Capítulo 6
VICTORIA se disculpó y fue en busca del lavabo de señoras. Necesitaba escapar un instante de las sonrisas y las conversaciones intrascendentes, y de la inesperada y tormentosa cercanía de los soldados con uniformes azules. No tenía mucho sentido, ya que la guerra había terminado hacía más de un año y estaba acostumbrada a verlos en las calles de Augusta. Pero nunca antes se había visto obligada a socializar con soldados de la Unión. No los odiaba ni se sentía amargada como les ocurría a muchos sureños, sin embargo, cuando el primer oficial de la Unión se inclinó para besarle la mano, sintió miedo, como si todavía fueran enemigos. Y los soldados tampoco hicieron mucho por calmar sus destrozados nervios.
Había utilizado un gran control para sobrevivir a aquella velada. No se había permitido pensar en el agujero del pecho de Pledger, ni en su cuerpo inerte tirado en suelo. No quiso recordar las cosas tan horribles que había dicho ni la sonrisa escalofriante de Jake. Y por encima de todo, había bloqueado los ardientes e inquietantes momentos que había pasado en sus brazos. Aquello no tendría que haber pasado ni volvería a suceder jamás. Tenía que olvidarlo para siempre.
El pasillo estaba vacío y, aunque había dos lamparillas encendidas en atención a los invitados, tan sólo ofrecían una luz mortecina, absorbida por los ricos y oscuros dibujos del papel pintado de la pared y de la alfombra. Pensó con nostalgia en las sencillas paredes blancas y las líneas claras y sobrias de la hacienda. Si disfrutara de su matrimonio la mitad de lo que disfrutaba de la casa, sería sin duda muy feliz.
El lavabo estaba en la parte de atrás de la casa. Cuando atravesó una puerta abierta, una figura grande y oscura llenó todo el espacio. Victoria se sobresaltó pero no sintió miedo, creyendo que se trataba de otra invitada. Sólo se asustó cuando un brazo surgió de las sombras y la agarró, tirando de ella y metiéndola en el cuarto de baño. Cogió aire para gritar y entonces el hombre le tapó la boca con la mano.
—Maldita sea, no grites —murmuró él.
El mero hecho de escuchar la voz de Jake hizo que los nervios se le pusieran de punta. Con un rápido movimiento, Victoria giró la cabeza para apartarla de su mano.
—¿Qué estás haciendo? ¡No deberías estar aquí! ¿Cómo has entrado?
—Estoy aquí porque el comandante no va a ninguna parte sin escolta. He estado dando una vuelta por fuera, echando un vistazo. Podía ver el interior de esta habitación a través de la ventana gracias a la luz del pasillo. A juzgar por las idas y venidas de las invitadas, no me ha hecho falta mucha imaginación para saber dónde iban.
—¿Has entrado por la puerta de atrás?
—He trepado por la ventana.
—¿Y has agarrado a la primera mujer que pasaba por aquí?
Estaba furiosa y pensó que todavía podía gritar. Él no la había soltado; su fuerte brazo le rodeaba la cintura y la sujetaba de un modo que la hacía sentirse incómoda.
—No, te estaba esperando a ti. —Jake la soltó y se acercó a la puerta para cerrarla—. Quería hablar contigo.
Sin la luz proveniente del pasillo, el cuarto de baño le pareció opresivo. Victoria se acercó a la ventana, tanto para poner distancia entre ellos como para poder ver mejor.
—¿De qué tenemos que hablar? —le preguntó alzando la barbilla.
—De Pledger.
Ella se estremeció al escuchar aquel nombre.
—Tú lo mataste. ¿Qué más hay que decir?
—Mucho. No dejes que tu puritana conciencia te empuje a confesar. Pledger era basura. Asesinó y violó, y disfrutó con ello.
—¿Igual que tú disfrutaste matándolo?
Jake guardó silencio durante un instante y luego soltó una risa áspera mientras se acercaba a ella.
—Sí, lo disfruté. Estaba haciendo justicia.
Victoria apretó los puños.
—Lo mataste para evitar que le contara al comandante que estabas en mi habitación. No tendrías que haber estado allí, para empezar; un hombre ha muerto por mi culpa y mentí para ocultar la razón por la que le habían disparado.
—No podías hacer mucho más.
