Capítulo 16
VOLVIÓ a contar por tercera vez, marcando los días con los dedos para asegurarse. Había esperado cada día inútilmente el comienzo de su ciclo mensual, consciente de que tenía que contarle a Jake lo que pasaba. El problema era que, aunque fuera su esposo, no sabía cómo sacar un tema semejante con él. Pero el día en el que debería haber comenzado su ciclo pasó sin ninguna señal, y una especie de incrédula certeza había comenzado a crecer en su interior. Nunca se retrasaba, ni siquiera un día. Ahora, una semana después, no tenía ninguna duda de cuál era la causa de que su cuerpo no consiguiera mantener el orden establecido: Estaba embarazada.
Lo cierto era que no le sorprendía, aunque no creyó que sucediera tan pronto. Hacía apenas tres semanas que se habían casado, pero habían hecho al menos dos veces el amor cada noche, y en ocasiones ni siquiera les había importado que fuera de día. Uno de aquellos encuentros había dado sus frutos.
Un bebé. Victoria deslizó la mano por su vientre plano y luego observó su propio reflejo en el espejo. Nada parecía diferente exteriormente, sin embargo, su cuerpo había empezado a manifestar los cambios. Estaba al mismo tiempo asustada y feliz. ¡Dios, esperaba un hijo de Jake!
Él no la amaba, pero su hijo sí la querría.
La mujer que estaba frente al espejo, sentada a medio vestir con las enaguas y la camisola, con el largo cabello resbalándole por los hombros y la espalda, reflejaba una inquietante serenidad en su pálido rostro. Pero Victoria no se sentía en absoluto tranquila; tenía ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Deseaba sentir los brazos de Jake alrededor de su cuerpo ahora, en aquel instante, al admitir por primera vez el hecho de que su hijo estaba creciendo en su interior. Anhelaba su fuerza y su pasión. Quería tumbarse con él sobre las blancas sábanas y que la poseyera, sentir su felicidad por haber creado una nueva vida.
Le ardían los senos y se los cubrió con las manos con un suspiro. Cerró los ojos y entreabrió los labios. Por primera no se arrepintió de haberle confesado que lo amaba.
Jake había avisado de que estaría fuera todo el día. Todavía faltaban muchas horas para que volviera a casa y poder contárselo. ¿Debería decírselo cuando regresara o esperar a que estuvieran juntos en la cama?
Esperaría a ver de qué humor estaba, decidió, como habían hecho las mujeres durante cientos de años. Si estaba cansado e irritable, se lo diría una vez que hubiera comido y descansado.
Los Sarratt regresaron a casa aquella tarde antes de lo esperado. El sol era una bola roja y ardiente en el horizonte y Victoria estaba ayudando en la cocina cuando escuchó el sonido de sus botas pisando el suelo de cerámica. Se detuvo en lo que estaba haciendo, sintiendo que el corazón le latía salvajemente por la emoción. Estaba un poco mareada y sonrió para sus adentros, ¿se debería al padre de su hijo?
—Victoria —la llamó Jake.
—Estoy en la cocina. —Se secó las manos y salió a toda prisa a recibirlo.
Tanto Ben como él estaban cubiertos de polvo hasta las cejas y tenían el rostro cubierto de barro allí donde había corrido el sudor. Ella los miró con el ceño fruncido al ver las marcas que habían dejado en el suelo. No estaban acostumbrados a mirar por donde pisaban, pero en las últimas semanas se habían visto obligados a ajustarse a la realidad de vivir con tres damas. Incluso Celia estaba madurando, convirtiéndose en una persona asombrosamente serena.
—Nos bañaremos fuera —dijo Jake haciendo un esfuerzo para no sonreír—. Tráenos algo de ropa limpia para que no dejemos un reguero de barro al volver.
—Por supuesto —respondió Victoria dirigiendo otra mirada ceñuda a sus botas antes de subir.
—Creí que íbamos a darnos un baño caliente —protestó Ben.
—No he salvado el cuello durante todos estos años por ser un estúpido —replicó Jake.
