Capítulo 4

EL comandante estaba de buen humor aquella noche, y Victoria no dejó entrever ni con sus palabras ni con su actitud que había hablado con Angelina. Al contrario. Lo escuchó hablar durante la cena y asintió y sonrió cuando debía hacerlo.

Esperó pacientemente, y cuando por fin se presentó la ocasión en forma de una breve pausa, intervino en la conversación.

—He estado pensando en lo mucho que me gustaría volver a montar. A todas nos gustaría. ¿Crees que podrías seleccionar unas buenas monturas para nosotras? Tienes unos caballos excepcionales, y sé que harás una excelente elección.

Su rostro no revelaba ninguno de sus pensamientos cuando le dedicó una leve sonrisa que conseguía ser reservada a pesar de su aspecto cálido. Él no era lo suficientemente inteligente como para ver la diferencia, y se enorgulleció del cumplido que le había hecho su esposa respecto a sus conocimientos sobre caballos.

—Por supuesto, querida. —Le palmeó la mano—. Debería habérseme ocurrido a mí.

Le pediría a Roper que escogiera tres monturas adecuadas para damas. Nadie en todo el rancho conocía los caballos mejor que Roper.

El rostro tranquilo de Emma había adquirido su propio brillo al pensar en volver a montar, y Celia se balanceó en la silla.

—Cuando haya practicado y sea una buena amazona, ¿podré montar a Rubio? —preguntó.

Él se rió ante su insensatez.

—No digas estupideces, nunca serás lo bastante fuerte como para controlar a Rubio —le aseguró alardeando de la fuerza de su caballo—. Te asignaremos un animal tranquilo.

La alegría de Celia se desvaneció tan rápido como había llegado, pero no discutió. No solía hacerlo nunca. Se limitó a clavar la vista en el plato y fingió concentrarse en la comida.

Por una vez, Victoria se alegró de que el comandante fuera tan duro, porque le aterrorizaba que a Celia se le metiera en la cabeza la idea de intentar montar al semental. Volvió a tomar la cuchara y le dio las gracias a McLain por su amabilidad. Luego le hizo un comentario trivial a Emma, que estaba educada en los mismos usos sociales que ella, e inmediatamente retomó la conversación.

McLain miró a las tres gentiles y educadas damas y se le hinchó el pecho de orgullo.

Victoria tocó a la puerta de Celia, pero nadie respondió. Estaba preocupada porque su hermana no había levantado el ánimo en toda la velada, así que abrió la puerta y miró dentro, esperando encontrarla profundamente dormida. Su corazón se desbocó cuando vio la cama vacía. Con rapidez, se dirigió a la habitación de Emma con la esperanza de que Celia hubiera ido a visitar a su prima.

—No, no la he visto. Pensé que estaría en la cama —respondió una asustada Emma a la ansiosa pregunta de Victoria—. Me arreglo en un segundo y la buscamos juntas.

Celia tenía una costumbre desde que era niña: cuando se enfadaba, buscaba un agujero para esconderse. El refugio nunca estaba en su propio dormitorio, sino en un lugar más pequeño, más estrecho, como si necesitara la seguridad de un espacio reducido. En el pasado, Victoria nunca se alarmó, pero ya no estaban en su vieja casa.

Emma reapareció en el pasillo en menos de un minuto, vestida con una falda sencilla y una blusa, un chal alrededor de los hombros y el cabello recogido de cualquier manera.

—¿Te acuerdas de aquella vez que las dos vinisteis a visitarnos y la encontramos en el gallinero?

Celia tenía entonces tres años y el corazón roto porque la habían regañado. En otras ocasiones apareció en el sótano, en un armario, debajo de la cama o del carruaje, enterrada debajo del heno y, en una ocasión, cuando apenas había echado a andar, debajo del fregadero. Transcurridas una hora o dos, emergía otra vez de buen humor, así que habían dejado de buscarla a menos que la necesitaran para algo.

Buscaron rápidamente por toda la casa y no encontraron nada. Victoria asomó incluso la cabeza en la habitación del comandante; había salido después de la cena, así que sabía que no estaba allí. Hallaron a Carmita y a Lola sentadas alrededor de la mesa de la cocina y esta última dijo que no había visto a Celia desde la cena.

—Tal vez esté hablando con... con el... —Lola se detuvo y frunció el ceño mientras trataba de encontrar la palabra en inglés que estaba buscando.

—El hombre que vende cosas en su carro —terminó Carmita por ella.

—¿Un buhonero? —preguntó Victoria.

Ambas le sonrieron.

