XXX

Alguien creyó verlo en la primera estación después de Shichijo, de manera que los ocho o diez hombres enviados a buscarlo allí se apearon del tren de Keihan.

Todos llevaban ropa europea y todos estaban completamente borrachos.

Perdidos, tambaleantes, desorientados, se quedaron largo rato detrás de la estación, mirando las calles que allí desembocaban. Después, uno de ellos señaló al buen tuntún una dirección y hacia allí se enfilaron finalmente. Dos de ellos encabezaban abrazados el grupo. Los otros los seguían, mareados, bamboleándose y dando tumbos. De vez en cuando, el de atrás gritaba algo al primero, que no le contestaba.

No había ni un alma en la calle. Más arriba, sin embargo, una anciana sacó la cabeza por el resquicio de la puerta de una casa, se inclinó hacia adelante y miró desconfiada tratando de averiguar la procedencia e identidad de esos transeúntes. Sus suspicaces miradas no prometían mucho, pero no les quedó otra opción: debían dirigirse a ella.

¿Ha visto por aquí al nieto del príncipe Genji?

La anciana ni se inmutó; se quedó mirándolos largo rato, como si acabara de ver un pegote asqueroso en la acera.

Luego sacudió la cabeza sin abrir la boca, se retiró rápidamente al patio como si temiera ser atacada y le echó el cerrojo de madera a la puerta, pero no se oyeron pasos que indicaran que se refugiase en el interior de la vivienda, de modo que era de suponer que permaneció tras la puerta escuchando y esperando a que se marcharan.

El nieto del príncipe Genji.

Cerdos borrachos.

Nunca había oído ese nombre.