Capítulo 9
Jonathan no había encontrado nada amenazador: ni perros monstruosos, ni demonios, ni a la Muerte. Pero tampoco había encontrado a Emma.
No sabía cuánto rato llevaba dando vueltas por la Ciudad Oculta, puesto que, por lo visto, allí no existía el tiempo tal y como él lo conocía. Ahora que conocía el secreto de la extraordinaria ciudad dual, lo observaba todo con un renovado interés, preguntándose cómo había podido vagar tanto tiempo por la Ciudad Oculta, creyendo que seguía en el mismo plano de existencia, sin darse cuenta del cambio. Advirtió que aquel lugar era muy parecido a la Ciudad Antigua. Los mismos edificios, las mismas calles… pero siempre había detalles que lo hacían diferente. Los rincones parecían más oscuros, las casas más abandonadas, los jardines más salvajes. Era como si, en algún lugar del tiempo, una sola ciudad se hubiese desdoblado en dos exactamente iguales, y cada una de ellas hubiese seguido existiendo y evolucionando por su cuenta, la primera abierta al mundo, y la otra de espaldas a él. El convento llevaba mucho tiempo abandonado, y no había en su torre campana que anunciase las horas. Frente a la sinagoga había una tienda como la de Nico, pero cerrada y totalmente vacía.
Las diferencias en general eran sutiles y no saltaban a la vista de un visitante despistado, pero estaban allí, no había ninguna duda. Jonathan se preguntó entonces si el marqués se habría referido a la doble naturaleza de la ciudad al decir que no le estaba permitido llegar hasta el reloj Deveraux. Pero si Nico, Nadie y él mismo habían conseguido entrar en la Ciudad Oculta… ¿por qué no habría podido lograrlo un hombre como el marqués?
Jonathan siguió caminando, perdido en sus cavilaciones. La exploración de aquella cara de la ciudad casi había logrado distraerlo de su propósito principal.
El problema era que, sin Emma, ya no tenía la más remota idea de adonde dirigirse. Recordó que ella había mencionado a un tal Hacedor de Historias, o algo parecido. ¿Debía arriesgarse a buscarlo por su cuenta? ¿Y a quién podía preguntar?
Se detuvo de pronto cuando vio una tenue luz que procedía de una calle lateral. Se acercó, con precaución.
Se trataba de una calle sin salida, rematada por una placita con árboles y bancos, y una fuente de piedra. Jonathan la reconoció enseguida: era la calle de la relojería Moser. Su reflejo en la Ciudad Oculta era bastante aproximado, incluso en el detalle del caño de la fuente con forma de boca de dragón.
Con la salvedad de que allí ya no había ninguna relojería.
En el lugar donde había estado la «ANTIGUA RELOJERÍA MOSER, ESPECIALISTAS EN REPARACIÓN Y RESTAURACIÓN DE RELOJES ANTIGUOS DESDE 1872», había ahora una pequeña tienda mugrienta cuyo rótulo carcomido rezaba:
OBJETOS RAROS DE TODAS CLASES
BUENOS Y VARATOS
Jonathan se preguntó qué clase de persona escribía «varatos» con uve y, no contento con ello, mantenía su comercio abierto a aquellas horas de la noche.
Se encogió de hombros y decidió entrar a preguntar por el reloj Deveraux.
Cuando empujó la puerta, que cedió sin problemas, lo que sucedió inmediatamente después lo sobresaltó hasta el punto de hacerlo saltar en el sitio. Jonathan estaba acostumbrado a las tiendas que tenían campanillas sobre la puerta, o un avisador que sonaba como un silbido cuando alguien entraba, pero nunca lo había recibido el chillido histérico de un grajo medio desplumado, ciertamente feo. El chico lanzó una mirada insegura a lo alto de la puerta, donde estaba el animal, y descubrió, con sorpresa, que se trataba de un artefacto mecánico. Como el avisador no volvió a sonar, y nadie acudió a su llamada, Jonathan entró en la tienda y miró a su alrededor, fascinado.