Su hermano lanzó una carcajada. Habían matado a una edad muy temprana y los últimos veinte años habían vivido bajo la ley del revólver, pero allí estaban, sin atreverse a dar un paso más por culpa del barro que tenían en las botas.
Victoria regresó con ropa para los dos, toallas limpias y una gruesa pastilla de jabón.
—La cena estará preparada para cuando regreséis —dijo entregándoles sus cosas.
Ya había una fila de hombres esperando para utilizar el dispositivo de la ducha. Maldiciendo y murmurando entre dientes, volvieron a ensillar los caballos y cabalgaron hasta el río. Era más rápido que esperar su turno. Se desnudaron y entraron en el agua, conteniendo la respiración al sentir su frialdad.
Ben volvió a sacar el tema.
—Podríamos estar dándonos un baño caliente.
—También podríamos estar en medio de una guerra. —Jake silbó mientras se enjabonaba—. ¿Por qué no le dijiste que te calentara algo de agua?
—Es tu esposa. No era cosa mía.
Jake sonrió. Por mucho que hubiera preferido darse un baño caliente él también, no quería enfadar a Victoria. Tal y como Ben había dicho, era su esposa; y aquel sentimiento de posesión y de pertenencia le producía un extraño placer. Durante los días que habían transcurrido desde que le dijo que lo amaba, la había tratado con una ternura de la que nunca se imaginó capaz. No había vuelto a decírselo y la tristeza seguía en sus ojos, pero saberse amado suavizaba la dura coraza que se había formado el día que vio cómo violaban y asesinaban a su madre.
Ben sumergió su oscura cabeza y volvió a sacarla resoplando.
—Las damas dan muchos problemas comparadas con las prostitutas —murmuró, quitándose el agua de la cara.
—Pero hacen la vida más cómoda.
—¿Más cómoda? ¿Más cómoda? Nos estamos congelando el trasero en el río en lugar de estar tomando un baño caliente tal y como habíamos planeado porque tú no has querido molestar a tu esposa llenando la escalera de barro, ¿y a eso le llamas comodidad? Has perdido la cabeza.
—Tenemos ropa limpia, buena comida y sábanas frescas en nuestras camas cada noche que desprenden un suave aroma en vez de oler a perfume barato y a whisky rancio. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste que servirte tu propio plato en la cena?
—Tenemos que vigilar lo que decimos —señaló Ben.
—Vamos, reconoce que no has llevado una vida así en años. —Los ojos verdes de Jake brillaron divertidos—. Tu problema es Emma.
—Ah, maldita sea —rugió Ben irritado—. Lo peor de las damas es que creen que si permiten que un hombre entre en su cama, será el fin del mundo. En cambio, las prostitutas no tienen ningún problema respecto a eso.
—Una prostituta se acuesta con cualquiera que pueda pagar. ¿Es eso lo que crees que Emma debería hacer?
Ben gruñó malhumorado y salió del río con brusquedad, quedándose de pie en la orilla y secándose el musculoso cuerpo con la toalla.
—No, no quiero que haga eso —reconoció finalmente con un brillo inquietante en sus ojos color avellana.
Jake lo siguió. El agua, transparente como el cristal, resbaló por su poderoso cuerpo. Comprendía lo frustrado que se sentía Ben, porque recordaba cómo se había sentido él cada vez que chocaba contra las rígidas ideas de Victoria respecto a lo que era adecuado y lo que no. Las damas eran mucho más complicadas que las prostitutas. Una dama exigía de un hombre más de lo que éste quería dar, y a cambio le proporcionaba un modo de vida completamente distinto. Ofrecía consuelo físico, una cálida sensación de seguridad y un dulce cuerpo en la cama durante toda la noche. El matrimonio era un precio muy alto para conseguir todo aquello, pero valía la pena. En aquel instante, Jake supo que se habría casado con Victoria aunque el rancho no hubiera estado de por medio, y miró hacia el cielo, donde el ocaso se teñía de color lavanda, con una sensación de asombro.
Tras un instante, volvió el rostro hacia su hermano.
—Podrías casarte con ella —comentó.
Ben se puso los pantalones.
—No soy de los que se casan, Jake. Eso no ha cambiado.
