Capítulo 7
VICTORIA palmeó el cuello de la yegua y le murmuró unas palabras de aliento. Al caballo le gustó aquella atención y movió la cabeza para que siguiera.
—¿Cómo la vas a llamar? —le preguntó Jake mientras pasaba las bridas por la cabeza de la yegua y le colocaba un bocado ligero en el hocico. Al animal no le molestaron ni las bridas ni el bocado, y mordió el metal sin problemas. Sin embargo, cuando le puso la silla encima, comenzó a corcovear. Jake se preguntó cómo demonios reaccionaría cuando se subiera a su lomo.
—No lo sé. —Victoria estaba acostumbrada a poner nombre a sus animales, pero no había sido capaz de pensar nada adecuado para la yegua.
—Ponle alguno que signifique mal carácter, obstinación y fiereza —murmuró Jake.
La joven no pudo evitar que una súbita sonrisa le iluminara el rostro.
—¡Ella no es nada de eso!
—Espera a que te muerda una pierna.
Jake miró su radiante expresión y sintió que se ponía duro. De un modo u otro, aquel maldito caballo era un regalo de los dioses porque obligaba a Victoria a pasar mucho tiempo a su lado. Tenía la intención de invertir cada minuto de aquel tiempo en que se fijara en él. Aunque fuera una dama, debajo de aquella ropa se ocultaba una mujer, y cuando Jake la tocaba reaccionaba a su contacto.
—Más te vale apartarte de su camino, si no quieres que te muerda ahora mismo —le advirtió.
Esperó a que la joven retrocediera antes de colocar la silla en el lomo de la yegua. El caballo sacudió con fuerza la cabeza, pero Jake fue más rápido y sus dientes mordieron el aire.
Victoria se rió, y aquel sonido se clavó en el pecho del pistolero.
—Tal vez te parezca divertido, pero no vas a montarla hasta que le haya quitado todos sus malos hábitos —aseguró él.
La yegua reculó hacia un lado cuando intentó tirarle de las cinchas y Jake soltó una maldición sin molestarse en disculparse ante Victoria por su lenguaje. Seguramente tendría que escuchar algunas cosas todavía peores antes de que su precioso caballo estuviera listo para ser montado.
—¿Por qué no le pones una silla de amazona? —le preguntó ella.
—Porque tengo que montarla yo, y prefiero que me peguen un tiro antes de sentarme en algo así.
Victoria volvió a reírse. Era divertido ver cómo el animal se apartaba de él. A Jake le costó ajustar las cinchas y llamó a la yegua con unos calificativos que Victoria no había escuchado jamás, pero no fue brusco con ella. Cuando terminó le acarició el cuello, y, curiosamente, el animal giró la cabeza para darle un ligero empellón en el pecho.
—Maldita yegua obstinada —murmuró Jake. Agarró las riendas con la mano y le dijo a Victoria—: Súbete a la valla. Voy a intentar montarla y creo que no le va a gustar.
La joven obedeció y los vaqueros que había en los alrededores se acercaron al corral para darle ánimos a Jake, burlarse o aconsejarle.
—No durarás ni diez segundos, Roper.
—Mantente en la silla...
—Dale su merecido a esa yegua...
—Enséñales como se hace a estos hijos de... Perdón, señora.
—Espero que te guste el polvo, Roper, porque no va a tardar en tirarte.
—De eso no me cabe ninguna duda —replicó Jake sonriendo—. No sería la primera vez.
Se caló el sombrero, colocó el pie izquierdo en el estribo y se subió a la silla con un ágil movimiento.
La yegua se quedó inmóvil durante un segundo, como si no pudiera creer que alguien estuviera sobre su lomo. Luego corcoveó salvajemente; levantó las patas traseras, se revolvió, saltó e inclinó la cabeza intentando tirarlo contra la valla. Los hombres gritaban en medio de la nube de polvo que los envolvía.
Finalmente, Jake salió volando por encima de la cabeza del animal y aterrizó en la tierra con un ruido seco. Los vaqueros se rieron y gritaron algunas sugerencias. En medio de todo aquel estruendo, Jake escuchó la risa de Victoria y aquel sonido lo atravesó en forma de una ola de placer a pesar del polvo que llenaba su boca. La yegua se había tranquilizado en cuanto se liberó del peso que tenía, y se acercó a darle un ligero golpe con el hocico cuando se sentó.
—Maldita yegua —dijo en voz baja poniéndose de pie—. Tienes que aprender a comportarte para que la dama te pueda montar. Esta vez no te librarás; voy a montarte hasta que estés tan cansada que no puedas saltar, y entonces te enseñaré buenos modales.
