera selección duraba meses, pues incluía la elección y la compra de la montaña o, dicho de otro modo, la decisión a favor de una montaña cubierta con árboles sanos, de troncos rectos, de hojas ni claras ni pálidas, con árboles como mínimo milenarios, de tal modo que esta primera fase ya requería varios meses, seguidos de años en los que no ocurría nada, lo cual era imperdonable según los dirigentes más ansiosos y desinformados de la orden, pero los tranquilizaban, los convencían, les calmaban los ánimos encrespados, explicándoles que el toryo sabía cuanto había que hacer, porque, en efecto, el toryo sabía cuanto había que hacer pues ya lo sabían sus antepasados, pues sabían durante siglos ya en qué consistía la tarea de los años siguientes, sabían que mientras calculaba y medía, dibujaba y redibujaba con esmero y concentración, la principal tarea del toryo consistía, sin embargo, en observar los árboles, y, de hecho, no hizo más durante años, ya que viajó una y otra vez para pasar semanas y semanas en Yoshino y observar con cautela la evolución de los cipreses de hinoki en la montaña comprada, observar cómo crecían en la vertiente norte y en la vertiente sur, cómo se desarrollaban en la cima y al pie de la montaña, puesto que se necesitaba una experiencia precisa para los futuros trabajos, había que saber cómo los tocaba el sol en verano y cómo aguantaban las lluvias persistentes en la estación de los monzones, de tal modo que el toryo convivía, en el sentido estricto de la palabra, con los árboles, los conocía uno por uno como si formasen una enorme familia, y así transcurría, en efecto, todo ese proceso durante años y años, y no era de extrañar, en consecuencia, que pasara un tiempo increíblemente largo entre la primera reunión con los dirigentes de la orden y el mero comienzo de las obras, tanto que, a todo esto, un bosque entero de cipreses japoneses alcanzó la edad adecuada, y muchos se mostraron francamente extrañados de que se hubiera de esperar esa cantidad enorme de tiempo, pero, claro, explicó el toryo a los extrañados, así debía ser porque no podía ser de otra manera, la tala de los cipreses de hinoki sólo podía producirse en el momento oportuno y este momento oportuno solamente lo conocía él, el maestro, y lo conocía por sus antepasados y, además, afirmaba conocer el momento oportuno y no titubeaba a la hora de anunciar que había llegado ese momento y que él podía pedir la señal al superior para celebrar la ceremonia del kokoroe y, en efecto, la celebraba y prestaba, en el primer instante de la tala, el juramento según el cual él, el toryo, prometía ante el primer hinoki que respondería con su vida de que la tala no significaría derrochar la vida del árbol sino darle la «vida de la belleza», y sólo entonces pudieron iniciarse de verdad los trabajos, que fue cuando los impacientes comenzaron a comprender que aquellos años y décadas no habían sido en vano, a comprenderlo todo poco a poco al ver y entender que entre aquellos cipreses japoneses talados, transportados y mantenidos durante un año todavía en las aguas del río Kamo, sólo se usaban los crecidos en la cima de la montaña para las vigas y los pilares pesados, que habían de soportar cargas importantes, y aquellos que habían crecido al pie de la montaña para las vigas continuas, pues el árbol de abajo lucha por la luz del sol con más ahínco que el de arriba y, por tanto, los tallados abajo eran más flexibles y presentaban troncos más largos y delgados que los otros, más gruesos y fuertes, y así sucesivamente, de modo que ya no resultó difícil captar que en las décadas pasadas todo había sido guiado por un proyecto monumental y perfectamente pensado, según el cual la construcción de los santuarios había de producirse exactamente tal como había transcurrido la vida natural de los árboles en la montaña de Yoshino, es decir, por ejemplo, que los árboles procedentes de la vertiente norte de la montaña se utilizarían en todo caso en el lado norte de los santuarios, que para las viguetas del techo de los santuarios se elegirían única y exclusivamente los cipreses que habían crecido en lo alto de la montaña de Yoshino, o sea, que a todo el mundo le quedó claro que a cada uno de los cipreses de hinoki le correspondía en los edificios sagrados el lugar que ocupara en la montaña en su vida natural y que cada árbol ocupaba su lugar en las columnas, en la viguería de las consolas o en el arco de los tejados en el momento en el que, por su edad y grado de madurez, la estructura interna le permitía asumir tal tarea, esto es, que los cipreses debían aguantar los golpes adversos del tiempo, como explicó el toryo a un joven discípulo, debían aguantar el tiempo, le dijo cuando ambos se quedaron solos en el pabellón provisional después de un arduo día de trabajo, porque es posible que no se sostengan eternamente, añadió, pero el tiempo, sonrió el toryo quizá por primera vez en esas décadas de obras mirando a los ojos de su joven discípulo, el tiempo, dijo sonriendo, sí lo aguantarán. Bebieron sake de unas diminutas copitas y mucho se rieron esa noche.