Capítulo 8

AQUELLA noche apenas pudo mirar al comandante durante la cena. La comida no le sabía a nada. No podía dejar de pensar en lo que Jake le había contado sobre que su marido había violado y asesinado a la antigua dueña de aquel lugar. La repulsión le helaba la sangre, y sentía la mente ralentizada por las espeluznantes imágenes que se le venían a la mente con la misma claridad que si las estuviera viendo en aquel instante.

Intentando tranquilizarse, bebió un sorbo de agua.

—Esta es una casa muy antigua. ¿A quién pertenecía antes?

En cuanto se escuchó pronunciar aquellas palabras se sintió horrorizada. ¿Por qué había dicho eso? La conmoción la había vuelto estúpida.

McLain se puso tenso y su rubicundo rostro se tornó grisáceo.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Quién te ha hablado de ello?

Lo único que Victoria podía hacer ahora era fingir una curiosidad natural. Era consciente del agudo interés de Emma, pero no se atrevió a mirar a su prima.

—Nadie. Sólo me estaba preguntando por la casa. ¿Cuándo fue construida?

El comandante miró a su alrededor con ojos recelosos, como si quisiera asegurarse de que no había nadie acechando entre las sombras.

—No lo sé. ¿Estás segura de que nadie te ha dicho nada al respecto?

—Sí, estoy segura. Es de estilo español, ¿verdad? Debe tener al menos doscientos años, ¿no crees?

McLain volvió a dirigir una mirada furtiva por la habitación. No creía posible que alguien le hubiera hablado de los Sarratt; no quedaba nadie vivo que supiera lo ocurrido excepto Garnet, Quinzy y Wallace, ahora que Roper había mandado a Pledger al infierno. Ella estaba preguntando únicamente porque la casa era antigua; las aristócratas sureñas como ella estaban muy interesadas en las cosas viejas.

—Supongo que se construyó por esa época —murmuró secándose la frente con la servilleta.

—¿Cómo se apellidaba la familia a la que pertenecía antes?

—No me acuerdo —contestó él con excesiva rapidez.

Juana había entrado con Lola para recoger la mesa y escuchó la pregunta de Victoria. Le dirigió al comandante una mirada cargada de odio y le espetó:

—Sarratt, señor. La familia se apellidaba Sarratt.

McLain, con el rostro encendido de rabia, se puso de pie como un rayo.

—¡No pronuncies ese nombre delante de mí, zorra! —bramó, arrojando su plato al suelo con un rápido movimiento de su grueso brazo—. ¡Fuera de aquí! Maldita sea, yo te enseñaré a no meterte en asuntos que no son de tu incumbencia...

Juana trató de correr, pero él la agarró y la abofeteó brutalmente. Lola se encogió, apretando los puños contra la boca para acallar sus sollozos. Juana gritaba y hubiera caído por la fuerza del golpe si McLain no la hubiera tenido agarrada del brazo. Celia lanzó un gemido, palideciendo, y Emma se puso de pie.

Victoria sintió en su interior una explosión de furia helada. Habría matado gustosa a su marido en aquel momento si hubiera tenido los medios a mano. Sin pararse a pensar, se lanzó hacia él cuando volvió a levantar el brazo para golpear de nuevo a Juana y le sujetó la muñeca para impedir su acción.

—¡Señor McLain! —El tono de su voz resultó gélido y sus ojos azules parecían no tener color cuando lo miró fijamente. Eran como lagos helados llenos de rencor.

Durante un instante, Victoria pensó que iba a pegarle a ella también. Pero la joven permaneció firme con el rostro blanco y la mandíbula apretada.

McLain se quedó paralizado mirándola mientras el color rojizo desaparecía de su rostro y dejaba caer muy despacio el brazo.

—Cómo te atreves —susurró furiosa, obligándose a hablar—. Ésas no son las palabras ni los actos de un caballero. Me has humillado y has hecho que me avergonzara de ti.

Había optado instintivamente por el ataque que alcanzaría su punto más vulnerable: sus pretensiones de respetabilidad. Era la única arma que tenía contra él.

McLain volvió a sonrojarse y les lanzó una mirada a Emma y a Celia, que estaban horrorizadas. ¡Maldición! Tal y como le estaba mirando la hermana de su esposa en aquel momento, no parecía que fuera a dejarle acercarse lo suficiente como para tocarla, y mucho menos para acostarse con ella. Y Victoria lo observaba como si él acabara de salir arrastrándose de una roca, con su nariz patricia alzada en gesto de disgusto.