—Entonces, si lo único que quieres es acostarte con alguien, ve en busca de Angelina.
—No quiero a Angelina —replicó Ben cortante—. Qué diablos, la han poseído de tantas maneras que ya no podrá apreciar la diferencia.
—Exacto.
Ben lo miró con el ceño fruncido y terminó de vestirse en silencio. Deseaba a Emma; la deseaba con desesperación. Pero la idea del matrimonio estaba muy lejos de su mente, y ése parecía ser el único modo de llegar a ella. En cierto sentido, resultaba más fácil cuando Jake y él iban por ahí vagando, sin raíces, sin pensar en otra cosa que no fuera planear cómo matar a McLain y recuperar su rancho. Bien, ahora ya tenían el rancho, y ya no podían subirse al caballo y largarse. Tenían un hogar y unas responsabilidades. Y Ben no estaba muy seguro de que la sensación le gustara. No se trataba del trabajo ni del rancho; recuperarlo había suavizado en cierto modo su interior. Era la domesticidad lo que le irritaba, la sensación de sentirse atrapado por las normas. Deseaba a Emma, pero no podía tenerla por culpa de todas aquellas malditas reglas con las que se regía la gente respetable. Ben se dio cuenta de pronto de que no era respetable y de que nunca lo sería, del mismo modo que Jake nunca sería sencillamente un ranchero. Habían vivido demasiados años del revólver. Bajo la superficie, los viejos instintos permanecían inalterables. Lo que ocurría era que Ben ya no sabía qué hacer con ellos.
La cena estaba preparada cuando regresaron a la casa, y Victoria se forzó a sí misma a tener paciencia. Un par de horas más no supondrían ninguna diferencia; encontraría la intimidad que necesitaba cuando estuvieran en la cama. Trató de imaginarse qué diría Jake, cómo reaccionaría, y se dio cuenta de que no podía. Nunca habían hablado de tener hijos. Sintió una punzada de inquietud y le dirigió una mirada cautelosa. Cuando se percató de que él la estaba observando, apartó los ojos.
No sabía leer la expresión de Jake. Se había pasado demasiados años ocultando sus pensamientos bajo un rostro duro y unos ojos inexpresivos. Ella sólo podía ver lo que él quería que viese. A veces pensaba que una enemistad abierta sería menos enervante que la pasión proveniente de un hombre al que amaba pero al que no conocía.
Todavía era temprano cuando Jake se levantó de la mesa y le tendió la mano. Victoria sintió que se ruborizaba al tiempo que permitía que la ayudara a levantarse, y no miró a nadie cuando salieron del comedor.
—Buenas noches —se despidió Jake, guiando a su esposa en dirección a la escalera.
Emma los vio marchar y se mordió el labio al sentir aquel enloquecedor deseo retorcerse en su interior. No era sólo la necesidad física lo que la atormentaba, sino el anhelo de lo que Victoria había encontrado en Jake, la pertenencia expresada en el modo en que la rodeaba con su brazo para acompañarla a su dormitorio. Ella quería sentir aquella cercanía, la complicidad del matrimonio y de una vida compartida. Vacilante, giró la cabeza y observó las facciones firmes y duras de Ben. Sus ojos se cruzaron con los de él, que alzó las cejas en silenciosa invitación. Lo único que tenía que hacer para aceptarla era subir las escaleras. Ben la seguiría sin duda. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, y supo que si le hubiera ofrecido algo más que una noche o dos, si hubiera sido para siempre, habría subido y se habría olvidado del matrimonio y del decoro. Pero Ben no quería ninguna reclamación, ni legal ni de otro tipo. A Emma le dolió el pecho por el dolor que le suponía renunciar tanto a él como a sí misma. Giró de nuevo la cabeza y no se movió de la silla.
—Jake, hay algo que debo decirte.
El nerviosismo estaba impreso en su voz, y los dedos de Jake se quedaron paralizados sobre los delicados botones que recorrían la espalda femenina. Sintió que, fuera lo que fuera lo que había estado escondiendo, por fin confiaba en él lo suficiente como para contárselo, y de pronto, no quiso saberlo. Ella le amaba; eso era suficiente. No quería saber nada de lo que McLain le hubiera podido hacer. McLain estaba muerto, que se pudriera en el infierno. ¿Cómo podría hacerles daño ahora?