—¿Es que una vida, aunque fuera la suya, vale tan poco? ¿Qué hubiera ocurrido si no le hubieras disparado, si hubiera hablado? Te habrían despedido y el comandante estaría furioso conmigo, pero estaría en su derecho de...
—Despierta —le espetó él, manteniendo el tono de voz bajo—. ¡Esto no es un asunto de trabajo! McLain le hubiera pedido a Garnet que se librara de mí con un tiro. Pero aunque no me matara, si sólo me despidiera, ¿en qué posición quedarías tú? ¿Y tu hermana pequeña?
—¿Celia? —Victoria lo miró fijamente tratando de distinguir sus facciones bajo la tenue luz.
—Si yo me voy, ¿quién mantendrá a Garnet alejado de Celia?
La joven no había pensado en eso. Se sentía mareada, como si se hubiera acercado al borde de un precipicio y se hubiera librado de caer justo a tiempo. Para bien o para mal, y por sus propias razones, Jake Roper era la única protección que tenía Celia... y también Victoria. Había matado para protegerlas. Pero, ¿por qué?
No se engañaba pensando que ella le importaba algo. ¿Cómo iba a ser así? No la conocía. Sí, la había besado, pero estaba aprendiendo deprisa que eso no significaba necesariamente algo para un hombre.
Estaba convencida de que lo que veía en sus ojos, fuera lo que fuera, no era ternura. Tenía sus propias razones para protegerlas. Sentía que la estaba utilizando de alguna manera pero no sabía el porqué. Victoria no tenía poder ni ninguna influencia que él pudiera aprovechar.
—No diré nada —dijo con voz ahogada, después de respirar hondo para tranquilizarse.
—Eso espero. ¿Y qué me dices de tu prima? ¿Escuchó lo que dijo Pledger?
—Creo que sí, pero Emma no diría nunca nada.
—¿Y Celia?
—Ella tampoco hablará.
—¿Se puede confiar en ella?
Victoria sintió que la ira se apoderaba de ella por un instante, y luego se calmó. Jake no conocía a Celia, no podía comprender que su particular forma de ser no indicaba en absoluto que no se pudiera confiar por completo en ella. Pero tal vez su ira se debiera a que aquella noche tenía todas las emociones a flor de piel. Tal vez fue ésa la razón por la que se limitó sencillamente a asentir.
—Asegúrate de que lo comprenda.
—Ya lo comprende, señor Roper —afirmó apretando los dientes, a punto de perder el control.
—Jake.
Victoria dio un paso atrás.
—No voy a tutearle más. Lo de esta tarde fue un error, un grave error que no se repetirá. Sería mejor si...
—No se repetirá, ¿eh?
Parecía que Jake iba a reírse, pero lo que hizo fue agarrarla por la cintura y atraerla hacia sí estrechándola con fuerza entre sus brazos y obligándola a un contacto total desde las rodillas hasta el pecho.
—¿Crees que yo quería sentirme atraído por ti? No quería, y no me gusta, pero así son las cosas, y no voy a permitir que me trates como si fuera invisible.
La joven forcejeó tratando inútilmente de apartarse de su pecho Él le sujetó la barbilla y se estaba inclinando hacia ella cuando se escuchó una tenue llamada a la puerta.
—¿Victoria?
Jake la soltó en el momento en que Emma abrió la puerta y entró, cerrándola rápidamente de nuevo. Victoria irguió la espalda, consciente de lo que su prima debía estar pensando.
Emma avanzó con cuidado por el oscuro cuarto de baño hasta quedar frente a ellos.
—Llevas demasiado tiempo ausente, así que he venido a buscarte —dijo con su tono pausado—. Escuché vuestras voces cuando pasé por delante de la puerta. Volveremos juntas y nadie sabrá nada.
Emma se giró entonces hacia Jake.
—Antes no tuve oportunidad de darle las gracias por lo que hizo, señor Roper. Le estoy profundamente agradecida.
A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas. Querida Emma. Su amor y su lealtad, su apoyo, nunca fallaban.
—No hace falta dar las gracias —dijo Jake.
—Tal vez no, pero no era usted quien estaba al otro lado de la puerta. —Emma le puso la mano a Victoria en el brazo—. Denos tiempo para regresar a la fiesta antes de salir.
—Saldré por el mismo sitio que he entrado, a través de la ventana —repuso Jake con diversión.