La culpa de todo la tenía aquella zorra mexicana por mencionar a los Sarratt, obligándole a perder el control. Si hubiera encontrado el agujero donde se escondieron los hijos de los Sarratt cuando murieron habría escupido sobre sus cadáveres. Pero tal vez no estuvieran muertos... Pensó una vez más en el cuchillo de la biblioteca, lo que le recordó aquel otro cuchillo brillante y los ojos llenos de odio del niño.

Miró a las mujeres que lo acusaban en silencio, sintiendo sus miradas como cuchillos que brillaban en la oscuridad y que lo condenaban. Se dio la vuelta y huyó a toda prisa de la habitación.

Los sollozos de Juana eran casi imperceptibles, pero resonaron en el silencio que se hizo tras la salida de McLain. Con gesto pesaroso, Victoria le pasó un brazo por los hombros.

—Lo siento —susurró—. Lo siento.

Al oír aquello, Juana rompió a llorar en voz alta.

—¿Te ha hecho daño? —preguntó Victoria.

Aquella pregunta afectó extrañamente a Juana. Se tragó los sollozos y alzó los ojos inflamados para cruzarse con la mirada preocupada de Victoria.

—Le hará daño a usted —aseguró con voz temblorosa.

—No, no me lo hará. —Victoria se irguió mostrando en sus ojos azules un brillo de fiereza. Las cosas habían cambiado; no toleraría la presencia de aquel monstruo en su dormitorio. Si se le ocurría intentar hacer... eso... otra vez, gritaría hasta tirar la casa abajo, incluso vomitaría si se atrevía a tocarla. Debía reunir a su familia y marcharse.

Pero Jake le había dicho que se quedara. Le había asegurado que cuidaría de ella, que aquella situación no duraría mucho tiempo más.

¿A qué se refería? ¿Estaría haciendo planes para que huyeran de allí? La idea la atemorizaba, aunque sabía que correría el riesgo. Fugarse con otro hombre la marcaría para siempre, con independencia de las circunstancias o del hecho de que su marido fuera un asesino. La buena sociedad la condenaría al ostracismo, y la sola idea la hacía temblar, pero ¿qué importancia tenía eso en aquel lugar? No tanta como pensar en estar con Jake. Le daba miedo, la enfurecía... y también la hacía sentir tan viva que podía notar el discurrir de su propia sangre corriéndole con fuerza a través de las venas.

Le habían enseñado que estar con él sin que les uniera el vínculo matrimonial pondría su alma en peligro mortal; pero estar sin él la condenaría a una muerte en vida. Era más importante para ella que nada en el mundo, y eso, más que cualquier otra cosa, era lo que la aterrorizaba.

Trató de alejar aquellos inquietantes pensamientos, y con sus serenas palabras hizo que Lola se tranquilizase. La propia Juana se había secado los ojos, aunque se mantenía alejada sin dejarse consolar.

—El comandante no hará nada —les aseguró Victoria.

Confiaba en no estar mintiendo. Ésa era otra responsabilidad; tenía que asegurarse de que nadie sufriera por sus actos. Se preguntó cómo se sentiría Jake si de pronto tuviera un hogar con seis mujeres y sonrió con ironía. Fueran cuales fueran sus planes, sin duda no estaba preparado para eso.

—Vuelve a tus quehaceres —le dijo a Juana dándole una palmadita cariñosa en el hombro—. Te prometo que estarás a salvo, y si intenta algo, grita hasta que yo te oiga.

Lola rodeó con sus brazos a Juana, que se dejó abrazar sin perder la rigidez, y la llevó a la cocina. La marca roja de la mano de McLain se estaba convirtiendo en un cardenal oscuro en el bello rostro de la jovencita.

Celia tenía una expresión sombría, ella, que era la persona más abierta del mundo.

—Me voy a la cama —murmuró antes de salir de la habitación.

Emma hizo amago de ir tras ella con gesto de total asombro. Pero entonces se detuvo y miró a los ojos a Victoria.

—Ven a mi cuarto —le pidió—. Allí podremos hablar.

Una vez arriba, se sentaron en la cama para charlar como hacían desde que eran niñas.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Emma sin rodeos.

Victoria apretó los puños al recordar lo que Jake le había contado; ahora tenía la certeza más allá de cualquier duda razonable de que cada espantosa palabra era cierta.