—Sí —respondió el ama de llaves, aliviada—. El buhonero.

—No sabía que hubiera venido un buhonero.

—Llegó justo antes de que oscureciera, señora. Su hija y él. Van a pasar aquí la noche.

Victoria y Emma se miraron. Un buhonero era algo nuevo para Celia, y podría atraerla como una mosca a la miel.

—¿Dónde está el carro del buhonero? —preguntó Emma.

—Cerca del barracón, señorita.

El barracón, donde dormían los hombres. Victoria salió a toda prisa por la puerta. Le aterrorizaba pensar que alguno de ellos pudiera atacar a Celia y, además, consideraba a Garnet capaz de cualquier cosa. Se le pasó por la cabeza la idea de pedirle ayuda a Roper, pero la rechazó de inmediato.

Emma caminaba a su lado y ambas redujeron el paso cuando se acercaron al barracón con la inmensa sombra del carromato del buhonero a su lado. A través de una pequeña ventana pudieron ver a los hombres sentados en torno a un par de mesas pequeñas o tumbados en sus estrechos camastros. No parecía estar ocurriendo nada fuera de lo habitual. Victoria se tranquilizó al ver a Garnet jugando a las cartas en una de las mesas. No había absolutamente nadie alrededor del carro del buhonero.

—Vamos a separarnos —dijo hablando en voz baja para que los hombres no pudieran oírla—. Yo buscaré en el establo.

—No hemos mirado en el patio; iré hasta allí y miraré en la herrería de camino. —Emma se dio la vuelta avanzando a toda prisa, y Victoria se marchó por la otra dirección.

Ahora que estaba sola, la oscuridad le resultó opresiva y el corazón comenzó a latirle con más fuerza a medida que se adentraba en el establo. La mayoría de los animales estaban adormilados, aunque un par de caballos asomaron la cabeza y relincharon. Al pasar frente a ellos, Victoria les dio una palmadita en sus hocicos de terciopelo para tranquilizarlos.

Dentro estaba demasiado oscuro como para distinguir algo más que sus grandes y negras sombras, pero todas las cuadras estaban ocupadas y no había otro lugar donde Celia pudiera encontrar un recoveco. No, seguramente estaría en la cuadra de Rubio, un recinto independiente en el que guardaban al semental apartado de los demás caballos debido a su carácter.

Abrió la puerta de la cuadra lo justo para entrar, y una lámpara de aceite colgada de un poste al fondo le iluminó el camino. Rubio estaba muy quieto. Victoria lo oyó bufar mientras movía una pata.

También escuchó otro sonido: una voz suave y sin duda femenina.

Si Celia estaba con Rubio...

No debía sobresaltar al caballo bajo ningún concepto. Se levantó las faldas para evitar arrastrarlas por la paja y se acercó muy despacio a la escasa fuente de luz.

Escuchó un gemido y algunos susurros. Luego, una voz de hombre profundamente masculina. Y después otra vez a la mujer, que gemía sin control.

Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. ¿Celia?

Se aproximó, y los susurros se hicieron más fuertes. Victoria seguía envuelta en las sombras cuando se dio cuenta de que el ruido no venía del establo de Rubio, sino de una cuadra pequeña sin uso que había justo al otro lado. La luz de la lámpara se derramaba sobre el hueco que dejaban las barras, y Victoria se acerco todavía más con el corazón en un puño, temiendo que se tratara de Celia. Pero no se precipitó, y cuando estuvo lo bastante cerca de la cuadra para ver lo que había dentro, se alegro de no haberlo hecho.

De un primer vistazo supo que la mujer de cabello largo y negro que estaba tendida sobre la paja no era Celia. Tampoco era Angelina. El alivio que sintió se vio sustituido al instante por una fuerte conmoción al darse cuenta exactamente de lo que estaba ocurriendo. Su propia experiencia con el sexo era tal que estuvo a punto de gritar, porque pensaba que estaban violando a aquella mujer. De inmediato llegó a otra conclusión y se vio obligada a llevarse el puño a la boca para, una vez más, no gritar. Vio dos cosas al mismo tiempo. Primero, que la mujer, lejos de estar siendo violada, se aferraba al hombre que estaba sobre ella y lo animaba con gemidos implorantes en español. Y segundo, que el hombre era Jake Roper.

Aquella certeza fue como un puñetazo en el pecho. De golpe se quedó sin aire en los pulmones y lo único que pudo hacer fue quedarse allí de pie, incapaz de moverse ni de respirar. La inundó un dolor sordo e irracional, y trató de darse la vuelta, de marcharse en silencio. No quería ver aquello, no podía soportarlo...

