Capítulo 20

AQUELLA noche todos se retiraron pronto, demasiado tristes como para intentar siquiera hablar. Emma vio cómo Jake rodeaba la cintura de Victoria en un gesto posesivo y tierno al mismo tiempo, y se la llevaba a su habitación. La puerta se cerró tras ellos, aislándolos en un mundo privado al que nadie más tenía acceso.

Ben pasó por delante de ella, le dio las buenas noches en voz baja y se fue a su dormitorio.

Emma cerró su puerta con cuidado, llevó a cabo el ritual nocturno de aseo y se puso el camisón, pero fue absolutamente incapaz de meterse en la cama. Se sentó en una silla con las manos cruzadas sobre el regazo y se movió hacia delante y hacia atrás en un intento de calmar el dolor. La muerte llegaba de forma tan súbita y era tan definitiva... En un corto espacio de tiempo se había llevado a un bebé sin nombre, a una prostituta a la que nadie quería y a una jovencita que rompía los corazones con su sonrisa. El fin de la vida resultaba inexorable y nadie podía escapar de él.

Celia había disfrutado de la belleza de todo lo que le había ofrecido la vida, huyendo de lo que no le gustaba, escondiéndose de la maldad y la fealdad que al final había terminado por encontrarla.

En realidad, lo único que quedaba era el momento, el eterno ahora. No había nada garantizado por mucho que se intentara planear el futuro.

Victoria tenía a su esposo y al bebé que crecía dentro de su cuerpo. Celia había extendido las manos con avidez para abrazar su felicidad con Luis. Sin embargo, ella le había dado la espalda al amor que sentía por Ben. Oh, tenía buenas razones para ello y tal vez él no se ajustara a sus sueños de jovencita, pero ¿cómo se sentiría si Ben no sobreviviera más allá de aquella noche?

Sintió como si un puño le oprimiera el corazón, y lágrimas incontenibles resbalaron por sus mejillas. Tal vez Ben nunca la amara, pero eso no hacía que el amor que ella sentía por él disminuyera. Le había rechazado, y hacía ya meses que él no había vuelto a insistir.

Lo amaba tanto y estaba tan sola...

Se puso en pie y apagó la lamparilla de un soplo. Quedarse allí sentada lamentándose no conduciría a nada. Necesitaba dormir un poco.

No, no podía meterse en aquella cama. Se detuvo, mirándola en la oscuridad; era una cama fría y vacía, igual que ella.

Con un gesto de determinación, cruzó la puerta y salió al pasillo. Abrió la puerta de la habitación de Ben con los ojos llenos de sombras, y se quedó paralizada cuando él giró sobre sus pies con la pistola en la mano, apuntándole a la cabeza. Tenía el percutor echado hacia atrás y el dedo en el gatillo.

Despacio, Ben apuntó hacia el techo y bajó con cuidado el percutor.

—No vuelvas a hacer algo así.

—No lo haré —susurró.

Llevaba puestos sólo los pantalones y su pelo estaba húmedo tras habérselo lavado. Emma observó la amplia extensión de su pecho, musculoso y cubierto con un vello oscuro, y sintió que le flaqueaban las rodillas.

—¿Qué quieres?

—Quiero... —Su voz se rompió. Tenía un nudo en la garganta, pero clavó los dedos en la madera del marco de la puerta y siguió—: Ben...

Él la miraba fijamente, a la espera.

—Quiero que me abraces —susurró, alargando una mano implorante hacia él—. No me dejes sola esta noche. Dios, no quiero morir sin saber qué se siente estando contigo.

Él suspiró mientras le tomaba la mano, y sus ásperos dedos se cerraron calurosa y tranquilizadoramente sobre ella. Ben había abandonado toda esperanza de que Emma fuera a su encuentro, aunque no había sido capaz de abandonar su sueño. Había dejado de presionarla durante los últimos meses, no porque la deseara menos, sino porque lo que tenía que ofrecerle no era justo para ella. La idea del matrimonio seguía resultándole lejana, pero sus recién estrenados escrúpulos no llegaban tan lejos como para rechazarla si entraba en su habitación vestida únicamente con un fino camisón y suplicándole que la abrazara.

Un deseo abrasador se abrió paso en su interior, y la miró con ojos entrecerrados brillantes de pasión.

—Sabes que no me limitaré a abrazarte, ¿verdad? No cabe la posibilidad de que me tienda a tu lado y que no te posea, Emma.

—Si, lo sé. —Irguió la espalda, pero sus labios, carnosos y suaves, temblaban—. Yo también lo deseo.

Ben la hizo entrar y cerró la puerta. Sus manos inquietas liberaron con delicadeza el pelo recogido y lo dejó caer por los hombros como una cascada oscura. Le tomó las manos colocándoselas sobre sus hombros, y luego se inclinó para cubrirle la boca con la suya. Emma cerró las pestañas y se hundió en él, en su maravilloso calor y en su fuerza. Ahora que había dado el paso sentía una profunda calma que subyacía bajo su excitación sexual, como si las cosas hubieran ocupado finalmente el lugar que les correspondía.

Ben le subió el camisón para quitárselo por la cabeza. Ella tembló todavía más, y sus manos hicieron un ligero movimiento, como si quisiera protegerse. Luego las dejó descansar de nuevo sobre los musculosos hombros mientras él observaba su cuerpo delicado y pálido. Ben contuvo la respiración. La ropa de Emma no hacía justicia a la perfección de su cuerpo. Él se sintió de pronto rudo y torpe, y, por un momento, temió hacerle daño con el feroz deseo que ardía en su interior. Le puso la mano en un seno, maravillándose de su calidez y del fuerte contraste de su mano callosa y quemada por el sol sobre aquella piel de alabastro, y luego se inclinó para tomar el pezón en la boca.

Un estremecimiento de placer recorrió con violencia el cuerpo de Emma. Aquello era mucho más intenso que todo lo que Ben le había mostrado con anterioridad. Su sabor y su aroma le resultaban familiares, como si algo muy dentro de su ser reconociera a su compañero. Y cuando la guió hacia la cama, ella lo siguió de buena gana.

—No sé qué hacer —susurró tumbada a su lado.