—Jake me ha dicho que el comandante mató a la familia para conseguir el rancho. Y también que violó a la mujer... No recuerdo su nombre, y luego le pegó un tiro en la cabeza.

Emma palideció al escuchar aquellas afirmaciones que su prima pronunció en tono neutro.

—Si eso es cierto... —Tragó saliva—. Dios mío, tú le has preguntado directamente por los Sarratt...

—Quería ver cómo reaccionaba. —Le brillaban los ojos—. Mi marido es un asesino, un violador y un ladrón. Todo lo que dijo Jake era cierto.

—¿Qué vamos a hacer? —Emma se puso en pie y comenzó a recorrer la habitación arriba y abajo—. No podemos quedarnos aquí, pero, ¿cómo vamos a marcharnos? Dudo que el comandante McLain nos preste dinero y nos deje utilizar su calesa. Tenemos que pensar en una excusa para volver a Santa Fe otra vez, y desde allí nos escaparemos de alguna manera.

—No puedo irme. Todavía no.

Emma la miró asombrada.

—¿Por qué? ¡Tú misma has dicho que es un violador y un asesino! ¿Cómo vas a quedarte?

—Jake... Jake me ha pedido que me quede.

—Ah.

Con aquella única sílaba, Emma dio a entender que lo comprendía todo. Se detuvo un instante para pensar en la situación y, cuando por fin habló, lo hizo de manera suave.

—Victoria, sabes que te apoyaré en todo lo que necesites. Tú siempre has sido la fuerte, la que consiguió alimentarnos cuando no había comida. Probablemente hoy no estaríamos vivas si no hubieras tenido el coraje de sacrificar tu felicidad para casarte con el comandante. Pero, ¿cómo vamos a quedarnos? ¿Por qué no, sencillamente, viene Jake con nosotras?

—No lo sé. —Victoria miró angustiada a su prima—. Tal vez esté planeando sacarnos de aquí; sólo me ha pedido que me quede, que no tendríamos que esperar mucho tiempo.

—¿Confías en él?

—¿Acaso tengo elección? Él es la única protección con la que contamos.

Victoria confiaba en él ciegamente, aunque seguía teniendo la incómoda sensación de que le había pedido que se quedara por motivos que nada tenían que ver con la justicia o con ella.

McLain sudaba profusamente, moviendo los globos oculares de un lado a otro bajo los párpados cerrados. En su sueño, acababa de pegar un tiro a Elena cuando alguien se lanzó sobre él desde las oscuras sombras de una de las esquinas de la habitación. Era el mocoso de los Sarratt, con cabeza de lobo y brillantes ojos amarillos; en lugar de manos tenía unas garras largas, blancas y curvadas. Atacó una y otra vez los expuestos genitales del comandante con aquellas garras, y en su sueño McLain gritaba y rodaba por toda la habitación, pero su cuerpo permanecía pesado y quieto sobre la cama. Lo único que apretaba eran los puños. El muchacho le estaba desgarrando el cuello con sus colmillos y lo miraba tan de cerca con sus ojos amarillos que McLain podía ver su propio reflejo en ellos. Las garras finalmente lo castraron y gritó como un loco.

Se despertó sobresaltado y abrió los ojos de par en par mientras observaba horrorizado la oscura habitación, esperando que aquella figura diabólica saltara sobre él desde cualquier esquina. Las sombras se expandían, acercándose a la cama. No podía moverse. Lo único que podía hacer era quedarse allí tumbado, sudando, esperando aquella horrible muerte. El corazón le latía a toda velocidad y el hedor de su sudor aterrorizado llenaba la estancia. Nada rompía el silencio excepto su propia y agitada respiración.

Todavía iba tras él. Aquel malnacido no había muerto. Aún estaba ahí fuera, con su cuchillo brillante, esperando su oportunidad, esperando castrarlo...

McLain reunió finalmente el coraje suficiente para levantarse a tientas de la cama y encender una vela. La frágil y solitaria llama lo iluminaba sólo a él y dejaba el resto de la habitación en una penumbra todavía más inquietante. Necesitaba más velas, más luz. Una lámpara de aceite... Sí, eso era lo que necesitaba. Un par de lámparas de aceite.