Pero las piernas seguían sin responderle. Tenía los músculos paralizados y se quedó allí mirando indefensa, percibiendo unos detalles que no quería ver.

La mujer estaba desnuda de cintura para arriba y tenía la falda enredada alrededor de las caderas. Victoria pudo verlos gracias a que la luz que proyectaba la lámpara iluminaba tenuemente la parte superior de sus cuerpos. Roper estaba sin camisa y mostraba una poderosa espalda cubierta de una fina y brillante capa de sudor mientras se movía sobre la mujer. Sus músculos se tensaban y se relajaban con un ritmo hipnótico. La mujer estaba agarrada a sus anchos hombros, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Victoria se quedó mirando fijamente el rostro de Roper; estaba tenso y concentrado con una sensualidad salvaje.

La mujer soltó de pronto un grito ahogado y se retorció bajo él. Roper la sujetó con firmeza y comenzó a moverse más deprisa. Unos instantes más tarde, surgió de su garganta un profundo rugido de placer.

El brillo de las lágrimas nubló la visión de Victoria, y se mordió el labio para contener un sollozo. Aquel pequeño dolor la alivió en cierto modo, y dio un paso atrás.

Como un animal que oliera el peligro, Roper alzó la cabeza y la miró directamente a los ojos.

Fue sólo un segundo, pero duró una eternidad. Tenía el rostro bañado en sudor, el cuerpo todavía tenso tras el reciente orgasmo, los ojos fieros y la mano ya puesta en la pistola que tenía al lado, encima de la paja. Victoria se quedó allí con el puño en la boca, los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas. Sabía que él la había visto a pesar de las sombras y que no podía permanecer allí un minuto más, atravesada por aquel extraño dolor. Con las piernas rígidas, se forzó a deslizarse hacia el interior de las sombras, paso a paso, hasta que dejó de verlos. Finalmente pudo girarse y salir corriendo del establo, sin que le importara ya hacer ruido. Sólo quería huir.

Furioso y extrañamente conmocionado, Roper se levantó de encima de la mujer y se subió los pantalones. Ella seguía tumbada sobre la paja y sus exuberantes pechos brillaban de sudor. Aquellos senos lo habían excitado hacía sólo unos instantes, pero ahora lo único que quería era abandonar el establo, aunque lo cierto era que ella no se lo merecía. Maldición, ni siquiera podía recordar su nombre. Había dejado claro desde que llegó en el carro del buhonero que estaba interesada en él y Roper le había seguido el juego. No había sido más que un escarceo para los dos, sin más importancia que el alivio físico.

Pero Victoria los había visto. Sin duda, el sexo que ella había compartido con el comandante había sido un acto almidonado y contenido, vivido en la oscuridad con el camisón levantado sólo lo necesario. Seguramente Victoria no podía imaginar siquiera unos cuerpos desnudos rodando sobre el heno, sudando y retorciéndose camino de la liberación.

Pensar en lo que Victoria había visto lo hacía sentirse un tanto avergonzado, e intentó apartar de sí aquella emoción tan poco familiar para él. No lo consiguió. Maldición. Deseó que no hubiera ocurrido, que Victoria no le hubiera mirado con aquellos ojos llenos de desolación, poder ir tras ella y explicarle que aquello no significaba nada. Se preguntó si podría llegar a entenderlo, o si le importaría. Presentía que la había herido en un sentido que apenas alcanzaba a comprender y Roper no tenía modo de consolarla.

La mujer... ¿Cómo se llamaba? Algo parecido a Florence, se estaba desperezando con el rostro todavía somnoliento. ¿Florence? No, Fiorina. Estiró los brazos por encima de la cabeza haciendo que se elevaran los grandes senos de oscuros pezones, y lo miró de una forma que lo hizo sentirse atrapado. Roper ignoró su muda invitación a seguir retozando y se metió la camisa en los pantalones.

—Será mejor que vuelvas al carro antes de que tu padre te eche en falta —dijo con voz neutra.

Ella hizo un mohín con los labios antes de comenzar a vestirse.

—Ya estará borracho y dormido.

—Puede despertarse.

—Aunque así fuera, no me importaría.

Roper tenía la firme sospecha de que su «padre» no tenía ninguna relación familiar con ella, pero a él eso le resultaba indiferente. La gente sobrevivía como podía. Cuando la joven se hubo vestido, la ayudó a ponerse de pie, le dio un beso y una palmada en su redondeado trasero y la despidió. En cuanto hubo desaparecido de su vista, frunció el ceño con ira.