—Yo te enseñaré —murmuró Ben besándola en el cuello, en la oreja y en la boca. Estaba dolorosamente erecto, temblando por el deseo de entrar en ella, pero en aquellos primeros instantes el control era fundamental—. Tu sabor es tan dulce...

Ella gimió cuando los labios masculinos se deslizaron de nuevo hacía uno de sus senos y comenzaron a succionarle con fuerza el pezón, provocando que el fuego despertara bruscamente en sus venas. El tiempo perdió su significado. Las manos y la boca de Ben parecían estar por todas partes, saboreándola, sintiéndola. Emma dio un respingo cuando su fuerte mano se abrió paso entre los oscuros rizos buscando la suave carne que ningún hombre había tocado, pero la oleada de placer que la inundó hizo que olvidara rápidamente su sorpresa. Hubo otro respingo cuando le deslizó uno de sus largos dedos en su estrecho interior, tanteando tanto su respuesta como la fuerza de su virginidad. Emma compuso una mueca de dolor ante aquella intrusión, pero él deslizó el pulgar sobre el sensible montículo oculto entre los suaves pliegues femeninos y ella reaccionó gimiendo y moviendo las caderas en busca de más.

—Por favor —suplicó aferrándose a su espalda—. ¡Ben!

Él prestó atención a su grito y se quitó los pantalones antes de abrirle más los muslos.

—Te dolerá sólo esta vez —le prometió con voz ronca, deteniéndose un segundo para calmar la respiración y recuperar el control antes de colocarse sobre ella.

Emma se alzó contra la punta roma de su erección, que sondeaba los húmedos pliegues de su feminidad.

—Lo sé —musitó mientras permitía que el peso masculino la cubriera.

Ben entró en ella despacio, penetrándola con cuidado. Emma aspiró con fuerza y le clavó las uñas en los hombros. Su cuerpo se abría a él distendiéndose dolorosamente. Por un momento pensó que no podría soportarlo, pero su virginidad cedió finalmente y Ben hundió en su estrecho interior toda su palpitante longitud mientras los ojos de Emma se llenaban de lágrimas. Se quedó muy quieto durante largos segundos, dándole tiempo a que se adaptara a la dureza de su miembro.

Entonces Ben se retiró y ella lo miró con ojos impacientes e interrogantes.

—No, no ha terminado —susurró esbozando una tensa sonrisa—. No he hecho más que empezar, pero quiero asegurarme de que tú disfrutas de esto tanto como yo.

Se inclinó sobre la joven utilizando la boca y los dedos en aquella deliciosa tarea, y Emma pronto alcanzó la cima del placer. Cuando se arqueó en su primer y violento clímax, Ben la penetró profundamente y ya no hubo dolor, sólo la embriagadora pasión de dos cuerpos al unirse.

Dos noches más tarde, Victoria se levantó de la cama. Le ardían los ojos de tanto llorar y no dormir. Sólo conseguía dar pequeñas cabezadas de tanto en tanto. Y cada vez que lo hacía, se despertaba con el sonido de un grito desgarrador, y con el temor a volver a escucharlo.

Era más de medianoche. Jake dormía profundamente, exhausto por el trabajo que todavía tenía que hacer y su propia falta de sueño desde la muerte de Celia. Victoria no encendió ninguna vela, porque sabía que eso le despertaría. Sus respuestas seguían siendo todavía las de un pistolero, poniéndose en alerta al mínimo ruido o con la luz de una sola vela. Aquella había sido la primera vez que había conseguido levantarse de la cama en medio de la noche sin despertarlo.

No podía aceptar la pérdida de Celia, sencillamente, no podía. A su hermano mayor lo habían matado en la guerra y había llorado por él, pero en cierta manera fue diferente. Era un hombre adulto que había decidido luchar por lo que creía justo, mientras que Celia había sido una jovencita frágil y delicada que no había escogido que un caballo la pateara hasta matarla. ¡Dios, cuánto la echaba de menos!

Y Rubio seguía dentro de su holgada cuadra, lleno de salud y crueldad. Era sólo cuestión de tiempo que volviera a matar otra vez.

A menos que ella lo detuviera.

No se molestó en ponerse las medias, limitándose únicamente a calzarse. Su chal colgaba de la parte de atrás de la silla, y se lo colocó sobre la cabeza y los hombros. Las pistoleras de Jake también colgaban de otra silla situada a uno de los lados de la cama, para que él pudiera alcanzarlas rápidamente. Victoria se acercó de puntillas y sacó con cautela una de las relucientes armas de su funda de cuero.

Salió a hurtadillas de la habitación y bajó las escaleras. Apenas podría sostener la pesada arma con firmeza si la necesitaba, pero confiaba en que no fuera así.

El aire frío le golpeó el rostro cuando abrió la puerta. Estaba empezando a nevar; gruesos y esponjosos copos caían silenciosamente, cubriéndolo todo de blanco. A Celia le hubiera encantado verlo.

El camino hacia el establo le pareció más largo que nunca. En medio de la oscuridad, la nieve que caía confundía su percepción de la profundidad y se tambaleó varias veces. Ya tenía las piernas y los pies congelados. En el establo la temperatura sería más agradable, gracias al calor que desprenderían los cuerpos de los animales. Sophie estaba allí, con su vientre hinchado por el potro de Rubio. Y también Gitana, la tranquila yegua de Celia. La mayoría de las yeguas estaban esperando un potro del semental, pero no era el caso de Gitana, y Victoria se alegraba profundamente de ello.

Haciendo un esfuerzo, consiguió abrir la puerta del establo y, al oírlo, uno de los caballos relinchó con curiosidad. La oscuridad parecía absoluta. Dejó la puerta principal abierta de par en par, y luego abrió también la lateral. Sabía que había una linterna colgando cerca de la puerta, y deambuló hasta que la encontró y consiguió encenderla. El cálido brillo amarillo ahuyentó la oscuridad.

Sophie sacó la cabeza por encima de la parte superior de su cuadra y, al final del establo, Victoria atisbo la cabeza bien formada del semental, mostrándose como una sombra oscura en lugar de roja, como ella sabía que era. Su tarea habría resultado mucho más fácil si la doble puerta del fondo del establo se hubiera abierto a un pasto libre en lugar de a una sucesión de corrales, pero así era, lo que significaba que tendría que hacer que el semental recorriera toda la longitud del establo.