—Tenga cuidado, señor Roper. Y gracias de nuevo, aunque usted no crea que sea necesario darlas.
Salieron juntas, y cuando estaban en el pasillo, Victoria soltó una risa nerviosa.
—Todavía tengo que ir al lavabo.
—Por supuesto.
Emma no dijo nada hasta que regresaron a la fiesta.
—Ten cuidado —susurró preocupada.
Victoria se estremeció.
—Espero que no vuelva a darse una situación así. —Confió en que Emma comprendiera que no quería verse involucrada con Jake Roper. Le tenía miedo, aunque sintiera aquella poderosa atracción física hacia él. Cortejaba con la misma naturalidad con la que se limpiaba las botas y mataba del mismo modo.
Ignoró el súbito escalofrío que la recorrió y simuló una sonrisa radiante cuando Emma y ella volvieron a la fiesta.
Aquel maldito Roper estaba detrás de algo.
Garnet no sabía de qué se trataba, y cuanto más pensaba en Pledger, más y más incómodo se sentía. Acostado en la cama del hotel con las piernas cruzadas y las botas apoyadas sin ningún cuidado sobre la blanca colcha, fumaba en la oscuridad mientras pensaba en ello. Pledger era un maldito hijo de perra, pero no era ningún estúpido. Y el hecho era que encararse con Roper era una completa estupidez. Sin embargo, aquello era exactamente lo que Pledger había hecho, ganándose con ello un rápido viaje a la muerte. La explicación de Roper tenía sentido justo hasta el momento en que Pledger había intentado sacar la pistola.
La vida en la hacienda resultaba muy cómoda, pero tal vez hubiera llegado el momento de pensar en cambiar las cosas. En el aire flotaba una atmósfera inquietante que no era capaz de identificar, aunque podía sentirla claramente. Tal vez el comandante se estuviera volviendo débil con los años. Quizá fuera el momento de que una mano más fuerte se hiciera con el mando.
Esbozó una sonrisa breve y fría. Sí, tal vez se tratara de eso. McLain estaba tan absurdamente fascinado con la velocidad de Roper con el revólver que no querría ni siquiera plantearse librarse de él, así que tal vez lo que había que hacer era librarse del comandante. Eso dejaría a Roper sin trabajo; así de sencillo. Garnet se libraría de él sin tener que rozarle un pelo a ese hijo de perra. Cuando Roper se hubiera marchado, la muchacha de cabellos dorados como el maíz sería toda suya y la pretenciosa de su hermana no podría hacer absolutamente nada al respecto.
Demonios, no, eso no funcionaría. Roper parecía sentir cierto aprecio por la esposa del comandante. Si mataba a McLain, Roper sería quien estaría allí para consolar a la llorosa viuda y a su preciosa hermana.
La solución era sencilla. No tardó ni un segundo en caer en ella. Lo único que tenía que hacer era matar primero a la esposa de McLain. El único inconveniente era que tendría que encontrar el modo de que nadie pudiera echarle la culpa. En un rancho del tamaño del que tenía el Reino, habría oportunidades de sobra. La muy estúpida lo había ayudado con su empeño en lo de montar. Habría muchos momentos en los que estaría sola, sin nadie a la vista ni que pudiera estar escuchando. Garnet era bueno tirando con el rifle y no tendría problemas para matarla de un tiro. Luego haría lo mismo con el comandante, y después de eso, todo sería suyo.
Garnet se quedó tumbado en la oscuridad, tan satisfecho de su plan que casi podía saborearlo, y tan impaciente por sentir a esa muchachita de cabello rubio debajo de él que tuvo que aliviar él mismo su creciente excitación. La mejor parte de su plan radicaba en que no tendría que hacer nada respecto a Roper. ¡Podía sencillamente despedirlo!
Como muchas otras personas, Garnet era de los que se utilizaba a sí mismo como medida para juzgar a los demás. Gracias a eso había conseguido mantenerse vivo tanto tiempo. Esperaba automáticamente lo peor de cada persona que conocía, y debido a eso se mostraba cauteloso en extremo. La confianza era algo desconocido para él. Se creía a salvo con el comandante únicamente porque sabía demasiado y había hecho que McLain dependiera de él.