Con manos temblorosas encontró tres velas más y las encendió, colocándolas por toda la estancia para disminuir las sombras. Le hubiera gustado encender más, pero no era capaz de abrir la puerta de su dormitorio y bajar a buscarlas. ¿Y si el cachorro de los Sarratt lo estaba esperando agazapado al otro lado de la puerta? Aguardaría a que se hiciera de día y se aseguraría de tener lámparas suficientes en su cuarto antes de que volviera a caer la noche. Si contaba con la suficiente luz, no habría sombras entre las que el niño pudiera esconderse, y estaría a salvo.

Jake palmeó la grupa de Sophie mientras iba caminando detrás de ella para hacerle saber que estaba allí, pero seguía preparado para apartarse del camino de una buena coz. No tenía tanta confianza en ella. Empezaba a dar señales de estar entrando en celo, y decidió no llevar su caballo en la salida de aquel día con Victoria. Sería más seguro que montara otra yegua, tanto para Victoria como para él mismo.

—¿Todavía no tienes esa maldita yegua domada? —le preguntó McLain acercándose y caminando a su lado.

Jake lo miró, percatándose de que tenía los ojos rojos y de que no se había afeitado. Parecía como si hubiera estado bebiendo toda la noche.

El odio frío que vivía dentro de Jake se intensificó, como le ocurría cada vez que veía a McLain.

—Se someterá —dijo. Pero no añadió que dudaba mucho que llegara a ser alguna vez dócil; Sophie siempre tendría un espíritu demasiado fogoso. Siempre sería terca y arrogante, y le encantaría correr—. Va a empezar con el celo.

McLain gruñó.

—Ponla mañana por la mañana a prueba con algún macho. Si está lista, llévasela a Rubio.

Jake asintió brevemente con la cabeza.

—¿Vas a llevar a montar a Victoria esta mañana? —le preguntó el comandante nervioso.

—No lo sé. —Se le tensaron todos los músculos. No quería hablar de Victoria con él. Odiaba escuchar su nombre saliendo de la sucia boca de aquel hombre, odiaba saber que llevaba su apellido.

—Dale una vuelta por el rancho. —McLain sudaba y le brillaban los ojos.

—De acuerdo. —La insistencia del comandante resultaba un tanto extraña, pero a Jake le resultaba de lo más conveniente y no quería preocuparse de ello.

McLain asintió satisfecho.

—Le diré que salga. ¿Por qué no le enseñas la Roca del Norte? Eso le gustará.

—La Roca está a dos horas de camino.

—Puede llegar; dijiste que era una buena amazona. —McLain se giró y se fue a toda prisa hacia la casa.

Jake entornó los ojos mientras lo veía alejarse. Aquello era muy raro.

Daba la impresión de que McLain incitaba sus encuentros con Victoria, pero, ¿por qué motivo?

Tal vez el episodio de Santa Fe con Pledger había despertado sus sospechas. Quizá el comandante pensara que podría sorprender a Jake excediéndose con su esposa y tener así una razón para poder meterle un balazo en la cabeza. Nadie podría decir ni una palabra al respecto, ya que un hombre tenía derecho a proteger a su familia.

Jake ensilló a Sophie y a otra yegua, y, en menos de media hora, apareció Victoria con su traje de montar. Parecía un tanto pálida a pesar del rubor de sus mejillas y no lo miró cuando la ayudó a subir a la silla.

—¿Dónde vamos? —preguntó una vez se alejaron de la casa.

—A ningún sitio en particular. Sólo a montar. —El último lugar al que pensaba ir era a la Roca Norte.

—Hoy no tengo ganas de montar.

El pistolero la miró con interés. Parecía más triste que los días anteriores. Maldita fuera su conciencia puritana; cada vez que tenía tiempo de pensar, deshacía cualquier progreso que Jake pudiera haber hecho con ella. La rabia, todavía reciente tras su encuentro con McLain, se encendió dentro de Jake; no permitiría que Victoria se alejara de él.

—¿Por lo que ocurrió ayer entre nosotros? —inquirió con voz dura.

—¡No ocurrió nada! —La joven se mordió el labio avergonzada por aquel rechazo tan brusco, porque no era real. Ocultarse de lo que sentía no haría que desapareciera.

—Vibraste entre mis brazos, señora —le espetó.

Victoria le dirigió una mirada rápida y desesperada. Los ojos verdes de Jake brillaban peligrosamente bajo el ala de su sombrero.