Volvió a hacerse con las riendas y se subió a la silla antes de que el caballo supiera qué estaba haciendo.
Se había cansado un poco tras sus primeros esfuerzos para tirarlo, pero no estaba preparada para asumir la derrota. Con los ojos llenos de rabia, la yegua cabeceó e hizo todo lo posible por librarse del jinete, corrió directamente hacia la valla, girando con brusquedad en el último segundo, y uno de los hombres apartó deprisa a Victoria para que no corriera peligro.
—Lo siento, señora. —El vaquero se disculpó sin quitar la vista del jinete y el caballo.
—No pasa nada. Gracias.
—De nada, señora.
La yegua intentó tirarlo varias veces más, y luego comenzó a correr alrededor del corral sin disminuir la velocidad.
—¡Está empezando a ceder! —gritó Jake, tirando de las riendas para obligarla a dirigirse a la valla. El animal apretó sus poderosos cuartos traseros y saltó los troncos del corral. El sombrero de Jake salió volando, pero él permaneció en la silla inclinándose sobre el cuello del caballo. Una vez hubiera controlado aquel temperamento, podría comenzar a entrenarla. Dejarla correr era lo mejor que podía hacer. De hecho, era lo único.
—Supongo que tendremos que poner la valla más alta —comentó un vaquero.
Victoria vio a hombre y montura perderse en la distancia.
—¿Cuándo volverán? —preguntó en voz alta.
—Supongo que cuando el caballo se agote.
Miró al vaquero que había hablado. Era el mismo que la había apartado de la valla cuando la yegua giro en su dirección. Le daba vergüenza no conocer su nombre y sintió que debía volver a agradecerle su acción, así que le tendió la mano.
—Estoy en deuda con usted, señor...
—Quinzy —respondió el hombre. Le miró la mano, y se secó la suya en los pantalones antes de estrechársela—. Jake Quinzy, señora.
—Gracias por actuar tan deprisa, señor Quinzy. Estaba distraída y no me di cuenta del peligro.
Él se caló el sombrero hasta las cejas.
—Ha sido un placer, señora.
Como muchos de los hombres, Jake Quinzy llevaba la pistolera sujeta en la parte baja del muslo. Tenía el rostro curtido, con la textura del cuero viejo y gran cantidad de líneas de expresión rodeándole los ojos. A pesar de que el cabello le plateaba en las sienes, era delgado y musculoso como cualquiera de los vaqueros jóvenes. Sus ojos, de un curioso marrón grisáceo, no mostraban ninguna emoción mientras la observaban bajo el ala del sombrero.
¿Cómo se suponía que debía actuar Victoria con hombres así? No tenía ni idea del tipo de vida que había llevado, ni de qué clase de persona era. Sin embargo, tantos años de buenos modales la empujaron a entablar conversación.
—Tengo que admitir que me siento bastante celosa del señor Roper —comentó con una sonrisa—. Confiaba en ser la primera en montar la yegua.
—Es mejor que otra persona le quite los malos hábitos —repuso Quinzy—. Si la tira, podría hacerse daño.
—¡Ya me he caído unas cuantas veces! —Victoria se rió recordando las ocasiones en las que había acabado en el suelo y las magulladuras que se hizo—. Imagino que todas las personas que montan habrán tenido esa experiencia.
—Sí, señora, supongo que sí.
Quinzy tenía trabajo que hacer, pero se quedó al lado de la señora McLain y dejó que ella charlara. En pocas ocasiones tenía la oportunidad de hablar con una mujer como ella. Le fascinaba; era pulcra como una maestra de escuela y desprendía un aroma dulce. Tenía la piel blanca y suave, y le había parecido muy frágil cuando la bajó de la valla. A su lado, él parecía un oso grande, bruto y torpe. Garnet decía que era una zorra estirada y arrogante, pero Quinzy la consideraba seria y digna. Decidió que no necesitaba los consejos del capataz respecto a la señora McLain.
La yegua corría como el viento. Sus poderosos músculos se encogían y se estiraban cuando sus cascos chocaban con la tierra. Jake se adaptó a su ritmo apretando las piernas contra ella y tratando de obligarla a responder con la mano, pero el animal no respondió y finalmente Jake optó por dejarla correr hasta que se agotara.
Su resistencia parecía inagotable. Jake era un hombre grande y, aun así, ella actuaba como si no sintiera en absoluto su peso. Cuando la mayoría de los caballos estarían ya exhaustos, las largas patas de la yegua seguían trabajando sin esfuerzo. Él notó que ya no corría por furia, sino por el puro placer de correr, y sintió una profunda admiración por la yegua. Era una perfecta compañera para Rubio y daría a luz unos potros magníficos.