El punto flaco de Garnet era que no contaba con la posibilidad de que alguien tuviera un propósito más amplio que el suyo. Si fuera él quien perdiera el trabajo, guardaría sus cosas en las alforjas y se largaría, así que esperaba que Roper hiciera lo mismo. No podía siquiera imaginar que Jake se enfureciera tanto por la muerte de la esposa del comandante que se quedara, porque el propio Garnet nunca arriesgaría su vida por una mujer, y menos si estaba muerta. Ni tampoco sabía que Roper tenía otra razón de más peso para permanecer en el rancho.
Así que se quedó tumbado en la cama planeando. Era tal su ansia de poder que no pudo dormir. Siguió acariciándose para darse placer, pensando en el rancho y en Celia Waverly hasta que los dos se entrelazaron en su pensamiento. Podría haber salido de la habitación y buscarse una prostituta, pero una extraña y ardiente obsesión lo mantuvo en la cama. No quería meterse en el cuerpo de ninguna ramera que oliera a perfume barato; quería estar dentro de Celia, y nada más podría satisfacerlo.
El camino de regreso al rancho resultó tan arduo como había sido el viaje a Santa Fe. Las mujeres pasaron la mayor parte del tiempo en aquel carro que parecía moverse en todas las direcciones, dando bandazos por encima de las rocas, pasando por todos los agujeros y asfixiándose con el polvo que levantaban los jinetes que marchaban delante. La única comodidad tuvo lugar casi al final del día, cuando se detuvieron a montar un campamento. El calor empezó a remitir, el polvo se asentó y por fin pudieron estirar las piernas.
Mientras preparaban una sencilla comida, Jake trabajó con los tres caballos nuevos y Victoria no pudo evitar contemplarlo. Se dijo a sí misma que sólo quería ver a los animales, pero la voz profunda de Jake flotaba en el aire como terciopelo, dando instrucciones, calmando, halagando. En contra de su voluntad, consiguió cautivarla al igual que a los caballos.
La yegua marrón oscura de Celia fue la más rápida en entender lo que debía hacer un caballo ensillado, un hecho que complació sumamente a su dueña y la hizo sentirse todavía más orgullosa de su montura. Llamó a su yegua Gitana, un nombre bastante más pretencioso que el animal que lo llevaba, y la cubría constantemente de atenciones. Jake se figuraba que la yegua estaría lista para montar cuando llegaran al rancho, pero no le dijo nada a Celia porque sabía que empezaría de inmediato a exigir salir sola a montar. Era mejor que no lo supiera hasta que las demás pudieran ir con ella.
El macho castrado que había escogido Emma también se había adaptado a sus nuevas circunstancias, pero la yegua de Victoria estaba dando problemas. El corpulento dueño de la manada había mentido: no estaba acostumbrada ni en lo más mínimo a la silla. Y peor todavía, no le gustaba. Cada vez que intentaba colocársela sobre el lomo trataba de morderle y no paraba de dar coses. Incluso resoplaba para impedir que le tirara de la cincha; un truco que abandonó después de obligarla varias veces a ponerse de rodillas cuando lo hacía.
Roper ni siquiera intentó montarla; se imaginaba que iba a ser una auténtica batalla y no quería empezarla hasta tenerla en un corral donde no pudiera escapar si conseguía tirarlo. Cuando no le ponía la silla, se mostraba afectuosa y juguetona como un niño, pero la silla, sencillamente, la volvía loca. Ella también le volvía loco a él, aunque se dijo a sí mismo con irónico pesar que era culpa suya por ofrecerse voluntario a entrenar los caballos. Pero domaría aquella yegua para Victoria aunque le costara la vida.
La propia Victoria estaba actuando como si no existiera, mirando a través de él como si fuera transparente. Jake lo dejó pasar, porque tendría tiempo de sobra para seducirla cuando estuviera de regreso en el rancho. Por mucho que intentara negarlo, el sabía que le gustaba el modo en que la tocaba. Así que se limitó a observarla con los ojos ocultos bajo el sombrero, pensando en que pronto estarían a solas.
