Capítulo 3

Los instantes siguientes fueron confusos. Bill y Jonathan se abalanzaron sobre la mujer caída, que estaba mortalmente pálida y con los ojos desenfocados. Por un momento creyeron que ella estaba muerta, pero entonces descubrieron un breve pálpito de vida que hacía temblar sus labios entreabiertos.

—Hay que llamar a una ambulancia —dijo Bill, poniéndose en pie de un salto.

Pero el marqués lo detuvo cogiéndole del brazo.

—Espere; ella no está enferma, solo prisionera; pero si la alejan del reloj, morirá.

Bill se sacudió su mano de encima con un gesto furioso.

—¡Maldito loco! —lo insultó—. Usted es el responsable de todo esto. ¡Me ocuparé de que pase el resto de sus días en la cárcel y de que no quede piedra sobre piedra en este lugar!

El marqués no respondió. Solo avanzó hasta él y lo miró, y de repente parecía haber crecido en estatura y contener todo el poder del universo en sus ojos oscuros. Bill retrocedió unos pasos, acobardado. No trató de resistirse cuando el marqués cerró de nuevo su mano derecha, como una garra, en torno a su antebrazo, y lo obligó a colocarse frente al reloj y a volver la cabeza para escuchar el misterioso y casi inaudible sonido que procedía del orbe.

Jonathan seguía inclinado junto a su madrastra, incapaz de reaccionar ni de comprender qué estaba sucediendo. Pero vio con espantosa claridad el cambio en la expresión de su padre; su rostro perdió el color, sus ojos se abrieron al máximo, desorbitados por el terror, y su frente se cubrió de gotas de sudor.

—¡Papá! —gritó el muchacho, incorporándose de un salto.

—Ma… Marjorie —susurró él.

Después, se derrumbó.

No cayó como lo había hecho su esposa, sino que se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con los hombros hundidos, la cabeza gacha y una expresión de profunda desesperanza pintada en su rostro.

—Papá —repitió Jonathan, inclinándose junto a él—. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?

Pero él movía la cabeza y murmuraba el nombre de su esposa. Toda su fuerza y altanería parecían haberlo abandonado. Jonathan lo cogió por los hombros, y se le antojaron quebradizos como el cristal. Fue como si Bill Hadley hubiese envejecido de pronto, y el muchacho no pudo reprimir un estremecimiento. Todavía se negaba a creer las historias fantásticas que el marqués había relatado acerca de aquellos relojes, pero una oscura garra de miedo e incertidumbre había aferrado su corazón desde hacía un buen rato.

Se volvió hacia el dueño de la colección de relojes.

—¿Qué le ha hecho?

El marqués se encogió de hombros y le dirigió una fría mirada casi inhumana.

—Solo le he hecho comprender en qué situación se encuentra su esposa, y por qué los médicos no podrían salvarla. No es lo bastante fuerte como para aceptar la verdad.

Jonathan sintió que lo inundaba una oleada de ira, nacida del miedo, la desesperación y la sensación de impotencia producida por el hecho de no entender qué estaba sucediendo. Se levantó de un salto y le plantó cara al marqués.

—¿Qué verdad? —exigió saber—. ¡Dígame qué les ha pasado a mis padres!

Su oponente lo miró con un cierto brillo de admiración en sus ojos oscuros.

—Tal vez tú poseas el temple del que carece tu padre, muchacho. Tu madrastra se halla en un grave peligro, caminando entre la vida y la muerte. Acércate al reloj y escucha. ¡Pero cuidado! No lo toques. No lo roces siquiera.

Jonathan vaciló, pero aproximó su rostro al orbe y escuchó.

Al principio no oyó nada. Después, poco a poco, comenzó a percibir un susurro parecido al del viento entre las hojas de los árboles.

—¿Qué es eso? —musitó.

—Escucha —dijo el marqués.

Jonathan prestó atención. Lentamente, el susurro comenzó a hacerse cada vez más nítido, y Jonathan se estremeció: parecía un coro de voces humanas que hablasen todas a la vez, y cada una en un idioma distinto. Sonaban muy lejanas, pero no cabía duda de que eran humanas.

—¿Pero qué…?

Se interrumpió de pronto. Una voz se elevaba por encima de las demás. Era una voz femenina y dolorosamente familiar. Y pronunciaba su nombre.

