Capítulo 19
JAKE y Carmita llevaron las cosas de Victoria de regreso a su habitación. Él no esperaba que su esposa lo hiciera; era consciente de que su situación, lejos de mejorar, sólo había alcanzado una tregua. Ella lo aceptaba en la cama, pero durante el día se mostraba reservada, con los ojos todavía fríos, y Jake sabía que no lo había perdonado. Aunque, por el momento, era suficiente con que hubiera regresado al lugar al que pertenecía.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Ben al día siguiente.
Jake se lo contó escuetamente.
Su hermano sacudió la cabeza.
—Maldita sea. No entiendo a las mujeres. Cuando esperas algo, hacen justo lo contrario, incluso cuando esperas lo contrario de lo que pensaste en un principio.
Jake sonrió con solidaridad. Ben no había llegado a ninguna parte con Emma.
—¿Vas a rendirte?
—Debería hacerlo. —Hizo una pausa—. Sí, supongo que me rindo. Las chicas de salón son menos complicadas que las damas. Iré a Santa Fe antes de que llegue el invierno y me divertiré un rato.
Garnet había vuelto a Santa Fe tratando de no llamar la atención y vigilando su espalda. En cualquier caso, todavía tendría que esperar para llevar a cabo sus planes. El invierno se acercaba muy deprisa, y la primavera sería mejor momento para atacar a los Sarratt. Se había separado de Bullfrog varias semanas atrás; el pistolero sería el encargado de reunir un grupo de forajidos antes de volver a encontrarse a finales de febrero. El antiguo capataz se sentía mejor con Bullfrog lejos; no confiaba en que aquel malnacido no le metiera una bala en la espalda y siguiera adelante con los planes.
Siempre ocupaba la mesa más cercana a la puerta de atrás del salón al que iba todas las noches; nunca se sabía cuándo sería necesario salir huyendo. Estaba sentado en esa misma mesa cuando un hombre alto de pelo oscuro entró con paso sereno y se dirigió hacia la barra. La gastada pistola que llevaba colgando en la cadera hablaba de su facilidad para utilizar aquella pesada arma, al igual que su paso lento y confiado. No estaba alardeando, sólo los jóvenes de sangre caliente que necesitaban forjarse una reputación tenían la necesidad de hacer algo así, o de marcar nuevas muescas en sus armas. Aquel hombre caminaba como si supiera que podría enfrentarse a cualquier cosa que se le cruzara en el camino, y había algo en él que le resultaba extrañamente familiar.
Garnet observó con detenimiento la cara del desconocido y sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Durante un instante pensó que aquel hombre era Jake Sarratt, aunque enseguida se dio cuenta de su error. Sin embargo, el parecido resultaba asombroso... y aterrador.
Una chica de cabellos oscuros y demasiado maquillada que trabajaba en el salón recorrió con ojos expertos la alta figura del desconocido, y pareció cobrar vida. Sin dudarlo, se acercó coquetamente a él batiendo las pestañas y desrizándole una mano por el muslo. Él la miró con una sonrisa y asintió con la cabeza.
La pareja se dirigió a la escalera y Garnet inclinó la cabeza con rapidez para que el sombrero le ocultara la mayor parte del rostro. Estaba tan cerca de ellos que escuchó cómo el desconocido le preguntaba a la muchacha su nombre.
La voz también le resultaba familiar. Era tan parecido a Jake Sarratt que... Sí, debía tratarse del hermano. Una euforia salvaje lo atravesó. Podría tirar la puerta abajo de la habitación que ocupara la pareja y meterle una bala a aquel hijo de perra antes de que se enterara. Lo único que mantenía a Garnet en su silla era la posibilidad de que Jake Sarratt anduviera por allí.
De cualquier forma, ¿dónde había visto a aquel tipo antes?
Entonces se acordó y palideció aún más. Cuando Garnet lo conoció tenía barba, pero no había duda de que se trataba de Tanner, el pistolero que había aparecido pocos días antes del ataque al rancho y que no tardó en largarse. Y su verdadero nombre no era Tanner, sino Sarratt.
