—¡Atención! ¡Estás transportando una obra de arte! ¡Un poco de cariño! —salta Armando.
Lucía se detiene en medio de la habitación aguantando la maqueta de un buque de guerra en la mano y contesta:
—Esto no es una obra de arte, sino el barquito de plástico de un niño de cuarenta años…
—Se nota que no aprecias el arte… —rebate el padre de Tomi—. Pero ¿por qué hay que sacar todas las maquetas de mi despacho?
—Porque no es agradable dormirse rodeado de carros de combate y buques de guerra que te apuntan a la nariz con sus cañones —explica Lucía—. Ya que Clementina tiene que vivir alejada de su familia, tratemos de que su habitación sea acogedora.
Esta es la gran novedad que se va a producir en la casa de Tomi: está a punto de llegar la prima Clementina, que se traslada de Málaga a Madrid para estudiar periodismo en la universidad.
—¿Cuándo llega? —pregunta Tomi.
—Mañana por la tarde tendría que estar aquí —responde Lucía.
—¡Es fantástico! —salta el capitán—. ¿Iremos a buscarla?
—No hace falta —explica su madre—. Vine sola en coche.
—¿Con la Cafetera? —exclaman a coro Tomi y su padre.
—Sí, salió de Málaga hace una semana… —cuenta Lucía—. Ha aprovechado para darse una vuelta por la península. Los periodistas son muy curiosos y, como sabéis, Clementina no se está quieta aunque la aten…
Clementina es como un torbellino y rebosa fantasía. Por eso es la prima favorita de Tomi. Siempre que ha ido a verla a Málaga se ha divertido como un loco. Le ha enseñado la ciudad, las playas y los paisajes más hermosos de la zona. El verano pasado lo llevó a dar una vuelta por los Caños de Meca a bordo de su viejo 600 rojo, al que llama «la Cafetera». Recorrer las pistas de arena de la zona con aquel armatoste fue una aventura de lo más emocionante, que duró hasta el alba.
—¿Y cuánto tiempo se quedará en casa? —pregunta el capitán.
—No lo sé —responde Lucía—. El tiempo que le haga falta para encontrar un apartamento, que a lo mejor comparte con una compañera de estudios.
—Aquí puede quedarse todo el tiempo que quiera —añade Armando—. Con una única condición: que no rompa nada de mi despacho. Si me destroza una sola maqueta, me la llevo de vuelta a Málaga en mi autobús.
—Qué gracioso eres… —comenta Lucía.
Tomi suelta una carcajada y se va a su habitación. Enciende el ordenador que le regalaron por su cumpleaños y comprueba si ha llegado algún mensaje de Pekín. Nada. Eva no ha vuelto a conectarse desde el día de la fiesta, cuando se enteró de que Tomi había llevado a Adriana al parque de El Retiro.
El capitán observa con tristeza la webcam y susurra para sí mismo: «Tengo la impresión de que esta vez estás enfadada de verdad, ¿no es cierto, Eva?».
Apaga el ordenador y saca su chaqueta del armario. Los amigos le están esperando en la parroquia de San Antonio de la Florida. Tienen que escoger un regalo para el cumpleaños de las gemelas.
Tino ya ha colgado sus comentarios acerca del primer partido de la liga en el tablón de anuncios de la parroquia.
Nico lee en silencio la nota que le ha dado: «El comienzo no ha hecho sino confirmar lo que apuntaban los partidos amistosos: nuestro número 10 está tan dotado para el fútbol entre once como un esquimal para el esquí acuático. Su entrada en la segunda parte ha sido determinante para la derrota. Nota: 4».
—No te enfades —dice Aquiles, que trata de animarle como en el campo—. Ese incordio de periodista siempre está exagerando. Ya le diré yo cuatro cosas y verás cómo en su próximo comentario es mucho más amable…
—Pero si Tino no ha escrito ninguna mentira —dice Nico—. He entrado en el campo y por mi culpa habéis perdido. Tiene razón: el campo grande no me va bien.
—¡Ahora el que exagera eres tú! —exclama el antiguo matón—. Nunca se pierde por culpa de uno solo: ganamos once y perdemos once. Ayer no jugaste tan mal. Tienes que mejorar en el aspecto defensivo, pero, en comparación con los primeros partidos amistosos, has hecho grandes progresos. Estoy seguro de que al final de la fase de ida estarás tan cómodo en el campo grande como en el pequeño.
—Aquiles tiene razón —interviene Fidu—, yo también me siento raro entre los nuevos postes, tan separados. La portería me parece tan grande como el túnel de una autopista: ¡es enorme! Con el tiempo y los entrenamientos ya verás cómo nos acostumbramos. ¡Tino no para de escribir tonterías! Yo también le diré unas cuantas cosas… ¿Cómo se atreve a ponerle un cuatro a monsieur Champignon solamente porque ha sacado a Bruno y a Julio? ¡En cuanto vea a esa pulga de periodista me lo como como si fuera un merengue!
Los Cebolletas ríen divertidos.
—Tengo la impresión de que se le ha subido a la cabeza la entrevista de Totti que publicaron en la Gazzetta dello Sport —comenta Dani.
—Aquí llega nuestro Totti —avisa Aquiles—. A él Tino tampoco le ha puesto más que un cinco. Adiós, chicos, nos vemos mañana en el entrenamiento.
Tomi está franqueando la verja de la parroquia.
—Será mejor que vayamos hasta él y no le digamos nada de las notas —propone João—. Si no, le vamos a amargar la tarde…
—Buena idea —aprueba Ígor.
Los Cebolletas se acercan a su capitán, que se ha detenido a charlar con don Calisto en la cancha de baloncesto.
—Estamos todos, capitán —le informa Dani.
