Prólogo
AQUELLA tierra era extraordinariamente bella, y tal vez fuera ésa la razón por la que los primeros seres humanos que se asentaron en el continente decidieron vivir allí. Unos veinticinco mil años más tarde se la conocería como Nuevo México, un nombre que no sugería la magia de sus bosques alpinos del norte, dotados de lagos fríos, cristalinos y sombreados, ni sus verdes y onduladas praderas y sus solitarias montañas. El aire era tan puro que aliviaba tanto los ojos como la mente, y al atardecer los cielos siempre se teñían de hermosos colores.
Sus habitantes vivieron y prosperaron durante cientos de años, pero cuando llegaron los colonizadores con sus guerreros armados, sus lanzas de acero y sus fieros caballos para desenterrar el oro oculto en aquella rica tierra, también reclamaron el lugar para su lejano rey. Como recompensa a aquellos ambiciosos colonos, los reyes españoles les entregaron las escrituras que atestiguaban la posesión del salvaje territorio que pretendían dominar.
Uno de aquellos primeros colonos españoles fue Francisco Peralta, un hombre alto y tranquilo de ojos verdes y orgullosos. Marcó los límites de lo que consideraba suyo y lo defendió con su sangre. Construyó una gran casa de adobe y mandó traer de España a la mujer de buena cuna que había accedido a ser su esposa.
Sólo tuvieron un hijo, un varón al que llamaron Juan, que amplió los límites de las tierras de su padre, extrajo oro y plata, crió caballos y ganado, y se hizo rico. Él también se trajo una novia de España, una mujer que luchó a su lado durante las incursiones indias y que le dio tres hijos: un varón y dos niñas. Juan Peralta construyó una casa nueva para su familia, mucho más grande que la de su padre. La suya contaba con un diseño armonioso de entradas en forma de arco, muros de un blanco brillante, suelos de barro oscuro, y un gran patio en el que crecían flores fragantes.
El hijo de Juan, llamado Francisco en honor a su abuelo, extrajo todavía más riqueza del rancho. Pero su mujer, que era de salud delicada, murió sólo seis meses después de dar a luz a su primer hijo, una niña. Su abatido esposo nunca volvió a casarse y mimó a su hija Elena como el tesoro más preciado de su vida.
Por aquel entonces, en 1831, los americanos se expandían por todo el Oeste a través de Texas. La mayoría eran tramperos, hombres de montaña y aventureros. En un principio no había muchos, pero cada vez fueron llegando más; hombres impacientes a los que no les interesaba la belleza de la tierra. Los Peralta miraban con desprecio a aquellos americanos rudos, y Francisco le prohibió a Elena tratar con ellos.
Sin embargo, a uno de esos americanos, Duncan Sarratt, no le importaron las restricciones de Francisco. Cuando vio a la delicada Elena Peralta se enamoró. Y lo que fue peor todavía: Elena se enamoró también de él. Francisco amenazó a aquel americano e intentó intimidar a su hija, pero le había regalado a Elena demasiados años de amorosa indulgencia como para que ella se tomara sus amenazas en serio. Quería a Duncan y no le importaba nada más.
Finalmente, Francisco tuvo que ceder y aceptó el matrimonio. Nunca se arrepintió. Pronto comprendió que Duncan Sarratt era justo lo que Elena necesitaba para proteger su herencia. Aquel americano de ojos verdes era un hombre que sabía cómo luchar y proteger lo que consideraba suyo.
Francisco no vivió lo suficiente para ver nacer a sus nietos. Murió al año siguiente, en 1832, y Duncan Sarratt tomó el mando de las tierras de los Peralta. Y lo hizo de forma tan absoluta que llegó a ser conocido como el «Rey» Sarratt. Lo que siguió, con la misma facilidad que la noche sigue al día, fue que el alto valle comenzó a ser conocido como el Reino de Sarratt.
Un hijo, Jacob, y dos años más tarde, otro varón, Benjamín, nacieron para heredar el trono.