—Lo sé —reconoció tragando saliva—. Lo siento. Es que... —volvió a tragar saliva—, anoche le pregunté a McLain quiénes fueron los anteriores dueños del rancho. No me quiso contestar; y cuando Juana nombró a los Sarratt, se puso violento y le pegó.

Sus palabras resultaban vacilantes y estaba tan tensa que parecía a punto de quebrarse.

—Sus acciones corroboran tus palabras. No puedo soportar estar aquí, viviendo en la misma casa que él. ¿Cuánto tiempo más debo aguantar, Jake? ¿Nos vas a llevar lejos de aquí? Iré a cualquier lugar al que me lleves.

Victoria dejó de hablar, a la espera de que él le dijera que se irían pronto. Pero Jake la estaba mirando fijamente y el silencio sólo se veía interrumpido por los cascos de los caballos y sus respiraciones, el tintineo de sus bocados y el deslizar del cuero. Desolada, Victoria se hundió en un mar de agonizante bochorno. ¿Lo habría malinterpretado? ¿No había querido decir, después de todo, que las sacaría de allí?

—No vuelvas a mencionarle a los Sarratt. —Jake tenía la voz tan dura y seca como el cauce vacío de un río.

Victoria palideció todavía más. Consternada, levantó las riendas y azuzó a Sophie con el tacón, urgiéndola a correr más. La yegua no necesitaba que la animaran. Se lanzó a la carrera como si le hubieran accionado un resorte, y la joven agradeció el exceso de energía de su montura. Lo único que quería era alejarse de Jake Roper, no tener que mirarlo a la cara y ver reflejada en ella su propia estupidez.

Jake maldijo entre dientes y espoleó a su caballo para ir tras ella. Si la yegua que llevaba no hubiera sido un animal preparado para salvar con rapidez distancias cortas, no la hubiera alcanzado. Cuando llegó a la altura de Victoria, se inclinó y le arrebató las riendas para obligar a Sophie a reducir el paso.

—No vuelvas a hacerlo —le ordenó, irritado por el riesgo que acababa de correr. Ella no conocía la velocidad que era capaz de alcanzar Sophie, ni lo obstinada que era.

—¿Y si no, qué harás? —le gritó apartándole el brazo—. ¡Déjame!

Jake apretó los dientes.

—Victoria, tranquilízate. —Él mismo trató de contener la impaciencia y la ira.

Sin embargo, aunque estaba furioso, le impresionaba que lo hubiera desafiado. Desde el principio se había enfrentado a él sin importarle las consecuencias. Tal vez fuera frágil en apariencia, pero desde luego no se trataba de ninguna cobarde.

—Te pido disculpas —susurró la joven. ¿Cuántas veces tendría que disculparse delante de él aquel día? Por muy mortificante que pudiera resultar, tenía que enfrentarse a ello—. Ayer malinterpreté tus palabras. Creí entender que nosotros...

Se detuvo, incapaz de encontrar una frase que le permitiera conservar algo de dignidad.

—No has malinterpretado absolutamente nada —dijo Jake en voz baja.

Victoria lo miró con tanto desasosiego que el pistolero sintió deseos de estrecharla contra sí y asegurarle que todo estaba bien, que él cuidaría de ella. Pero estaban demasiado cerca de la casa; sería una estupidez por su parte arriesgarse de aquel modo, sobre todo ahora que Ben estaba en camino. Sólo tenía que esperar un poco más, y tanto el rancho como ella serían suyos.

—Apartémonos de la casa —murmuró—. Conozco un lugar al que podemos ir.

Victoria sentía una dolorosa opresión en el pecho, pero no opuso ninguna resistencia y lo siguió. Jake seguía suponiendo para ella un enigma, tal y como había sucedido desde el día que lo conoció, y le aterrorizaba pensar que estaba poniendo en sus manos no sólo su vida, sino también las de Emma y Celia. Se trataba de un hombre peligroso e impredecible; y aun así prefería estar con él en peligro a vivir a salvo sin él.

Avanzaron sin hablar a paso lento durante media hora. Se encontraban en un estrecho y precioso valle, alfombrado de hierba amarilla. No se detuvieron hasta estar bajo el cobijo de un grupo de álamos que se erguían sobre una colina meciéndose con la suave brisa.

—Aquí nadie podrá vernos. —Desmontó y alzó los brazos para cogerla de la cintura y bajarla.