—No quiero saberlo —aseguró en voz baja quitándole las horquillas del cabello para que cayera libre sobre la espalda.
Victoria se giró para mirarlo. Estaba pálida, con los ojos muy abiertos, tal y como los tenía la primera noche que fue a ella.
—Tienes que saberlo. —La joven esbozó una sonrisa temblorosa que se desvaneció tan rápidamente como había nacido—. No se trata de algo que pueda ocultar ni que vaya a desaparecer.
A Jake se le hizo un nudo en el estómago y sintió que las puertas del infierno se abrían a sus pies. Un destello de intuición le dijo de qué se trataba, y eso le hizo sentirse enfermo. Así que por eso había estado tan distante y tan triste, por eso lo miraba a veces con tanta ansiedad, por eso había presentido que le estaba ocultando algo. Dios, ¿cómo no había pensado en ello? ¿Y cómo se suponía que iba a soportarlo? No podía.
Victoria comenzó a temblar al encontrarse con su dura mirada.
—Estoy embarazada —dijo antes de perder el valor para contárselo—. Voy a tener un hijo tuyo.
El estómago de Jake se encogió y se la quedó mirando fijamente, incapaz de creer lo que acababa de oír. Se sentía vacío, como si le hubieran desgarrado el corazón. Y entonces, lo invadió una amarga rabia más poderosa todavía que la que sintió veinte años atrás, cuando vio morir a su madre.
La traición de Victoria le atravesó las entrañas como un cuchillo. ¿Cómo podía haberle dicho aquello, cómo tenía el descaro de pretender hacer pasar el hijo de McLain por suyo? ¿Acaso creía que era un estúpido? ¿Que no sabía que McLain había disfrutado de ella como esposa? No era virgen la primera vez que Jake la tomó, y de eso habían pasado sólo tres semanas. Si ahora estaba embarazada, el niño sólo podía ser de McLain. Ya era bastante malo que estuviera esperando el hijo de aquel malnacido, pero si creía que iba a permitir que ese pequeño bastardo llevara el apellido Sarratt, el apellido de la familia que su padre había asesinado...
Una niebla negra le cegó la visión y en sus oídos resonó un rugido extraño. Observó el pálido rostro de Victoria, aquellos labios suaves que acababan de pronunciar una mentira tan monstruosa y, sin saber lo que estaba haciendo, la agarró de los brazos y la zarandeó. La joven intentó liberarse, tropezó, y su cabeza chocó con fuerza contra la pared antes de caer al suelo.
Jake se acercó a ella con los puños apretados y sus ojos verdes fríos como el hielo. Los fuegos del infierno serían parecidos a sus ojos, pensó Victoria, mirándolo aturdida.
—Maldita seas —le espetó Jake con tono agrio y violento—. Prefiero morir antes de permitir que el bastardo de McLain lleve mi apellido.
Victoria permitió que se le cerraran los ojos mientras se entregaba a la oscuridad que crecía dentro de ella. Quería dejar que aquella negra nebulosa la atrajera; sería mucho más fácil que enfrentarse a lo que acababa de ocurrir.
Al humedecerse los labios, sintió la sangre; debía habérselos mordido cuando chocó con la pared. Tenía la lengua entumecida, y los labios hinchados y dormidos. Le resultaba difícil articular palabra, pero la desesperación la obligó a hacerlo; ¿cómo había llegado Jake a una conclusión tan horrible? No importaba lo dolida que estuviera, no podía permitir que pensara eso jamás, así que se forzó a abrir los ojos y trató de sentarse.
—No —gimió con voz ronca—. No es hijo suyo. Es tuyo.
La rabia se abrió paso a través de Jake como una llamarada, pero no se movió ni habló. El rostro de la joven tenía mal aspecto y una parte de su cerebro estaba horrorizada al culparse de su estado. Cuando Victoria cayó al suelo, vivió durante un instante el miedo absoluto a que hubiera muerto a causa del golpe en la cabeza. Pero, ¿cómo podía seguir diciendo que el bebé era suyo? Si estaba del tiempo suficiente como para saber que estaba embarazada, entonces tenía que ser de McLain.