Victoria sabía que no podría disparar al caballo. Por mucho que lo odiara, no podría colocar la pistola en su cabeza y apretar el gatillo. Jake tenía razón; era sólo un animal que había matado por instinto. Podría dispararle para defenderse o para proteger a otra persona de un ataque inminente, pero nada más.

—Estás a salvo de mí —susurró mientras se acercaba a su cuadra—, siempre y cuando no te cruces en mi camino. ¿Me has oído? Si lo haces, te mataré.

El animal echó las orejas hacia atrás, la observó con hostilidad no disimulada y comenzó a cocear, golpeando repetidamente el suelo con una pezuña. Sophie relinchó dentro de su cuadra y también coceó, sintiendo la agitación del semental.

Victoria agarró con fuerza la pistola en la mano derecha y echó hacia atrás el percutor. Tenía que estar preparada en caso de que cargara contra ella. Entonces quitó el cierre de la puerta de la cuadra y la abrió, manteniendo la robusta madera entre ella y el caballo en todo momento.

Rubio relinchó y reculó hacia el fondo de la cuadra.

—Sal —le ordenó. No quería volver a ver al semental nunca más. Había pensado en ello y en su agotamiento llegó a la verdad: No podría vivir en aquel rancho si Rubio seguía allí. Su odio aumentaría, y cada vez que lo viera recordaría que había matado a su hermana.

El caballo bufó de forma aguda.

—¡Vamos, lárgate! —gritó Victoria. Agarró una brida que había en la pared y la agitó hacia él por encima de la cuadra—. ¡Sal!

Rubio salió desbocado de la cuadra hacia el centro del establo, pero se detuvo a mitad del camino pateando con sus cascos. Seguía teniendo las orejas hacia atrás y se giró para mirarla.

—Adelante, entonces —le retó Victoria, levantando la pistola por encima de la puerta de la cuadra.

El animal relinchó de nuevo, se dio la vuelta y salió corriendo hacia la libertad. El sonido de sus cascos resonó como un trueno a través de la noche despertando al resto de los caballos, que protestaron pateando y relinchando. Comenzaron a aparecer luces a medida que se encendían velas y lámparas, y los hombres salieron deprisa del barracón colocándose los pantalones y metiendo precipitadamente los pies en las botas. Victoria estaba medio congelada y temblaba de agotamiento, pero consiguió apagar la lámpara, salir al exterior y cerrar la puerta por la que había escapado Rubio.

Jake corría hacia ella con Ben pisándole los talones. Ambos iban armados, y cuando su esposo la vio sujetando su otra pistola, la agarró con fuerza de un brazo.

—¿Qué has hecho? —le gritó.

—Le he dejado marchar —se limitó a responder entregándole el arma.

Jake la guardó en la cartuchera vacía.

—¿Has hecho qué? —La rabia y la incredulidad se repartían equitativamente en su voz.

—Le he dejado marchar. No podía vivir aquí sabiendo que él estaba sano y salvo en su cuadra después haber matado a Celia. Tendrás que arreglártelas con los potros que ya ha procreado.

Jake soltó una maldición grosera, luego se calló y bajó la vista para mirarla. Estaba tan blanca como su camisón y temblaba de frío; sólo tenía un chal alrededor de los hombros para protegerse de las inclemencias del tiempo. Entonces Victoria se tambaleó y, al instante, él la alzó en sus brazos.

—De acuerdo, pequeña —susurró con una sorprendente ternura—. De acuerdo.

La llevó de regreso a la casa y la metió en la cama. Y por primera vez desde la muerte de Celia, se quedó profundamente dormida.

Llegó marzo, trayendo consigo indicios de primavera que duraron lo suficiente como para que todos comenzaran a tener esperanza de que el frío invierno quedara atrás. Victoria se encontraba torpe y le costaba moverse; el simple hecho de levantarse por sí misma de una silla era tarea imposible.

Echaba tanto de menos a Celia...

No había conseguido superar su tristeza, pero era capaz de sonreír ligeramente cuando Jake bromeaba con ella. Su vientre abultado también contribuía a su estado de ánimo; ahora le dolía constantemente la espalda y no lograba encontrar una posición cómoda para dormir.

El niño se había encajado tan abajo que le resultaba difícil incluso caminar. ¡Si al menos terminara ya aquel embarazo! Estaba deseando dar a luz para que aquel constante dolor acabara y para ver la cara de su hijo.

Jake no se había considerado nunca a sí mismo como un hombre particularmente familiar, a pesar de que ahora estuviera casado y cada día amara más a su esposa. Sin embargo, con cierta sorpresa por su parte, se dio cuenta de que aquellos días permanecía más cerca de la casa para ayudar a su esposa en todo lo que pudiera. Le masajeaba la espalda a Victoria todas las noches y la ayudaba a salir de la cama en sus numerosas visitas nocturnas al orinal. El tamaño de su vientre le asustaba, consciente de la estrechez de sus caderas. Angelina había muerto al dar a luz y estaba aterrado ante la idea de que pudiera sucederle lo mismo a Victoria.

El final de marzo llegó y se fue. Todo el mundo empezó a preocuparse por Victoria y a observarla con un brillo de inquietud en la mirada. El día tres de abril comenzó a nevar de nuevo y la joven sintió deseos de gritar de frustración. ¿Es que la primavera y su bebé no iban a llegar nunca?

Aquella noche estaba más inquieta de lo habitual; no podía dormir y las sábanas se le enredaban sin cesar entre las piernas. Jake le masajeó la espalda, pero eso no ayudó. Se levantó para lavarse la cara con agua fresca y él la acompañó. Desde la noche en que salió a hurtadillas al establo y dejó escapar a Rubio, no había sido capaz de moverse sin que su esposo lo notara. Ninguno de los dos se molestó en encender una vela; la nieve que caía inundaba la habitación con una luz pálida y espectral, suficiente para que Victoria pudiera ver bastante bien.

De pronto, Jake se puso tenso. La joven sintió su alarma y observó cómo miraba por la ventana. Ella hizo lo mismo, pero no pudo ver nada.

—Vístete —le dijo él con brusquedad mientras buscaba sus propios pantalones—. No enciendas velas ni lámparas.

Apenas se había puesto los pantalones cuando salió por la puerta abrochándose las pistoleras alrededor de su estrecha cadera.