No añadió que desde aquella altura resultaba imposible que alguien se acercara sin ser visto; no tenía sentido asustarla cuando sus sospechas podrían resultar infundadas. Su primer impulso al sentir su esbelto cuerpo entre sus manos fue besarla y llenarse de ella. Su aroma, dulce y suave, lo embriagaba. Su excitación llegó a un punto que llegó a ser dolorosa. No le llevaría mucho levantarle la falda, si eso era lo que quería, pero deseaba algo más que unos cuantos minutos de placer. Lo quería todo de ella: sus sonrisas, su pasión, hundirse en su dulzura. La deseaba demasiado como para arriesgarse a arruinar sus planes presionándola.

Ató cuidadosamente las riendas de Sophie a la rama de un árbol y dejó suelta a su propia montura. Victoria seguía evitando mirarle, al menos hasta que él estiró el brazo y la tomó de la mano, llevándosela a los labios para besarla fugazmente. Entonces ella le dirigió una breve mirada llena de angustia, y Jake se preguntó qué estaría pensando. Nunca antes había conocido a una mujer que rigiera su vida con unos principios tan estrictos. Todavía seguía viviendo en un mundo imaginario en el que gobernaban las buenas maneras; ¿qué haría falta para que abriera los ojos y se diera cuenta de que la vida en el Oeste era dura y que la única norma era sobrevivir como se pudiera?

—Vamos a sentarnos —sugirió, reuniendo con la bota un montoncito de agujas de pino.

Ella tomó asiento sobre la pila, recolocándose cuidadosamente la falda para taparse los exquisitos botines, y Jake se recostó a su lado sobre su costado izquierdo.

—Estoy haciendo planes —dijo él transcurridos unos instantes—. Te llevaré lejos de McLain, pero me llevará algo de tiempo.

Ella cogió un palito y lo arrojó al polvo.

—¿Y qué hay de Emma y Celia?

—A ellas también.

Aquello no suponía ningún problema, pensó Jake. Aunque por supuesto, Victoria no sabía que su plan consistía en reemplazar a McLain, no en largarse.

—¿Cuánto será eso? —susurró—. No podré soportarlo mucho más.

—No lo sé con exactitud. Tendrás que ser paciente hasta que llegue el momento.

A Jake le resultaba casi intolerable permitir que entrara en aquella casa como esposa de McLain, y si para él era malo, ¿cómo se sentiría Victoria? Pero por el momento tendría que hacerlo. Ya se lo explicaría más tarde, cuando el rancho volviera a pertenecerles a Ben y a él.

Victoria volvió la cabeza preguntándose cómo podía pedirle eso si sus sentimientos fueran la mitad de fuertes que los suyos. La respuesta más dura a aquella pregunta, se temía, era que no lo eran. Un intenso dolor se instaló en su interior, pero mantuvo los ojos secos y la barbilla firme; llorar no serviría de nada. Si Jake no la amaba, no la amaba. Al menos la deseaba lo suficiente como para querer estar con ella, lo que le proporcionaba la oportunidad de ganarse su amor con el tiempo.

Jake le tomó la barbilla entre sus dedos enguantados y le giró la cabeza hacia él.

—No te pongas así —le dijo en tono duro—. Estoy haciendo lo que puedo. Tendrás que ser paciente.

—No me pongo de ninguna manera —replicó ella.

—Pues deja de torcerme la cara.

Victoria lo miró entonces directamente. Sus ojos azules se mostraban firmes bajo sus oscuras y arqueadas cejas.

—No sé nada de ti, ni comprendo nada. Creo que se me puede permitir una cierta preocupación.

Jake apretó los labios.

—¿Cómo puedes decir eso después de lo que ocurrió ayer? Hay algo entre nosotros, Victoria. Tanto si lo comprendes como si no. ¿Por qué demonios crees que me he ofrecido a ayudarte?

—No lo sé. Eso es lo que me preocupa. —Victoria distinguió un destello inquietante en el verde oscuro de sus ojos, pero desapareció antes de que pudiera identificarlo—. Mantienes oculta gran parte de ti mismo y no dejas que me acerque. Siento como si me estuviera poniendo en tus manos sin saber nada de ti.

—Sabes que te deseo.

Los bellos ojos de Victoria parecían heridos.

—Sí —asintió—. Lo sé.