Garnet echó un vistazo al salón y, aunque no vio a nadie conocido, no se confió en absoluto. Los Sarratt habían contratado a muchos hombres nuevos; podía estar rodeado de ellos en aquel momento sin saberlo.
De ninguna manera subiría aquellas escaleras. Ya habría otro momento, y una oportunidad mejor.
Con cuidado de no llamar la atención de nadie, se levantó de la mesa y salió por la puerta de atrás. Una vez estuvo en el hediondo callejón, comenzó a correr, se resbaló y estuvo a punto de caerse de bruces, pero lo impidió en el último momento aterrizando con las manos en algo blando que desprendía un hedor insoportable. Garnet se levantó, maldijo con violencia y se limpió las manos lo mejor que pudo pasándolas por la rugosa pared del edificio. Aquél era un agravio más que les debía a los malditos Sarratt.
Esperó a haber bajado un buen tramo de calle antes de lavarse las manos en un abrevadero para caballos, y luego se dirigió a toda prisa a la cuadra donde dormía. No era más que una pequeña construcción adosada a un establo, y las paredes estaban hechas de tablones a medio terminar clavados sobre unos troncos. Los agujeros entre ellos eran lo suficientemente grandes para disparar a través de ellos, y aquella noche había comenzado a helar. Tenía que encontrar algo mejor enseguida.
Compartía la cuadra con Quinzy, que ya estaba enrollado en su manta y roncando como un jabalí.
—¡Quinzy, levanta! —le espetó dándole una patada con la bota—. Uno de los malditos Sarratt está en la ciudad. Y tal vez el otro también ande por aquí.
Quinzy se incorporó sin mascullar ni frotarse los ojos, como hacían la mayoría de los hombres.
—¿Se trata de Jake?
—No. Es el hermano pequeño; no recuerdo su nombre de pila. Es ese hijo de perra que llegó al rancho diciendo que se llamaba Tanner y que se marchó enseguida. Supongo que iría a hablar con Jake sobre el ataque. ¡Esos malditos bastardos lo planearon todo delante de nuestras propias narices!
Quinzy guardó silencio. El último plan de Garnet era una estupidez y no parecía dispuesto a echarse atrás. Tenía metido en la cabeza que la muchacha era suya, y que tenía derechos sobre el rancho. A su parecer, estaba casi tan loco como McLain. Había seguido con el antiguo capataz por costumbre, pero había llegado el momento de dejarlo atrás.
—No voy a regresar al valle del reino contigo, Garnet —afirmó—. He oído decir que la tierra que hay más arriba de Snake es un buen lugar para vivir tranquilo. Creo que iré hasta allí. Hace veinte años estaba dispuesto a encargarme de los Sarratt o de quien hiciera falta; ahora soy veinte años más viejo y veinte años más lento. Es hora de pensar en retirarme.
—Odio oírte decir que no vas a venir conmigo, Quinzy —le aseguró Garnet—. Llevamos mucho tiempo juntos, pero un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer.
—Me alegro de que lo entiendas. Saldrá mañana a primera hora, antes de que nadie pueda verme. Prefiero no arriesgarme con los hombres de los Sarratt.
Sin decir más, Quinzy se dio la vuelta en la manta y escuchó cómo Garnet hacía lo mismo. Al cabo de unos instantes, Quinzy volvió a roncar. No tuvo oportunidad de escuchar el sonido del percutor moviéndose hacia atrás. Quizás oyera el ruido del disparo, pero, aunque hubiera sido así, era demasiado tarde para reaccionar. La bala de Garnet le atravesó el cráneo por detrás, salpicando de sangre una buena porción de la pared delantera.
Garnet recogió sus cosas y se puso en marcha. No había muchas posibilidades de que en aquella parte de la ciudad investigaran un único disparo, sin embargo, era mejor largarse.
—Como te decía, un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer —dijo en voz baja mirando al cadáver—. Si no estás conmigo, estás contra mí.