Jake se inclinó hacia delante y tiró de ella para que se pusiera de pie. El dolor hizo que Victoria gimiera y tratara de soltarse, Al ver su miedo, él dejó caer las manos, pero cuando la joven se tambaleó, la sujetó de forma instintiva.
Victoria respiró hondo tratando de tranquilizarse, irguió la espalda con aquel gesto típico suyo que lo desgarraba y se apartó cuidadosamente de él.
Jake consiguió calmarse, aunque eso no hizo que su ira disminuyera; estaba en sus ojos, en la rigidez de sus músculos, en la aspereza de su voz.
—No soy un estúpido, Victoria. Sé contar, y es imposible que puedas saber todavía si el niño es mío. Llevamos casados sólo tres semanas, no tres meses.
Ella estaba tan aturdida que no fue capaz de encontrar las palabras para explicárselo; no pudo decirle que llevaba una semana de retraso y que nunca antes se había retrasado ni siquiera un día; no pudo pensar en ninguna manera de convencerlo de que el niño era suyo.
La cabeza le palpitaba dolorosamente. La sangre del labio partido le resbalaba por la barbilla y se la secó, mirando luego confundida la mancha roja de los dedos.
—¿De cuánto estás? Dios, sabía que me estabas ocultando algo. —Jake sacudió la cabeza ante su propia estupidez—. Pero nunca pensé que intentaras hacer pasar al bastardo de McLain por mi hijo. —De pronto entrecerró los ojos y la sombra de una sospecha le cruzó el rostro—. ¿O lo planeaste desde el principio? Tal vez por eso no montaste ningún revuelo ante el plan de casarte conmigo. Qué lástima que no hayas sido lo suficientemente lista como para guardarte la noticia para ti un mes más; seguramente entonces habría creído que era mío, al menos hasta que hubiera nacido antes de lo esperado. ¿O estás ya de tanto que tenías miedo de que se te empezara a notar antes de que transcurriera un mes más? Es eso, ¿verdad?
Lo único que podía hacer Victoria era mover la cabeza de un lado a otro, muda por la impresión y la incredulidad ante lo que estaba diciendo Jake.
Él la miró esperando una explicación o una negativa. Se sentía atrapado en una pesadilla, viviendo una vez más la destrucción de su vida segura y cómoda, y necesitaba desesperadamente que ella le diera alguna explicación que lo ayudara a comprender lo que había hecho. Pero Victoria se limitó a quedarse allí quieta, con la parte superior derecha del rostro cambiando de blanco a rojo y de rojo a púrpura a medida que empezaba a aparecer la marca del golpe. También se le había hinchado más el ensangrentado labio inferior. Verla de aquella manera hizo que el estómago de Jake se retorciera de angustia.
Pero ella seguía allí de pie, silenciosa y frágil. Tenía el cabello revuelto por la cara y los hombros, y el vestido medio colgando. A su pesar, Jake estiró la mano para apartarle el pelo del rostro. Victoria dio un respingo y él dejó caer la mano a un lado. El peso de la derrota estaba empezando a arrastrar la rabia, minándola, pero de ninguna manera podía permitir que hiciera lo que tenía planeado.
—No puede vivir aquí —aseguró—. Ningún mocoso de McLain crecerá en este rancho ni llevará mi apellido. Cuando nazca, lo enviaré de regreso a algún lugar del Este. Tienes hasta ese momento para decidir si vas a quedarte o si te vas con él.
Victoria se estremeció y trató de razonar con Jake.
—Estás equivocado —susurró. Las palabras sonaron pastosas debido a la hinchazón del labio—. Tú eres el padre.
—¡No me mientas! —bramó, sintiendo cómo regresaba la ira—. Si el bebé fuera mío, no tendrías forma de saber si estás embarazada.
Ella se retorció las manos, atormentada y perdida porque no sabía cómo hacer que la creyera.