Por otro lado, tal vez el comandante tuviera razón, por mucho que odiara tener que admitirlo. Quizá fuera demasiado caballo para Victoria. La yegua era tan fuerte como la mayoría de los sementales, aunque Rubio la dominaría cuando llegara el momento de demostrar quién tenía el poder.
Poco a poco, fue disminuyendo la velocidad. Primero trotó a medio galope y después fue al paso. Jake le palmeó el cuello, murmurando palabras de aliento. No estaba ni siquiera exhausta; sólo cansada, pero su paso era todavía alegre y cabeceó en gesto de alegría.
—Buena chica. ¿Estás preparada para volver a casa?
Ella se detuvo y la dejó descansar un minuto, aunque no desmontó. Era lo suficientemente obstinada como para marcharse sin él. Cuando la respiración de la yegua se hubo calmado, le apretó el vientre con las piernas y levantó las riendas. Ella relinchó, sacudió la cabeza y lo ignoró.
Jake maldijo entre dientes, le clavó los talones y el animal intentó morderle. Al parecer le esperaba un largo día por delante.
No regresaron al rancho hasta dos horas más tarde. Para entonces, la yegua respondía a alguna de sus señales, pero hacía caso omiso de otras. Jake mantuvo su genio bajo control y las riendas flojas. A pesar del esfuerzo que estaba llevando a cabo para domarlo, era un animal magnífico. Todavía le quedaba energía para hacer cabriolas cuando se acercaron al corral, demostrando así que seguía encima de su lomo sólo porque ella se lo permitía.
Victoria no estaba a la vista, pero era evidente que había dado orden de que la avisaran en cuanto Jake volviera, porque apareció cuando estaba desensillando a la yegua. Se había cambiado la ropa de montar por una falda azul oscura y una blusa de cuello alto con una tira bordada en el escote y en las mangas. Tenía un aspecto fresco y limpio, mientras que él estaba sudoroso y lleno de polvo, y sentía que le iba a estallar la cabeza por haber estado tanto tiempo expuesto al sol sin su sombrero.
—¿Cómo ha ido? —preguntó la joven acariciando el hocico de la yegua.
—Hemos quedado en tablas —reconoció Jake—. Yo he ganado en algunos aspectos y ella en otros.
Estaba tan sudoroso como el caballo y tenía el rostro cubierto de polvo. Era exactamente la clase de tipo duro que Victoria siempre había evitado, pero no regresó a la casa, como sabía que debía hacer. Se quedó mirando cómo se ocupaba del animal, fascinada por la visión de aquellos brazos fuertes y bronceados que dejaba al descubierto la camisa remangada.
—Ya he pensado un nombre para ella —comentó, tratando de buscar una excusa para seguir allí.
—Yo he pensado algunos también —gruñó Jake.
—Sophie.
Él volvió a gruñir, un sonido que no expresaba ni entusiasmo ni desaprobación.
—Entonces, Sophie.
—No quería ponerle un nombre típico como Princesa o Duquesa, ni un nombre mitológico. Sólo Sophie. —Se detuvo sintiéndose algo tensa, deseando que el pistolero aprobara su elección.
—Servirá.
Jake condujo a la yegua a una cuadra, le llevó un cubo de agua y se ocupó de que comiera. Luego le dio una palmada en su trasero oscuro y brillante y ella se hizo a un lado sólo lo justo para darle un empellón.
Victoria se rió y alzó la vista, descubriendo que Jake estaba sonriendo.
—Oí cómo te reías cuando me tiró al suelo.
Ella no parecía sentirse culpable.
—Fue divertido. Estaba tan orgullosa de sí misma... —Los ojos le brillaron al recordarlo.
Jake cerró la puerta de la cuadra y se volvió para mirarla. Estaba tan cerca que Victoria podía aspirar el aroma de su sudor y sentir el calor de su cuerpo. Antes de que pudiera poner algo de distancia entre ellos para protegerse, él alargó la mano y le rozó la mejilla con el dorso de los dedos.
—No me importó —dijo con suavidad—. Me gusta oírte reír.
Victoria tenía pocos motivos para reír. Quería estrecharla contra sí y protegerla, regalarle un mundo donde pudiera reírse más.
Su caricia la confundió. Victoria apartó la vista y trató de encontrar la forma de cambiar de tema. Sophie era la excusa más obvia y más a mano, así que le preguntó:
—¿Puede correr?
—Como el viento. Es tan rápida y tan fuerte que tal vez no sea buena idea que la montes.
Victoria se irguió.
—No soy mala montando, y además, la yegua es mía.
