XIII
En el lado opuesto, a la misma altura que la pagoda, o sea, no en su lugar habitual detrás del pabellón principal y frente al pabellón del tesoro y al pabellón de los sutras, se alzaba un campanario. La campana de bronce pendía sujeta solamente por el centro, como era costumbre, pero su peso, superior al que podía aguantar la enclenque estructura de madera, hacía que se saliese una y otra vez al vibrar, de tal forma que, por la falta evidente de un mantenimiento sistemático, el conjunto se había inclinado ya un poquito a despecho de que el peso estaba centrado, y en las ensambladuras de las clavijas se percibía, además, que no encajaban como debían, las cuerdas de sujeción estaban deshilachadas, alguna teja se había movido en lo alto, y de la situación de la barra de madera que servía para tañerla, que en su día había sido atada a un sistema de cuerdas diestramente entrelazado, que luego se soltó y cayó al suelo y allí quedó, resultaba claro que ya no vendría nadie a recogerlo, a reinstalarlo y a tañer la campana cuando llegara el momento indicado, es decir, las cuatro y media de la tarde que señalaban el inicio de las horas vespertinas, a tañer la campana que empezaría a oscilar levemente y a colmar de resonancias el recinto del monasterio, no habría nadie, pues, dado que parecía que allí ya no había nadie, y por un momento esta parte del patio dio la impresión de que ya no haría falta campanario alguno, que lo primero que resultaría prescindible sería precisamente dicha torre en esta zona desatendida y abandonada del patio, como si se hubiera decidido dejarlo todo como estaba, que siguieran las tejas deslizándose hacia abajo, las clavijas soltándose en las consolas de arriba y, en general, que el conjunto se inclinara más y más, de manera que, cuando la maleza cubriera la barra de madera utilizada en su día para tañer la campana y tirada ahora en el suelo, la torre se derrumbaría y los mil años pasarían, pues, sin dejar rastro.
Solamente un pajarito orgulloso, de plumas plateadas y pico corto, pensó en ese momento que necesitaba mucho aquel campanario; después de dibujar un arco cerrado, caprichoso y juguetón, descendió en picado desde las alturas, se posó sobre el adorno de bronce que coronaba la torre y, alzando de vez en cuando la cabeza, entonó una melodía tan suave y emocionante en aquel silencio, de la última hora ya de la mañana bañada por el sol que si su pareja estaba allí cerca sin duda llamó su atención, aunque sólo fuese un instante.
Lo cierto es que la melodía duró un instante, precisamente. A continuación, el pajarito levantó el vuelo siguiendo una línea recta como una flecha, trazó una elipse descendente y otra ascendente, y desapareció, se esfumó en la lejanía, a tal altura que no había ojo que pudiese descubrir esa manchita minúscula, del tamaño de la punta de una aguja, allá en la distancia, en el radiante firmamento azul.