Jake quería sentir la suavidad de su piel, así que se quitó los guantes con gesto impaciente y hundió los dedos en su cabello mientras le acariciaba con el pulgar la textura aterciopelada de la mejilla. La luz del sol que se filtraba a través de los árboles dotaba a su pelo de bellos reflejos; Jake deslizó uno de sus mechones entre los dedos, reconociendo tonalidades que iban desde el dorado más pálido hasta el castaño. La piel de Victoria parecía casi traslúcida; en cambio, sus ojos albergaban las sombras de unos secretos que él no podía descifrar. Una oleada de deseo arrasó su cuerpo y amenazó con hacerle perder el control. Dios, necesitaba tener un poco de ella, probarla, sentirla...

—No te preocupes de nada —murmuró, atrayéndola hacia sí—. Yo cuidaré de ti. Confía en mí y no le digas nada a nadie.

Inclinó la cabeza para saquear su boca, y Victoria descubrió que, al menos, mientras la estuviera abrazando, sus preocupaciones no tenían ningún sentido.

Celia escuchó entrar a alguien y trepó rápidamente hasta su escondite del establo, temerosa de que fuera Garnet tratando de pillarla a solas, tal y como Victoria le había advertido que podía hacer. Era tan ágil y silenciosa como un gato.

Se estiró para colocar un ojo en una ranura que había en el suelo y vio que no se trataba de Garnet; era el comandante, que recorría el establo mirando en todas las cuadras.

—Celia —la llamó suavemente con tono persuasivo—. ¿Estás aquí? Hay algo que quiero enseñarte.

Ella no se movió, excepto para cerrar los ojos y dejar de verlo. Ya apenas podía soportar mirarlo; había algo en él que encontraba repulsivo, aunque no podría explicar de qué se trataba. Parecía como si estuviera rodeado de una nube de maldad, de una oscuridad perversa. Al principio había tratado de que le cayera bien por Victoria. Pero no lo había conseguido y ahora le resultaba difícil soportar incluso estar en la misma habitación que él.

—Celia —volvió a llamarla—. Ven aquí. Deja que te enseñe una cosa.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la joven. Ni siquiera se movió cuando lo vio salir del establo para seguir buscándola. Se quedaría escondida hasta que Victoria regresara.

El comandante había dicho que irían a la Roca Norte, pero Garnet era un buen rastreador y, por lo que había visto, ni siquiera habían tomado esa dirección. Los siguió con cuidado, asegurándose de mantenerse a una distancia prudencial. Habían desmontado en un bosquecillo sobre una colina y eso lo obligó a cejar en su persecución. Decidió apostar por que regresarían por el mismo camino y escondió el caballo detrás de un pequeño risco.

Agazapado tras unos enormes peñascos, con el rifle descansando en un pequeño corte de la roca y el sombrero calado para protegerse los ojos del sol abrasador, esperó.

Sophie dio un respingo nervioso cuando Jake subió a Victoria a la silla, y él sopesó durante un instante la posibilidad de montarla en su propia yegua. Pero tras su habitual bufido, Sophie se tranquilizó.

—Mantén bien sujetas las riendas —le aconsejó, subiendo de un salto sobre su montura—. Hoy podría resultar peligrosa.

Victoria se inclinó para palmear el cuello satinado de Sophie.

—Yo la encuentro normal.

—Está entrando en celo.

La joven se sonrojó.

—Oh —murmuró con voz ahogada.

Jake abrió camino entre los árboles, bajando la cabeza para evitar las ramas y con un ojo atento a Sophie para asegurarse de que no intentaba tirar a Victoria. Sophie mordía el bocado con impaciencia, inquieta por el hecho de que la otra yegua la precediera. Sin esperar las instrucciones de Victoria, apresuró el paso hasta que estuvo medio cuello por delante y salió del bosquecillo con la intención de iniciar la carrera que le habían negado.

Victoria mantuvo las riendas firmes, tirando lo suficiente como para hacerle saber a Sophie que quería que disminuyera el ritmo pero no tanto como para hacerle daño. La yegua relinchó y sacudió la cabeza ante el tirón.

—¿Te haces con ella?

—Sí. Quiere correr. ¿Por qué no les dejamos que se diviertan un poco?

Jake negó con la cabeza al recordar cómo podía correr Sophie.

—Mi yegua no puede alcanzarla. Limítate a sujetarla; ya la dejaremos correr otro día, cuando yo vaya en mi caballo.

Sophie, impaciente ante aquella limitación, reculó un poco y se apartó de la otra yegua. El brusco movimiento provocó que Victoria se deslizara hacia un lado, aunque consiguió mantener tanto la posición como las riendas. Jake maldijo y se echó hacia delante para sujetarle las bridas mientras un súbito estallido rasgaba el silencio justo delante de ellos.