¡Maldición!

Victoria corrió hacia la casa jadeando y a punto de llorar. Justo antes de que llegara, Emma salió a su encuentro.

—La he encontrado —le informó con tono animado—. No se había escondido, estaba en el patio contando estrellas.

Victoria hizo un esfuerzo por recuperar el dominio de sí misma y parpadeó para librarse de aquellas estúpidas lágrimas. ¿Por qué diablos estaba llorando? Ver aquello la había perturbado, por supuesto, pero no suponía una tragedia. Centró su mente en Celia y se quedó atónita al darse cuenta de que se había olvidado por completo de su hermana. No era propio de ella ser tan inconsciente, y aquello le preocupó casi tanto como lo que había visto.

Aspiró hondo un par de veces para calmarse, agradecida de que Emma pensara que su disgusto se debía a Celia.

—A veces —confesó en voz baja y dolida—, me gustaría darle unos buenos azotes.

Emma se rió y la tomó del brazo.

—Si lo hicieras te pasarías un mes entero intentando consolarla, así que no tendría sentido —comentó con alegría—. Celia es Celia.

Victoria era consciente de eso. Su hermana siempre era la misma, pasara lo que pasara. Minutos más tarde, cuando alcanzó la soledad de su cuarto, Victoria se quedó mirando su reflejo en el espejo, y se preguntó por qué sus propios cambios interiores no habían salido al exterior. Conservaba el mismo aspecto de cuando tenía dieciséis años, pero había conocido la guerra y el hambre, la desesperación, la muerte de sus sueños y el lado oscuro de la sexualidad masculina. Durante un instante, al pensar en las espantosas caricias de las manos del comandante, volvió a sentir náuseas. Pero entonces se le cruzó otra imagen y la náusea se convirtió en un gemido de dolor.

Jake Roper. Su cuerpo de músculos en tensión bajo la pálida luz y su firme rostro tirante por el placer. Las manos de la mujer agarradas a sus hombros, su cabeza echada hacia atrás en pleno éxtasis. A pesar de la violencia de su acoplamiento, había cuidado y contención en el modo en que Roper sujetaba a la mujer.

Victoria hundió la cabeza entre las manos. ¡Dios, qué estúpida era! Roper no era más que un asesino a sueldo. El hecho de que hubiera cruzado algunas palabras con él, y que durante unos segundos hubiera sentido su cuerpo contra el suyo en una colisión accidental, no justificaba sus celos. Estaba celosa... ¡Celosa! Pero no de él, se dijo con firmeza. ¡De él jamás! Ella, una Waverly y una Creighton, estaba celosa de la hija del buhonero por el placer del que disfrutaba en su vida. No es que fuera un gran consuelo; sin embargo, podía enfrentarse a aquel pensamiento mejor que al anterior.

Escuchó al comandante moviéndose en la otra habitación y se quedó paralizada ante el temor de que aquella noche quisiera estar con ella. Cuando transcurrieron los segundos y se convenció de que no iba a entrar, se relajó lentamente y comenzó a prepararse para ir a la cama.

Sin embargo, una vez entre las frescas sábanas, no fue capaz de dormir. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Roper y, cada vez que cerraba los ojos, veía su cuerpo musculoso moviéndose rítmicamente. Así que eso era lo que ocurría entre un hombre y una mujer. Eso era lo que el comandante había intentado hacer con ella. Conocer los fundamentos no le había permitido visualizar la escena, pero ahora sí podía.

Sentía el corazón pesado y el latido lento. También le pesaba el cuerpo y tenía calor. Se preguntó qué sentiría si fuera Roper quien estuviera en la habitación de al lado, si fuera Roper quien abriera la puerta. Se quedaría tumbada en la cama esperándolo y sentiría el cuerpo como en aquellos instantes, pesado y expectante. Volvió a visualizarlo con aquella mujer, pero la imagen había cambiado y era ella quien se aferraba a él.

Se puso de lado, horrorizada por lo que estaba pensando. Una dama ni siquiera debía permitirse aquellos pensamientos respecto a su esposo y, por supuesto, tenerlos con otro hombre resultaba escandaloso. Pero sentía un salvaje anhelo en sus entrañas y apretó los muslos con firmeza en un esfuerzo para encontrar alivio a aquella vergonzosa sensación.

Los ojos volvieron a arderle por culpa de las lágrimas. ¡Maldito Jake Roper!

