Capítulo 8
—Hay personas que creen que si vienen aquí la Muerte no podrá alcanzarlas —dijo Emma.
—¿Y es así?
La chica negó con la cabeza.
—No. Es cierto que este lugar es… especial. Pero la Muerte siempre acaba encontrándolas, tarde o temprano. Para escapar de ella tendrían que hacer un pacto con el Diablo. Y a estas alturas, todo el mundo debería saber que el Diablo siempre sale ganando. Así que no es buena idea pactar con él.
Jonathan se estremeció.
—Sé que no me vas a creer, Emma, pero… cuando he entrado en la catedral… iba huyendo de un demonio. Me había ofrecido la inmortalidad encerrada en un reloj de arena.
Emma esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no iba a creerte? Aquí viene mucha gente buscando la inmortalidad. Es un buen territorio de caza para los demonios. Siempre te tientan con lo que más deseas. Y pueden pedir mucho a cambio de la inmortalidad, ¿no te parece?
—¿Por qué no me ha ofrecido entonces el reloj que busco?
—Probablemente no podía dártelo. El Diablo siempre cumple con su parte del trato y, aun así, es lo bastante listo como para salir beneficiado.
Jonathan sacudió la cabeza y miró fijamente a Emma.
—¿Dónde estoy? ¿A qué extraño lugar he llegado?
Ella suspiró.
—Por fin parece que empiezas a entenderlo. Lo que ha dicho Nadie es cierto, Jonathan. Esta ciudad tiene dos caras. Ese amuleto que llevas… es especial, ¿sabes? Es como una llave, no, mejor dicho, como una puerta. Te permite cruzar de un lugar a otro.
Jonathan sacudió la cabeza.
—Esto es una locura…
Emma lo miró de reojo.
—Tú buscabas este sitio, y ahora lo has encontrado. ¿De qué te quejas? Si tú…
Jonathan no la dejó terminar. La cogió por los hombros y la miró a los ojos; Emma ladeó enseguida la cabeza para romper el contacto visual. La débil luz de las estrellas producía extraños reflejos en los cristales de las gafas de Jonathan, pero ella había visto perfectamente el brillo de impaciencia que ardía en su mirada.
—Vale —dijo Jonathan—. Puedo aceptar que he llegado a un lugar extraño. Puedo aceptar que ronden por aquí el Diablo y la Muerte, puedo aceptar todo eso sin pensar que estoy loco, pese a lo que diga esa… esa Echadora de Cartas. ¿Y sabes por qué? Porque he aceptado que el alma de mi madrastra está atrapada dentro de un milenario reloj chino que se alimenta de almas. ¿Te parece una locura? Sí, a mí también. Pero yo mismo la he visto ahí dentro, yo mismo la he escuchado llamándome por mi nombre y pidiéndome ayuda… desde el interior del orbe de ese reloj. Y si tú puedes hablarme tranquilamente de una ciudad que tiene dos caras y decirme, como si fuera lo más normal del mundo, que los demonios acostumbran a rondar por aquí ofreciendo la inmortalidad a los que llegan de fuera huyendo de la Muerte, supongo que podrás hacer un esfuerzo y creer lo que te estoy diciendo.
—Jonathan… —musitó ella.
Miraba hacia otra parte, pero el chico llegó a ver en sus ojos un destello de compasión.
—Es mi madrastra la que está en peligro —insistió—. No es mi madre de verdad, pero eso no cambia nada. Marjorie no es muy lista, pero siempre ha sido buena conmigo. No ha querido hacerse pasar por mi nueva madre. Como es tan joven, es casi como mi hermana mayor. Y, aunque somos muy diferentes y sé que ella no me comprende, por lo menos me respeta, que es más de lo que puede decirse de mi padre.
Emma seguía sin mirarlo. Jonathan respiró hondo.
—Mira, puede que yo no sea muy fuerte, ni muy valiente, ni muy listo —dijo—, pero soy el único que puede ayudarla. Si no encuentro el reloj Deveraux antes del amanecer, ella perderá su alma, y por lo que me han contado, eso es mucho peor que la muerte. No puedo fallarle. Lo entiendes, ¿verdad?
—Jonathan —dijo ella sin mirarle, muy apenada—. Lo siento, lo siento mucho… He oído hablar del reloj Deveraux, pero no está aquí.
—¿Cómo?
Jonathan la soltó y se apartó de ella.