Los niños crecieron en la elegante casa de adobe que construyó su bisabuelo. Jugaban sobre sus frías baldosas de cerámica, se colgaban de los balcones que daban al patio, luchaban y se peleaban como dos cachorros de tigre, y aprendían a amar cada centímetro de aquel reino que sería suyo.
Pero en 1845 los americanos entraron en guerra con México. En un principio no afectó demasiado a los Sarratt, ya que estaban muy al norte. Pero una de las consecuencias de la guerra fue que México cedió a los Estados Unidos aquellas vastas y hermosas tierras que recibían el nombre de Territorio de Nuevo México. Con una firma al pie del documento de cesión, los Sarratt pasaron a vivir en suelo americano.
Los Estados Unidos no reconocieron las leyes y los derechos otorgados por el gobierno al que habían sustituido. Los viejos colonos españoles llevaban viviendo en sus tierras durante más de cien años y, de pronto, se encontraron con que sus hogares podían ser legalmente ocupados. Era posible conservar las tierras quedándose en ellas, pero la mayoría no lo sabía. Duncan Sarratt, que vivía en un relativo aislamiento en su gran valle, también lo ignoraba. Aunque en realidad no suponía ninguna diferencia; cualquiera que intentara arrebatarle a Sarratt su reino tendría que luchar a muerte por ello.
El sonido de un disparo despertó al muchacho. Con rapidez, se levantó de la cama y buscó los pantalones. Corría el año 1846 y tenía trece años, pero llevaba desempeñando el trabajo de un hombre en el rancho desde hacía casi dos. Fuera cual fuera el problema, su intención no era esconderse debajo de la cama como un niño.
Escuchó a gente correr, y se oyeron gritos tanto en la casa como en el patio. Podía oír la voz de su padre dando órdenes. El chico se calzó las botas y salió corriendo al pasillo, metiéndose la camisa de dormir dentro de los pantalones mientras avanzaba. No vio a su hermano menor, que acababa de salir de su propia habitación, y chocó con él.
—¿Qué pasa? —le preguntó el pequeño.
—No lo sé. —Siguió avanzando por el pasillo con su hermano pisándole los talones.
De pronto, escucharon en el piso inferior la explosión del disparo de un arma y se agacharon por instinto. Durante un instante sólo hubo silencio, y luego siguieron más tiros que hicieron eco contra los altos techos.
—¡Duncan! —Su madre, Elena, salió apresuradamente de la habitación que compartía con su padre. Un terror absoluto surgió de su garganta al llamar a gritos a su esposo, que estaba en la planta baja. Miró a sus hijos con desesperación y luego los atrajo hacia sí.
—Quedaos aquí —les ordenó.
Con trece años, el mayor ya era más alto que su madre.
—Voy a ir a ayudarle —le dijo, girándose para dirigirse a las escaleras.
—¡No! —Ella lo agarró del brazo—. ¡Quédate aquí! Te lo ordeno. Cuida de tu hermano mientras bajo a buscar a tu padre. Averiguaré qué está pasando y volveré para contártelo. ¡Prométemelo! ¡Prométeme que te quedarás aquí!
—Puedo cuidar de mí mismo. —El hijo más pequeño estiró la mandíbula. Era tan orgulloso como su hermano. Ella lo miró fijamente un segundo y le acarició el rostro con suavidad.
—Quedaos aquí —susurró antes de bajar corriendo las escaleras.
Nunca habían desobedecido una orden directa de su madre, así que se quedaron en el pasillo, nerviosos, sin saber lo que había ocurrido, y furiosos porque querían formar parte de ello. El estruendo de los disparos y el sonido del fuego de los rifles retumbaban por toda la casa. Abajo se oían maldiciones, ruido de pasos y de cristales rotos.
Entonces, un grito se distinguió entre el alboroto. Aumentó hasta convertirse en un aullido que luego se transformó en un llanto áspero y profundo.
Era su madre.
El mayor de los hermanos corrió hacia la escalera, pero un súbito sentido de precaución impidió que bajara por ella. Se tiró al suelo y asomó la cabeza entre las columnas de la barandilla tratando de ver qué estaba ocurriendo.