—Es obstinada y terca, y tiene tanta fuerza que si se desboca no serás capaz de controlarla.
—Te repito que es mi yegua y que voy a montarla.
—Ahora que lo pienso, tienes mucho en común con ella —afirmó mirándola con intensidad—. Es orgullosa y rebelde, y arma un escándalo si un hombre intenta montarla, pero cuando se acostumbre le gustará.
Victoria se puso lívida y dio un paso atrás para apartarse de aquellos ojos verdes y duros.
No había dudas sobre el significado de las palabras de Jake ni sobre el modo en que la estaba mirando.
—No —susurró ella—. No digas eso.
Se levantó las faldas para marcharse, pero Jake la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.
—Huir no lo hará menos cierto.
—Señor Roper, déjeme marchar.
—Jake —dijo él—. No me llames señor Roper como si nunca te hubiera besado y nunca me hubieras correspondido. Y tal vez no quiera dejarte marchar. Tal vez quiera otro beso.
—¡Calla! —Miró a su alrededor desesperada, temiendo que alguien pudiera verlos u oírlos.
¿Por qué estaba haciendo aquello? Jake había matado a Pledger para evitar que contara que lo había visto salir de su habitación, y ahora estaba poniendo deliberadamente en peligro ese mismo secreto.
—Nadie viene por aquí a estas horas. —Sonrió con cierto pesar—. No estés tan asustada. No vas a tener que gritar que te están violando para proteger tu reputación. No voy a arrojarte en una cuadra y a levantarte las faldas, aunque la idea es verdaderamente apetecible, señora McLain.
—Jake, por favor... —Tal vez él la considerara orgullosa, pero suplicaría si fuera necesario—. No soy de esa clase de mujer. Si te he dado una mala impresión, lo siento.
—La impresión que me has dado es que eres una mujer que no sabe cuánto placer puede darle su cuerpo.
—¡Placer! —repitió con un ahogado tono de disgusto.
A Jake le complació confirmar que no disfrutaba de sus deberes maritales con McLain. Todavía le molestaba que durmiera, aunque sólo fuera eso, con aquel malnacido, pero no podía soportar la idea de que le gustara.
—Sí, placer. —Su voz contenía matices graves y roncos—. No cometas el error de pensar que soy igual que McLain.
El rostro de Victoria perdió cualquier signo de color cuando recordó los inquietantes sueños y fantasías que había tenido con él, y se sintió mortificada, como si Jake le hubiera leído el pensamiento.
—Esto no está bien —susurró, tratando de liberarse—. No podemos...
—Eso es, sal corriendo. Como ya te he dicho, eso no cambiará nada. Te veré por la mañana. A las diez en punto.
Victoria se soltó y regresó a toda prisa a la casa. Tenía las mejillas encendidas. Le diría al comandante que quería que otra persona entrenara al caballo. Pero, ¿qué excusa pondría para remplazar a Jake? No quería que lo despidieran bajo ningún concepto; era la única protección que podía darle a Celia.
Estaba atada de pies y manos, atrapada en la tela de araña de las circunstancias, y no podía liberarse sin poner en peligro a Celia. Además, lo cierto era que no podía soportar la idea de no volver a verlo.
Así que al día siguiente estaba allí a las diez de la mañana, con el gesto compuesto e inexpresivo. Jake ya estaba montado en Sophie y daba vueltas pacientemente con ella por el corral, adiestrándola con paciencia. Cuando vio a Victoria le dedicó una mirada penetrante, pero luego la ignoró y se concentró en la yegua.
El sol pegaba con fuerza y Victoria se frotó la parte posterior del cuello, que estaba empezando a sudarle a pesar del sombrero de ala flexible que le había pedido prestado aquella mañana a Carmita. ¿Para qué quería Jake que estuviera allí si era él quien estaba haciendo todo el trabajo con la yegua?
—¿Has tenido algún problema con ella estaba mañana? —preguntó finalmente.
—Alguno. Quería saltar la valla y salir corriendo, como hizo ayer. Pero no intentó morderme cuando la ensillé, así que estamos haciendo progresos.
—¿Cuánto tiempo falta para que pueda montarla?
—Depende.
—¿De qué?
—De cómo actúe y de lo rápido que aprenda.
—Señor Roper, aquí fuera hace mucho calor. Tengo cosas mejores que hacer que quedarme bajo el sol y llenarme de polvo.
Jake tiró de las riendas de Sophie y se la quedó mirando.
—De acuerdo. Vamos a cambiarle la silla y podrás empezar a trabajar con ella. Pero no quiero escuchar ninguna queja si te tira.
Victoria sintió un vuelco en el corazón ante la idea de montar aquel hermoso caballo, y sonrió a Jake.