—No está aquí —susurró Emma—. Lo tienen en la Ciudad Antigua.
Jonathan temblaba.
—¡No! —dijo—. ¡Es un reloj extraordinario! Si es verdad lo que dices de las dos caras de la ciudad, ese reloj ha de estar en la parte oculta. Y si no es cierto, entonces nunca me he movido de la Ciudad Antigua, y estoy en el sitio correcto. ¿Me oyes?
Emma asintió, pero seguía sin mirarlo a los ojos. Jonathan pensó que la había asustado.
—Lo siento —dijo enseguida—. No quería gritarte, me he puesto muy nervioso. La verdad es que todo esto me desborda. Gracias por ayudarme. Eres una amiga.
Emma vaciló.
—Yo… bueno, con respecto a ese reloj —dijo en voz baja—, tal vez esté equivocada. Te llevaré a ver al Hacedor de Historias, él…
De pronto, un prolongado aullido rasgó la noche.
Emma alzó la cabeza con los ojos muy abiertos. Un coro de ladridos se elevó hacia las estrellas.
—No puedo creerlo —susurró Emma, pálida—. ¡Lo han hecho!
—¿El qué?
Los ladridos sonaban cada vez más cerca, rebotando en las paredes de piedra y desparramándose por las intrincadas calles de la Ciudad Oculta.
Emma se volvió hacia Jonathan.
—¡La Cacería! —dijo—. ¡Vienen por ti! Jonathan, Jonathan, no podrás escapar. ¡Debes deshacerte de la Puerta! ¡Lánzala lejos de ti!
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasará entonces?
—¡Volverás a la Ciudad Antigua! Esos perros son los guardianes de la Ciudad Oculta. ¡Si cruzas el umbral de nuevo, ya no tendrán poder sobre ti!
Jonathan alzó la mirada hacia las estrellas. No tenía modo de saber qué hora era. Hacía mucho que no se oían las campanadas de la torre del convento.
—No puedo —dijo—. ¡Todas las pistas me han traído hasta aquí, no puedo marcharme! Se me acaba el tiempo, ¿es que no lo entiendes?
Emma le dirigió una extraña mirada, como si, efectivamente, no comprendiese de qué estaba hablando. Apretó los dientes y dijo:
—Muy bien, entonces solo tienes una posibilidad. ¡Corre!
Jonathan se quedó un momento parado, desconcertado, pero Emma lo cogió de la mano, dio media vuelta y echó a correr, arrastrándolo tras de sí, en el momento en que la sombra de un enorme perro negro se perfilaba en la boca del callejón. Jonathan se preguntó, aterrado, si existían perros así o había sido su imaginación quien le había añadido aquel tamaño descomunal y aquellos ojos rojos y brillantes como carbones encendidos. Pero Emma tiraba de él con urgencia, y Jonathan obligó a sus piernas a correr más deprisa.
La persecución fue breve, pero a Jonathan se le hizo eterna. La jauría de perros parecía haber tomado todas las calles de la Ciudad Oculta. Sus poderosas patas hollaban los suelos empedrados e impulsaban a Emma y Jonathan hacia delante, a una velocidad de vértigo. Los animales corrían con los ojos echando chispas y la lengua colgando por la comisura de una boca entreabierta que mostraba unos enormes y afilados colmillos. Corrían con las orejas enhiestas y la cola batiendo el aire tras ellos, en pos de su presa. Corrían como el viento por pasajes y callejones, siguiendo el olor de Jonathan.
Y, mientras tanto, sus ladridos y aullidos retumbaban sobre el silencio de la Ciudad Oculta. Jonathan los oía, cada vez más cerca, y corría con toda su alma detrás de Emma. Ella lo guiaba por callejas oscuras y recónditas, pero siempre acababa por cerrarles el paso uno de aquellos monstruosos perros, que parecían haberse apoderado de toda la ciudad. Y, cuando Jonathan creía que todo había acabado, Emma tiraba de él hacía un pasadizo lateral que el chico no había visto antes, o lo empujaba por una puerta que cedía con sorprendente facilidad, y volvían a estar a salvo durante unos minutos más, en los que trataban de recuperar el aliento, hasta que otro perro los interceptaba.