Jake Roper se maldijo a sí mismo. Estaba tumbado en su camastro escuchando los ronquidos de los hombres que dormían a su alrededor y miraba fijamente el techo. Había cometido dos errores graves y ahora tenía que lidiar con ellos. En primer lugar, no debió permitir nunca que Victoria Waverly se casara con McLain. Podía haberla raptado con facilidad y retenerla hasta terminar sus asuntos con el comandante. O podía haber matado a McLain antes de que llegara Victoria, y así evitarse muchos problemas. Sin embargo, había decidido esperar su momento, mantenerse fiel al plan que Ben y él habían trazado. Ahora ya era demasiado tarde para mantenerse alejado de Victoria.

Su segundo error había sido permitir que se le metiera bajo la piel.

Ella ni siquiera había puesto nada de su parte. Era tan estirada como una monja y seguramente le cruzaría la cara si intentaba besarla. Una sonrisa sobrevoló sus labios al pensar en ello, aunque fue un gesto irónico porque sabía que iba a intentarlo muy pronto. Después de lo que había visto aquella noche, tendría suerte si no le arañaba como una gata salvaje.

A la primera oportunidad que tuviera le enviaría un telegrama a Ben para decirle que reuniera al resto de los hombres y se dirigieran al rancho. Pero podrían pasar un par de semanas hasta que pudiera ir a Santa Fe, y un mes o seis semanas más antes de la llegada de Ben. Así que faltaban dos meses para la culminación de un plan que llevaban veinte años maquinando. El extenso valle, que una vez fue conocido como el Reino de Sarratt y ahora se llamaba sencillamente el valle del reino, volvería a ser propiedad de los Sarratt y regresaría a manos de sus legítimos dueños... si lograba convencer a Victoria de que se casara con él.

La obligaría si fuera necesario.

Maldita sea, tendría que haber evitado la boda, pero no se había dado cuenta de las implicaciones que conllevaba hasta que ya fue demasiado tarde. Muerto McLain, el reino pasaría a su viuda, Victoria. El único modo de volver a ponerlo en manos de los Sarratt sería casándose con ella, porque la ley dictaba que las propiedades de las mujeres pasaban a ser de sus maridos.

Resultaba increíble que una joven, con su mera presencia, pudiera poner en peligro veinte años de planes. Unos planes que habían cambiado mucho a lo largo de tantos años. Cuando eran niños, sus sueños de venganza incluían la destrucción total de McLain, de todos sus hombres y de todos los que vivían en el rancho. Pero cuando crecieron, el plan cambió. Sin duda habría gente inocente viviendo en el rancho, gente que no había formado parte de la traición de McLain, gente que comenzó a trabajar allí después de la masacre y que ignoraba lo sucedido. Los Sarratt no asesinaban por placer. Matar a McLain y a los hombres que le habían ayudado a conseguir sus tierras, era más bien matar perros rabiosos en lugar de acabar con vidas humanas. Pero habían pasado los años y sin duda habría gente nueva contratada, criados, mujeres, tal vez incluso niños. Un ataque como el que había llevado a cabo McLain ya no era factible para ellos.

Veinte años. Habían vagado durante veinte años. Aunque no a la deriva, como podría parecer. Allí donde había trabajo, lo aceptaban, y comenzaron a ahorrar dólar a dólar el dinero que ganaban sudando. Excavaron en minas, trabajaron como pistoleros a sueldo y como vaqueros. Jake entrenaba caballos y Ben jugaba a las cartas, utilizando cada uno sus particulares habilidades. Sabían que necesitaban dinero para apoyar el desarrollo de su plan.

Y así pasaron veinte años. Jake tenía ahora treinta y tres; ya no era un chico de trece años loco de rabia y de dolor. Aún le quemaba la rabia, pero la tenía bajo control. Ojo por ojo... No, no quería los ojos de McLain. Quería su sangre por la sangre de su padre... por la de su madre. Aquel cerdo estaba viviendo en la casa de los Sarratt, durmiendo en el dormitorio de los Sarratt, pisando todos los días el suelo de cerámica del recibidor donde había violado y asesinado a Elena. A Jake le carcomía ver a McLain entrar cada noche en la casa y sólo su voluntad de acero le impedía salir de su camastro y entrar en aquel instante en la casa. Sería muy fácil; subiría las escaleras, entraría en la habitación y le pondría el cañón de la pistola a McLain en la sien. Un pequeño movimiento del dedo y todo habría terminado. Pero, si lo hiciera, la justicia intervendría, y ése no era su plan. Si Ben y él querían volver a ser los dueños del valle, tendrían que actuar de manera legal. Y además, se mostraba reacio a encontrarse a Victoria en la cama con McLain; el mero hecho de pensarlo le ponía enfermo.