Llegaron al rancho a última hora de la mañana del día siguiente. El comandante entró en la casa con dos zancadas llamando a gritos a Carmita, dejando que las mujeres se las arreglaran solas para bajarse del carro. Jake se deslizó de su caballo y llegó justo a tiempo para ayudar a Emma, que le sonrió y murmuró su agradecimiento Celia, por supuesto, ya había saltado del carro y se alejaba corriendo. Jake se giró entonces para ofrecerle la mano a Victoria, y sus ojos se quedaron clavados en los suyos durante un segundo antes de que ella apartara la vista. Pero Jake ya había visto lo suficiente como para percibir su reticencia a permitir que la tocara. Sonrió con ironía y le pasó el brazo por la cintura en lugar de limitarse a darle la mano para ayudarla a mantener el equilibrio. Cuando la dejó en el suelo, se tocó el ala del sombrero a modo de respetuoso saludo.
—Señora...
—Gracias, señor Roper. —Su voz resultaba un tanto tensa.
—Mañana por la mañana me pondré a trabajar con la yegua, señora, y necesito que esté usted allí.
Victoria, que se había alejado sólo dos pasos, se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Por qué razón?
—Si la domo yo solo, señora, la yegua pensará que soy su amo. Y supongo que eso no es lo que desea, ¿verdad?
Victoria no sabía qué responder. El sentido común le decía que lo único que necesitaba era un buen caballo para montar; ¿qué más daba si la yegua le tenía más aprecio a Jake que a ella? Entonces la ira se abrió paso en su interior, y no la atemperó la certeza de que estaba reaccionando como él había supuesto. Era su caballo. Y Victoria no quería sólo una montura, deseaba una yegua a la que pudiera considerar como suya. No podría soportar que el caballo se acercara más alegremente a Roper que a ella, y si eso era una ruindad por su parte, que lo fuera.
—¿A qué hora? —Apartó la vista y mantuvo la voz pausada, como si no le importara.
—A las diez. Eso le dará tiempo para dormir hasta tarde y descansar.
Jake sabía que estaba cansada. Eso enterneció algo en su interior, algo que no podía permitir que se suavizara. Victoria trató de que su interés no la conmoviera, pero lo hizo. Por alguna razón, Jake se mostraba protector con ella y se vio obligada a reconocer que eso le gustaba. Quería arrojarse a sus brazos y apoyar la cabeza en su hombro. Y no sólo durante un instante.
Tenía el rostro sonrojado cuando entró en la casa, pero por suerte podría achacarlo al fuerte sol. Emma estaba en el vestíbulo de la entrada quitándose el sombrero y los guantes, y desde la parte de atrás de la casa se escuchaban los gritos apagados del comandante, que había descubierto algo que no le gustaba Celia bajó corriendo las escaleras y hubiera salido como una exhalación si Emma no se hubiera colocado en su camino.
—¿Adónde vas tan deprisa, cariño? —preguntó Victoria, quitándose también ella el sombrero.
—Al establo. Jake me ha dicho que me va a enseñar a cepillar a Gitana.
—¿No crees que deberías cambiarte de vestido y ponerte algo más adecuado? —Emma sonrió divertida.
—Un vestido es un vestido —contestó Celia encogiéndose de hombros.
—Hay vestidos viejos y vestidos nuevos; los viejos son mejores para cepillar caballos.
Celia miró su ropa sorprendida.
—De acuerdo. —Se volvió y subió corriendo las escaleras.
—Nunca notará la diferencia —comentó Victoria con una sonrisa.
—Se ha perdido muchas cosas, ¿verdad? —dijo Emma en voz baja—. Las fiestas, los bailes, el coqueteo... ¿No te imaginas a todos esos caballeros del Sur rodeándola?
A Victoria se le borró la sonrisa mientras dejaba el sombrero y los guantes sobre la mesa.
—Me pregunto qué va a ser de ella. Es tan confiada... Quiero que encuentre a alguien maravilloso a quien amar, un hombre cariñoso que la mime tanto como se merece. —Hizo una pausa—. Me preocupa, porque no he visto a ningún hombre así por aquí.
—Para ninguna de nosotras —añadió Emma.
Había amado a Jon y guardó luto por él, pero su prometido llevaba ya mucho tiempo muerto y ella todavía era joven. Emma también quería encontrar el amor, casarse y tener una familia. Lo cierto era que había ido hasta allí con muchas esperanzas, porque el matrimonio de Victoria había marcado el final del hambre y la pobreza, y ella había tenido sueños vagos y románticos con apuestos vaqueros, hombres viriles y aventureros que se habían enfrentado a aquel país indómito y lo habían conquistado.