—No... ¡No estoy segura todavía! Es sólo que... creo que lo estoy. Tengo... tengo un retraso, y no me había ocurrido nunca antes.
Los ojos de Jake parecían de hielo.
—Estás dando marcha atrás y no te va a servir de nada. Has afirmado que estabas embarazada y que ibas a tener un hijo mío. A mí me has parecido muy convincente, así que no intentes ahora cambiar tu argumento.
—¡Pero no puede ser hijo del comandante! —gritó ella—. Nosotros no... Él no pudo... —Fue incapaz de terminar, porque el llanto se ahogaba en su garganta.
Jake la miró con incredulidad durante un instante con la mirada tan fría que Victoria sintió un escalofrío recorriéndole la espina dorsal.
—McLain se acostó con más mujeres de las que podía recordar. No intentes hacerme creer que tú fuiste una excepción. Y si así fue, ¿por qué diablos no eras virgen la primera vez que yo te hice el amor? Tal vez creías que no notaría la diferencia y que podrías engañarme. No me digas que él «no pudo», maldita seas.
El frío en su interior se hizo más intenso, y Victoria sintió que la sangre se congelaba en sus venas. Le había dicho la verdad y aun así Jake no la creía. Peor todavía, no había nada que ella pudiera decir que le hiciera cambiar de opinión.
Era imposible que el niño fuera del comandante, pero, ¿cómo podría convencer a Jake? Sentía el tañer de las campanas tocando a muerto por sus esperanzas en cada latido de su corazón contra las costillas; si Jake la conociera un poco, si alguna vez hubiera sentido algo por ella, sabría que nunca le traicionaría de una manera tan despreciable. Pero ahora, de la forma más horrible, había aprendido de una vez para siempre que nunca había estado siquiera cerca de amarla.
Le zumbaban los oídos, le ardía la cabeza. El dolor y la turbación la entumecían. Sus ojos eran dos lagos en penumbra sobre un rostro sin vida y se lo quedó mirando como si no le reconociera mientras se alejaba de él.
—Cuenta los días —dijo finalmente en un tono extrañamente calmado—, desde la primera noche que viniste a mí hasta que nazca este niño. ¡Cuéntalos, maldito seas! Y entonces dime si todavía crees que ha nacido prematuro. Hace tres semanas que me hiciste tuya Dices que no tengo modo de saber si estoy embarazada hasta que hayan pasado un par de meses, y por eso crees que el hijo debe ser del comandante. Pero lo sé. ¡Hace una semana y no cuatro que sé que estoy esperando un niño! Así que cuenta los días, espera y comprueba si el bebé llega antes de nueve meses completos. Pero mientras aguardas, mientras ves pasar el sexto mes, el séptimo y el octavo, recuerda esto: Aunque se parezca tanto a ti que no puedas renegar de él, me lo llevaré de tu lado, porque no tienes nada que darle a un niño excepto odio.
Victoria se subió el hombro del vestido medio caído, se levantó un tanto las faldas y pasó por delante de él al igual que hacía al principio, como si temiera contaminarse si le rozaba. Con la mandíbula apretada, Jake la vio salir de la habitación. Quería ir tras ella, gritarle su ira por llevar al hijo de McLain en las entrañas, ¡en aquella carne que le pertenecía a él, maldita sea! Pero había visto en sus ojos algo extraño, una mezcla de dolor y rabia que lo hizo detenerse. Victoria lo había maldecido; nunca antes le había escuchado hablar así, y parecía tan desolada...
La incertidumbre se apoderó de pronto de él. ¿Y si le hubiera dicho la verdad?
No. McLain había sido perfectamente capaz.
Pero, de alguna manera, Victoria le había parecido siempre muy inocente. La primera noche que la hizo suya pareció conmocionada por las cosas que le había hecho, y sin duda era muy estrecha. Pero no podía admitir que McLain no se hubiera acostado con ella. El comandante había sido muchas cosas, pero impotente no era una de ellas.
Victoria se metió en una de las habitaciones vacías y cerró cuidadosamente la puerta, no porque pensara que Jake intentaría entrar, sino para asegurarse de que nadie más lo hiciera. ¿Qué diría si Celia o Emma entraran? No se sentía con fuerzas para tratar siquiera de explicar lo ocurrido.