—Jon… athan…

Jonathan ahogó un grito.

—¿Marjorie?

—Jon… athan —susurró la voz de Marjorie desde el interior del orbe del reloj de Qu Sui—. Ayú… da… me… Saca… me de aquí…

Jonathan volvió la cabeza para mirar directamente al orbe, sobrecogido. Lo que vio lo dejó paralizado por el terror: la niebla cambiante parecía formar los rasgos del rostro de Marjorie, y sus ojos lo miraban suplicantes mientras unos dedos fantasmales tanteaban el interior del orbe, tratando de escapar de aquella horrible prisión de cristal.

Los labios de la aparición vibraron de nuevo.

—Jon… athan…

El chico se separó bruscamente del reloj, pálido como la cera y temblando violentamente. Su corazón latía con fuerza. Tardó un rato en recuperar el habla.

—Hay que sacarla de ahí —pudo decir al fin.

El marqués asintió.

—El tiempo se agota —dijo, y sonrió, como si acabase de decir algo cargado de amarga ironía—. Pero hay una posibilidad de recuperar su alma antes de que sea demasiado tarde… si estás dispuesto a intentarlo, claro.

Jonathan no dijo nada. Miró al marqués y sus ojos lo intimidaron.

—¿Quién es… usted? —pudo preguntar al fin.

El alto hombre de negro dejó escapar una breve carcajada.

—Veo que, a diferencia de tus padres, tú todavía posees un mínimo de instinto. Bien, Jonathan, mi identidad ahora no viene al caso. Es más urgente que lo sepas todo sobre este reloj y que busques lo único que podría contrarrestar su influencia. Con un poco de suerte, triunfarás donde yo he fracasado —sus ojos relampaguearon y Jonathan retrocedió un paso—. Y entonces recuperaremos el alma de tu madrastra… y puede que algo más. ¿Estás dispuesto a escucharme?

Jonathan miró a su padre, pero este parecía ausente, encogido junto al cuerpo inerte de su mujer y gimoteando en voz apenas audible. El chico respiró hondo. Se sentía preso en el interior de una extraña pesadilla de la que no sabía cómo despertar. Sin apenas darse cuenta, asintió.

Entonces el marqués empezó a hablar, y su voz tenía un tono hipnótico y fascinante que llevó a Jonathan a tiempos remotos y a reinos lejanos, y fue casi como si él mismo hubiese vivido la historia del extraordinario reloj que tenía presa el alma de su madrastra:

—El reloj de Qu Sui fue creado en China, hace muchos siglos, antes incluso de que existiesen en Europa artefactos mecánicos capaces de medir el tiempo. Fue fruto de la curiosidad insaciable de un emperador que amaba las cosas extraordinarias. A su palacio llegaban todo tipo de viajeros de tierras lejanas esperando agradarle con las maravillas que traían. Al emperador le apasionaba lo nuevo y lo sorprendente, ya fueran animales desconocidos, ingenios fantásticos o historias increíbles.

»Pero la única persona que logró captar toda su atención, una y otra vez, fue un mago que vino de Persia. Alquimista, inventor, ilusionista, mecánico, poeta… un creador de maravillas llenas de misterio y belleza. El emperador lo mantuvo a su lado, encantado, y el mago llenó su palacio de prodigios.

»Un día se presentó ante él con un nuevo ingenio que era capaz de medir el tiempo. Los chinos dividen la jornada en doce partes o tokis, que se corresponden con los doce animales de su horóscopo. El mecanismo consistía en una serie de piezas que se movían de manera predeterminada, siguiendo de alguna forma el movimiento de los astros. Cada una de las piezas llevaba grabado el símbolo de un toki, y pasaban por el centro de la circunferencia con una extraordinaria exactitud, que fue corroborada por los astrónomos más prestigiosos del imperio.

»El emperador quedó extasiado, y mandó revestir el ingenio de lujosa belleza. La esfera fue labrada en mármol, y las piezas, sustituidas por pequeños autómatas de oro. Cuando era la hora, el animal correspondiente se inclinaba ante la figura inmóvil del emperador, situada en el centro del reloj.

»Pronto, sin embargo, el emperador se cansó de darle cuerda, y preguntó al mago si existía alguna manera de lograr que el reloj continuase funcionando solo, por toda la eternidad. «Oh, sí, señor, la hay», respondió el mago. «Existe una energía eterna, y yo puedo capturarla en un orbe. Pero el precio es alto».