El invierno trajo consigo la nieve. La frágil capa que apenas cubría el suelo daba idea del frío que iba a llegar. Aquella mañana, cuando Victoria se levantó de la cama para mirar por la ventana el blanco paisaje, sintió moverse a su hijo por primera vez. Se quedó muy quieta apretando la mano contra la parte inferior del abdomen, esperando que volviera a suceder.
Jake levantó la vista mientras metía los pies en las botas y se dio cuenta de su inmovilidad.
—¿Qué ocurre?
—El bebé se ha movido —respondió ella en voz muy baja.
Jake fue de inmediato a su lado. Victoria sólo llevaba puesta una combinación, y sintió una renovada oleada de deseo al mirarla.
Despacio y con infinita suavidad, la rodeó con los brazos, puso las manos sobre su vientre e hizo que apoyara la espalda sobre su poderoso pecho. Se quedaron quietos y finalmente volvió a suceder; fue un revoloteo tan débil que Jake apenas lo percibió. Contuvo la respiración y el corazón le latió con fuerza ante aquella evidencia de vida. Hasta el momento, el embarazo sólo se había manifestado en una serie de síntomas, en su mayoría desagradables para Victoria. Pero aquello era diferente; era la vida.
La joven se dejó llevar por el dulce momento y se apoyó aún más en el amplio pecho de Jake, consciente de que no traería nada bueno alargar la distancia entre ellos. Él le hacía el amor con una sensualidad abrasadora que se volvía más intensa con el paso del tiempo en lugar de disminuir. No había parte de su cuerpo que no hubiera experimentado sus caricias, y parecía como si el embarazo la hubiera vuelto más receptiva. Pero la alegre armonía que habían compartido antes de la pelea no regresó.
Victoria, a pesar de todo lo ocurrido, seguía amándole; no hubiera podido herirla tan profundamente de no ser así. Estaba segura de que Jake sentía algo por ella, aunque, al fin y al cabo, estaba esperando un hijo suyo, así qué, ¿por qué no iba a sentir algo de preocupación? Y a él le gustaba acostarse con ella, eso no había cambiado. Pero, en todo ese tiempo, no había surgido ni una sola palabra de amor de los firmes y duros labios masculinos.
La joven todavía estaba resentida por la falta de confianza de su esposo en ella. A pesar de la muerte de McLain, Jake no había podido superar el odio con el que cargaba desde hacía veinte años. A veces, a Victoria le parecía sentir la presencia del comandante en la casa junto con los fantasmas de los padres de Jake, manteniendo vivo el odio.
Lo mejor sería que se marchara después de dar a luz. No quería que su hijo creciera rodeado de odio; quería que se criara feliz, en una casa sin sombras. Pero ¿dónde iría? ¿Cómo lo haría? Y además, ni Emma ni Celia querrían acompañarla. Emma podría observar a Ben con ojos llenos de tristeza cuando no la estaba mirando, pero el rancho se había convertido en el hogar de su prima. No querría marcharse y dejar a Ben, aunque últimamente parecía que él había perdido interés.
Celia había madurado dejando atrás con rapidez sus maneras alocadas de jovencita. Estaba más tranquila, más serena, más pensativa. Ahora se peinaba con regularidad y llevaba los vestidos limpios, e incluso caminaba en lugar de saltar. Seguía pasando mucho tiempo cantándole a Rubio y tratando de hacerse amiga del caballo, pero ya no parecía obsesionada con aquel asunto. No, Celia no querría marcharse.
Jake la giró entre sus brazos, interrumpiendo sus pensamientos, y le cubrió los senos con las manos. Victoria alzó la vista para mirarlo con expresión grave. Él le devolvió la mirada dejando sus intenciones claras. Acababa de terminar de vestirse, pero se quitó la ropa con la misma facilidad con la que se la había puesto. Volvió a llevarla a la cama y transcurrió una hora más antes de que salieran de la habitación.
Los meses de invierno llegaron vengativos, con más frío cortante que nieve, aunque había suficiente de las dos cosas. El embarazo de Victoria se hizo más que patente, y le cambió el humor; se volvió más calmada y un tanto soñadora, al mismo tiempo que se preocupaba cada vez más por los cambios que experimentaba su cuerpo. Todo se escapaba a su control y se cansaba con facilidad. Aunque, al menos, las molestias de la mañana habían desaparecido y se sentía de maravilla.
