Capítulo 6
Jonathan se paró de pronto y miró a su alrededor, desolado. Se sentía completamente perdido. Todo estaba oscuro, y el chico se preguntó si era normal que no hubiese iluminación en aquella zona de la ciudad. Emma se volvió para mirarlo.
—¿Qué pasa?
—Oye —jadeó Jonathan—. Todas las calles parecen iguales. ¿Estás segura de que sabes adónde vas?
Ella se detuvo de pronto y se volvió hacia él, con los ojos centelleantes. Parecía ofendida.
—Claro que sí. Vivo aquí desde hace mucho tiempo, ya te lo he dicho. ¿Qué te pasa? ¿Es que no te fías de mí?
—No es eso —lo cierto era que Emma le parecía la única persona normal de todas las que había conocido en la Ciudad Antigua—. Es que me da la sensación de haber pasado varias veces por el mismo sitio.
Emma rió alegremente.
—Eso es porque todas las calles son muy parecidas, y además no hay farolas en esta parte de la ciudad. Tú mismo lo has dicho. A los que no son de aquí les resulta muy fácil perderse. Pero no te preocupes, estamos llegando ya. ¿Ves esa luz? Es ahí.
Jonathan miró hacia donde ella le señalaba. Un poco más allá, un leve resplandor violáceo iluminaba el callejón. Al acercarse, el chico vio que la luz provenía de un ventanuco a ras de suelo. Quiso asomarse a mirar, pero Emma tiró de él hasta una escalera que bajaba hacia un sótano. Descendieron por ella hasta llegar a una puerta pequeña y oscura que olía intensamente a algo parecido a hierba mojada.
—Hiedra, déjanos pasar —dijo Emma.
Algo se movió junto a la puerta, y Jonathan vio entonces que, en el suelo, junto al umbral, estaba sentada una mujer pequeña y arrugada que se envolvía en un lío de mantas verdes.
—¿Quién es? —preguntó con voz apagada—. Oh… —dijo al ver a Emma—. Disculpad.
Se hizo a un lado con presteza, y el olor a hierba mojada la siguió. Un rayo de luna se reflejó en su cara, y a Jonathan le dio la sensación de que su piel tenía un cierto tinte aceitunado.
—¿Habéis venido a verla a ella? —preguntó Hiedra.
—¿Puede recibirnos? —preguntó Emma a su vez.
—Sabes que sí —sus ojillos, brillantes y oscuros, se fijaron en Jonathan, que se removió, incómodo—. ¿Y él?
—Viene conmigo —replicó Emma, como si eso lo explicase todo.
Hiedra no dijo más. Se levantó pesadamente —Jonathan se apartó para dejarla pasar— y subió con lentitud las escaleras hasta la calle, arrastrando su fardo de ropa tras de sí.
Emma esperó a que se alejara. Cuando Hiedra desapareció en la oscuridad, aquel peculiar olor se fue con ella.
—Bien, listo —suspiró Emma.
Empujó la puerta y esta se abrió. Entró en la habitación que había detrás. Jonathan la siguió hasta un vestíbulo oscuro.
—Hum… ¿Emma?
—¿Sí?
—Esa mujer…
—¿Quién, Hiedra?
—Sí, ella… ¿no era un poco rara?
—No le hagas caso, no es mala gente. Solo se siente un poco perdida. Destruyeron su bosque, ¿sabes? Incendios, talas, todo eso. Se ha refugiado aquí, pero sabe que no puede quedarse para siempre. Lo que pasa es que tiene miedo de volver a empezar en otro bosque. Por si le vuelve a pasar.
—Ah, claro —murmuró Jonathan—. Comprendo.
Pero lo cierto era que no comprendía gran cosa. Quiso hacer más preguntas, pero Emma seguía avanzando, y Jonathan no tuvo más remedio que ir tras ella.
El vestíbulo dio paso a una pequeña sala de techo bajo, iluminada por aquella luz violácea que el chico había distinguido desde la calle, y que provenía de un buen número de extrañas velas de llama azulada que se hallaban desperdigadas por toda la habitación. Gruesas alfombras recubrían el suelo, y tapices de intrincados dibujos decoraban las paredes. Los únicos muebles eran una pequeña mesa redonda, cubierta por un paño de terciopelo, y tres taburetes. En uno de ellos se sentaba una mujer cuyo rostro quedaba velado por las sombras.