Sin embargo, estaban aisladas en aquel rancho que parecía ocultar una capa de maldad y odio bajo su belleza. Y salvo algunas excepciones, los hombres eran hostiles y lascivos.
La situación de Victoria no era mucho mejor. Si acaso, resultaba todavía peor. Emma se estremeció ante la idea de estar casada con el comandante, con tener que someterse a él en la cama si decidía visitarla. La idea hubiera sido impensable si estuvieran en Augusta, pero ahora Emma comprendería la actitud de Victoria si decidiera tener una relación con Roper. Era un hombre, y no un gusano repugnante como el comandante. Jake poseía una personalidad demasiado fuerte para el gusto de Emma, pero Victoria sí estaba a su altura.
McLain entró en estampida por la puerta principal, interrumpiendo los pensamientos de Emma, y ambas mujeres se apartaron de su camino sin que él pronunciara una sola palabra. Subió las escaleras con el rostro ceñudo y sombrío, y ninguna de ellas se atrevió a preguntarle qué ocurría.
El comandante cerró de un golpe la puerta de su habitación y le dio una patada a una de las sillas. Había preguntado nada más llegar por dónde andaba Angelina, y Lola, con expresión satisfecha, le había dicho que la joven se había largado aquella mañana con uno de los vaqueros y que todavía no había vuelto. Estaba furioso; no sólo ella no estaba allí cuando él la necesitaba, sino que además el vaquero no estaría haciendo el trabajo que se suponía que tenía que hacer. ¡Esa maldita zorra! Le daría una lección cuando le pusiera las manos encima.
Por el momento no podía hacer nada al respecto, y eso le enfurecía aún más. Tal vez esa chica, Juana... No, qué demonios, ya la había violado una vez y no era mejor que aliviarse con la mano. De hecho fue peor, porque se había limitado a quedarse quieta en el suelo, lloriqueando. Ni siquiera tenía en cuenta la posibilidad de llevarse a su esposa a la cama; a su mente le angustiaba tanto esa opción que aquel pensamiento nunca llegaba a formarse. Ya tenía bastante con los horrores que le perseguían relacionados con los Sarratt. De hecho, sus pesadillas y miedos parecían haber empeorado últimamente, como si los fantasmas se estuvieran acercando para acabar con él. Sin duda no necesitaba que su estirada esposa le recordara a Elena.
El repentino ruido de Victoria entrando en la habitación de al lado lo enervó hasta tal extremo que salió de su cuarto con la misma rapidez con la que había entrado.
Se quedó en el pasillo con el rostro rojo por la ira y buscando una escapatoria. El alegre sonido de un canturreo lo irritó en un principio, pero luego se dio cuenta de que provenía de la habitación de Celia, que tenía la puerta entreabierta. La muchacha era toda una belleza, más bonita incluso que Angelina. Y no era tan remilgada ni tan mojigata como su hermana. Tal vez le gustara estar con un hombre si lo probaba. Cuanto más pensaba en ello el comandante, más saboreaba la idea. Celia también era una Waverly, después de todo; sólo que no era una dama en el sentido en que lo era su hermana. Sabía que Victoria estaría ocupada al menos durante cinco minutos cambiándose la ropa de viaje, así que dejó a un lado la precaución y caminó de puntillas por el pasillo hasta que pudo mirar a través del estrecho margen que había entre la puerta y el marco.
Celia sólo llevaba encima una camisola y unas enaguas, y seguía canturreando mientras escogía uno de sus viejos vestidos del armario y se lo ponía por la cabeza. Tenía la ventaja de que se abrochaba por delante, y ésa era la razón por la que lo había escogido.
McLain la observaba con detenimiento, sobrecogido por la cremosidad dorada de sus hombros y sus brazos desnudos. También tenía unos pechos grandes y bonitos, y los pezones, oscuros y planos, se le adivinaban bajo la fina camisola de algodón. La luz del sol que se filtraba a través de la ventana le iluminaba el cabello, y el comandante tuvo la extraña sensación, impropia de él, de que parecía un ángel ¡Cielos, era una belleza! Y nada parecida a Victoria o a Elena. Estaba a punto de estallar por la excitación y pensó en cómo sería poseerla. Tendría que mantener el secreto delante de Victoria, pero creía conocer la manera de hacerlo.