El plan que tenían pensado era que Jake entrara a trabajar en el rancho, averiguara cuántos pistoleros quedaban del grupo original que los había atacado y quiénes eran. Mientras tanto, Ben contrataría hombres en los que pudieran confiar, hombres dispuestos a asumir sus nuevas ocupaciones. Cuando Jake llegó y vio la situación, supo que tendrían que reemplazar a más de dos tercios de los empleados. Los pistoleros podían marcharse, Jake no los iba a necesitar. No esperaba que ninguno de ellos interfiriera porque no le debían ninguna lealtad a McLain. Imaginaba también que la mitad de los vaqueros se largarían por sus propias razones. Algunos no querrían trabajar para los Sarratt, y otros tendrían miedo de que el rancho se convirtiera en el centro de atención de los habitantes de los alrededores y desearían seguir permaneciendo en el anonimato. Jake no cuestionaba las razones de aquellos hombres; había cosas en su pasado que tampoco le convenía que salieran a la luz.

Así que Ben tenía preparados suficientes hombres para ocupar los puestos de trabajo que quedarían vacantes, y Jake había identificado a los que habían tomado parte en la masacre. Charlie Guest era uno de ellos y había disfrutado matándolo. Lo había hecho de un modo que le asegurara que los demás le tuvieran miedo. Eso dejaba sólo a otros cinco: McLain, Garnet, Jake Quinzy, Wendell Wallace y Emmett Pledger. Wendell iba a cumplir setenta años y estaba casi ciego, así que Jake no lo consideraba una amenaza. Garnet era de los que disparaban por la espalda. A Quinzy no le temblaría el pulso a la hora de hacer lo mismo, pero tampoco movería un dedo para defender la vida de McLain ni la de Garnet. Por el contrario, Pledger era un perro salvaje, dispuesto a matar a sangre fría sólo por placer.

Cuando McLain asesinó a los Sarratt y se apoderó del rancho, la única justicia que existía era la que impartía el ejército de los Estados Unidos, que centraba únicamente sus esfuerzos en los Navajos y en el ejército mexicano. La ley existía sólo cerca del lugar donde se hallara el ejército, pero el general Kearny no se implicaba en las luchas sangrientas que se desarrollaban en el inmenso territorio para controlar las grandes extensiones de tierra. McLain era un asesino inteligente, primero había matado a los Sarratt y luego optó legalmente a la tierra.

Se suponía que para los Sarratt debería ser igual de simple. Bastaría con matar a McLain y apoderarse de la tierra. El comandante no tenía herederos; la tierra pasaría a manos del gobierno y estaría disponible para optar a ella. Y aquella vez serían los Sarratt los que la consiguieran.

Todo sería legal. No había ninguna ley que impidiera matar a un hombre en una pelea justa. Jake sonrió con frialdad cuando pensó en ello. Con sus hombres allí para protegerlo de recibir un balazo en la espada, se enfrentaría con su revólver a los asesinos que habían acabado con la vida de sus padres. Años atrás, McLain era un pistolero muy rápido; sin embargo, Jake había acortado distancias con él practicando para ganar velocidad y puntería. Ahora el comandante no tendría ninguna oportunidad. El único que se acercaba a él en rapidez era Quinzy, pero tenía tendencia a precipitarse al disparar y fallaba con frecuencia el primer tiro. Pledger era más certero, aunque lento. Garnet era el más peligroso con la pistola y, aun así, estaría indefenso ante la rapidez de Jake. Podría acabar con todos sin problemas. Y en caso contrario, Ben terminaría el trabajo.

Pero entonces el rancho pasaría a manos de Victoria.

Se preguntó qué habría hecho si la esposa elegida por McLain tuviera mal carácter o fuera una completa idiota. No podía matar a una mujer inocente, ni tampoco casarse con alguien así. Había tenido suerte.

Victoria era perfecta para ocupar el trono de los Sarratt. Odiaba tener que admitirlo, pero McLain había escogido bien. Era una dama, tenía coraje y no sonreía con suficiencia.

Casarse no era tan mala idea. Nunca se le había pasado por la cabeza; sin embargo, cuando Ben y él recuperaran sus tierras, sería el momento de asentarse. Además no quería a ninguna otra mujer. Deseaba a Victoria con una intensidad que lo dejaba sin aliento.

Victoria se sentó de una sacudida y se tapó con la sábana hasta la barbilla mientras sentía cómo su cuerpo se cubría de un sudor helado. El comandante estaba de pie en la puerta, y la luz que salía de su dormitorio marcaba los generosos contornos de su silueta. Oh Dios, no podría volver a soportar que la tocara. Estaba borracho; podía oler la peste a alcohol desde la cama.