A la temblorosa luz de las tres velas de un candelabro, objetos de todo tipo se acumulaban sin ningún orden sobre estanterías abarrotadas que vestían todas las paredes, del suelo al techo. También el mostrador había desaparecido bajo montones de trastos, e incluso había algunos, los más grandes, abandonados por los rincones de la habitación. Jonathan paseó por la tienda, examinando el género y tratando de no pisar nada, y quedó aún más sorprendido que antes.
Había cuadros cuyos personajes se movían según el ángulo desde el que los mirases; libros con las páginas en blanco, que se escribían a medida que ibas leyendo; figuritas de porcelana que volvían la cabeza para mirarte cuando pasabas ante ellas; joyas cuyas gemas cambiaban de color a cada instante, mostrando matices que Jonathan jamás había visto y tonos que habría jurado que no existían; plumas que tenían que estar encadenadas a la mesa, porque se empeñaban en escribir todo cuanto sucedía ante ellas, y ya habían embadurnado de tinta el área que la cadena que las retenía les permitía alcanzar; un circo de autómatas en miniatura que ejecutaban por sí solos las más atrevidas proezas acrobáticas; una especie de bicicleta con cinco ruedas; una jaula sin puertas; una lámpara que, cuando se encendía, creaba oscuridad a su alrededor; una cazuela doble con recipientes a ambos lados del mango; una estufa con forma de pepinillo; un jarrón que sonreía; un espejo que devolvía el reflejo del revés, es decir, que cuando Jonathan se miraba en él, le mostraba su propia espalda…
Y había relojes, montones de relojes. Tal vez no fuesen extraordinarios, como los de la cámara secreta del marqués, pero sí que resultaban, cuanto menos, curiosos. Algunos tenían trece horas; otros, varias manecillas, o ninguna; otros avanzaban en sentido contrario al habitual, como si retrocediesen en el tiempo. Por no hablar de las extrañas formas, colores y tamaños que adoptaban. Había un reloj con forma de cerdito, y otro pintado a rayas violetas y naranjas. Había uno incrustado en un caldero de latón (Jonathan supuso que serviría para avisar cuando el guiso estaba listo) y otro tan plano como papel de fumar.
Estaba examinando los relojes, preguntándose si alguno de ellos sería el reloj Deveraux, cuando algo llamó su atención. Parecía un viejo tocadiscos, solo que el lugar donde debía colocarse el disco no era una plataforma redonda, sino rectangular, y había un libro abierto situado en ella. La aguja del tocadiscos reposaba sobre una de las páginas. Un poco intrigado, Jonathan lo puso en marcha. El altavoz carraspeó un poco y de él salió una voz profunda que empezó a hablar en un idioma que Jonathan no conocía. Sorprendido, descubrió que la aguja del tocadiscos se deslizaba sobre las páginas del libro, y que la voz recitaba las palabras que allí había escritas, como si estuviese leyéndolo en voz alta. Siguió mirando, fascinado, cómo el artefacto cumplía su curioso cometido, hasta que la aguja llegó al final del párrafo y saltó al siguiente, en el que comenzaba la intervención de un nuevo personaje. La frase estaba colocada entre signos de exclamación, pero Jonathan se dio cuenta demasiado tarde y, antes de que pudiera evitarlo, la voz que salía del amplificador pronunció aquellas palabras con un potente grito que hizo retumbar toda la sala. Jonathan logró desconectarlo, y el altavoz enmudeció. Miró a su alrededor, pero la tienda seguía estando desierta.
Un poco más tranquilo, iba a seguir examinando el sorprendente ingenio, cuando una voz chirriante que parecía provenir de todas partes y de ninguna lo sobresaltó:
—Si no piensa comprarlo, ¡deje usted de juguetear con el tocalibros! ¡Es muy delicado!
Jonathan se volvió hacia todos lados, en busca del dueño de la voz. Percibió un movimiento por el rabillo del ojo y se dio la vuelta, pero sobre aquella parte del mostrador seguía habiendo solamente un pedazo de una vieja alfombra, una pipa con dos boquillas, el circo de autómatas y un muñeco feo y arrugado que tenía una cierta apariencia de duende.
—Lo… lo siento —dijo Jonathan, inseguro—. Nunca había visto un…
—Tocalibros —lo ayudó la voz.