Miró de reojo hacia el pasillo y luego otra vez a Celia. Ya casi había terminado de vestirse, así que se escabulló con el mismo sigilo con el que había llegado. El corazón le latía con fuerza por la emoción mientras bajaba las escaleras hasta llegar a la biblioteca. Allí cogió una botella abierta de whisky que había en el cajón del escritorio. También había un vaso, pero lo dejó donde estaba y se llevó la botella a la boca. El licor le produjo un calor agradable similar al que sentía en las tripas y bebió una vez más para celebrar su propia inteligencia. Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que Victoria no se enterara. Era tan altiva que sin duda haría las maletas y se marcharía si supiera que estaba acostándose con su hermana.
Y él no quería eso, la humillación resultaría insoportable después de todo lo que había presumido en Santa Fe de su aristocrática esposa. Siempre podría mentir al respecto, por supuesto, pero había tanta gente en el rancho que alguien se iría de la lengua y la verdad saldría a relucir.
Aun así, estaba convencido de que podría llevarse a la cama a Celia las veces que quisiera, y la chica nunca diría nada. Lo único que tenia que hacer era amenazarla de algún modo... Reflexionó en ello un minuto, tratando de pensar en algo que pudiera asustarla. Finalmente se le dibujó una sonrisa en el rostro. ¡Sí, eso haría! Le diría a Celia que si contaba algo, le haría daño a Victoria. No debía excederse. Si le decía que mataría a su hermana, tal vez fuera presionar demasiado. La chica podría sufrir un ataque de pánico. Lo bueno de aquel plan era que se trataba de una mentira, pero estaba seguro de que la ingenua muchacha creería cualquier cosa que le dijera.
Además, tenía tiempo de sobra para poner en marcha su plan. Comprar esos caballos para las mujeres había sido un golpe de genialidad. Teniendo en cuenta que no estaban familiarizadas con el lugar, no irían muy lejos solas. Pero siempre podía pedirle a Roper que las acompañara, ordenarle que les enseñara el rancho o las llevara a algún sitio lo suficientemente lejano como para que estuvieran fuera un par de horas.
Por lo que tenía entendido, Celia no montaba lo bastante bien como para hacer ese tipo de excursión, así que tendría que quedarse. Entonces podría hacer con ella lo que quisiese.
Si eso no funcionaba, pensaría en otra cosa. Sobornarla con la promesa de montar a Rubio, tal vez, y sacarla de la casa. McLain sudaba de emoción al pensar en ello. Celia no era una zorra como Angelina; era carne fresca.
Se retorció en la silla y le dio otro sorbo al whisky. Roper tendría que darse prisa y domar cuanto antes esos malditos caballos.
Con otro sorbo vació la botella. Soltando una maldición, empujó la botella por la superficie del escritorio desordenando algunos papeles, y un brillo plateado atrajo su atención. Al verlo se quedó paralizado, con el corazón en un puño. Cuando por fin consiguió moverse, le temblaba la mano. Apartó los papeles de un manotazo y dejó al descubierto un cuchillo con la hoja increíblemente afilada.
No era suyo. Él no lo había dejado allí.
Dirigió la vista a izquierda y derecha. Tenía miedo a moverse, miedo a mirar detrás de él. Aguzó el oído para escuchar cualquier sonido que pudiera indicar que había alguien en la habitación con él, y entonces lo entendió.
¡Los Sarratt!
O los malditos niños no estaban muertos, o sus fantasmas habían regresado a buscarlo.
Tendría que estar alerta.
No agarró el cuchillo. No podía. McLain se limitó a apretar las piernas en gesto protector.
Tal vez no entienda lo que significa el cuchillo, pensó Juana mirando fijamente la puerta cerrada de la biblioteca con los ojos brillantes de odio. No importaba que él no entendiera; ella sí entendía y tenía la intención de cumplir su amenaza. Si volvía a tocarla alguna vez, lo mataría. El odio se había ido apoderando de ella desde la noche en que la violó, y no había olvidado.
Nunca olvidaría.
—¿Por qué se casó tu hermana con McLain?
Jake no tenía intención de hacer aquella pregunta y estaba furioso consigo mismo por haber permitido que se le escapara. Pero llevaba tiempo dándole vueltas a la cabeza y necesitaba saberlo. Celia lo miró por encima del lomo de Gitana sin dejar de pasar el cepillo por los costados del caballo.