»El emperador le ordenó que trabajara en ello, sin tener en cuenta los riesgos. Cuando el orbe estuvo terminado, el mago reveló al emperador que aquello que debía contener eran almas.

»Ambos guardaron el secreto. El emperador comenzó a alimentar a su extraordinario reloj con las almas de aquellos que se atrevían a tocarlo. Y así, pronto la ciudad se llenó de cuerpos vivos, pero sin alma, como cáscaras vacías, como autómatas que se movían sin recordar cómo ni por qué. Nadie conocía el origen de esta extraña y nueva enfermedad, puesto que nadie, excepto el emperador y el mago, estaba al tanto de la siniestra condición de devorador de almas que había adquirido el reloj.

»El tiempo pasó, y el emperador envejeció, pero el reloj se había alimentado bien, y seguiría funcionando varios siglos más. Sin embargo, una mañana los sirvientes hallaron el cuerpo del emperador vivo, pero sin alma, como un muñeco grotesco que ya no podía hablar ni pensar por sí mismo, pero que, de alguna manera, seguía existiendo. Tanto el mago como el reloj habían desaparecido.

»Nadie supo nunca lo que había sucedido; tal vez el emperador había querido librarse de su mago y, tras fracasar en su intento, había sufrido la venganza de este. Pero lo cierto fue que, después de aquel día, nadie más en todo el imperio volvió a caer víctima de la misteriosa enfermedad que transformaba a los vivos en no-muertos. Con el tiempo, y dado que no se encontró cura, todos los cuerpos sin alma, incluido el del emperador, acabaron por ser sacrificados.

»Nunca volvió a saberse nada del extraordinario reloj de Qu Sui, ni del mago que se lo llevó. Con respecto a cómo llegó hasta mi colección… bueno, esa es otra historia que no necesitas conocer ahora.

La voz del marqués se apagó. Jonathan había escuchado aquella historia de pie y en silencio, sin apartar los ojos de su madrastra.

—Así que ya lo sabes —dijo tranquilamente el marqués—. A Marjorie le han robado el alma. Tú mismo la has oído susurrar desde el interior del orbe del reloj de Qu Sui, y también tu padre.

Jonathan reaccionó. Miró al marqués y negó con la cabeza.

—No —dijo—. No lo creo, no puedo aceptarlo. No es verdad.

Pero, en el fondo de su corazón, sabía que sí lo era.

El marqués suspiró de nuevo y se acercó al reloj. El gallo ya no estaba inclinado ante el emperador. Se alejaba lentamente de él, mientras la figura del perro parecía comenzar a desplazarse hacia el centro.

—El reloj tarda exactamente medio ciclo en apropiarse de un alma. Eso hace seis tokis, es decir, doce horas. Lo cual significa que tienes hasta mañana al amanecer. Cuando el perro, el jabalí, el ratón, el toro, el tigre y la liebre hayan pasado por el centro de la esfera, el reloj de Qu Sui habrá arrebatado por completo el alma de Marjorie Hadley, y será demasiado tarde.

Bill, todavía en el suelo, gimió de nuevo.

—Pero ¿qué he de hacer? —preguntó Jonathan, confuso.

El marqués no respondió enseguida. Avanzó hacia el fondo de la sala, y el chico lo siguió. Pasaron frente a los dos relojes que no habían visto: el reloj de péndulo de Barun-Urt, adornado con caprichosas figuras de corte oriental, y el reloj de Shibam, aquel cuya arena, según el marqués, caía hacia arriba si se le daba la vuelta, provocando un rejuvenecimiento ininterrumpido hasta antes de la propia concepción.

Pero el marqués no prestó atención a ninguno de estos relojes. Se detuvo ante la séptima vitrina, y Jonathan se asomó a ella, conteniendo el aliento.

Estaba vacía.

—He pasado toda mi vida coleccionando relojes. La mayoría son joyas, pero en esta sala están los… relojes especiales, extraordinarios. Casi todos están malditos, pero eso no me ha detenido. Oh, sé muy bien que hay otros relojes portentosos en el mundo, pero ninguno me interesaba tanto como uno muy, muy especial, que se me ha escapado de entre las manos una y otra vez. He reservado en esta sala un rincón para él, pero verás, Jonathan, ninguna de las piezas que ahora mismo nos rodean es nada comparada con ese reloj del que te hablo. Se trata de un objeto que puede prestarme un gran servicio, pero también tiene la clave para devolverle a Marjorie su alma.