Jonathan dio un respingo. La boca del muñeco se había movido. Se acercó, vacilante, al mostrador, y lo observó de hito en hito. El muñeco le devolvió la mirada.
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara? —graznó.
Jonathan dio un salto atrás, sorprendido. El muñeco no era un muñeco. Era un duende de verdad.
El chico no estaba muy seguro de que fuese un duende. Era pequeño y de piel pardusca y arrugada, tenía la nariz larga y curva, y las orejas en punta. Sobre los ojillos, brillantes, pequeños y negros como escarabajos, llevaba unos anteojos que tenían un cristal roto, aunque el duende, o lo que fuera, no parecía notarlo. Dos tristes mechones de pelo blanco y lacio caían sobre sus largas orejas. El resto de su desproporcionada cabeza moteada no lucía un solo cabello. Vestía ropas que probablemente habían sido la última moda… cuatro siglos atrás; llevaba la levita raída y descolorida, y aquellos puños de encaje habían dejado de ser blancos hacía mucho tiempo. Su aspecto en general provocaba en aquel que lo observaba el súbito impulso de coger un plumero para limpiarle el polvo.
El duende —o lo que fuera— parecía ajeno a esta circunstancia. Estaba sentado sobre el mostrador con las piernas cruzadas, y estudiaba a Jonathan con gesto crítico.
—¿Es usted… el dueño de la tienda? —preguntó el chico.
—Para servirlo a usted —dijo el duende—. ¿Busca alguna cosa en particular?
—Busco un reloj… —empezó Jonathan, pero el duende lo interrumpió:
—¡Ah, relojes! Los tengo de todas las clases y tamaños, ¡y todos ellos marcan el tiempo del Exterior! ¿Desearía el señor un práctico reloj de pulsera? ¿O tal vez un elegante reloj de pared? ¿O quizá…?
—No exactamente. Busco el reloj Deveraux.
Hubo un breve silencio.
—Ah —dijo finalmente el duende—. Ese reloj.
—¿Ha oído usted hablar de él?
—Por supuesto, mi querido muchacho. Todos en la Ciudad Oculta sabemos que ese reloj existe, aunque nadie lo haya visto en… —hizo un rápido cálculo con los dedos— casi tres siglos. Por eso sabemos también que es absurdo buscarlo. Tú debes de ser uno de esos locos ingenuos que vienen del Exterior tratando de hacerse con él.
—Pero ¿está aquí, en la Ciudad Oculta?
—Rotundamente sí. Aunque nadie sabe dónde.
Jonathan frunció el ceño. Emma le había dicho…
De pronto el duende saltó hacia adelante sin previo aviso, y Jonathan retrocedió, sobresaltado, cuando su verrugosa nariz estuvo a no más de cinco centímetros de distancia de su rostro.
—Hace mucho tiempo que no veo uno de esos —siseó el duende—. ¿Te importaría enseñármelo? Nada personal. Curiosidad profesional, simplemente.
—No… no entiendo a qué se refiere…
—Me refiero al objeto que te permite… saltar de un lugar a otro… ya me entiendes…
Irreflexivamente, Jonathan se sacó el amuleto de debajo de la camiseta.
—¿Esto?
Tuvo que apartarse de nuevo, porque el duende había vuelto a saltar sobre él. Debió de percibir la expresión alarmada del chico, puesto que retrocedió de nuevo hasta su lugar sobre el mostrador, sonriendo de manera que enseñaba todos sus afilados y puntiagudos dientecillos.
—Perdona mi impaciencia —dijo—. Verás, cuando la ciudad se desdobló, ellos inventaron ese mecanismo para entrar y salir. Hicieron varios relojes como el tuyo, pero algunos se perdieron, y andan dando vueltas por el mundo. Él recogió unos cuantos y los guardó en ese Museo de los Relojes que tiene… Oh, sí —sonrió el duende al ver la expresión de súbito interés de Jonathan—. Pero a los Señores de la Ciudad Oculta no les hizo mucha gracia que fuese regalando Puertas a simples mortales, con la esperanza de que alguno de ellos se hiciese con el reloj Deveraux. Entiéndeme. La Ciudad Oculta se convirtió en un hervidero de gente que, como tú, metía las narices donde no le llamaban para buscar ese condenado reloj. Los Señores de la ciudad no podían permitirlo, de modo que han ido confiscando cuantas Puertas han caído en sus manos, y me parece que ya no queda ninguna en el Museo de los Relojes. ¿Dónde has conseguido esta?