Pensaba que, a medida que fuera engordando, la pasión que Jake sentía por ella disminuiría. Sin embargo, no fue así; la trataba cada vez con más cuidado y le hacía el amor en diversas posesiones evitando cargar su peso sobre ella, pero parecía encontrarla tan deseable como siempre.
A mediados de diciembre, Angelina dio a luz. La joven llevaba más de una hora de doloroso parto antes de que alguno de los hombres prestara atención a los gritos que salían de su pequeño y desordenado cuarto. Ni Carmita ni Lola parecían muy dispuestas a atender a la mujer. Victoria, en cambio, sintió compasión por la apremiante situación de Angelina, quizás impulsada por el hecho de que ella pronto se encontraría en la misma situación. Fuera cual fuera la razón, se cubrió con su chal más grueso y cruzó el patio en dirección a las barracas. Al verla, Carmita levantó los brazos en señal de exasperación y la siguió.
Angelina giró la cabeza sobre la almohada sucia cuando Victoria entró en su habitación. Apretó los dientes en lo que pretendía ser su habitual sonrisa insolente y sus labios dibujaron una mueca.
—¡Vaya! ¿Quiere ver cómo será cuando le toque a usted?
La falta de la limpieza de la habitación resultaba desoladora. Había una pequeña chimenea, pero el fuego se había apagado y la muchacha no había sido capaz de volver a encenderla, así que el cuarto estaba congelado. Y a pesar de ello, el sudor resbaló por el pálido rostro de Angelina cuando le sobrevino otra contracción.
—Deprisa, encended el fuego —ordenó Victoria. Ella misma no estaba muy segura de qué había que hacer, pero la limpieza y el calor le parecieron un buen comienzo. Con ayuda de Carmita, se las arregló para conseguir sábanas limpias para la cama, aunque el colchón que había debajo estaba mugriento. El ama de llaves tenía cierta experiencia en partos y tomó las riendas con el agradecimiento de Victoria. La sucia combinación que llevaba Angelina fue sustituida por un amplio camisón de Carmita, que fue la única prenda que encontraron en la que cupieran los voluminosos senos de Angelina.
La joven estuvo de parto toda la tarde. Sus preciosos ojos negros aparecían hundidos en su cara y tenía los labios resecos y llenos de sangre de tanto mordérselos.
Jake llamó a la puerta y, cuando Victoria le abrió, la sacó al exterior y la arropó con la gruesa chaqueta de piel de cordero que llevaba.
—Deja que se encargue Carmita —gruñó estrechándola contra sí para darle calor—. No tienes por qué estar ahí.
El frío viento se introdujo a través de las faldas de Victoria, y su aliento se convirtió en vaho.
—Si estuviera en su lugar, me gustaría contar con toda la ayuda que pudieran darme. —Se apoyó contra el musculoso cuerpo de Jake y su hijo se movió con fuerza dentro de ella—. Creo que no resistirá —susurró, extrañamente desconsolada. No era sólo porque ella misma se enfrentaría al parto en pocos meses, sino porque Angelina estaba muy sola y moriría sin el cariño de nadie.
Si Angelina iba a morir, Jake no quería que Victoria estuviera allí presenciándolo. Trató de convencerla para llevarla a la casa, pero ella se negó a moverse.
—¿Cómo voy a esperar yo la ayuda de nadie si no se la ofrezco a Angelina, ahora que todavía puedo? —preguntó con voz quebrada alzando su pálido rostro hacia él.
—Tu situación es distinta. Tú tienes familia.
—Angelina está sola en el mundo. Tengo que volver —susurró acariciando los firmes y masculinos labios con los dedos. Era la primera vez que lo tocaba voluntariamente fuera de la cama desde el día que le dijo que estaba embarazada. Aquel leve roce se abrió camino hasta el alma de Jake, haciendo que se estremeciera violentamente. Con una ternura conmovedora, tomó la frágil mano entre las suyas y le apretó la palma contra su fría y áspera mejilla.