La joven apenas registró un zumbido veloz cuando Jake saltó de su caballo hacia ella, arrancándola de su montura y arrastrándola con él al suelo. Victoria cayó de espaldas y durante un instante no vio más que puntos negros y escarlata. Apenas su visión comenzó a aclararse, Jake la agarró y la arrastró bruscamente por la tierra hasta unos matorrales.

—Quédate aquí —le ordenó.

No tenía elección; era incapaz de moverse con algo de coordinación. En medio de una nebulosa lo vio correr hacia su caballo y desenfundar el rifle de la cartuchera. Luego, agachado, regresó corriendo a su lado.

—¿Estás bien? —le preguntó sin mirarla, examinando pulgada a pulgada el resto del valle.

—Sí —consiguió responder Victoria, a pesar de que no era cierto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Jake tenía una mancha roja sobre el azul pálido de la camisa, y el impacto hizo que se sentara de golpe. ¡Lo habían disparado! Alguien les estaba disparando.

—Deja que te vea el brazo —le pidió buscando un pañuelo en el bolsillo de la falda.

Él ni siquiera se giró a mirarla.

—Es sólo un arañazo. La bala no ha entrado.

—Deja que lo vea —repitió Victoria obstinadamente, poniéndose de rodillas para acercarse a él.

Jake tiró de ella hacia abajo y le dirigió una breve y dura mirada.

—No te levantes. Podría seguir apuntándonos.

Victoria apretó los labios, le puso los dedos en el cinturón y luego tiró. Él perdió el equilibrio y quedó sentado a su lado.

—Maldita sea...

—¡Puede volver a dispararte! Eres un blanco más grande que yo.

—No me estaba disparando a mí. Si ese maldito caballo no hubiera dado un respingo, estarías muerta. —Los ojos de Jake parecían esquirlas de hielo.

Ella lo miró sin comprender. ¿Por qué querría nadie dispararle?

—Seguramente sería alguien que estaba cazando. —Tenía que ser así; no podía creer que se tratara de algo más.

Jake gruñó.

—Un cazador con tan mala puntería se moriría de hambre. Es imposible que nadie confunda a dos personas montadas a caballo. —Se sacó la pistola de la funda antes de pasársela a ella—. ¿Sabes disparar?

Victoria había manejado pistolas de un solo tiro, ya que durante la guerra era necesario saber algo de armas.

—Un poco —susurró, cerrando la mano sobre la gastada culata y levantando la pesada arma.

—Entonces dispara a cualquiera que veas, excepto a mí —le ordenó antes de marcharse deslizándose entre los arbustos.

Victoria se quedó sentada inmóvil, alerta ante cualquier pequeño sonido. La yegua de Jake pacía tranquilamente muy cerca de allí, pero no veía ni oía a Sophie. Los pájaros cantaban en las ramas, los insectos zumbaban y una suave brisa jugueteaba entre sus cabellos. Transcurrió casi una hora hasta que volvió a escuchar la voz de Jake.

—Ya puedes salir. No hay peligro.

Victoria se puso en pie y lo vio avanzar hacia ella tirando de Sophie.

—Fuera quien fuera, ha huido. Disparó desde aquellos peñascos —dijo, indicándole un grupo de enormes piedras—. A juzgar por las señales, estuvo un buen rato esperando. Se trata de un hombre solo, y sus huellas llevan directamente hacia el río.

Todavía sería posible seguirle la pista si tuviera tiempo, pero no era el caso. Tenía que llevar a Victoria de regreso al rancho. Echaría un vistazo después, aunque, para entonces, quienquiera que les hubiera disparado habría tenido tiempo de sobra para borrar sus huellas.

Victoria insistió en mirarle la quemadura del antebrazo y se la rodeó con su pañuelo. Su rostro había perdido cualquier signo de color, aunque no había gritado ni se había puesto histérica en ningún momento. El cabello le caía libremente por la espalda, estaba cubierta de polvo de pies a cabeza y su falda estaba desgarrada. No tenía el aspecto de una dama y, sin embargo, el acero de su fortaleza interior permanecía intacto. Jake no sabía quién había intentado matarla, pero se aseguraría de averiguarlo. Y entonces habría un malnacido menos sobre la faz de la tierra.

* * *