—Ben. Jinetes —gritó por el pasillo.

Ben se sentó en la cama al escuchar el primer sonido de la voz de Jake, despertando a Emma, que se había quedado dormida en su brazo.

—Levanta, cariño —dijo con voz baja y pausada—. Tenemos problemas.

Él ya estaba de pie poniéndose los pantalones antes de que la joven se retirara el pelo de los ojos, pero sus prisas resultaban contagiosas. Emma cogió el camisón y se lo metió por la cabeza, sintiendo que un escalofrío de inquietud atravesaba su cuerpo desnudo.

—¿Qué ocurre?

—Pronto lo sabremos.

Victoria podría necesitarla. Emma salió del dormitorio antes que Ben, que se estaba calzando las botas, y corrió hacia su propia habitación, que llevaba desocupada los últimos dos meses. No sabía qué le había impedido trasladarse completamente con Ben, ya que nadie había censurado su relación. De hecho, tras la tristeza que siguió a la muerte de Celia, todos se habían unido más, y Victoria se alegraba de la felicidad de Emma.

Victoria nunca fue tan consciente de lo mucho que la incapacitaba su embarazo como en aquel instante, cuando estaba intentando apresurarse. Jake había regresado a la habitación un instante después de llamar a Ben. Se calzó las botas con rapidez, se puso una camisa que no se molestó en abrochar y agarró su abrigo antes de dirigirse a la puerta por segunda vez.

—¡Maldita sea, Victoria, vístete! —le dijo con voz apremiante al salir.

Ella lo estaba intentando. No perdió el tiempo quitándose el camisón, sino que se puso uno de sus vestidos amplios por encima. Emma entró entonces, ya vestida, mientras Victoria luchaba por colocarse las medias y los zapatos.

—Yo lo haré —susurró Emma arrodillándose y subiendo las medias por las piernas de su prima—. ¿Qué ocurre?

—No lo sé. Jake vio algo y le dijo a Ben que había jinetes.

Se quedaron escuchando pero no oyeron nada. Cuando bajaron a la planta inferior, descubrieron que los hombres habían despertado a Carmita, Lola y Juana, que estaban allí de pie, en camisón, con gesto preocupado. Jake le lanzó un rifle a Ben y luego miró a Emma y a Victoria como si estuviera valorando sus posibilidades.

—Vosotras coged un rifle y buscad un lugar donde estéis completamente a cubierto pero que os permita ver el tiroteo. Yo voy a bajar al barracón para despertar a los hombres.

—Yo iré al barracón —le corrigió Ben, y ambos pensaron en Victoria, cuyo embarazo estaba tan avanzado. Era mejor que Jake se quedara con ella.

Antes de irse, Ben le puso la mano a Emma en la nuca y la atrajo hacia sí para besarla fugazmente. Hasta que se hubo marchado, ella no fue consciente de que la había besado a modo de despedida, por sí acaso.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Victoria sin perder la calma.

—He visto una luz en un punto donde no debería haber ninguna. Seguramente alguien encendió un cigarro —le explicó Jake.

—¿Qué te hace pensar que se trata de más de un hombre?

—La experiencia. —Se metió un puñado de cartuchos en cada bolsillo y empujó la caja hacia ellas—. Llenaos los bolsillos. Carmita, ¿alguna de vosotras sabe disparar?

—Sí, señor Jake —respondió el ama de llaves—. Yo sé, y Juana también.

—Y yo —intervino Lola.

—Bien. Coged un rifle cada una. Tal vez no sea nada, pero por Dios que si hay peligro estaremos preparados para recibirlo.

—¿Indios? —preguntó Juana tímidamente.

—No. Los indios nunca hubieran encendido esa luz.

Forajidos.

Después de repartir armas, Emma se quedó mirando la puerta por la que Ben había salido deseando que volviera a cruzarla.

El primer disparo hizo que todos, excepto Jake, se sobresaltaran. Sin perder un segundo, él corrió hacia la parte delantera de la casa y rompió el cristal de una ventana con la culata del rifle.

—¡Poneos a cubierto! —les ordenó.

Las cinco empezaron a subir las escaleras en busca de un lugar seguro.

—¡Voy a entrar! —gritó Ben desde fuera justo ante de que la puerta se abriera. Entró corriendo, agazapado. Lo seguían cinco hombres más—. Pensé que os vendría bien tener refuerzos. —Luis era uno de ellos. Su rostro oscuro y delgado parecía más vivo de lo que había estado en dos meses.

Cuando llegaron a la planta de arriba, las mujeres se dividieron y cada una se colocó en una ventana. Siguiendo el ejemplo de Jake, Victoria rompió el cristal con el rifle y el aire frío se coló dentro.

—Al menos no me dormiré —murmuró.

El ataque comenzó de pronto, y parecía provenir de todas las direcciones. La casa resonaba con el eco de los disparos y un penetrante olor a pólvora se le filtraba por las fosas nasales. Victoria observó el exterior con detenimiento en busca de un objetivo. Vio unos bultos negros moviéndose con signo y escogió los que iban a caballo, pensando que sus hombres no irían montados.

Un hombre que iba a pie levantó la cabeza desde detrás de unos arbustos y apuntó hacía la casa. Victoria dirigió el cañón de su arma hacia él y apretó el gatillo. El hombre cayó hacia atrás como un bulto inerte.

Había matado a un hombre. Sorprendentemente, aquello la dejó fría. Tal vez más tarde tuviera tiempo de reaccionar.

Los disparos procedentes del piso superior se intensificaron. Victoria disparó a un hombre que iba a caballo, pero falló.

De repente surgió un grito de pánico del interior de una de las habitaciones. Victoria dio un respingo, pero no se atrevió a abandonar su posición.

—¿Emma? —gritó.

—¡Estoy bien! ¿Carmita? ¿Lola? ¿Juana?

Todas contestaron excepto Lola, y Victoria escuchó un quedo gemido.

Justo entonces, un destello naranja iluminó la noche. Un hombre galopaba hacia la casa con una antorcha brillante en la mano derecha. El terror atenazó el corazón de Victoria. ¡Estaban tratando de quemar la casa! Disparó al atacante y le dio de lleno. El hombre cayó hacia atrás desde el caballo y la antorcha salió volando de su mano yendo a parar a la nieve.