—¿Mando a Emma para que ayude? —dijo con voz ronca. Apenas podía hablar.
—No. —Victoria sonrió con tristeza—. No está casada. No serviría de nada. Pero tal vez, si Lola quisiera venir... Pídeselo, pero no se lo ordenes. Que decida ella.
Jake la dejó volver a la pequeña y sucia habitación que desprendía un penetrante olor a sangre caliente y deseó que su esposa se sintiera menos responsable como señora de la casa.
Lola llegó a los pocos minutos y les dijo que había preparado algo de comida para ellas. Carmita se marchó con la intención de cenar algo rápido; sin embargo, Victoria no se veía con fuerzas para comer nada en aquel momento. Estaba cansada y tenía el estómago algo revuelto.
—Debería comer algo. Yo lo haría si pudiera. —La voz de Angelina, que llevaba más de una hora tumbada con los ojos cerrados, llegó desde la cama con sorprendente fuerza.
—No tengo hambre —le aseguró Victoria humedeciendo con una esponja el rostro de la joven. Durante un tiempo las contracciones fueron casi constantes, pero ahora eran un poco más espaciadas.
Fue la última vez que Angelina habló. Cerca de la medianoche dio a luz a una niña gordita con un manojo de rizos negros como los de su madre y el cordón umbilical enredado alrededor del cuello azulado. Victoria envolvió el pequeño cuerpecito en una toalla con el corazón destrozado.
No pudieron detener la hemorragia de Angelina, que se encontraba demasiado agotada para luchar. No recuperó la conciencia y nunca supo que su hija había muerto mientras intentaba nacer. Unas horas más tarde, ella también murió.
Carmita y Lola se encargaron de preparar los cuerpos para el entierro y se negaron a permitir que Victoria las ayudara. La enviaron de regreso a casa, encogida y triste. Su propio hijo le daba alegres patadas en el vientre, haciéndole saber que se encontraba bien.
Para su sorpresa, al entrar se encontró con la preocupada mirada de Jake, que estaba sentado en la cocina frente a una taza de café que ya no humeaba.
—Han muerto las dos —anunció Victoria con voz átona.
Jake se puso de pie y la cogió en brazos. Mientras la llevaba a su dormitorio, ella se aferró a su camisa y lloró lágrimas calientes contra su hombro.
Ni la vida ni la naturaleza detuvieron su curso. El trabajo en el rancho continuó y el embarazo de Victoria siguió con normalidad. Cada día se encontraba más pesada, le costaba trabajo andar y el aumento de peso la desequilibraba. Ahora, cuando se acariciaba el vientre durante los movimientos más bruscos del bebé, podía discernir un pie del codo o la mano de una rodilla.
—Dios —exclamó Jake una noche, sorprendido por la fuerza con la que le había golpeado la mano un piececito—. Parecen dos gatos salvajes peleándose por salir del interior de un saco.
—Gracias, qué tranquilizador.
Él sonrió y continuó acariciándole perezosamente el vientre.
—¿Crees que podrían ser dos?
—No. He contado una cabeza, dos pies, dos rodillas, dos codos y dos manos. Esté en la posición que esté, hay sólo un bebé.
Jake se sintió aliviado. La idea de imaginársela de parto con un solo bebé ya era suficientemente aterradora.
A finales de enero, Celia robó una manzana del almacén y se la llevó a Rubio. Era una mañana preciosa, fría y seca. Unos cuantos centímetros de nieve cubrían el suelo, pero no había nubes en el cielo. La sangre le corría alegremente por las venas; tal vez, sólo tal vez, Luis podría reunirse con ella en su rincón secreto del altillo. Era más difícil encontrar intimidad ahora que el invierno mantenía a los hombres cerca de la casa. Cuando llegara la primavera, pensó, Luis y ella cabalgarían a un lugar oculto y pasarían el día entero haciendo el amor.
Rubio estaba haciendo cabriolas en el corral, relinchando y sacudiendo la cabeza como si estuviera disfrutando del ejercicio. Respiraba agitadamente, brincaba como un potro, y su pelo rojo brillaba como caoba pulida bajo la brillante luz del sol.