—He estado pensando —le anunció él arrastrando las palabras—, en lo que hemos hablado durante la cena. En el rancho no hay caballos adecuados para damas como vosotras. Todos son animales de carga excepto Rubio, así que iremos a Santa Fe para comprar unas cuantas yeguas y tal vez encontremos sillas de amazona. Sí, eso es lo que haremos, iremos a Santa Fe y dejaremos que esos desgraciados les echen un ojo a mis mujeres.

Se rió y avanzó hacia el interior de la habitación.

—Todos me envidiarán —aventuró, encantado con la idea—. Cuando se enteren de que tengo tres damas bajo mi techo, habrá hombres por todo el territorio olisqueando a vuestro alrededor. No con mala intención, no temas; serán hombres con intenciones serias. Se arrastrarán para cortejar a las otras dos muchachas, sobre todo a esa extravagante hermanita tuya. —Se rió de nuevo—. Saldremos por la mañana. Estoy deseando ver cómo les brillan los ojos de envidia.

Dio otro paso hacia ella, y Victoria supo al instante que haría cualquier cosa, incluso salir corriendo, con tal de evitar que volviera a tocarla.

—Si vamos a salir por la mañana, tendremos que levantarnos pronto. —Su voz estaba teñida de miedo—. Necesitamos dormir todo lo que podamos. Te veré al alba.

La joven esperó la respuesta del comandante conteniendo la respiración. Él se detuvo, balanceándose hacia delante y hacia atrás, y tardó un buen rato en contestar.

—Es cierto, tenemos que dormir. Bien pensado, Victoria. Las damas tenéis que descansar mucho, no estáis acostumbradas a la vida del rancho ni a viajar por los caminos.

—Buenas noches —le despidió ella, volviendo a apoyar la espalda en la cama y tapándose bien con la sábana—. Gra... Gracias por los caballos. Es muy generoso de tu parte.

—Todo es poco para mi esposa —respondió McLain muy satisfecho de sí mismo.

Victoria no se relajó hasta que el comandante salió de la habitación y hubo cerrado la puerta tras él. No sabía si tenía la intención de volver a intentar acostarse con ella, pero el mero hecho de tenerlo tan cerca había sido más de lo que podía soportar. Si hubiera tratado de hacerle lo que había visto que Roper le hacía a aquella mujer...

La impactante imagen volvió a reproducirse en su cabeza una vez más, atormentándola. ¡Maldito fuera! ¿Qué le importaba a ella lo que hiciera o dejara de hacer?

—No me importa —susurró en la oscuridad, consciente de que mentía. Que Dios la ayudara, pero sí le importaba. Y mucho. Le horrorizaba tener que admitirlo. Estaba casada; Jake Roper y cualquier otro hombre, excepto su marido, estaban prohibidos para ella. Sólo había dos clases de mujeres, las buenas y las malas. Una mujer que se relacionase con algún hombre que no fuera su esposo en cualquier modo que no fuera socialmente, cruzaba, según lo que le habían enseñado a Victoria, la línea que separaba lo bueno de lo malo. Para la joven, pensar siquiera en Jake Roper era pecado.

Pero el decoro le había proporcionado un marido que despreciaba, y, fuera pecado o no, no podía librarse de la persistente debilidad que le traía una y otra vez a la mente el cuerpo de Jake y sus ojos verdes y brillantes entrecerrados.

Lo odiaba. Despertaba en su interior oscuros deseos que no podía controlar, y lo odiaba por ello. La lujuria era algo horrible y vergonzoso, pero Victoria estaba comenzando a conocer su poder. La hacía sentirse desasosegada e inquieta, el cuerpo le pesaba y le dolía, le impedía dormir y le destrozaba la conciencia. La furia y la desesperación corrieron con fuerza por sus venas en contra del hombre que, sin siquiera intentarlo, la había llevado a aquella situación. ¡Sin duda Roper se reiría de ella con aquella manera burlona suya si lo supiera!

Tras dejar a Victoria, McLain entró en su habitación tambaleándose un poco mientras pensaba. Había bebido, y tal vez por eso pensó que aquella vez sería capaz de ponerse duro si volvía a intentar consumar el matrimonio. Se estremeció al recordar las dos veces que lo había intentado. Dios, no volvería a tocarla.