Las balas se incrustaban en las paredes de adobe y hacían añicos el poco cristal que quedaba en las ventanas, provocando que las esquirlas cayeran sobre la cabeza agachada de Victoria. Cuando volvió a levantarla, vio cómo otro hombre que llevaba una antorcha encendida moría antes de poder arrojarla a la casa.

Las paredes de adobe no arderían con facilidad, pensó, ni tampoco el tejado de arcilla y teja. Pero, ¿y si una de esas antorchas atravesaba alguna ventana sin cristales?

Sin perder un segundo, Victoria disparó y recargó su arma una y otra vez hasta perder la noción del tiempo. Estaba agotada, pero lo peor era que desconocía si Jake seguía vivo o si una bala se había cruzado en su camino. La incertidumbre la estaba devorando.

Emma entró precipitadamente en la habitación, agachada.

—Lola ha muerto y Juana está herida, aunque no de gravedad. Sigue disparando.

—¿Jake? ¿Ben?

—He escuchado a Jake abajo. No sé nada de Ben. —La voz de Emma estaba cargada de agonía y su prima le apretó la mano tratando de consolarla.

—¿Quién está haciendo esto? —gimió Victoria. Estaba tan cansada... Sentía el agotamiento en cada uno de sus músculos y no sabía cuánto tiempo más podría permanecer de pie.

—No lo sé. Pronto amanecerá y al menos podremos ver algo.

El amanecer. ¿Tanto tiempo había transcurrido? Le había parecido que habían pasado sólo unos minutos desde que empezó el ataque.

Entonces le llegó el olor acre del humo.

—¡Trae agua! —le gritó a Emma—. ¡Fuego! ¡Trae agua! —Agarró una jarra llena que había en la mesa, salió corriendo al pasillo y bajó por las escaleras inclinándose todo lo que pudo.

Cuando llegó al piso inferior, Jake se alzó de pronto ante ella con el rostro negro a causa de la pólvora. Parecía un ser infernal.

—¡Agáchate! —le ordenó él.

—¡La casa está ardiendo!

Jake maldijo y se giró. No se había percatado del humo, pero ahora podía verlo salir de la cocina. Agarró a Victoria del brazo y la empujó hacia el suelo.

—No te muevas de aquí, ¿me oyes? ¡Quédate aquí! Voy a buscar a los demás. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

¿Cómo iban a hacerlo? Fuera se estaba librando una batalla encarnizada. Pero como Jake había dicho, tenían que salir. No podían luchar contra los forajidos y contra el fuego al mismo tiempo.

El humo se iba volviendo más denso. Victoria comenzó a arrancarse jirones de la falda y a mojarlos en el agua de la jarra que había cogido. Ben se arrastró hacia ella con una mueca diabólica y Victoria le entregó un trozo de tela empapado.

—Colócatelo sobre la nariz y la boca —le urgió, siguiendo ella misma sus propias instrucciones. Le quemaba la garganta.

—¿Está bien Emma?

—Sí. Jake ha subido a buscarlas. Lola ha muerto.

Ben llamó a los otros cinco hombres y todos se reunieron cuando Jake bajó las escaleras con las tres mujeres. Victoria les dio a todos trapos mojados para que se cubrieran el rostro y Jake se agachó a su lado mientras se ataba la tela alrededor de la boca y la nariz.

—Saldremos a través del patio —dijo con voz ahogada—. Es el único camino que nos proporcionará algo de protección. Yo iré primero, luego otro hombre y después las mujeres. El resto iréis detrás de ellas y las cubriréis.

—Tenemos que avisar a Lonny, o nuestros propios hombres podrían dispararnos —apuntó Luis.

—No tenemos tiempo. ¡Vamos, ahora!

Jake arrastró consigo a Victoria por el pasillo en dirección a una de las entradas del patio.

—Os llevaremos a la herrería —susurró—. Está más cerca.

La herrería no era más que una cabaña abierta al exterior, equipada con las herramientas básicas para herrar, pero tenía la ventaja de hallarse justo detrás de la casa. Allí encontrarían cierto refugio, aunque seguirían estando en peligro.

Jake salió el primero. Vio el cañón de un arma brillar cuando alguien disparó y la bala pasó rozándole la cabeza con un zumbido. Disparó a su vez, pero debió fallar porque distinguió una sombra escabulléndose hacia un lado. Hizo fuego de nuevo sobre la sombra, y esta vez fue recompensado con un aullido de dolor que disminuyó rápidamente hasta extinguirse. Podía oír a su espalda los jadeos rápidos y cortos de Victoria mientras el humo se iba haciendo más denso. Entonces escuchó la voz de Luis, que tomó la delantera. Sus ojos oscuros brillaban bajo la luz de las llamas que estaban empezando a devorar la casa.

—Agarra a tu mujer —le gritó a Jake—. Yo te cubriré.

Jake le pasó el brazo a Victoria por la espalda y salió corriendo. La joven trató de mantener su ritmo, pero se tambaleó, y él la sostuvo con toda la fuerza de su brazo manteniéndose entre ella y lo que parecía ser la línea principal de fuego.

—¡Puedo hacerlo, tú vigila tu espalda! —jadeó Victoria.

—¡No hables, limítate a correr!

Los hombres que los seguían disparaban sin cesar contra cualquiera que se moviera y, cuando los vaqueros de los Sarratt vieron a las mujeres tratando de huir de la casa, las cubrieron desde el establo y el barracón para que pudieran llegar a su objetivo a salvo. Las balas pasaban rozándoles por encima de la cabeza, pero ellas corrieron y zigzaguearon, sin constituirse nunca en un objetivo estable.

Jake consiguió llegar a la herrería con Victoria y la colocó con cuidado en el sucio suelo del fondo.

—Quédate tumbada. No levantes la cabeza por nada —le ordenó antes de correr al lado de Luis para cubrir la entrada de la cabaña y tratar de confundir al enemigo.

Emma entró en la herrería tambaleándose y enredándose con las faldas. Al ver a Victoria, se agachó y se apresuró a ir hasta ella maldiciendo entre dientes mientras la tela se le volvía a enredar entre las piernas. Contra toda lógica, Victoria se rió al escuchar aquellas palabras saliendo de la remilgada boca de su prima. Emma alzó la cabeza y sonrió. La mayor parte de su oscuro cabello se había escapado del moño y su blanca piel estaba cubierta de hollín y pólvora.