Celia se subió a la valla, satisfecha con sólo mirarlo. Rara vez se mostraba tan juguetón, así que no trató de persuadirlo para que cogiera la manzana. Pronto se cansaría de brincar y se acercaría a ella en busca de la golosina. Hacía semanas que no intentaba morderla y ya no se asustaba cuando le daba palmaditas en su cuello esbelto y musculoso.
Era muy hermoso, pensó, hermoso de la misma manera que lo era Luis. Ambos eran ejemplares magníficos y peligrosos.
Luis. Celia se estremeció. Con sólo evocar su nombre se volvía suave y cálida por dentro, como le ocurría cuando hacían el amor. Sentía un hormigueo en los senos, y pensaba en su boca sobre ellos.
Se hallaba tan ensimismada que la manzana resbaló de su mano y cayó al suelo. Se puso de rodillas para recogerla a través de la valla, pero estaba a más de un metro de las yemas de sus dedos. Rubio estaba al fondo del recinto, con su orgullosa cabeza levantada. No pasaría nada, se dijo Celia, y se subió a la valla.
Los penetrantes relinchos de un caballo enloquecido llegaron incluso hasta el interior de la casa, junto con el sonido de hombres corriendo. De pronto se oyó un grito, sólo uno, pero atravesó el corazón de Victoria.
Temiéndose lo peor, la joven empezó a correr.
—¡Victoria, no! —Emma la tenía agarrada del brazo, pero Victoria la apartó a un lado y siguió corriendo. Ni siquiera fue consciente de la torpeza de su cuerpo mientras sus pies volaban sobre la nieve—. ¡Celia! —gritó. No hubo respuesta.
En el corral, Jake y un puñado de hombres a caballo habían lanzado varias cuerdas sobre la cabeza de Rubio y luchaban por detenerlo. Cuando consiguieron dominarlo, Jake corrió hacia un pequeño bulto arrugado que estaba en un rincón. Al hincar la rodilla en el suelo, vio a Victoria corriendo hacia ellos. Su rostro era una máscara pálida.
—¡Sujétala, Ben! —le gritó.
Ben corrió y la interceptó antes de que pudiera alcanzar el corral. La sujetó rodeándola con los brazos por detrás, apretándolos con cuidado bajo sus senos. Ella pateó y lo empujó tratando inútilmente de liberarse.
—¡Suéltame! —suplicó luchando entre sus brazos. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. ¡Celia, Celia!
Jake se movió tratando de impedir con su cuerpo que Victoria viera a Celia, pero aun así, ella podía ver su chal azul, cubierto ahora de fango.
El triángulo de su falda. El blanco revuelo de las enaguas. Un zapato tirado sobre la nieve. Un mechón de cabello rubio flotando al viento. Y mucho rojo. Celia no llevaba puesto nada rojo.
—Traed una manta —ordenó Jake con aspereza por encima del hombro.
Victoria se retorció, todavía tratando de soltarse. Ben intentaba tranquilizarla con palabras que no tenían ningún sentido para ella, y Emma permanecía completamente inmóvil a su izquierda con las manos apretadas contra la boca como si quisiera contener sus propios gritos. Sus ojos eran dos ascuas oscuras en su rostro sin color.
Trajeron la manta y Jake la colocó sobre el pequeño bulto.
Luis apareció de pronto al galope; su rostro enjuto aparecía cubierto por una expresión austera. Sin decir una palabra, desmontó y se subió a la valla.
Cuando Jake comenzó a levantar a Celia, Luis se lo impidió.
—Yo la llevaré. —Tenía la voz tirante—. Tú ocúpate de tu mujer, que yo me ocuparé de la mía.
Jake le dirigió una mirada penetrante y vio lo que estaba grabado en los ojos de Luis. Volvió a mirar el cuerpo destrozado de Celia y le acarició la mejilla ensangrentada con delicadeza. Después se levantó dejando a Celia con el hombre que la había amado y se dirigió hacia Victoria.