—Yo no me quejo cuando me caigo.
—Bien, veamos lo buena amazona que eres.
Llevó a Sophie al establo y le quitó la silla para colocársela a su propio caballo Luego señaló con la cabeza la zona donde estaban los arreos.
—Tu silla está allí. Ponte manos a la obra.
Jake se iba a llevar una sorpresa si creía que no sabía cómo ensillar un caballo. La joven cogió una manta y una de las sillas de amazona que el comandante había comprado en Santa Fe, y se acercó a Sophie.
—Cuidado con los dientes —le advirtió Jake.
Victoria le dio una palmada a Sophie y le habló en voz baja antes de colocarle la manta en el lomo. La yegua giró la cabeza y observó cada movimiento que hacía. Cuando su ama levantó la silla, Sophie se movió pero no intentó apartarse. Permitió que le pusiera la silla sobre el lomo y finalmente apartó la cabeza como si estuviera aburrida mientras la joven le apretaba las cinchas.
Jake había terminado de ensillar su propio caballo, un enorme semental, y se acercó para ayudar a Victoria a subir. Ella creía que le iba a ofrecer las manos a modo de estribo, pero le rodeó la cintura y la levantó sin esfuerzo. Sorprendida, Victoria se agarró a sus hombros para mantener el equilibrio, hundiéndole los dedos en los fuertes músculos. Jake la colocó en la silla observando de soslayo la cabeza de Sophie, por si percibía algún signo de rebelión.
Victoria se tranquilizó exhalando un profundo suspiro y pasó la pierna derecha alrededor del pomo de la silla mientras encontraba el estribo con la bota izquierda. Sophie miró a su alrededor; sentía curiosidad por aquel peso mucho más ligero y aquel extraño asiento, pero parecía que había aceptado a ambos.
Sin perder tiempo, Jake saltó a su silla.
—Tiene el hocico delicado, así que mantén las riendas flojas. Lo único que necesita es un pequeño golpe de talón. Pero no la patees. Eso la enfurece.
Victoria obedeció, y se dio cuenta de que sólo tenía que darle a Sophie unas mínimas indicaciones con las riendas. Salieron del establo en dirección a la soleada pradera y se detuvieron cuando el comandante les hizo una seña.
—Bonita yegua —comentó con entusiasmo acercándose—. Sí, nos dará buenos potros cuando la crucemos.
Victoria se sorprendió. Era la primera vez que oía hablar de cruzar a Sophie, ya que todavía era joven y había tiempo de sobra. Primero quería tener te oportunidad de disfrutar de su nueva, montura.
—No quiero que críe todavía —protestó con firmeza.
El comandante ni siquiera la miró y siguió examinando a Sophie. Palmeó el cuello del animal con demasiada fuerza y la yegua reaccionó apartándose. Jake estiró la mano para ayudar a Victoria a controlar al animal, y ella le murmuró palabras tranquilizadoras para calmarlo.
Satisfecho, McLain se puso las manos en las caderas.
—Tenías razón, Roper. Los potros que obtengamos de ella serán los mejores de todo el territorio —afirmó, como si Victoria no hubiera abierto la boca.
Ella apretó los labios, pero una esposa no discutía con su mando en público. Ya habría tiempo más tarde.
—Es fuerte y rápida —comentó Jake sin comprometerse.
Pero McLain seguía allí, con un brillo especulador en sus ojos entrecerrados.
—Eh... ¿Dónde vais a ir a montar?
—Tenía pensado ir hacia el río y luego subir un poco en dirección norte.
McLain asintió.
—¿Cuánto tiempo crees que estaréis fuera?
El rostro de Jake permanecía impasible, como siempre que hablaba con McLain. Era la única manera de impedir que saliera a la luz el odio que sentía por él.
—Tal vez un par de horas.
—Tómate tu tiempo. Hay mucho rancho que ver.
Finalmente dio un paso atrás, pero no sin antes darle otra palmada a Sophie en el cuello. El caballo relinchó en señal de protesta y reculó un poco. Jake volvió a hacer un gesto instintivo para proteger a Victoria temiendo que cayera, pero la joven permaneció firmemente sentada y calmó con suavidad a Sophie. Para cuando el caballo se quedó quieto, McLain ya se dirigía a buen paso hacia la casa sin lanzar siquiera una mirada en su dirección.
Jake lo vio marchar con expresión adusta. El muy hijo de perra.
Salieron con los caballos del patio y los espolearon para que iniciaran un medio galope. Jake observó a Victoria y a Sophie, pero la joven era buena amazona y la yegua parecía dispuesta a comportarse. Se relajó y se permitió disfrutar del paseo. Era un maravilloso día de verano, y la mujer que tenía pensado convertir en su esposa estaba a su lado. No podía quejarse.