—Bueno —ironizó—. No tiene sentido preocuparse ahora mismo de los modales.

—Estoy de acuerdo. —Victoria volvió a reírse, un tanto desorientada. Ambas habían matado aquella noche, y ante la muerte, todo pasaba a un segundo plano.

Carmita y Juana entraron precipitadamente en el improvisado refugio. Juana estaba sangrando debido a un corte profundo en el hombro, producido por un fragmento de cristal que había saltado por los aires, y se dejó caer al suelo sin soltar el rifle que tenía en la mano.

De pronto, a pocos metros de la herrería, Ben recibió un balazo en la pierna izquierda y cayó al suelo con brusquedad. Emma soltó un agudo gemido y, a pesar de los gritos de advertencia de Jake, corrió a toda velocidad hacia el hombre que amaba.

Ben estaba tratando de incorporarse sobre la pierna buena cuando Emma se deslizó a su lado en la nieve. Lo agarró de la pechera y comenzó a tirar de él, gritando, llorando y maldiciendo al mismo tiempo. Él también maldecía, gritándole a Emma que lo soltara y regresara de inmediato a la herrería, pero ella se negó. La desesperación le dio la fuerza que necesitaba y, aunque era mucho más pesado que ella, la joven clavó los talones y tiró de él sin que Ben pudiera hacer nada por detenerla. Consiguió arrastrarlo hasta la herrería y le rasgó de inmediato los pantalones para poder verle la herida.

—¿Cómo está? —rugió Jake.

—Sobreviviré —respondió el propio Ben a pesar de no tenerlas todas consigo. La bala le había atravesado completamente el muslo. Sin embargo, una vez detuvieran la hemorragia, se pondría bien.

—¡Sarratt! Maldito seas, Sarratt, ¿dónde estás?

Jake alzó la cabeza y una expresión demoníaca le cruzó el rostro al tiempo que sus ojos se llenaban de frías sombras.

—Garnet —susurró. Una ligera sonrisa de expectación le rozó los labios y salió corriendo hacia el patio. Ahora sabía a quién dar caza; aquello era lo que estaba esperando. Esta vez Garnet no iba a escapar.

El amanecer estaba cubriendo poco a poco el cielo de un gris pálido. Nevaba de nuevo y el torbellino de copos impedía la visibilidad, pero la gran antorcha en la que se había convertido la casa iluminaba la zona con un brillo extraño y parpadeante. Victoria giró la cabeza y vio que el fuego de la cocina había alcanzado el segundo piso. Distinguió unas llamas abriéndose paso a través del tejado y lamiendo las ventanas rotas, y fue consciente de que estaba contemplando la agonía de aquella antigua y elegante casa que había presenciado amor y traiciones salvajes, nacimientos y muerte. Todo, incluidas las cosas de Celia que Victoria no había sido capaz de guardar, era pasto del fuego; las llamas estaban destrozando cada recuerdo, dejando tan sólo cenizas a su paso.

De pronto le sobrevino otra fuerte contracción y se quedó tumbada jadeando.

—El bebé estará aquí pronto —susurró cuando fue capaz de hablar de nuevo.

Carmita ahogó un gemido, demasiado sobrecogida por los acontecimientos de la noche como para pensar en enfrentarse también a aquello. Emma alzó la vista sin dejar de hacer presión en las heridas de Ben para detener la hemorragia. Tenía el rostro descompuesto por la preocupación.

—¿Te han empezado los dolores?

Victoria aspiró con fuerza y clavó los dedos en el polvo.

—Hace horas.

Garnet estaba desesperado y había perdido el control. ¡Se suponía que todo iba a ser más fácil! Tendría que haber sido como la primera vez, cuando llegaron cabalgando y sorprendieron a todo el mundo desprevenido o dormido. Pero esta vez, aquellos bastardos estaban despiertos y esperándolos. Casi todos los hombres que había traído consigo estaban muertos. Lo ocurrido no tenía sentido, y eso le asustaba. La idea de poner finalmente las manos en Celia era lo único que le impedía salir huyendo. Aquella era su última oportunidad, ya que, si fracasaba, le darían caza allá donde se escondiera.

—¡Sarratt! —bramó—. ¡Sarratt!

Se dio la vuelta y se dirigió al establo. Al infierno con una pelea justa. De ninguna manera iba a enfrentarse a Jake. Lo único que necesitaba era un disparo, una bala rápida en la cabeza o en la espalda, y adiós al último de los Sarratt. Alguien había alcanzado ya al hermano. El reino sería suyo, al igual que Celia. Más tarde tendría que encargarse de Bullfrog, si es que seguía vivo, pero eso no sería ningún problema.

Jake no respondió. Se quedó donde estaba, observando cómo alguien se deslizaba furtivamente hacia el establo. El instinto le dijo que se trataba de Garnet. Al parecer quería buscar refugio y esperar a que Jake se dejara ver.

Pero aquello estaba lejos de la intención de Jake. Arrastrándose en silencio por el suelo, se abrió camino desde los arbustos a un árbol y de allí al barracón. Había cuerpos esparcidos por todo el suelo, bultos oscuros e inertes. Muchos hombres habían muerto aquella noche. Él no iba a ser uno de ellos, pero por Dios que Garnet sí lo sería.

—Necesitamos calor —señaló Emma con voz pausada—. ¿Puede alguien encender la forja, por favor? Y también necesitamos luz.

Luis comenzó a arrojar carbón en la forja.

—El calor no es problema y, aunque no hay lámparas, pronto será de día.

A Victoria no le importaba ni el calor ni la luz. Todo su instinto y cada uno de sus sentidos, estaba concentrado en dar a luz. Una fuerza innegable y poderosa se había apoderado de su cuerpo y tiraba de ella sin piedad. Aunque había sido testigo del parto de Angelina, no imaginaba que sería tan duro. Cada contracción era una agonía que parecía desgarrarle las entrañas y le dejaba los pulmones sin aire. Ahora se sucedían con mucha rapidez y tenía menos tiempo para recuperarse.

Ben estaba tumbado al lado del yunque, escuchando los gritos ahogados de Victoria.