Un hombre yacía inerte en el vestíbulo de entrada. Desde donde estaba el niño, sólo resultaba visible la parte superior de su cuerpo. Pero, aunque le faltaba medio lado de la cara, el niño supo que se trataba de su padre. Una gélida sensación de incredulidad recorrió su espalda. Su madre se había arrojado sobre el cuerpo de su padre y seguía llorando de aquel modo tan desgarrador. Mientras el niño miraba, un hombre se agachó y agarró a Elena del brazo, apartándola del muerto. Al hacerlo, la luz de la lámpara le dio en la cara. El niño se quedó paralizado. Era Frank McLain, uno de los vaqueros de su padre.
—Id también a por los niños. —A pesar de que McLain hablaba en voz baja, el chico lo oyó—. Aseguraos de que mueran.
Elena gritó y se abalanzó sobre él, arañándole la cara. McLain maldijo, luego llevó un puño hacia atrás y la golpeó en un lado de la cabeza, tirándola al suelo.
—Id a por los niños —volvió a ordenar, inclinándose sobre la mujer.
El niño gateó hacia atrás y agarró a su hermano.
—¡Corre! —le susurró. Aquella casa era su hogar y conocían cada centímetro de ella. Conscientes de que el primer sitio en el que buscarían sería en sus habitaciones, se dirigieron al dormitorio de la parte trasera, la habitación de invitados, que tenía un balconcillo que daba al patio.
—Yo iré primero —susurró el mayor al tiempo que sacaba las piernas por un lado del balcón.
Se agarró a la barandilla de hierro negro deslizándose con cuidado hasta que quedó colgando por encima del suelo. Entonces se soltó. Había una caída de sólo dos metros y la había salvado muchas veces cuando jugaban. Aterrizó con la ligereza de un gato e inmediatamente se fundió con la oscuridad de los arbustos que crecían pegados a los muros. Se escuchó un golpe sordo, y su hermano se unió a él.
—¿Qué está pasando? —preguntó el pequeño.
—Papá ha muerto. Ha sido McLain. Tiene a mamá.
Todavía se escuchaban tiros esporádicos. La gente leal a Duncan Sarratt y a la familia Peralta estaban intentando contener el ataque. Los niños avanzaron muy despacio alrededor del muro permaneciendo en las sombras. Los rifles estaban en el estudio, donde se depositaban cuidadosamente cada día después de limpiarlos. Tenían que ir por ellos. El frío seguía abriéndose camino en el interior del mayor de los hermanos; tenía fija en la retina la imagen de su padre tirado en el suelo con la mitad de la cara destrozada.
Los gritos de Elena les llegaban a través del aire de la noche.
Avanzaron reptando hasta la puerta de la cocina. Dentro, los desgarradores lamentos de su madre sonaban más fuertes, hiriéndoles los oídos. Seguía en el vestíbulo, y también pudieron escuchar maldiciones pronunciadas entre dientes.
El mayor de los hermanos intuyó lo que estaba ocurriendo y el hielo corrió por su sangre. Se incorporó moviéndose con el sigilo de una joven pantera, vislumbró un brillo de acero sobre la mesa de la cocina y cerró automáticamente la mano alrededor de un largo cuchillo.
Los gritos se habían transformado ahora en gemidos, que cada vez sonaban más débiles. Cuando el niño entró en el vestíbulo, vio a McLain saliendo del cuerpo de Elena. Tenía los pantalones abiertos y caídos a la altura de las nalgas. Su pene encogido brillaba, húmedo, y todavía tenía la pistola en la mano. Con una sonrisa satisfecha, colocó el cañón en la cabeza de la mujer y apretó el gatillo.