El río, ancho y brillante bajo el sol, estaba a poco más de un kilómetro de distancia de la casa.
—¿Por qué no construyeron la casa cerca del río? —preguntó Victoria, rompiendo el silencio.
Le pareció que lo más inteligente hubiera sido estar cerca del suministro de agua. Había un pequeño arroyo que discurría justo detrás de la casa, pero desaparecería con el calor.
—¿Has visto lo poco profundo que es? Cada primavera se sale de su cauce. —Jake señaló hacia el norte, que quedaba a su izquierda—. ¿Ves aquel pequeño grupo de álamos que hay en la orilla? El río llega allí a la altura de la cintura. Es donde nos bañamos en verano.
¿Los hombres se bañaban en el río? Victoria se sintió avergonzada por su ignorancia. Había dado por hecho que tenían bañeras a su disposición. Si se hubiera parado a pensarlo, se habría dado cuenta de que hubiera supuesto un trabajo interminable sacar y calentar agua para todos los hombres que trabajaban en el rancho.
—¿Cuántos hombres sois?
—Algo más de cien.
—¿Tantos? Nunca lo hubiera imaginado.
—Solo la mitad permanecemos en la hacienda en todo momento. Los demás están en las barracas o en el rancho, que tiene más de medio millón de acres.
Victoria se quedó asombrada ante el tamaño de la propiedad. Nadie se había molestado en comentárselo antes, y ella era demasiado tímida para preguntar por si pudiera sonar avaricioso por su parte. La idea de verse rodeada de tanto espacio abierto la asustaba, pero también le producía cierta emoción. Miró hacia atrás, en la dirección por la que habían venido, y comprobó que la hacienda quedaba oculta tras los árboles y la curva del camino. A excepción de Jake, estaba sola, más sola de lo que recordaba haberse encontrado nunca antes. Estaba el sol, la tierra, el río, el viento, el magnífico caballo que tenía debajo, y se sintió libre por primera vez en mucho tiempo. Esperaba que pronto llegara el momento de poder montar a solas, y así lo expresó.
Jake soltó un gruñido.
—¡Utiliza el sentido común! Nunca podrás salir a montar por aquí sola.
Victoria estuvo a punto de decirle que haría lo que le viniera en gana, pero calló al ser consciente de que Jake conocía mucho mejor que ella aquella hermosa y salvaje tierra.
—¿Por qué? —preguntó tranquila.
—Que la hacienda exista hace más de cien años no significa que ésta sea una tierra civilizada. Si te apartas del camino y tu caballo sale huyendo, estarás perdida. No hay vecinos. Pero sí serpientes, osos y toda clase de alimañas. Y no sólo eso; de vez en cuando hay incursiones indias contra el ganado, aunque ahora que los navajos están en la reserva ya no son tan frecuentes. También hay vagabundos, y muchos de nuestros hombres no son precisamente ciudadanos honrados y educados. No te conviene que te sorprendan por aquí a solas.
—¿Cuándo tendrás domados los caballos de Emma y Celia? Entonces podré montar con ellas.
—El caballo de Celia ya está listo, aunque todavía no se lo he dicho porque también se empeñará en salir con él sola. —Compartieron una mirada de absoluta complicidad y Jake le dirigió una sonrisa irónica—. Me ha preguntado si podría montar a horcajadas, como un hombre.
Victoria lo miró horrorizada.
—¿Y qué le dijiste?
—Le dije que las faldas se interpondrían en su camino, y que en cualquier caso tendría que pedirte permiso a ti. —Los ojos le brillaron divertidos.
—Gracias —respondió ella sin poder evitar sonreír—. ¿Y el caballo de Emma?
—No dará ningún problema. Es Sophie la única que me preocupa.
—Se está comportando perfectamente.
—Así es. Y eso me pone nervioso.
Victoria echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada, dejando al descubierto su blanco cuello y provocando que el sombrero, que llevaba sujeto con dos cintas, le resbalara por la espalda.
Jake no podía dejar de mirarla, nunca la había visto más bella y radiante. Sintió de nuevo aquella extraña opresión en el pecho y el deseo lo recorrió con fuerza.
Sin previa advertencia, tiró de las riendas y desmontó. Victoria dejó de reírse y observó sorprendida cómo rodeaba a la yegua para levantarla de la silla. Confusa, puso sus manos en los hombros masculinos intentando tensar los brazos para mantenerse apartada de él, pero Jake la deslizó por su cuerpo hasta que sus botas rozaron el suelo. Cuando el bajo de la falda se enredó en la pistolera, dejando sus blancas enaguas al descubierto, su rostro se encendió y trató de liberarse. Fue inútil. Las manos de Jake ciñeron aún más su cintura y la atrajo hacia sí mientras inclinaba la cabeza.