Ella ya no luchaba y permanecía inmóvil entre los brazos de Ben. Los ojos eran el único punto de color en su rostro y ni siquiera llevaba puesto un chal.
Ben la soltó y ella se mantuvo en pie con el cuerpo rígido. Buscó los ojos de Jake para encontrar alguna señal de esperanza y no vio nada. Aun así, tenía que preguntarlo, tenía que escucharlo.
—¿Está viva?
Jake deseaba cogerla en brazos, llevarla a la casa y hacer que se tumbara antes de darle la mala noticia, sin embargo, sabía que Victoria no se marcharía de allí hasta saberlo.
—No —dijo.
Victoria se tambaleó y él corrió a sujetarla, pero al instante la joven irguió la espalda y alzó la barbilla.
—Metedla en casa, por favor —les pidió con voz quebradiza aunque controlada, como si temiera derrumbarse si perdía el poco control que le quedaba—. Necesita... Necesita asearse.
Luis alzó el cuerpo inerte entre sus brazos y lo levó a la casa con el rostro rígido, mientras el viento jugaba con el pelo de Celia y acariciaba el brazo y la mejilla. Victoria y Emma iban tras él, con los hombros hacia atrás a pesar de su extremo sufrimiento. Jake y Ben las seguían observando aquellas espaldas esbeltas e inflexibles.
Jake deseaba abrazar a Victoria y darle todo el consuelo que pudiera, pero se contuvo sabiendo que el consuelo la debilitaría, y que en aquellos instantes necesitaba toda la fuerza que fuera capaz de reunir.
Carmita y Lola sollozaban suavemente en sus delantales, y Juana se tapaba la boca con la mano.
—Necesitamos agua, por favor —dijo Victoria suavemente mientras dirigía a Luis escaleras arriba.
El pistolero colocó a Celia en la cama, se arrodilló a su lado y enrolló suavemente un brillante mechón de pelo alrededor de su dedo. La manta le cubría el rostro, pero el cabello estaba esparcido por la almohada.
—Te amo —susurró a la muchacha inmóvil. No hubo respuesta, y su corazón se rompió en mil pedazos.
Victoria le puso una mano en el hombro. No había sabido nada hasta aquel momento, pero ahora se daba cuenta de que tendría que haberlo imaginado. Celia había cambiado tanto desde que conoció a Luis...
—Estoy segura de que ella también te amaba. La hiciste feliz.
Luis tragó saliva y se llevó su pelo a la cara. Todavía retenía el olor de Celia.
—Éramos amantes —dijo con voz quebrada—. Nunca sentí que fuera algo malo.
—No lo era. —Lo creía firmemente aunque iba en contra de todo lo que siempre le habían enseñado. Aquella tierra salvaje la había cambiado. Cuando puso el pie por primera vez en aquel territorio su vida estaba gobernada por lo que la sociedad consideraba correcto o incorrecto, pero la corrección dejaba de importar cuando se medía con el amor.
Y no era otra cosa que amor lo que había hecho que Celia madurara y saciara su sed de belleza y felicidad en Luis.
Todavía sollozando, Carmita llegó con el agua.
—Si quiere, yo lavaré a la señorita —se ofreció.
—Gracias, pero lo haremos Emma y yo —respondió Victoria con amabilidad. Sería lo último que podrían hacer por Celia.
Jake se llevó a Luis con él, y Ben se ocupó del sepelio. Victoria y Emma cortaron con delicadeza la destrozada ropa de Celia y comenzaron a quitarle el barro y la sangre de su blanco cuerpo. Las afiladas pezuñas de Rubio habían abierto numerosos y profundos cortes en su espalda, lo que indicaba que se había cubierto la cabeza con las manos en un inútil esfuerzo por protegerse. La parte de atrás del cráneo estaba hundida en el lugar donde había recibido el golpe letal; sin embargo, su rostro permanecía intacto a excepción de un pequeño rasguño en la frente. Le lavaron el cabello y se lo secaron cepillándolo. Tenía los ojos cerrados, como una niña dormida, y sus largas pestañas descansaban sobre sus pómulos de mármol blanco. Al mirarla allí tumbada en la cama mientras la vestían con su ropa favorita, Victoria pensó que parecía a punto de despertar, pero la esencia de Celia había desaparecido.