Jonathan no habría sabido decir cuánto tiempo estuvieron huyendo. Más de una vez estuvo tentado de hacer lo que le había sugerido Emma: librarse del amuleto y pasar otra vez a la Ciudad Antigua, olvidarse de todo con tal de perder de vista a aquellos horribles perros. Pero ello significaría no solo renunciar a salvar a Marjorie, sino también dejar a Emma atrás. ¿Qué pasaría con ella entonces?
Cuando escapaban de un perro especialmente fiero que había estado persiguiéndolos desde hacía un buen rato, el pie de Jonathan resbaló sobre las húmedas piedras, y el chico rodó calle abajo, arrastrando a Emma consigo. Toparon contra un muro. Jonathan se incorporó, ligeramente mareado, y vio que Emma se había levantado sorprendentemente deprisa y ya trepaba por la pared.
—¡Vamos, Jonathan!
Jonathan no miró atrás, aunque podía oír perfectamente el ladrido del perro cada vez más cerca. Comenzó a trepar tras Emma. La chica alcanzó la parte superior del muro y tiró de Jonathan para ayudarlo a subir. El muchacho llegó junto a ella justo cuando el perro alcanzaba el muro. Los dos saltaron al otro lado.
Aterrizaron sobre la hierba de un sombrío parque sobre el río. Jonathan miró a su alrededor, y vio que la puerta enrejada del parque estaba cerrada. De momento, estaban a salvo.
Emma se volvió hacia él.
—¡Jonathan, no podemos seguir así! —jadeó—. ¡Tarde o temprano nos alcanzarán!
Jonathan la miró, y a la luz de las estrellas pudo ver que a ella le sangraba la sien.
—Emma, estás herida…
Pero ella lo apartó con impaciencia.
—¡Eso no es importante! —dijo—. ¡Debes deshacerte de la Puerta!
Jonathan acarició por un momento la idea de volver a la tranquila y amodorrada Ciudad Antigua y perder de vista a demonios, perros infernales y a la misma Muerte. Se metió la mano en el bolsillo y rozó con los dedos el medallón que le diera Nico; lo notó cálido y palpitante, como si estuviera vivo. De hecho, si no fuera porque parecía imposible, Jonathan habría jurado que latía en él un pequeño corazón.
Miró a Emma. Estaba sucia y herida, y parecía muy cansada. Se sintió culpable por haberla metido en problemas.
—Pero ¿y tú? No puedo dejarte. Mira todo lo que te ha pasado por querer ayudarme.
—¡No seas tonto! ¡Es a ti a quien buscan!
Se había subido a un banco y vigilaba la entrada del parque. Cuatro ojos rojizos brillaban detrás de la reja, pero ella no parecía tener miedo.
Se volvió hacia él.
—Jonathan, debes irte. Confía en mí.
Había en su voz un matiz de preocupación, y el chico sintió una cálida emoción por dentro.
Emma estaba preocupada por él, por Jonathan. No tenía por qué hacerlo y, sin embargo, lo ayudaba, lo protegía, como si él le importase de verdad.
—Aun así, no puedo dejarte sola.
—Muerto no le vas a servir de nada a tu madrastra —replicó ella secamente.
Jonathan se asomó al mirador sobre el río, tratando de pensar, y contempló el reloj dubitativamente.
—Pero es que no sé si…
Un ladrido lo interrumpió. Uno de los perros acababa de surgir de la oscuridad, y se lanzaba hacia él. Jonathan se quedó paralizado por el terror, mientras se preguntaba, frenéticamente: «¿Pero de dónde ha salido?», sin ser capaz de pensar en nada más.
De pronto, algo lo empujó hacia un lado. Sus piernas tropezaron con la barandilla del mirador e, inmediatamente, se sintió caer al vacío.
Después, oscuridad.
* * *
Jonathan abrió lentamente los ojos. Le dolía mucho la cabeza, y tardó un poco en orientarse. Estaba oscuro, y algo le hacía cosquillas en la piel.
Se incorporó un poco y se encontró sobre un arbusto. Se puso bien las gafas, que se le habían ladeado sobre la cara, y miró a su alrededor. Era de noche, y estaba en una especie de jardín, o parque. ¿Qué diablos hacía él allí?
De pronto lo recordó todo. El Museo de los Relojes, el marqués, Nico, el demonio, Emma, la Echadora de Cartas, los perros…
Se estremeció. ¿Habría sido todo un sueño? En tal caso, ¿por qué estaba allí? Y, si había sido real, ¿dónde estaban los perros?