No fue brusco con ella. Su boca era cálida, y la intrusión de su lengua resultó lenta y dulce. Victoria temblaba, pero ya había experimentado sus besos antes y la tentación de volver a sentirlos resultaba demasiado poderosa. Le echó los brazos al cuello y le dio la bienvenida con tímidos e inciertos movimientos de su lengua contra la suya. Jake se estremeció mientras la estrechaba con más fuerza entre sus brazos, y Victoria se sintió invadida por una exquisita sensación de poder al saber que aquel pistolero, duro y peligroso, sentía el mismo demoledor e incontrolable placer que se había apoderado de ella.
Jake le acarició la espalda y ella se arqueó como un gato. Sin darle tregua, el aprovechó el instintivo ofrecimiento de su cuerpo y acunó uno de sus senos con la mano. Victoria se revolvió y abrió los ojos de par en par. Nadie le había tocado nunca allí. Intentó apartarse de él, pero Jake la controló fácilmente y continuó con su suave caricia.
—¡Basta! —susurró la joven. La mano de Jake le quemaba el pecho a pesar de las capas de ropa, provocando un vergonzoso endurecimiento de su pezón. Sabía que no debía permitirle hacer eso; sabía que no debería estar disfrutándolo, pero así era. El cálido placer fue en aumento y un suave gemido quedó atrapado en su garganta.
Jake levantó la mano y se quitó el sombrero, dejándolo caer al polvo. El sol centelleaba en el verde de sus ojos entornados.
—¿Por qué quieres que pare? —le preguntó con voz grave y áspera. Respiraba agitadamente y tenía el cuerpo en tensión.
—No está bien.
La excusa sonó débil incluso a sus propios oídos. Era lo que le habían repetido una y otra vez desde que dejó atrás la infancia, y se había limitado a aceptarlo sin más. Nunca creyó que las demandas de su cuerpo pudieran llegar a ser tan fuertes.
—Y va a seguir sin estar bien —se burló Jake con suavidad, atravesándola con la mirada.
La verdad de sus propias palabras impactó al pistolero. Había estrechado entre sus brazos a muchas mujeres, pero no había sentido como suya a ninguna de ellas. Victoria se había metido bajo su piel y corría con fuerza por sus venas. Era increíble que pudiera encontrarse tan a gusto con ella y al mismo tiempo tan excitado.
—Tenemos que parar. —La joven sabía que debía retirarle los brazos del cuello y apartarlo de sí. Sin embargo, le producía una satisfacción primitiva estar allí bajo el sol brillante, entre sus brazos, sintiendo el poder que irradiaba su cuerpo y aspirando el aroma de su piel.
—Todavía no. —La intensa voz de Jake se hizo más ronca, y a Victoria le dio un vuelco el corazón cuando se inclinó sobre ella. Una marea de calor la inundó arrebatándole la fuerza, y, vencida, dejó caer la cabeza hacia atrás.
Jake trazó un sendero de besos en su cuello antes de regresar a su boca. Le acarició el otro seno atormentando el pezón con el pulgar, y su autocontrol amenazó con quebrarse. Victoria se retorció de manera inconsciente apretando las caderas contra las suyas y el pistolero emitió un sonido áspero. Sin piedad, la mano que rodeaba la frágil cintura femenina bajó en una ardiente caricia hasta el redondeado trasero y la apretó contra sí para que sintiera su rígida erección.
Con el comandante le había resultado desagradable. Con Jake, lo único que deseaba era quedarse allí para siempre, buscando ciegamente la liberación de aquel desgarrador placer. Sin ser consciente de ello, Victoria deslizó las manos por su cabello bañado por el sol para poder disfrutar más de sus besos y de la invasión de su boca. El sabor de Jake, una embriagadora mezcla de café y tabaco, la dejaba sin aliento.
De pronto, Sophie relinchó con impaciencia interponiéndose entre ellos, y Jake levantó la cabeza.
—Maldito caballo —murmuró entre dientes.
Victoria estaba jadeando. Dio un paso atrás y se llevó una mano a la boca. Un minuto más y estaría retozando por el polvoriento suelo con él. Aquella absoluta certeza se contradecía de tal modo con la opinión que siempre había tenido de sí misma que se sintió desolada al tener que admitir su propia debilidad. Lo deseaba con una intensidad que no podía seguir negando. Se había sentido salvajemente celosa al verlo con la hija del buhonero y cuando estaba a su lado era consciente de su presencia de un modo que resultaba casi doloroso; incluso el mero hecho de pensar en él provocaba que el corazón se le acelerara.