—Me la han dado en la Ciudad Antigua —dijo Jonathan—. Pero ¿por qué habla usted de mecanismo y de relojes? No es más que un medallón…
El duende rió entre dientes y alargó hacia Jonathan una mano arrugada de largas y afiladas uñas, que tenía una cierta semejanza con una garra.
—No temas —dijo cuando Jonathan retrocedió, cauteloso—. Solo quiero enseñarte lo que hay dentro de eso que llamas «medallón».
—¿Hay algo dentro?
Jonathan se apresuró a comprobarlo. Palpó el colgante hasta que halló un pequeño botón. Al oprimirlo, el medallón se abrió como un libro y los ojos de Jonathan reflejaron sorpresa.
El duende tenía razón. Aquello que Nico le había entregado frente a la sinagoga, aquello que había llevado todo el tiempo encima y que le había franqueado, sin que él se diese cuenta, el camino a la Ciudad Oculta, no era un amuleto.
Era un reloj.
«Por eso lo sentía palpitar», pensó el chico. «En realidad era el mecanismo del reloj lo que hacía que vibrase».
Lo contempló durante un momento, buscando algo extraordinario en él que justificase su sorprendente capacidad de servir de Puerta entre ambas caras de la ciudad.
Y sí, había algo extraño, algo que no encajaba, pero ¿qué? Aparentemente, era un reloj como tantos otros. Ni siquiera poseía la belleza misteriosa de muchas de las piezas de la colección del marqués. Lo miró desde todos los ángulos, tratando de encontrar aquello que llamaba su atención, pero no fue capaz de hallarlo.
—Lo llaman Intertempus —dijo de pronto el duende.
—¿Intertempus?
La criatura asintió.
—¿Sabes cuál es la relación entre la Ciudad Antigua y la Ciudad Oculta? Las dos están en el mismo lugar, al mismo tiempo, y todos sabemos que eso no puede ser.
—Bueno, no exactamente. La física cuántica señala que…
—No me interrumpas, joven. No necesito palabrejas raras para explicarte la naturaleza de este lugar. Y ahora, ¿vas a escucharme?
Jonathan asintió tras una breve vacilación. El duende se acomodó mejor sobre el mostrador y continuó:
—Una vez vino aquí un mortal como tú y me contó cómo había descubierto el secreto de la Ciudad Oculta. ¡El río!, me dijo. Yo no lo entendí. Chifladuras de humanos, pensé. Pero entonces me explicó que había visto la Ciudad Antigua desde el otro lado del río. Se reflejaba en el agua, ¿entiendes? En ese momento, el humano vio dos ciudades donde antes había una, y comprendió cómo era posible que la Ciudad Antigua pudiese ser, al mismo tiempo, la Ciudad Oculta, de la misma forma que una moneda tiene dos caras o una hoja tiene haz y envés.
»La explicación exacta resulta un poco más compleja. En realidad, ambas ciudades están en el mismo lugar pero no al mismo tiempo. Fíjate en el reloj que tienes en tus manos. Verás que las manecillas nunca se detienen en las horas exactas. No es un error ni un fallo del reloj. Ha de ser así, porque ese reloj señala el tiempo de la Ciudad Oculta, no el del Exterior.
Jonathan miró fijamente la esfera del reloj, siguiendo el movimiento de las manecillas. Era verdad. El segundero no se detenía sobre las muescas que marcaban las horas, sino un poco antes y un poco después. Como si estuviese ligeramente desviado. Como si señalase el tiempo entre dos segundos.
—Ya ves —dijo el duende—. La Ciudad Oculta existe en el tiempo que hay entre dos tictacs de reloj. Y lo llaman el Intertempus. Ingenioso, ¿verdad? De esta manera han conseguido permanecer alejados de la mirada de los humanos.
—Pero se puede entrar con estos relojes —recapituló Jonathan—. Es sencillo, si consigues uno de ellos. ¿Por qué el marqués tiene que mandar a otras personas en su lugar?