Se levantó de un salto, pero no vio nada a su alrededor que le resultase conocido. El parque estaba solitario y silencioso. Recordaba haber caído…
Miró hacia arriba. Descubrió entonces que aquel parque estaba distribuido en una serie de plataformas a distintas alturas, con miradores que ofrecían diferentes vistas sobre el río. Jonathan había caído por uno de ellos y había aterrizado en el nivel inferior. Por fortuna, aquel arbusto había amortiguado la caída.
¿Cómo había sucedido? ¿Acaso Emma lo había empujado… para salvarle la vida?
—¿Emma? —llamó Jonathan.
No hubo respuesta. Solo silencio, un silencio sepulcral que contrastaba vivamente con el coro de ladridos y aullidos infernales que momentos antes había hecho estremecer a la Ciudad Oculta. El chico alzó la cabeza hacia el mirador desde el que había caído y, colocándose las manos junto a la boca a modo de bocina, insistió:
—¡¡Emmaaaaa!!
De nuevo, no obtuvo más que silencio, y sintió una espantosa opresión en el pecho. ¿Y si los perros habían atacado a Emma? Jonathan no quería ni pensar en ello. Jamás se perdonaría que le hubiera sucedido algo a la chica. Al fin y al cabo, solo había tratado de ayudarle.
Súbitamente se acordó del amuleto que, según su amiga, le hacía cruzar de una dimensión a otra. Lo buscó en sus bolsillos, pero no lo encontró. Recordó entonces que lo llevaba en la mano cuando aquel perro apareció ante él. Presa del pánico, lo buscó a su alrededor. Lo encontró por fin, enredado en una de las ramas del arbusto. En cuanto lo tuvo entre las manos, volvió a mirar a su alrededor.
Encontró el paisaje ligeramente cambiado. Era el mismo parque, o al menos lo parecía, pero tenía un aspecto algo más salvaje y descuidado, y las farolas habían desaparecido, con lo que la penumbra era mayor. Además, se oía una voz que tarareaba una melodía sin palabras.
Jonathan descubrió entonces una figura vestida de blanco que estaba sentada sobre un antepecho cercano, con los pies colgando sobre el vacío. Parecía una chica.
Jonathan estaba seguro de que antes ella no se encontraba allí, y miró el amuleto con un nuevo respeto. Para no volver a perderlo, se lo colgó al cuello.
Entonces se acercó a la chica con precaución, preguntándose si podría ser Emma. Pero enseguida pensó que, en el caso de que ella hubiese cambiado su colorida ropa por aquel vaporoso camisón blanco, no tenía motivos para sentarse allí a cantar. ¿O sí?
—Disculpa —dijo.
Ella no pareció haberlo oído. No era Emma, y Jonathan sufrió una pequeña decepción. Su cabello oscuro caía por su espalda como un manto, y sus ojos estaban prendidos en la lejanía.
—Buenas noches —insistió Jonathan.
Entonces la chica se volvió hacia él.
—Oh, hola —dijo suavemente—. ¿Quién eres tú? Es la primera vez que te veo en mi sueño.
—¿Tu… sueño?
—Claro. Estoy dormida y esto es un sueño. Lo sé. Sueño con esta ciudad a menudo, y a veces parece real, pero luego me despierto y veo que estoy de nuevo en mi cama, y que lo he soñado todo.
Jonathan guardó silencio un momento. Aquella era otra posibilidad. ¿Y si todo fuese un sueño? O, tal vez, una pesadilla.
Pero, aunque lo que había vivido en las últimas horas parecía demasiado fantástico para haber sucedido en realidad, el recuerdo de Emma era demasiado auténtico como para ignorarlo. El chico suspiró. Había estado discutiendo con ella prácticamente desde el momento de conocerla, pero no podía negar que la muchacha le había salvado la vida, y lo había ayudado cuando más desorientado estaba.
Se preguntó si volvería a verla, y descubrió que ya la estaba echando de menos. Se sentía perdido sin Emma.
Se volvió hacia la joven de la barandilla.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Aquí no importa mucho mi nombre, ¿verdad? —sonrió ella—. Estamos en los dominios del Sueño, así que supongo que yo soy una Soñadora. Igual que tú.
—Sin embargo, yo estoy despierto —reflexionó Jonathan—. De eso estoy seguro.
—¿De verdad? ¿Y cómo puedes saberlo?