—Buenas noches —saludó Emma educadamente.
—Buenas noches —respondió la mujer con voz suave—. Pasad y tomad asiento.
Obedecieron. Cuando ambos estuvieron sentados frente a la mesa, Emma dijo:
—Este chico anda buscando algo. ¿Puedes ayudarlo?
La mujer no dijo nada, pero se inclinó ligeramente hacia adelante para verlos mejor, y Jonathan pudo apreciar entonces sus rasgos. Tenía el rostro ovalado y los ojos ligeramente achinados, y llevaba el pelo muy corto y de color violeta, como la luz que emitían las velas.
—¿De verdad puede ayudarme?
—Puedo decirte quién eres, de dónde vienes y adónde vas —respondió la mujer—. No sé si eso te servirá de algo.
Jonathan se encogió de hombros.
—Busco un reloj —dijo—. Lo llaman el reloj Deveraux, y es muy importante que lo encuentre antes del amanecer. Sé que parece una locura, pero si usted puede darme alguna pista…
Jonathan se calló de pronto al darse cuenta de que la mujer no lo escuchaba. Se sintió molesto al principio, pero entonces vio que parecía muy concentrada en algo que tenía entre las manos, y la observó con curiosidad.
La vio barajar un mazo de cartas y depositarlo frente a él.
—Corta —dijo solamente.
Jonathan obedeció automáticamente. Entonces la mujer tomó de nuevo la baraja y comenzó a disponer las cartas sobre la mesa. Jonathan vio que eran cartas del tarot.
—¿Qué… qué se supone que está haciendo?
Ella siguió colocando las cartas, sin prestar atención al tono indignado del muchacho.
—¿Va a leerme el futuro en las cartas? —casi gritó Jonathan—. ¿Me juego la vida buscando un reloj y a usted solo se le ocurre echarme las cartas?
Emma cogió a Jonathan por el brazo, con firmeza.
—Cállate, Jonathan. Vas a ofenderla.
Pero la mujer no parecía ofendida. Centraba su atención en la disposición de las cartas.
—Esto es increíble —bufó Jonathan, de modo muy parecido a como solía hacerlo su padre—. Me has traído a ver a una adivina.
—La Echadora de Cartas es mucho más que una adivina —replicó Emma—. Sabes, hubo una época en que había sibilas y profetisas, y la gente importante no se atrevía a tomar decisiones serias sin consultar con ellas.
Jonathan abrió la boca para decir algo, pero la Echadora de Cartas alzó una mano, pidiendo silencio, aunque sin apartar la vista de los naipes que había colocado sobre la mesa. Jonathan suspiró con impaciencia.
—Perdido y sin rumbo —dijo entonces la mujer.
—¿Cómo dice?
Pero ella seguía concentrada en las cartas. Había nueve, y estaban dispuestas en forma de cruz. La carta colocada en la intersección de los dos brazos de la cruz representaba a una especie de bufón que caminaba con un hatillo al hombro.
—Es el Loco —dijo Emma; miró a la Echadora de Cartas—. El Loco es quien va perdido y sin rumbo, ¿verdad?
Ella asintió.
—Se trata de una criatura que parece no vivir en la realidad; una criatura a quien nadie toma en serio, y que vaga de un lado a otro sin saber qué busca, ni adónde quiere llegar.
Alzó la cabeza y sus ojos, de un extraño color violeta (¿sería un reflejo de la luz de las velas?), se clavaron en él.
—El Loco eres tú, muchacho.
—Yo sé lo que busco —protestó Jonathan.
—Tú crees saber lo que buscas —corrigió la mujer—, pero no lo sabes en realidad. Y andas vagando de un lado a otro… Pero hay más. Mucho más.
Volvió a estudiar las cartas.
—Un hombre poderoso y dominante controla tu pasado reciente.
—¡El Emperador! —susurró Emma.
Le mostró a Jonathan la primera carta del brazo horizontal de la cruz. Representaba a un rey, con cetro y corona.