No había ropa de cama sobre el colchón, ni agua fresca en la que poder humedecer un trapo y llevárselo a la parte del rostro que tenía magullada, aunque al menos contaba con una lámpara. Sentía ganas de vomitar, pero un rápido vistazo a la habitación reveló que no había ni palanganas ni un orinal. Se dejó caer en el colchón desnudo, apretando los dientes para contener las ganas de vomitar. La presión hizo que le doliera la mandíbula, y se llevó con cuidado la palma al lugar donde se había golpeado.
Trató de buscar una solución a todo aquello, pero no logró. Jake no creía que pudiera saber que estaba embarazada con tanta antelación. Y lo que era peor: la consideraba capaz de hacer pasar un hijo de McLain como suyo.
La situación que se había creado entre ellos afectaría sin duda al resto de los habitantes de la casa. Victoria lamentaba tanto la incomodidad de los demás como su propia humillación. Sin embargo, sabía que no podía hacer nada para ocultar su distanciamiento.
Pensó en recoger sus cosas por la mañana y marcharse de inmediato, y una risa áspera y amarga surgió en medio del silencio. Estaba en la misma situación que cuando era la esposa del comandante; no tenía dinero propio, ni manera de marcharse sin el permiso ni la ayuda de Jake. Pero si antes anhelaba desesperadamente huir del comandante, ahora no quería hacerlo. Deseaba quedarse.
Poco a poco fue naciendo una semilla de resentimiento, al darse cuenta de que Jake no había sido justo con ella. Victoria le había reprochado que le ocultara su verdadera identidad, pero no le había reprendido seriamente por ello. Incluso aceptó casarse con él sabiendo que no la amaba y que lo único que quería de ella era la titularidad del rancho que le habían arrebatado. Se entregó a Jake en cuerpo y alma. Y él había cogido todo eso y sólo le había devuelto odio. Un odio que había nacido el día que McLain mató a sus padres y que no había conseguido superar.
No, no le facilitaría las cosas huyendo. Quería estar a su lado para que viera cada centímetro que engordara cuando su vientre se expandiera a causa del niño. Quería que contara los días y sudara. Quería que los remordimientos le comieran vivo, del mismo modo que su preciado odio lo había consumido. Que durmiera con la culpabilidad igual que lo había hecho con la venganza y la desconfianza.
Si no lo amara tanto, no se habría sentido tan traicionada por su falta de confianza en su palabra y su integridad. Jake no era el único que buscaba venganza. La joven fue consciente de que tal vez no sintiera lo mismo dentro de unos días, sin embargo, en aquel momento, quería hacerle tanto daño como él le había hecho a ella. No podía vengarse con una bala, pero haría que pagara por el dolor que le había causado. Victoria lo juró.
A la mañana siguiente, cuando Jake salió de casa, Victoria fue a la habitación que compartían y llevó sus cosas al cuarto vacío. Hizo la cama, llevó una palangana y un orinal, se aseguró de que la lámpara estuviera llena de aceite y de tener una provisión suficiente de velas.
El lado herido del rostro le tiraba más que dolerle.
Emma abrió la puerta mientras ella estaba sentaba en el suelo para colocar su ropa interior en un cajón de la cómoda.
—Victoria, ¿qué estás haciendo aquí?
—Trasladar mis cosas a esta habitación —respondió tranquila.
—Eso ya lo veo, pero, ¿por qué?
Victoria se giró para mirar a su prima, mostrándole sin darse cuenta la sien amoratada. Emma contuvo el aliento y corrió hacia ella.
—¡Tu rostro! ¿Qué ha pasado?
—Jake y yo tuvimos una pelea. Me resbalé y caí —respondió Victoria con rotundidad.
La preocupación nubló los ojos de Emma.
—No quiero que nadie se preocupe —dijo Victoria con voz firme.
—Sí, por supuesto —accedió Emma con expresión neutra—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
Victoria bajó la mirada hacia la suave camisola interior de algodón que tenía doblada en el regazo y no respondió a la pregunta de su prima.