»Se trata del reloj Deveraux.

Jonathan se quedó mirando al marqués.

—¿Y cómo se supone que voy a encontrarlo en doce horas?

El marqués retiró un poco la cortina de la ventana e indicó a Jonathan que se colocara junto a él.

El paisaje era magnífico. La Ciudad Antigua, encerrada en sus murallas, se alzaba al otro lado del río, orgullosa, desafiando al tiempo y a la eternidad. Los vetustos edificios habían sobrevivido a guerras, heladas, incendios e inundaciones, y seguían dormitando a la sombra de la catedral gótica y de varias sinagogas y mezquitas, recuerdo de un tiempo en que, tras aquellas murallas, se había llamado a Dios con tres nombres diferentes.

—Está allí —dijo el marqués suavemente—, en alguna parte, detrás de esas murallas que a mí no me está permitido franquear.

—¿Por qué no?

—Eso es asunto mío, muchacho. Pero te aseguro que, si me estuviese permitido hacerlo, el reloj Deveraux sería ya mío, y ahora no estarías preocupándote por el futuro de tu madrastra.

Jonathan volvió a contemplar la ciudad, que pareció devolverle una mirada soñolienta, nada amenazadora. Ya había paseado por sus calles y no había encontrado nada peligroso en ellas. Solo tenía que volver allí y encontrar un reloj. Nada más.

—No tienes mucho tiempo —lo apremió el marqués—. Date prisa o será demasiado tarde.

Jonathan pensó en aquellos chinos sin alma, sin conciencia, que se movían sin saber realmente qué eran; recordó el rostro fantasmal de Marjorie que le pedía ayuda desde el interior del orbe, y se dijo a sí mismo que no tenía elección.

Se inclinó junto a su padre y su madrastra y susurró:

—Volveré pronto, lo prometo.

Marjorie no reaccionó; Bill le dirigió una mirada vidriosa. Jonathan esperó un momento, pero él no dijo nada. Echó una mirada cautelosa a la niebla rojiza del reloj, pero el rostro de Marjorie no volvió a aparecer allí.

Respiró hondo. Se incorporó de nuevo y, sin mirar atrás, abandonó la sala de los seis relojes prodigiosos.

Atravesó el museo, seguido de cerca por el marqués, y todos los relojes le recordaron que ya eran las seis y cuarto. Apenas vio a Basilio, que aguardaba junto a la puerta, y tampoco dijo nada cuando salió al exterior.

Se sintió muy aliviado al abandonar la sombra del viejo caserón. El marqués se quedó en la puerta y le dirigió una extraña mirada.

—Recuérdalo, muchacho —dijo—. El reloj Deveraux.

»El reloj Deveraux… El reloj Deveraux…».

El nombre quedó grabado a fuego en su mente. Jonathan respiró profundamente y echó a andar, decidido, a la Ciudad Antigua, que dormitaba al otro lado del río.

El marqués lo vio marchar, en silencio.

—¿Tú qué opinas, Basilio? —dijo de pronto.

El viejo mayordomo dio un respingo. El marqués seguía con la vista fija en la figura de Jonathan, que avanzaba hacia uno de los puentes que llevaban a la Ciudad Antigua.

—¿Se… se refiere usted al muchacho?

El marqués asintió.

—Bueno —dijo Basilio, inseguro—. No parece gran cosa, ¿verdad? Quiero decir… que no es tan fácil llegar hasta allí, ¿no? Y, aunque lo consiguiera… ¿por qué iban ellos a tratarlo de manera distinta que a los otros?

El marqués no dijo nada. Parecía sumido en profundas meditaciones. Al cabo de unos minutos, cabeceó enérgicamente.

—Tienes razón, Basilio. Él no lo sabe, pero en el caso de que logre cruzar el umbral… tendrá mucha suerte si consigue ver la luz de un nuevo día.

Y con estas palabras, el marqués dio media vuelta y se internó de nuevo en las sombras del caserón que albergaba el extraordinario Museo de los Relojes.

Basilio lo siguió.