—Coge mi camisa —le dijo a Emma haciendo un esfuerzo por mantener la voz firme—. Retuércela, átala a un palo con fuerza, y luego préndele fuego. Os dará unos minutos de luz.

—De acuerdo —contestó la joven tras detenerse un instante a considerar la idea—. Pero todavía no. Tendremos más necesidad de luz cuando nazca el bebé.

Garnet rodeó la parte de atrás del establo y abrió la puerta sólo lo suficiente para colarse dentro. Unos débiles haces de luz habían comenzado a asomarse a través de las grietas del techo a medida que avanzaba el amanecer. No le quedaba mucho tiempo. Corrió hacia el frente del establo y abrió las puertas delanteras lo justo para que nadie se diera cuenta de su presencia pero suficiente para que pudiera ver y disparar. Ahora, lo único que tenía que hacer era esperar a que Jake saliera en su busca.

Garnet sonrió. Sólo unos minutos. Unos minutos más y tendría todo lo que siempre había deseado.

—¿Me estás buscando?

Aquellas palabras fueron acompañadas del inconfundible clic del percutor de una pistola al levantarse. Garnet se quedó paralizado y gruesas gotas de sudor resbalaron por su frente a pesar del frío. No se atrevió a darse la vuelta y el terror le atravesó la espina dorsal al ser consciente de que iba a morir. Había disparado a decenas de hombres sin sentir ningún tipo de remordimiento, pero la idea de su propia muerte le causaba pavor.

—Puedes darte la vuelta —dijo Jake en un falso tono suave—. Voy a matarte de todas formas, aunque, si te giras, tendrás al menos la oportunidad de dispararme.

A Garnet le tembló la pistola en la mano, sabiendo que moriría en cuanto se diera la vuelta.

—Tendrías que haber seguido tu camino —murmuró Jake—. Haberte alejado lo más rápido y lo más lejos de aquí que pudieras.

—Me hubieras dado caza —jadeó Garnet—. Y quería a la hermana pequeña... a Celia.

—Ahora ya nunca la tendrás —le aseguró Jake apretando los dientes en un gesto de dolor al recordar a la hermosa y alegre Celia.

Garnet se echó de repente a un lado, girándose y disparando mientras lo hacía. Jake estaba preparado y se atrincheró con rapidez detrás de una bala de heno, dejando sólo expuestas la cabeza y el arma. Disparó con mucha calma. La primera bala alcanzó a Garnet en el estómago; la segunda, en el pecho. El antiguo capataz se precipitó contra la pared, apretando instintivamente el gatillo y soltando un disparo que fue a parar al techo, antes de caer pesadamente al suelo y soltar la pesada arma.

Jake le dio una patada a la pistola para apartarla de allí. Sólo confiaría en aquel hombre cuando estuviera muerto.

Garnet tenía los ojos abiertos mientras su boca se llenaba de sangre y su garganta trabajaba penosamente tratando de respirar. Finalmente sus ojos se quedaron en blanco y Jake observó cómo su pecho subía y bajaba unas cuantas veces antes de detenerse por completo.

Había habido demasiada muerte en aquel rancho. Jake suspiró, sintiéndose de pronto muy cansado, pero cargó de forma automática la pistola. Escuchó con atención y se dio cuenta de que fuera todo parecía tranquilo. Tal vez ya hubiera terminado todo. Tenía que volver al lado de Victoria.

—¿Jefe? ¿Estás bien?

Era Lonny.

—Sí —gritó Jake.

—Será mejor que vuelvas a la herrería. Aquí todo está ya bajo control y Luis dice que el bebé está a punto de nacer.

Jake se había sentido nervioso con anterioridad, preocupado, tenso; pero ahora el terror le atenazó el corazón con sus fuertes garras. Victoria no podía dar a luz así, tirada en una herrería helada, sin mantas y sin ningún tipo de comodidad. Corrió hacia la herrería sin perder un segundo y sin percatarse siquiera de que seguía llevando el arma en la mano.

Ben estaba apoyado contra el yunque, sin camisa, y alguien le había prestado un abrigo. Su rostro había perdido cualquier signo de color, pero una rápida mirada bastó para tranquilizar a Jake al comprobar que la hemorragia se había detenido. La forja funcionaba a toda máquina, proporcionando fuertes oleadas de calor que luchaban contra el frío imperante en la cabaña abierta. Luis encendió una lámpara que había conseguido encontrar y la colocó al fondo de la herrería, que estaba separada del resto de la estancia por varias faldas que colgaban de una cuerda colocada de lado a lado. Jake atravesó las faldas y se arrodilló en el suelo al lado de su esposa.

Emma, Carmita y Juana estaban en camisón, ya que habían sacrificado las prendas que se habían puesto a toda prisa sobre su ropa de dormir para improvisar aquella cortina. Victoria tenía el camisón levantado, las rodillas dobladas y los pies apoyados en el suelo. Jake se inclinó sobre ella con el corazón en la boca mientras le retiraba el cabello húmedo del rostro con dedos sucios y temblorosos. Victoria tenía los ojos cerrados, el rostro demacrado y respiraba con jadeos cortos y espasmódicos.

Carmita alzó hacia Jake sus oscuros ojos llenos de preocupación.

—Todo acabará pronto, señor. Ya veo la cabeza.

Victoria abrió los ojos. Los tenía vidriosos, pero se clavaron en su esposo como si eso le diera las fuerzas que necesitaba. Alzó un tanto la cabeza y Jake le tomó la mano entre las suyas.

—Aguanta, amor mío —susurró. Estaba paralizado por el miedo. Él la había llevado a aquella situación, poniendo en peligro su vida, obligándola a dar a luz en el polvo como un animal. Su dulce Victoria... Nunca debió haberse casado con ella; tendría que haberla mandado de regreso al Este, donde habría tenido el tipo de vida para el que había nacido, una vida de comodidades y refinamiento.

Victoria se aferró a la mano de su esposo y apretó con fuerza los dientes. Un sonido grave y áspero se abrió paso de pronto en su garganta, transformándose al instante en un agudo grito de dolor seguido de otro, y otro más. Se convulsionó con violencia abalanzándose hacia delante, y después apoyó la espalda en el suelo de nuevo.