Por alguna razón, Jonathan no pudo evitar pensar en el marqués. Miró las cartas con más atención y se estremeció al ver la que había entre el Emperador y el Loco.
Era el Diablo.
Sacudió la cabeza. No era más que una casualidad. La Echadora de Cartas seguía inclinada sobre el tapete, y su rostro mostraba una expresión de profunda concentración.
—El presente del Loco no es favorable —susurró—. El Mal ronda en torno a él. Y hay alguien que quiere confundirle y engañarle.
—¿Es el Diablo? —preguntó Emma; parecía fascinada con todo aquello—. ¡Oh, no, ya veo! Jonathan, tienes a la Luna justo sobre tu cabeza.
Señaló la carta que había justo sobre la del Loco. En una estampa nocturna, dos perros aullaban a una Luna que los observaba clavada sobre el cielo de la ciudad.
—La Luna cambia, varía, se muestra y se oculta —asintió la Echadora de Cartas—. La Luna es engañosa. Ella es, en gran medida, la responsable del estado de confusión del Loco.
—La Luna —repitió Jonathan, como para asegurarse de que había oído bien.
—La Luna es hermosa, sí —prosiguió la Echadora de Cartas, impertérrita; si había percibido el escepticismo de Jonathan, o no le importaba o lo disimulaba realmente bien—. Pero poco fiable como guía. Todo viajero sabe que las estrellas son la luz que lleva a buen destino —añadió, volviendo la mirada hacia Emma.
La chica parecía, sin embargo, más interesada en las cartas.
—Echadora, ¿qué es eso? —preguntó, señalando la carta que estaba justo bajo el Loco—. No será la Muerte, ¿verdad?
La adivina asintió sin una palabra. Jonathan reparó entonces en la carta que representaba al esqueleto con guadaña. Un tenso silencio había caído sobre la habitación, y Jonathan trató de quitarle seriedad al asunto.
—Bien, me alegro entonces de tener la Muerte a mis pies y no sobre mi cabeza.
—Pero ten cuidado, hijo —dijo la Echadora de Cartas—. La Muerte, la Luna y el Diablo rondan al Loco esta noche. No son buenos augurios.
Jonathan miró a Emma, y le sorprendió ver que parecía muy impresionada; incluso había palidecido.
—Oye, ¿qué te pasa? No creerás que voy a morir esta noche, ¿verdad?
Pero recordó al demonio y se estremeció.
Emma reaccionó y le brindó una cálida sonrisa que a Jonathan le pareció encantadora.
Es que a mí nunca me ha salido esa carta. Por so me he asustado un poco al verla.
—Bueno, pues olvidémonos de ella —decidió Jonathan—. ¿Qué hay de las otras cartas? ¿Todas las de la fila vertical hablan de mi presente? ¿Y eso es un hombre ahorcado?
Señaló la carta que había bajo la de la muerte, y que representaba a un hombre que colgaba de una cuerda cabeza abajo.
—El Colgado es un ser que intenta avanzar hacia adelante, pero que se ha quedado estancado en alguna parte —susurró la Echadora de Cartas—, porque ha dejado un asunto pendiente. Es alguien fuera de lugar, en un tiempo que no le corresponde. Se ha quedado anclado en un punto del camino y no logrará avanzar hasta que no solucione aquello que quedó por resolver. El Colgado es otra de las criaturas que pueblan el presente del Loco.
Jonathan iba a preguntar qué tenía que ver con él el Colgado, pero Emma había concentrado su atención en la última carta de la fila vertical. Representaba a un hombre que trabajaba con diversos objetos sobre una mesa.
—El Mago es una buena influencia, ¿verdad? —dijo.
—La carta está colocada en el extremo opuesto a la de la Luna —murmuró la adivina— y, aunque la Luna esté más cercana al Loco, el Mago también puede dejar sentir su poder.
—¿Qué es exactamente el Mago? —quiso saber Jonathan.
—Un hombre que trabaja y hace maravillas —fue la respuesta—. El Mago ha encontrado respuestas en su corazón y las aplica en el mundo real, creando objetos prodigiosos que son una muestra de su entusiasmo por los misterios de la vida. El Mago puede enseñar al Loco cuál es su verdadero camino.