Durante un instante, sus oscuros ojos azules adquirieron una expresión triste.
—Para que no pasáramos hambre —confesó transcurridos unos instantes.
Jake no había esperado esa respuesta.
—¿Hambre?
—No teníamos comida ni dinero. El comandante dijo que les daría mucho dinero a mamá y a papá si Victoria se casaba con él. Y eso hizo ella.
Aquella explicación tan sencilla afectó profundamente a Jake. Victoria había sido vendida; no se había casado con McLain para ayudarse a sí misma, sino a su familia.
No preguntó nada más, y Celia siguió cepillando su yegua en silencio durante varios minutos antes de mirarlo otra vez.
—¿Cuándo podré empezar a montar a Gitana?
—Dentro de una semana más o menos —le respondió Jake.
—¿Y por qué tanto tiempo?
—Quiero que se acostumbre a la silla de amazona.
—¿Por qué tengo que llevar una silla así? ¿Por qué no puedo tener una como la tuya?
—Porque las damas no montan a horcajadas.
Él, personalmente, pensaba que las sillas de amazona eran una estupidez peligrosa, pero si se lo decía se vería obligado a explicarle por qué tendría que utilizarla de todas maneras, y no quería verse envuelto en una discusión de ese tipo con ella.
Aunque, si hubiera conocido mejor a Celia, se habría dado cuenta de que no abandonaría el tema tan pronto.
—¿Por qué las damas no montan a horcajadas?
Jake se caló el sombrero casi hasta los ojos.
—Porque si lo hicieran se les levantarían las faldas y enseñarían las piernas.
—Entonces, ¿por qué las mujeres no llevan pantalones como los hombres?
—Porque así también enseñarían las piernas.
Celia asomó la cabeza por encima del lomo de Gitana.
—No más de lo que las enseñan los hombres —aseguró indignada—. ¿Por qué las piernas de las mujeres son distintas a las de los hombres?
Jake empezó a sentirse acorralado.
—Porque son más bonitas.
Ella bajó la cabeza, sin duda observando sus propias piernas, aunque estaban ocultas bajo su falda azul.
—Pero si son más bonitas, entonces, ¿para qué esconderlas? —preguntó, ahora completamente desconcertada—. Yo creo que los hombres deberían llevar faldas para esconder las piernas si son feas, y las mujeres deberían llevar pantalones.
Jake apretó los labios, tratando de controlar la risa.
—Los hombres tienen que hacer trabajos muy pesados —señaló—. Y no podrían realizarlos si llevaran faldas, ¿verdad? ¿Te imaginas al comandante con un vestido de volantes?
Celia se rió. Pero otro pensamiento se le pasó por la cabeza y entrecerró los ojos al mirarlo, un gesto que la hacía parecer una gatita feroz.
—Las mujeres llevan faldas cuando cocinan.
—Están acostumbradas a llevarlas; a los hombres se les enredarían los enormes pies en tanta tela y se caerían.
—A veces yo también me tropiezo. Por eso creo que debería llevar pantalones.
Jake se rindió e hizo lo único que podía hacer un hombre.
—¿Por qué no le preguntas a Victoria al respecto?
Celia suspiró con pesar.
—No, ella nunca me dejaría.
Siguió cepillando a Gitana, y Jake la miró con una leve sonrisa. Era adorable; entendía por qué Victoria la protegía tan fieramente. Entendía incluso por qué había accedido a casarse con McLain. Después de todo, no sabía qué clase de malnacido era, e hizo lo que pudo para que a su familia no le faltara nada. Jake pensó para sus adentros que su padre debía ser un hijo de perra débil y mojigato para vender a Victoria a un hombre que le doblaba la edad. Pero no por ello su hija dejaba de ser una dama.
Celia y Emma se convertirían en responsabilidad de Jake cuando se casara con Victoria, y era consciente de que probablemente tendría más conversaciones de aquel tipo con Celia. Al menos, siempre podría mandarla con Victoria cuando el tema le superara. Tal vez pudiera sugerirle que le planteara a Ben algunas de sus cuestiones. Hacía mucho tiempo que nadie ponía a su hermano en un aprieto; estaba deseando presenciar el momento.
* * *