—Porque los Señores de la Ciudad Oculta le prohibieron la entrada. Ese marqués es un… un exiliado, un proscrito. Y ni siquiera él se atrevería a desafiar la Prohibición.
Jonathan se acodó sobre el mostrador, interesado.
—Hábleme de los Señores de la ciudad. ¿Quiénes son?
—Ooooh —dijo el duende, abriendo al máximo sus ojillos—, más te valdría no tropezarte con ninguno de ellos. A simple vista no parecen peligrosos, pero créeme, lo son. Lo han visto todo, todo, muchacho. ¿Crees que tu especie ha realizado grandes proezas? Cuando los humanos llegaron a la Luna, cuando surcaron el cielo por primera vez, cuando cruzaron los océanos, cuando iluminaron las noches, cuando aprendieron a escribir, cuando plantaron las primeras semillas, cuando descubrieron cómo prender fuego, cuando comenzaron a hablar, incluso cuando bajaron de los árboles… ellos ya estaban allí.
Jonathan sacudió la cabeza.
—No… no lo entiendo.
—Entonces no vale la pena que siga explicándotelo —replicó el duende, un poco molesto—. No eres demasiado listo, ¿eh?
—Hábleme entonces del reloj Deveraux —dijo Jonathan sin ofenderse; había hallado una buena fuente de información y no pensaba dejarla escapar—. ¿Qué tiene de especial?
—Bueno, nunca lo he visto con mis propios ojos, así que no sabría decirte… pero dicen que guarda un fabuloso secreto en su interior. Por eso unos lo buscan con tanto afán y otros se toman tantas molestias para que siga oculto.
—¿Y no hay manera de llegar hasta él?
—¿No me estás escuchando? ¡Te he dicho que ellos lo guardan!
—¿Y cómo puedo llegar hasta ellos?
El duende suspiró, cargado de paciencia.
—No puedes llegar hasta ellos. A no ser que ellos salgan a tu encuentro, claro está. ¡Por todo lo sagrado, chico, son los Señores de la Ciudad Oculta! Sabían que estabas aquí mucho antes que tú mismo. Saben todo sobre ti. Puede que te estén observando en estos mismos instantes. No puedes sorprenderlos. Si no quieren dejarse ver, nunca los encontrarás.
Jonathan se apartó del mostrador, tratando de pensar. Emma le había dicho que el reloj Deveraux no estaba en la Ciudad Oculta, pero obviamente se había equivocado. Trató de reunir las escasas pistas que tenía.
—¿Conoce usted al Hacedor de Historias?
—Sí —el duende frunció el ceño—. Un humano loco como tú. Ellos le perdonaron la vida porque contaba buenos cuentos. Ahora es incapaz de distinguir lo real de lo imaginario.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
El duende rió con sarcasmo.
—¿Para qué quieres encontrarlo? Pregúntale por algo y te contará docenas de historias relacionadas. Todas interesantes, sí, pero ninguna verdadera. Podrías estar escuchándolo hasta el fin del mundo. Pero no sé dónde está —añadió, al ver que Jonathan abría la boca para repetir la pregunta—. Va deambulando por ahí. Tal vez lo veas esta misma noche.
Jonathan frunció el ceño. ¿Por qué había querido Emma llevarlo a ver a un individuo como aquel? Sacudió la cabeza. Seguramente, el duende exageraba.
Se volvió hacia él para preguntarle más cosas, pero el duende se puso en pie de un ágil salto y lo miro con cierta ferocidad.
—Y bien, chico, espero que después de todo hayas decidido comprar algo…
—No tengo dinero —respondió Jonathan al punto.
—No importa. Si te interesa alguna cosa, siempre me puedes dar un objeto a cambio. Como ese bonito reloj que llevas colgado al cuello.
Jonathan no tenía ninguna intención de entregarle el reloj, pero paseó su mirada por los «OBJETOS RAROS DE TODAS CLASES, BUENOS Y VARATOS» que el duende tenía en su abigarrada tienda. De pronto se le ocurrió una idea, y se volvió hacia él tan bruscamente que casi llegó a sobresaltarlo.