La Echadora de Cartas calló. Entonces Jonathan dijo:
—Si es ese mi futuro, lo siento, pero no me ha aclarado nada. Yo solo quería saber…
—No —cortó Emma—. El Emperador y el Diablo señalan tu pasado reciente. La Luna, la Muerte, el Colgado y el Mago giran en torno a tu presente. Pero estas dos últimas cartas —señaló las del brazo derecho de la cruz— marcan tu futuro.
Jonathan miró a la Echadora de Cartas, pero a ella no parecía importarle que Emma se entrometiese. El chico se inclinó sobre las cartas con curiosidad. La que estaba inmediatamente a la derecha del Loco representaba a un grupo de personas que parecían despertar al sonido de la trompeta que tocaba un ángel que bajaba de las alturas. La siguiente carta mostraba a un hombre viejo con túnica, tal vez un monje o un sabio, que sostenía un farol en alto.
—El Juicio y el Ermitaño —susurró Emma.
—Tu futuro está marcado por un despertar, un cambio —dijo la Echadora de Cartas—. Se trata de una toma de conciencia, pero también una decisión que puede afectar seriamente al destino del Loco… para bien o para mal.
—Pues qué bien —comentó Jonathan, con escaso entusiasmo.
—La decisión correcta —añadió la Echadora de Cartas; su voz parecía el suave ronroneo de un gato— puede conducirte a una persona que tiene las respuestas a tus preguntas. Se trata de un ser con buenas intenciones, pero entregado a su búsqueda.
—¿Búsqueda de qué?
—De respuestas. De soluciones. De sí mismo. El Ermitaño es un hombre bueno, pero torturado por las dudas. Es alguien que busca fuera de sí mismo lo que debe buscar en su interior.
—Me recuerda un poco a mí mismo —comentó Jonathan—. ¿Está usted segura de que yo soy el Loco y no el Ermitaño?
—El Ermitaño —prosiguió ella sin hacerle caso—, es el final del camino. La Muerte, el Diablo, la Luna… son obstáculos que el Loco encontrará en su camino, y que pueden hacerle tropezar; pero, si los supera, estará preparado para enfrentarse al Juicio. Y detrás del Juicio está el Ermitaño. Las preguntas del Ermitaño son las respuestas del Loco. Las preguntas del Loco son las respuestas del Ermitaño. Ambos seres deben encontrarse para que el círculo se cierre.
Jonathan cerró los ojos y respiró hondo una, dos, tres veces. Después los abrió de nuevo, se levantó bruscamente y dijo:
—Si eso es todo, me temo que los dos hemos perdido el tiempo. Si sus cartas no pueden contarme nada acerca del reloj Deveraux, entonces no me sirven de gran ayuda. Mi madrastra se está muriendo, y el tiempo se agota, así que adiós. Me marcho.
Dio media vuelta y atravesó la estancia hasta el vestíbulo. Abrió la puerta y empujó sin querer a Hiedra, que había vuelto a acomodarse al pie de las escaleras. La mujer, sin embargo, estaba profundamente dormida, y no pareció notarlo. Jonathan saltó por encima del fardo de ropajes que la envolvía, subió corriendo las escaleras y se encontró de nuevo en la calle.
* * *
—¡Una adivina! —resopló Bill Hadley—. ¡Marjorie está al borde de la muerte y a mi hijo solo se le ocurre consultar a una adivina! ¡Ese inútil cabeza hueca…!
El marqués se volvió para mirarlo largamente, como evaluándolo.
—¿Cree que usted lo haría mejor?
—¡Por supuesto que sí! Mi hijo, sabe, es un buen chaval, pero con la cabeza llena de pájaros. No se le puede confiar nada importante. Por mucha buena voluntad que ponga, no tiene agallas, no tiene temple para terminar nada. Y mucho menos…
—Entonces, vaya usted mismo a buscar el reloj Deveraux —sugirió el marqués.
Bill vaciló. Echó un vistazo al cuerpo inerte de Marjorie. No quería dejarla sola en aquel tétrico Museo de los Relojes. El marqués volvió a centrarse en la imagen de la esfera.