¡Oh, Dios! Lo amaba.
Siempre había pensado que para enamorarse era necesario conocer a alguien desde hacía mucho tiempo, tener un conocimiento profundo de su personalidad y una base de amistad. Ahora sabía que el amor podía nacer en un instante, que el alma y el cuerpo podían reconocer a su compañero sin que mediara la voluntad, y que la persona amada no tenía por qué ajustarse a la idea del hombre perfecto que había sido forjada en su infancia.
Jake tenía el cabello revuelto, los labios hinchados y una expresión dura mientras trataba de manejar su propia excitación. Se inclinó despacio y recogió su sombrero, como si cada momento tuviera que llevarse a cabo con cuidado.
—No voy a disculparme.
—Lo sé —musitó ella.
—No será la última vez. —Jake estiró el brazo y le acarició con un dedo la pálida mejilla—. Voy a hacerte mía, pero no será en el polvo, con el sol quemando esa hermosa piel blanca. Estaremos en la cama, Victoria, con la puerta cerrada, y no tendremos que preocuparnos de que nadie nos interrumpa.
Los años de enseñanzas de su madre le gritaron que negara aquella arrogante afirmación de que era suya y de que podía tomarla cuando quisiera. Pero no pudo. No podía mentirse a sí misma, no podía ocultarse bajo una falsa moralidad que no se sostenía en aquella tierra salvaje e inhóspita. Lo deseaba; no podía fingir que no era así, aunque eso no podía, no debía ocurrir.
—No puedo Estoy casada —consiguió susurrar gimiendo para sus adentros.
—¡Casada! —escupió Jake—. McLain es un hijo de perra y un asesino. ¿Cómo crees que consiguió esta hacienda? ¿Crees que pagó por ella? Asesinó a la familia a la que pertenecía, a los Sarratt; incluso violo a Elena Sarratt antes de meterle una bala en la cabeza. Ése es el hombre al que quieres serle fiel, el hombre que se metió en la cama de una prostituta el día después de casarse contigo.
Sus palabras fueron como latigazos. Victoria sintió náuseas y cayó de rodillas doblándose sobre la cintura, incapaz de contener las arcadas.
Con expresión grave, Jake sacó su cantimplora y se quitó el pañuelo del cuello para humedecerlo con agua. Se arrodilló a su lado y se lo ofreció. Ella agarro el pañuelo y se lo apretó contra las mejillas, tratando de controlar las ganas de vomitar que todavía sentía al pensar en el comandante tocándola.
—¿Cómo sabes lo de esa familia... los Sarratt? —preguntó finalmente con voz apagada.
—La gente habla. —Le tendió la cantimplora—. Bebe un poco de agua.
Ella se enjuagó la boca antes de escupir al suelo y luego bebió. Deberla sentirse avergonzada por vomitar y escupir delante de un hombre, pero después de lo que Jake acababa de contarle, era una preocupación ridícula. Con un gesto de firme determinación, levantó la cabeza y lo miró con expresión sombría.
—No puedo quedarme en la hacienda —afirmó tajante—. Avisaré a Emma y a Celia y nos marcharemos. No puedo permanecer bajo el mismo techo que él, sabiendo lo que hizo.
Jake maldijo ante la idea de que se marchara.
—No. —Su tono no admitía réplicas.
Ella le apretó el brazo.
—Pero no puedo quedarme.
—Tienes que quedarte. Yo estoy aquí, Victoria. Yo cuidaré de ti.
—¿Qué puedes hacer tu? No estás en esa casa con él, no tienes que comer a su lado y mirarle a la cara, escucharle...
—No será por mucho tiempo —le aseguró.
No debería haberle contado tanto, pero ella había reaccionado con más rotundidad de la que esperaba al escuchar la verdad sobre su mando.
Victoria clavó en él sus ojos desconcertados.
—¿Qué quieres decir?
—He oído rumores; eso es todo lo que puedo decirte. Confía en mí, Victoria. Quédate. Yo cuidaré de ti.
Los ojos verdes de Jake brillaron con un oscuro fuego cuando la miró. Durante un instante, la joven tuvo miedo de él del mismo modo que sentía asco al pensar en el comandante. Había algo duro en su mirada, como si no fuera a detenerse ante nada para conseguir sus objetivos. Pero era el hombre al que amaba, aunque fuera peligroso. Si se marchaba, tal vez no volviera a verlo nunca, y no creía poder sobrevivir a eso.
—De acuerdo —susurró—. Me quedaré.
* * *