—¿No será usted el Mago, verdad?
—¿El Mago? ¿De qué estás hablando?
—Quiero decir… —Jonathan trató de recordar lo que había dicho la Echadora de Cartas sobre el personaje a quien había llamado «el Mago», y que estaba destinado a mostrarle al Loco su verdadero camino—, si ha sido usted quien ha inventado todos estos… artilugios.
—¿Yo? ¿Por quién me tomas? ¡Como si no tuviese otra cosa mejor que hacer!
El duende parecía ofendido, y Jonathan optó por esperar a que se calmase un poco.
—¡Noooo, chico, yo vendo objetos raros, no los fabrico! Pero conozco a un tipo que tenía tanto tiempo libre que se dedicaba a inventar cosas como estas, luego no sabía qué hacer con ellas, de modo que me las traía… y así surgió mi tienda.
—¿Dónde puedo encontrar a ese hombre?
—Yo no lo llamaría exactamente «hombre»… pero creo que vive en un ático.
—¿En la Ciudad Oculta?
—¡Basta de cháchara! —estalló de pronto el duende—. ¿Vas a comprar algo o no?
Ya no parecía tan amigable, y Jonathan retrocedió un paso. El duende se balanceaba sobre el canto del mostrador, como si estuviese dispuesto a saltar sobre el muchacho en cualquier momento. Sus ojos tenían un brillo siniestro, y enseñaba todos los dientes.
—Me… me parece que no —balbuceó Jonathan—. Siento haberle hecho perder el tiempo.
—¡Tiempo es lo que te llevas, y debes pagarlo! —exigió el duende, señalando acusatoriamente a Jonathan con un dedo huesudo—. ¡Dame tu reloj-puerta!
Jonathan se llevó la mano al medallón.
—No puedo —dijo—. Necesito encontrar el reloj Deveraux.
El duende rechinó los dientes y saltó sobre él.
Jonathan ya estaba en la puerta. La abrió —el grajo mecánico volvió a graznar— y salió corriendo, sin detenerse a mirar si el duende lo perseguía.
Oyó sus chillidos a su espalda durante largo rato. Por fin, la oscuridad se lo tragó.
* * *
En aquellos momentos, Bill Hadley se hallaba en la jefatura de policía de la Ciudad Antigua, armando un escándalo considerable. Uno de los agentes, que chapurreaba un poco de inglés, había creído entender en sus confusas explicaciones que Hadley debía encontrar un reloj antiguo antes del amanecer, y que esta era la razón por la cual había despertado a todo el convento aporreando la puerta, y que después había tratado de sobornar a las monjas con un fajo de billetes para que le dejasen examinar los valiosos objetos de la exposición.
El agente estaba desconcertado. Habían arrestado a Hadley por escandaloso y alborotador, pero daba la sensación de que lo que necesitaba era una larga estancia en un manicomio.
—¡No se haga el gracioso conmigo, agente! —vociferaba Bill Hadley, con el rostro completamente colorado—. ¡Usted no sabe quién soy yo! ¡Podría comprar toda esta maldita ciudad, así que déjeme salir de aquí antes de que ponga en acción a todos mis abogados!
—Oh, otro loco de esos —dijo un policía de mayor edad, cuando el otro le contó lo que pretendía aquel americano chiflado—. ¿Cuánto tiempo hacía que no venía nadie preguntando por ese reloj, Rodríguez?
—Más de siete años —respondió Rodríguez, que sería solo un poco más joven que su compañero—. Pero ninguno había armado tanto escándalo, que yo recuerde.
Hadley seguía vociferando, ajeno al hecho de que los policías lo miraban como si fuese un piojo. Entonces algo se restregó contra su pierna. Hadley se calló y miró abajo.
Era un gato negro.
—Fuera de aquí —gruñó, lanzándole una patada.
Pero el gato no solo no se fue, sino que saltó a su regazo y se acomodó allí. Hadley se lo sacó de encima y se dispuso a seguir increpando al policía, cuando vio que el gato había dejado algo sobre sus rodillas.
—¿Qué es esto?
Un medallón viejo, o algo parecido. Hadley lo cogió con curiosidad.
Y, entonces, todo a su alrededor cambió.