—No se moleste, señor Hadley —dijo con voz neutra—. No pierda el tiempo. Usted no lograría llegar a donde se encuentra Jonathan. Me temo que el alma de su esposa depende de él.
Bill hinchó el pecho, herido en su orgullo.
—¿Por quién me toma? ¡Ya le he dicho que mi hijo es un inútil! A estas alturas, yo ya habría encontrado ese reloj. ¡Y se lo demostraré!
El marqués se volvió de nuevo hacia él y lo observó detenidamente.
—¿Está usted seguro de lo que dice?
—Completamente. Y ahora dígame, ¿qué aspecto tiene ese condenado reloj?
El marqués no respondió, pero clavó la vista en el reloj de Barun-Urt. Casi inmediatamente, la imagen cambió para mostrar una curiosa escena: el interior de una enorme sala, lujosamente adornada, de techos altos y grandes ventanales, llena de gente y presidida por un estrado con una mesa cubierta por un mantel de terciopelo. Hadley se acercó para mirar.
—¿Qué es eso, una fiesta de disfraces? —preguntó, ceñudo, al ver las pelucas y las calzas que lucían los hombres, y las largas faldas de los trajes de las señoras.
El marqués sonrió indulgentemente.
—No, señor Hadley, no es una fiesta de disfraces. Lo que está usted viendo es algo que sucedió en el pasado. La última vez que el reloj Deveraux fue visto por ojos humanos. Hace casi tres siglos.
Bill Hadley observó la escena con más interés.
—Parece una subasta.
—Es una subasta —corroboró el marqués—. Fíjese en el objeto que sale a continuación.
Hadley vio cómo colocaban sobre el mantel un deslumbrante reloj de mesa, adornado con figuras de oro y cuajado de piedras preciosas.
—El reloj Deveraux —dijo el marqués, y sus palabras terminaron en una especie de suspiro anhelante.
Hadley había abierto unos ojos como platos.
—¿Es de oro puro?
—Sí, pero eso es lo que menos debería importarle a usted ahora. Su verdadero valor radica en que es capaz de contrarrestar los efectos del reloj de Qu Sui. No lo olvide.
Hadley se volvió hacia el marqués, suspicaz.
—¿Cómo sé que no me engaña?
—No puede saberlo. Pero de todos modos no tiene elección, ¿verdad?
Hadley abrió la boca para replicar, pero sus ojos se posaron en el cuerpo yacente de Marjorie y en el terrorífico orbe desde donde él la había oído pedir ayuda. Palideció sin poder evitarlo.
—Ya he respondido a su pregunta —dijo entonces el marqués—. Ya sabe cómo es el reloj Deveraux. ¿Todavía quiere ir a buscarlo?
La imagen del Barun-Urt volvió a cambiar, y su esfera mostró de nuevo las oscuras calles de la ciudad que escondía el secreto de aquel extraordinario reloj.
Hadley vaciló un momento, pero no tardó en presentar de nuevo su aspecto altanero y desafiante.
—Por supuesto. Y le aseguro que no tardaré en volver.
El marqués no se movió ni dijo nada mientras Bill se acercaba a despedirse de Marjorie —evitando mirar la niebla cambiante del orbe del reloj— y se encaminaba a la puerta de la habitación. Pero una vez allí, el padre de Jonathan se volvió de nuevo hacia él.
—Señor marqués… siento curiosidad por esa imagen de la subasta que me ha mostrado. El tipo de la primera fila se parecía bastante a usted.
—¿De veras? —replicó el marqués con calma, sin apartar la vista de la esfera del reloj—. Tal vez fuera un antepasado mío. La pasión por los relojes me viene de familia, ¿sabe?
Bill fue a decir algo, pero finalmente se encogió de hombros y salió de la habitación. El marqués no se movió, y tampoco hizo el menor gesto cuando oyó cerrarse la puerta principal, ni cuando entró Basilio a comunicarle que el señor Hadley se había marchado. Sus ojos seguían fijos en la esfera del reloj, donde Emma corría tras Jonathan para alcanzarlo.
—Esa chica… —dijo solamente.
A Basilio no le gustó el tono de su voz.