En medio de un caudal de sangre y líquido, un cuerpecito resbaladizo se deslizó sobre las manos expectantes de Carmita. Cuando Jake observó que el bebé tenía un aspecto purpúreo y que no se movía ni parecía respirar, su corazón se paró conociendo otro tipo de agonía. Entonces Carmita le dio al recién nacido un golpe en las nalgas y de su pequeña garganta surgió un sollozo diminuto y estrangulado que comenzó a transformarse en llanto, mientras apretaba con fuerza los puñitos para expresar su descontento ante aquel mundo nuevo y desconocido. El ama de llaves se volvió para que los padres pudieran contemplar al bebé y Jake vio que se trataba de un niño. Su hijo.

Sorprendentemente, Victoria lanzó una carcajada débil.

—Oh Jake, se parece a ti —susurró.

Su esposo la miró asombrado, preguntándose cómo podía distinguir ningún parecido con nadie en aquel diminuto ser rojizo y arrugado que seguía recubierto con la sangre de su nacimiento. Tal vez se le pareciera en el cabello oscuro, pero lo tenía húmedo y tal vez no fuera tan oscuro cuando se secara.

Victoria tiró de él con los ojos brillantes de felicidad, e hizo que se inclinara sobre ella.

—No cabe duda de que es un niño —le dijo al oído.

Jake comprendió entonces lo que quería decir. Observó el cuerpo desnudo del bebé y, por primera vez en su vida, un sonrojo cubrió sus mejillas.

Sin poder reprimirse más, Victoria estiró los brazos hacia su bebé.

—Déjame cogerlo, por favor. Debe tener frío.

Carmita cortó y ató el cordón umbilical de forma eficiente. Envolvieron rápidamente al bebé en la camisa de alguien, ya que, al parecer, todo el mundo estaba donando su ropa para la ocasión, y lo pusieron en brazos de Victoria. El bebé dejó de llorar de inmediato, pestañeando despacio mientras respondía al calor de su madre.

Jake los rodeó a ambos con los brazos y apoyó la mejilla llena de pólvora sobre el cabello de Victoria.

—Te amo —confesó con voz ronca. Ella era lo mejor, lo más fuerte, bueno y amable de su vida. Tenerla a su lado había hecho añicos la coraza de odio de la que se había estado alimentando durante tanto tiempo.

Victoria echó la cabeza hacia atrás, y sus ojos azules ensombrecidos se cruzaron con la verde mirada de Jake.

—Yo también te amo —musitó.

—Mi intención era darte algo mejor que esto. Ahora no tenemos siquiera una casa donde vivir.

—No me importa. —Estaba cansada y se apoyó con más fuerza contra él—. Me alegro de que la casa haya ardido. Tenía demasiado odio encerrado entre sus paredes, demasiada muerte. No quería eso para él.

—Acarició suavemente la tierna mejilla de su hijo con un dedo y el niño giró la cabeza hacia ella abriendo su boquita rosada.

—Puedo empezar de nuevo —prometió Jake—. Construiré otra casa para ti si te quedas conmigo. Dios, mi amor, no me dejes. Si vas a marcharte más vale que me pegues un tiro, porque te amo tanto que sin ti no sería nada.

Nunca antes le había dicho que la amaba, nunca antes la había mirado con aquella expresión en los ojos, tan desesperada, entregada y... asustada. Ella no podía imaginarse a Jake Sarratt teniendo miedo de nada, pero eso era justo lo que reflejaban aquellos ojos que habían perdido toda su frialdad.

—De acuerdo. —Victoria buscó la mano de su esposo con gesto cansado. El amor de Jake lo cambiaba todo. El odio había desaparecido y, con él, la razón para marcharse—. Construirás tu propio reino y te olvidarás del pasado, del anterior reino de Sarratt. Ahora podremos empezar de nuevo.

Emma se arrodilló al lado de Ben para comprobar el estado de su pierna.

—¿Tengo una sobrina o un sobrino? —le preguntó él con una sonrisa.

—Sobrino. —Emma bajó la vista sintiendo que el rostro se le acaloraba mientras buscaba a tientas el vendaje—. Y tal vez tu propio hijo —susurró.

—¿Qué? —Ben se la quedó mirando con asombro—. ¿Qué? —preguntó más alto, incorporándose para sentarse.

—Shh... —lo mandó callar ella.

Ben la agarró de los brazos, sujetándola para que se estuviera quieta.

—¿Estás segura?

—Yo... creo que sí, aunque todavía no lo sé con certeza. —Tenía un pequeño retraso, y su cuerpo no había sido nunca tan regular como el de Victoria. Pero la posibilidad estaba allí. Había pasado demasiadas noches en la cama de Ben como para no pensar en ello.

Él comenzó a reírse y la atrajo hacia sí para besarla fugazmente.

—Mi preciosa y adorada Emma, no he sido capaz de pensar con claridad desde que te conocí, y las cosas no han mejorado. Lo mejor será mejor que nos casemos, ¿no crees?

—¿Porque podría estar...?

—No, porque nos amamos y probablemente llenemos la casa de niños, así que las cosas serían más fáciles si estuviéramos casados.

Los oscuros ojos de Emma comenzaron a brillar.

—Ben Sarratt, te amo.

—¿Eso es un sí?

—Es un sí —susurró ella.

Jake estaba sentado en el suelo estrechando a Victoria entre sus brazos. Aunque pareciera imposible, su esposa estaba tan dormida como el bebé. Miró a su hijo, sonrojado, arrugado y completamente indefenso, y su corazón se enterneció. Aquel pequeño ser dependía de él para que lo protegiera, le procurara un techo, le diera de comer y le enseñara todas las cosas importantes de la vida. Ahora tenía que pensar en el futuro, y su futuro eran Victoria y el bebé, así como los demás bebés que pudieran venir. La mañana estaba cargada del olor a humo y a pólvora, pero había dejado de nevar y el sol estaba tratando de abrirse paso y brillar sobre el nuevo manto blanco.

La esperanza de un nuevo futuro se abría paso en el interior de Jake sustituyendo al odio, y nunca se había sentido mejor. Tenía a Victoria, su hijo era fuerte y saludable, y juntos podrían construir una vida propia sin el dolor del pasado. El territorio vería un nuevo reino de Sarratt, el que Ben y él construirían, pero estaría tan libre de odio como la nieve que cubría el alto valle.

* * *