Un bramido inhumano se ahogó en la garganta del chico, y arrojó el cuchillo con increíble precisión gracias a la práctica adquirida tras muchas horas de juego. McLain atisbo a ver sólo un movimiento entre las sombras y se inclinó ligeramente hacia un lado, lo que provocó que la hoja le atravesara el hombro en lugar del corazón. Gritó pidiendo ayuda y consiguió ponerse de pie justo cuando el peso del niño caía sobre él, arrojándolo de nuevo al suelo. Aquel impacto tan brusco le hizo gritar de dolor, y se rozó el trasero desnudo contra el frío suelo. El niño lanzó una cuchillada repentina, y la hoja ensangrentada se deslizó con fuerza hacia abajo, hacia las partes íntimas que el hombre tenía expuestas. McLain gritó y trató de apartarse. El movimiento de su cuerpo esquivó el cuchillo lo suficiente como para que le hiciera un agujero poco profundo en la parte superior del muslo. Con un gruñido animal, el niño retiró la hoja y volvió a intentarlo, esta vez precisando más el movimiento del brazo. El cuchillo brilló con plata y escarlata, y entonces McLain conoció una agonía abrasadora y asfixiante cuando el acero le cortó el escroto.
Chilló, loco de dolor y de miedo, y trató de dar una patada a pesar de tener las piernas enredadas en los pantalones bajados. Nunca antes había conocido el terror, pero ahora le coagulaba la sangre. No podía dejar de chillar como un cerdo mientras trataba de evitar aquel cuchillo desgarrador. Bajo la luz parpadeante apenas podía vislumbrar el rostro del niño, que parecía un salvaje.
—Te castraré y te obligaré a comer tu maldita carne —susurró el chico con rabia sorda. McLain lo escuchó por encima incluso de sus propios gritos histéricos.
Un disparo los ensordeció y el niño se precipitó de golpe hacia un lado. El cuchillo cayó al suelo, pero no habían abatido al muchacho. Se tambaleó torpemente en dirección a la cocina, y el otro chico, el pequeño, se apresuró a acercarse para ayudarlo.
—¡Matadlos! —bramó McLain sujetándose los testículos ensangrentados con ambas manos—. ¡Matad a esos pequeños bastardos!
Rodó por el suelo con los pantalones todavía a la altura de las rodillas y con el odio hacia aquel cachorro de Sarratt atravesado de tal manera en la garganta que a punto estuvo de ahogarse. Gimió, demasiado aterrorizado como para mover las manos y ver el daño que le había provocado el cuchillo. Pero la sangre se le escurría entre las manos, y se dio cuenta de que podría desangrarse hasta morir. Sin dejar de gemir, temblando, alzó una mano ensangrentada y gritó aterrorizado. Todavía tenía el pene en su sitio, pero la parte izquierda de su escroto era un auténtico destrozo. No sabía si había perdido el testículo izquierdo o no. ¡Aquel bastardo había estado a punto de castrarlo! Borraría de la faz de la tierra a los Sarratt, despellejaría a aquel niño y lo arrojaría a los buitres. Pero mientras pensaba en todas las cosas que quería hacer, McLain supo que nunca olvidaría aquel terror paralizante, el dolor y la humillación de rodar por el suelo con los pantalones bajados mientras aquel cuchillo le rajaba.
Los niños estaban tumbados en la pequeña cueva que habían descubierto cinco años atrás, en el extremo norte del Reino de Sarratt. Un opresivo dolor en el pecho se había apoderado del hermano mayor, sacudiéndolo, obligándolo a apretar los dientes en un intento de reprimir los gemidos. Su hermano pequeño yacía a su lado muy quieto, demasiado quieto. Jacob gimió por el esfuerzo que le supuso levantar el brazo y colocar la mano sobre el pecho de su hermano para sentir cómo subía y bajaba al respirar.
—No te mueras —susurró en la fría oscuridad, aunque sabía que Benjamín estaba inconsciente—. No te mueras. Todavía no. Tenemos que matar a McLain.
Su hermano pequeño había recibido una bala en el costado izquierdo. El mayor no sabía cómo habían conseguido escapar, pero habían reptado como animales heridos hacia la oscuridad. Él mismo tenía dos heridas, una en el muslo derecho y otra en la cintura. La sangre le empapaba la camisa y los pantalones, y sentía cómo se iba debilitando por el dolor y la pérdida de sangre.
De pronto, fue vagamente consciente de que podrían morir allí.
—No —dijo en voz alta, volviendo a tocar el cuerpo inmóvil de su hermano—. Pase lo que pase, tenemos que atrapar a McLain. Pase lo que pase. Lo juro.
* * *