—¿Cómo puedes saberlo tú? —contraatacó él—. Quiero decir… Imagínate que esto es la realidad. Imagina que vives aquí y que todas las noches sueñas que te despiertas en otra cama y vives otra vida. ¿Cómo sabes cuál de las dos es la verdadera?
—Porque allí tengo un nombre —respondió ella con suavidad—. En cambio, aquí no soy más que la Soñadora. Me miran como si no me vieran. Como si supiesen que en cualquier momento voy a despertar y a desaparecer de aquí.
—Pero a mí me pasa al revés —dijo Jonathan—. De pronto, todos son conscientes de mi presencia. Yo siempre he sido muy poca cosa, ¿sabes? Pero desde que llegué aquí parece que me he vuelto importante. Unos esperan grandes cosas de mí, y otros se toman muchas molestias para quitarme de en medio.
La Soñadora sonrió.
—¿Lo ves? Estás soñando que eres como quieres ser.
Jonathan calló un momento, confundido. Después replicó:
—O tal vez hoy puedo ser diferente porque siempre he soñado ser diferente. Es un camino de ida y vuelta. Siempre soñé que podía hacer algo importante. Como salvar la vida a alguien. Y ahora se me ha presentado la oportunidad, y sé que puedo hacerlo porque lo hice muchas veces en mis sueños. Para eso sirven los sueños, ¿no? Para enseñarnos hasta dónde podemos llegar.
La Soñadora no respondió.
—Tal vez tú estés soñando que te encuentras conmigo —prosiguió Jonathan—. Tal vez yo sueñe mañana con otra persona que existe de verdad en mi sueño. Quizá tú misma y la vida que tú llamas real estén dentro del sueño de otro Soñador, en un ciclo sin fin. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Por fin, la Soñadora habló.
—No —dijo—. Tú no eres real. Estás dentro de mi sueño. Cuando estoy despierta, no estás ahí. Vete. Alteras la paz de mi refugio onírico y no puedo descansar. Vete. Me confundes.
Volvió a entonar su extraña melodía, y a clavar sus ojos oscuros en el horizonte, ignorando deliberadamente el hecho de que Jonathan se encontraba junto a ella.
El muchacho no quiso molestarla más. Sin despedirse siquiera, le dio la espalda y se alejó de ella, y aún oía las notas de la canción de la Soñadora cuando volvió a adentrarse, con precaución, en las calles de la Ciudad Oculta.
* * *
En la otra cara de la ciudad, Bill Hadley no estaba teniendo mucha suerte con sus pesquisas. Era ya noche cerrada, y todos los comercios y organismos oficiales habían cerrado hacía varias horas. Tampoco se veía a mucha gente por las calles, y las pocas personas con las que se había topado no sabían hablar inglés.
Hadley recorría la Ciudad Antigua, resoplando como una locomotora, molesto porque daba por hecho que en cualquier parte del mundo la gente debía hablar inglés con tanta fluidez como su lengua materna, y estaba comprobando que no era así.
Llegó hasta una pequeña plaza donde había un ruidoso grupo de jóvenes que reían a carcajadas, fumaban y bebían alcohol. Se acercó a ellos y trató de explicarles lo que estaba buscando.
Al principio, los chicos lo miraron como si estuviese loco. Pero dio la casualidad de que uno de ellos comprendía bastante bien el inglés. Según le explicó, había pasado un año en Escocia.
Hadley lo cortó en cuanto vio que se disponía a contarle su experiencia con pelos y señales. Le preguntó por el reloj que andaba buscando.
Los chicos se miraron unos a otros.
—Ni idea —dijo el que sabía inglés; les explicó a los otros lo que quería aquel americano.
Hubo sonrisas y alguna carcajada. Evidentemente, consideraban que aquel no era un buen momento para buscar un reloj antiguo. Uno de ellos comento algo, y el intérprete se volvió hacia Hadley.
—Mi amigo dice que en el museo del convento tienen cosas antiguas. Casi todo son cosas de la Iglesia, cálices, y objetos así, pero había algún reloj de oro como el que busca usted.
Hadley les dio las gracias y, con un brillo de triunfo en la mirada, se alejó por las calles de la Ciudad Antigua, en busca del convento.
* * *
En el Museo de los Relojes, el ratón se postró ante el emperador del reloj de Qu Sui.
Y todos los demás relojes dieron las doce.