—Voy a tener un hijo —dijo en cambio.
Emma abrió la boca sorprendida.
—¡Pero eso es maravilloso!
—Eso creía yo.
—¿Y Jake... no?
—Cree que él no es el padre. Me acusó de intentar hacer pasar al hijo del comandante por suyo.
—Dios Santo. —Emma se dejó caer al lado de Victoria. Era tan ridículo que le costaba trabajo creerlo—. ¿No le dijiste que el comandante no pudo... hacerlo?
—Sí. Pero tampoco me creyó. El comandante seguía visitando a Angelina, y resulta evidente que sólo era impotente conmigo.
«Gracias a Dios», añadió mentalmente.
—Pero, ¿por qué da por hecho que el niño no es suyo? —Emma estaba horrorizada ante la conclusión de Jake.
—Porque sólo llevamos casados tres semanas. No cree que sea posible que yo sepa que el niño es suyo en un espacio de tiempo tan corto. Tú sabes lo regulares que han sido siempre mis ciclos —aseguró amargamente—. Llevo una semana de retraso. ¿Qué otra cosa podría ser? Estaba tan emocionada que quería que lo supiera de inmediato, así que se lo conté. Ahora desearía no ser tan regular y que hubieran pasado dos meses antes de darme cuenta.
Emma puso la mano en el brazo de Victoria.
—No sé qué decir.
—No hay nada más que decir. Jake ya lo ha dicho todo.
—Tal vez si hablo con él...
—No. —Se las arregló para sonreír y abrazó a su prima—. Sé que estarías dispuesta y te lo agradezco, pero tampoco te creerá a ti.
—No lo sabremos hasta que lo intente —argumentó Emma con cariño.
—Puede que lo convencieras, pero eso no cambiará el hecho de que me haya creído capaz de algo tan horrible.
—No puedo dejar las cosas así, necesito hacer algo.
—Entonces intenta que Celia no se disguste demasiado por esto y compórtate con la mayor naturalidad que puedas. Tenemos que vivir en esta casa, no quiero que nadie se vea inmerso en nuestra pelea.
—¿Crees que eso será posible?
Victoria consiguió esbozar una sonrisa cansada.
—Seguramente no, pero voy a intentarlo.
Jake no había ido tras Victoria la noche anterior porque estaba todavía demasiado furioso. Durmió poco, tumbado encima de la cama sin molestarse siquiera en quitarse las botas, y se levantó antes del amanecer. Trabajó duro durante todo el día, haciendo el mayor esfuerzo físico posible con la esperanza de cansarse tanto que eso hiciera desaparecer su rabia. Cuando por fin se dirigió a casa, cada músculo de su cuerpo protestaba.
No vio a Victoria en la planta baja, aunque Emma andaba por ahí asegurándose de que la mesa estuviera dispuesta para la cena. Las cosas parecían bastante normales, aunque él sabía que no lo eran. Subió lentamente las escaleras que llevaban a su habitación con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Se sentía culpable por haberla zarandeado y por el hecho de que hubiera resbalado y chocado con la pared. Tenía que disculparse; aquello llevaba todo el día atormentándolo. Abrió la puerta y se armó de valor para enfrentarse a ella por primera vez después de la pelea, pero la habitación estaba vacía.
Aquella tregua hizo que se sintiera un tanto aliviado. Dejó el sombrero a un lado y se quitó la camisa sucia, luego vertió agua en la palangana y se inclinó para lavarse la cara. Al incorporarse se dio cuenta de que la habitación parecía diferente.
Su cuerpo se puso rígido al mirar a su alrededor. Desvió la mirada hacia la cómoda y observó su desnuda superficie. Se acercó al armario con dos zancadas y abrió las puertas. Su ropa seguía allí, pero había un vacío donde antes colgaban los vestidos de Victoria. Se dirigió al cajón donde ella guardaba la ropa interior y no se sorprendió al ver que todo había desaparecido. Ahora entendía por qué la habitación le había resultado tan vacía; no sólo faltaba Victoria, sino cualquier señal de ella. Se había mudado del dormitorio común.
* * *