Pero necesitaba una mujer, algo que le impidiera irse a dormir y volver a tener aquella maldita pesadilla en la que el pequeño Sarratt le quitaba su hombría. Últimamente se repetía cada vez más, robándole el sueño y agobiándolo.

Angelina. Se rió entre dientes al pensar en tener que echar a patadas a otro vaquero de su cuarto. Diablos, ¿qué le importaba a él? Le gustaba la idea de sacar a un hombre de ella para poder meterse él. Así les enseñaba quién era el jefe.

Salió en silencio de su habitación, teniendo gran cuidado de no cerrar de golpe la puerta. La casa estaba oscura y se agarró a la barandilla para evitar tropezar con sus propios e inseguros pies al bajar la escalera. Cuando alcanzó el último escalón distinguió un brillo blanco por el rabillo del ojo. El terror lo invadió y sintió cómo se le erizaba el cuero cabelludo. ¡Tal vez se tratara del fantasma de Sarratt!

Entonces la sombra blanca volvió a moverse y vio que se trataba de una mujer en camisón que se dirigía al comedor. Su terror se transformó al instante en ira contra quien fuera que lo hubiera asustado de aquel modo, y se olvidó de Angelina.

—¿Quién anda ahí? —gritó.

Le enseñaría a esa zorra que no podía vagar por la casa de noche, asustándolo. Sería una de las criadas mexicanas, probablemente Carmita; siempre estaba metiendo la nariz en todos los rincones.

La mujer salía de la cocina justo cuando McLain entraba en el comedor.

—¿Señor? —dijo con voz tímida.

Ahora que estaban en la misma estancia, podía verla lo suficientemente bien como para identificarla. Era Juana, la más joven. El cabello largo y oscuro le caía hasta la cintura. Llevaba un sencillo camisón blanco de manga larga y cuello alto que ocultaba su figura, pero el comandante la miró de arriba abajo y decidió no echarle una buena bronca, sino cambiar el cuerpo de Angelina por el de la muchacha mexicana.

—¿Qué haces deambulando en la oscuridad? —le preguntó con tono suave, avanzando hacia ella.

Juana dio un paso atrás.

—Lo siento, señor. —Sus oscuros ojos parecían inmensos bajo la tenue luz—. Regresaba a mi cuarto.

—¿Y qué estabas haciendo? —inquirió él—. ¿Tal vez escaparte para reunirte con algún vaquero?

Ella negó vigorosamente con la cabeza.

—No, señor. Estaba... Estaba llevando un libro de regreso a su estudio. A veces los leo. Lo siento, señor. No volveré a sacar ninguno sin su permiso.

—Olvídate de los malditos libros. —Su tono fue más seco que antes—. Puedes leer todos los libros que quieras si eres amable conmigo.

Juana trató de zafarse cuando él le puso la mano en el cabello y enredó sus dedos entre los gruesos y oscuros mechones.

—¿Señor? —preguntó con voz temblorosa.

—Ya sabes lo que quiero decir. —La atrajo hacia sí y colocó la boca sobre la suya.

Aterrada, Juana apretó los puños y comenzó a golpearlo, pero el comandante tenía la fuerza de un toro y se rió en silencio mientras le tapaba la boca con la mano y la obligaba a tirarse al suelo.

—Si gritas os echaré a ti y a la entrometida de tu madre del rancho.

Se desabrochó los pantalones con un gruñido y le levantó el camisón. Juana volvió a intentar golpearlo, y él le dio un puñetazo en la cabeza haciendo que la joven gimiera de dolor. Sin más preliminares, le abrió las piernas y entró en ella. Juana dio una sacudida y luego se quedó quieta. Estaba seca, pero eso a él no le importó. Llevaba mucho tiempo queriendo hacer aquello; pensaba que los sirvientes no eran más que pertenencias suyas. Y ahora el placer era doble, porque se sentía aliviado al saber que todavía podía forzar a una mujer aunque no pudiera tomar a su esposa.

Cuando terminó, McLain se levantó y le dio a Juana una patada con la bota.

—Si dices una palabra de esto, muchacha, te arrepentirás.

Convencido de que aquella amenaza la mantendría callada, volvió a subir las escaleras y se dejó caer sobre la cama. Angelina podía esperar.

Sollozando, Juana se acurrucó en el suelo. El dolor que sentía en la parte inferior del cuerpo era tan fuerte que apenas podía moverse, y su cabeza palpitaba por el terrible golpe con el que la había sometido.

Transcurrió más de una hora antes de que pudiera levantarse, y entonces caminó como una anciana, encorvada y cojeando. La noche hizo que la sangre que la muchacha dejaba a su paso pareciese negra.

* * *