—Vale, ¿alguna idea para el regalo? —pregunta Tomi.
Fidu, que lo había olvidado, exclama:
—¡Es verdad! El sábado es el cumpleaños de Sara. ¿Y cuándo es el de Lara?
—¿A ti qué te parece? —salta Nico, echándole una mirada asesina—. ¡Son gemelas!
—Ah, claro, perdonad… —se excusa Fidu, avergonzado y rascándose la cabezota.
Todos sueltan una carcajada.
Becan tiene una idea brillante.
—Sara y Lara están entuasiasmadas con la «pintura a la verdura» de Violette. Podríamos regalarles una paleta junto con una buena caja de hortalizas que nos dé Champignon.
—¡Genial, Becan! —exclama Fidu—. ¡Eres más listo que Nico!
Todos están de acuerdo.
—Hay una tienda de material de pintura cerca de la parada de Moncloa —sugiere João—. Podemos ir a pie.
—De acuerdo, vamos enseguida —decide Tomi, que da un paso hacia la verja y se detiene—. ¿Habéis visto si Tino ya ha expuesto sus comentarios?
—No, todavía no —responden al unísono los Cebolletas, que se dirigen a toda prisa hacia la salida.
El capitán, ligeramente sorprendido ante tanta unanimidad, los sigue.
Antes de entrar en la tienda, los chicos se vacían los bolsillos y juntan su dinero.
—Esperemos que haya suficiente… —suspira Becan.
Hay bastante dinero; de hecho, incluso sobran cinco euros.
—¡Tengo una idea! —exclama Fidu—. Somos ocho, y dividir estos cinco euros es complicado. ¿Por qué no compramos un número de lotería, ganamos un millón y nos vamos todos a la playa de Río de Janeiro a tomar el sol y jugar a la pelota?
Compran el billete en una administración de lotería de la zona.
—¿Te lo quedas tú? —pregunta Nico.
—¿Por qué, no te fías, empollón? —pregunta el portero, antes de inmovilizar al número 10 con una llave de lucha libre.
—De un tipo que cree que dos gemelas cumplen años en días distintos se puede esperar cualquier cosa… —replica Nico con un hilo de voz.
Los Cebolletas sueltan el trapo.
Sea como fuere, sin que nadie se haya dado cuenta el número 10 ha memorizado el número de serie del billete. Para un lumbrera como Nico, recordar cinco cifras es un juego de niños.
Gaston Champignon se presenta en el primer entrenamiento de la semana con cinco ollas de diferentes tamaños. La más pequeña tiene un diámetro de medio metro. Las coloca delante de la portería.
Dibuja una línea de yeso a veinte metros de distancia y pide a Augusto que vacíe el saco de los balones.
—Para entrar en calor lo que más nos conviene es un juego de precisión —anuncia el cocinero-entrenador—. Se dispara desde aquí. Cinco intentos por cabeza para la olla más grande. Quien acierte sigue jugando. ¡Adelante con el primero!
Sara, João, Tomi, Nico, Bruno, Pavel y Rafa meten la pelota en el interior de la olla. Los demás no lo consiguen y enseguida dejan de jugar.
En la segunda olla quedan eliminados Sara y Pavel; en la tercera fallan João y Bruno. Siguen en juego Tomi, Nico y el Niño, que aciertan también con la cuarta olla.
La quinta diana, vista a veinte metros de distancia, parece diminuta.
El tiro del capitán rebota sobre el borde y sale rodando, entre los murmullos de decepción de los Cebolletas.
Nico encesta una vez más y da un bote de alegría con los brazos en alto, entre aplausos.
El Niño dispara sin tomar carrerilla, acierta una vez más y lo celebra con el pulgar metido en la boca. Todos lo felicitan.
—Superbe! —exclama Champignon—. Hay que desempatar. Contaba con ello…
El cocinero da la vuelta a la olla más grande, se saca una vela del bolsillo, la enciende, vierte un poco de cera y la fija a la olla.
—¡Gana el que apague la vela! —explica el míster, colocándose junto a la diana.
—¡Pero si es imposible! —exclama Fidu.
—No, no es imposible —le corrige el Niño, que esta vez sí coge carrerilla.
Se acerca al balón a pasos pequeños y le da un golpe seco, que hace un ruido parecido a un martillazo sobre una tabla de madera. El balón viaja por el aire como una bala y tira la vela.
—¡Apagada! —anuncia Champignon después de recogerla.
Los Cebolletas se quedan paralizados por la sorpresa. Nadie aplaude.
Nico se ajusta las gafas sobre la nariz. Observa la llamita con gran concentración, como si quisiera calcular la distancia exacta a la que se encuentra y la fuerza que debe tener su disparo. Toma carrerilla y chuta con fuerza y precisión, pero la pelota roza la vela sin tumbarla.
—Nooo… —exclaman a coro los Cebolletas.
El Niño se lleva el pulgar a la boca para celebrar su victoria, pero Champignon grita algo:
—¡Venid a ver! El tiro de Nico ha pasado tan cerca de la mecha que ha apagado la llama… ¡sin tocar la vela! ¡Ha ganado Nico!
Aquiles es el primero en «chocarle la cebolla» al número 10.
—¡Ya te decía yo que no eres un esquimal practicando esquí acuático!
Nico sonríe con orgullo.
Champignon se atusa la punta derecha del bigote. Si ha organizado ese juego ha sido por su número 10. Para devolverle la confianza y demostrar a los nuevos jugadores que Nico tiene los pies de un gran centrocampista, aunque en el campo grande todavía tenga problemas.
El cocinero ha decidido que el domingo próximo Nico saldrá como titular. Cuando piensa en la vela se convence de que nadie lamentará su decisión.