Victoria no durmió en toda la noche. Jake insistió en que se fuera a la cama, así que se acurrucó entre sus brazos con los ojos abiertos y ardiendo. Había llorado, pero las lágrimas no le habían proporcionado ninguna sensación de alivio, y ahora ya no podía llorar. Un dolor, profundo e inconsolable, le atravesaba el corazón. No sabía cómo enfrentarse a la muerte de su hermana. Celia había iluminado su vida desde que nació y ahora todo parecía oscuro y aterrador.
De repente, el bebé se movió y Victoria puso una mano sobre su vientre.
—Estaba deseando que naciera el bebé. Ahora nunca lo conocerá.
Jake tampoco había dormido. Era demasiado consciente del sufrimiento de Victoria y de su propia y dolorosa sensación de pérdida. Ya no habría más conversaciones sobre montar a horcajadas ni sobre el sexo de los cachorros, ni más pequeñas revoluciones cada vez que ella abría la boca, ni más búsqueda de cosas que había escondido en los lugares más extraños.
—Si es una niña, ¿quieres que le pongamos Celia? —No había dejado de abrazar a Victoria en toda la noche ni pretendía hacerlo.
—No podría. Todavía no —contestó ella con voz rota.
Una hora más tarde volvió a hablar.
—Estaba muy guapa, ¿verdad?
—Parecía un ángel.
—Tendremos que cuidar de su gatito.
El amanecer fue un milagro de colores: oro, rojo y rosa se mezclaban en un cielo azul pálido. A Celia le habría fascinado. Victoria miró al cielo a través de la ventana y pensó en todos los amaneceres que a partir de ahora se apreciarían menos, sin que Celia estuviera allí para contemplarlos. Se levantó y se vistió. No tenía vestidos negros, pero allí no parecía algo tan importante como lo había sido en Augusta. El luto estaba en el corazón, no en la ropa.
Se recogió el cabello en un moño descuidado y Jake le abrochó el vestido.
—Quiero ver a ese caballo muerto —dijo con voz firme mirando otra vez por la ventana.
Jake conocía el deseo de venganza; sabía que podía quemar y supurar.
—No es más que un animal, Victoria. Le habíamos advertido una y otra vez que tuviera cuidado con él. —Se pegó a su espalda y puso las manos sobre sus hombros tratando de consolarla.
—Tiene los instintos de un asesino. Mató a uno de los vaqueros mexicanos después de que tú te marcharas aquella vez, ¿lo sabías? Tendríamos que haberle disparado entonces.
Jake tenía planes para el semental. Quería crear una ganadería de caballos grandes, fuertes y rápidos, que tuvieran la impresionante mezcla de velocidad y fuerza de Rubio. Sophie ya estaba esperando un potro, y pensaba comprar otras yeguas lo suficientemente buenas como para aparearse con el semental. Sentía un opresivo dolor en el corazón, pero matar al animal no les devolvería a Celia.
Sin embargo, tal vez fuera necesario sacrificarlo. Si nadie podía trabajar con él sin temer por su vida, no había elección.
—No voy a ordenar que lo maten. —El cuerpo de Victoria se puso aún más rígido y Jake la giró para obligarla a mirarlo—. Todavía no. No he dicho que no vaya a hacerlo. Sólo digo que esperaré un tiempo antes de hacer algo que no tenga marcha atrás.
—Lo de Celia no tiene marcha atrás. ¿Es que ese maldito caballo vale más que ella?
—No, maldita sea, pero sacrificarlo tampoco nos la devolverá.
—Al menos así conseguiríamos algo.
—¿El qué?
—Que yo no tenga que mirar hacia el establo y saber que él está ahí, a salvo, caliente y bien alimentado mientras mi hermana está en su tumba.
Enterraron a Celia con la luz del sol brillando sobre su ataúd. La pálida madera resplandecía con un brillo dorado muy parecido al de su cabello.
* * *