Capítulo 12

Los perros habían tomado la ciudad.

Jonathan lo comprendió cuando el coro de sus ladridos y aullidos se hizo ensordecedor, cuando sus sombras tiñeron las paredes de todas las casas, cuando el brillo rojizo de sus ojos agujereó la oscuridad de todos los recovecos, rincones y escondrijos de cada calle, pasadizo y travesía de la Ciudad Oculta.

Refugiados en un sótano húmedo y oscuro, Jonathan y su padre contenían el aliento. Habían atrancado la puerta y, aunque los perros lograsen echarla abajo, no cabrían por el hueco de la entrada, de manera que parecía que, por el momento, estaban a salvo. Jonathan oía a los perros gruñendo y arañando la vieja madera, mientras temblaba de miedo y trataba de olvidar lo mucho que le dolía el tobillo derecho.

Por el momento estaban a salvo, sí, pero también estaban atrapados. Y el tiempo corría en su contra.

Mientras se les ocurría algo mejor, los dos se habían puesto al día de lo que había sucedido por ambas partes desde que se habían separado, a las seis de la tarde, en la casa del marqués.

—Todavía no entiendo del todo en qué nos hemos metido —dijo Jonathan, con un suspiro—, pero me temo que no va a ser fácil salir de aquí.

Bill Hadley movía la cabeza, apesadumbrado.

—Todo esto no puede estar pasando —dijo—. Seguramente somos víctimas de algún tipo de alucinación, o de un engaño… Pero ¿sabes una cosa, Jon? Ahora eso es lo que menos me importa. No debería haberle seguido el juego a ese marqués. Marjorie se ha quedado sola con él, y nosotros estamos aquí, atrapados. Deberíamos haberla llevado al hospital…

—¡Pero su alma estaba en ese orbe! Tú lo viste, papá.

—Bien. Supongamos que eso es cierto, por descabellado que parezca. Pero piensa: ¿cómo sabemos que todo lo que nos ha dicho el marqués es verdad? Eso de que solo hay doce horas de tiempo, y de que solo ese reloj puede salvar a Marjorie… ¿cómo sabemos que no nos ha mentido?

Jonathan abrió la boca para replicar, pero no pudo decir nada. Si Emma le había mentido, ¿qué le hacía pensar que el marqués no lo había engañado también?

—Yo te diré lo que ha pasado —prosiguió su padre—. Estábamos asustados, hemos hecho todo lo que nos decía… Hemos sido unos tontos, hijo, unos tontos…

Sus hombros se convulsionaron, sacudidos por un sollozo desesperado.

Jonathan suspiró.

—No habríamos podido hacer nada, papá —dijo quedamente—. Lo creas o no, ellos no son humanos. No hay más que mirarlos a los ojos para darse cuenta, y por eso Emma siempre rehuía mi mirada. No sé quiénes son, ni siquiera sé qué son… Pero unos y otros nos han empleado como peones en un juego en el que ellos mueven las piezas.

Apoyó la espalda contra la pared. Durante un buen rato, solo los gruñidos de los perros, que seguían tratando de tirar la puerta abajo, enturbiaron aquel pesado silencio.

Jonathan pensaba en Emma.

Desde su último encuentro, una honda tristeza se había adueñado de su corazón y no parecía dispuesta a abandonarlo. Hasta aquel momento, Jonathan había creído que aquello se debía al hecho de que había descubierto que Emma le había traicionado. Pero empezaba a darse cuenta de que su dolor tenía otra causa.

Hundió el rostro entre las manos. Sabía que Emma no era humana. Ningún ser humano poseía aquella mirada, tan profunda como el mismo corazón del cosmos, tan temible como la ira de un dios.

Y, aun así, sabía también que no podría olvidarla y que la echaría de menos durante mucho tiempo. Sacudió la cabeza. Una parte de sí mismo le decía que no podía haberse enamorado, no tan pronto, no de alguien así.

Pero su corazón le decía que sí sentía algo especial por ella, y esto era precisamente lo que más dolor le causaba. Porque ahora entendía que nunca podrían estar juntos, y que él no era muy diferente de aquellos perros que aullaban a una Luna lejana e inalcanzable.

—Jonathan —dijo entonces su padre—. No podemos quedarnos aquí. Tenemos que deshacernos de esos… ¿cómo los llamabas?

—Relojes-puerta —respondió Jonathan a media voz.

—Eso es. Si es cierto lo que dices, volveremos a la Ciudad Antigua, y allí no hay perros, ¿verdad? Entonces podremos ir a buscar a Marjorie.

—Pero, papá, el reloj Deveraux está aquí.

—¿Cómo sabes que ese condenado reloj podrá hacer algo por ella? ¿Y si el marqués nos ha mentido?

—Si nos ha mentido, Marjorie no morirá al amanecer —repuso Jonathan con calma—. En tal caso, no hay prisa por volver. Pero imagínate por un momento que el marqués ha dicho la verdad. Yo no querría regresar antes de que se cumpliese el plazo, con las manos vacías, sin haberlo intentado hasta el último momento. Me sentiría culpable el resto de mi vida. ¿Y tú?

Bill vaciló.

—Esto es una locura —musitó, y sus hombros volvieron a hundirse—. Jamás debería…

Pero Jonathan lo interrumpió.

—¡Sssshhh, silencio! ¿Has oído eso?

Los dos aguzaron el oído, y por encima de los ladridos y gruñidos de los perros en la calle captaron con total nitidez unos pasos en el piso de arriba, y una tosecilla. Jonathan y su padre cruzaron una mirada.

—Yo voy a subir —dijo Jonathan—. Pero creo que tú deberías volver con el marqués y con Marjorie. Por si acaso.

—Ni hablar. Nos volvemos los dos.

Jonathan negó con la cabeza.

—No, papá. Yo me quedo.

Bill frunció el ceño.

—De eso nada. Tú…

—He dicho que me quedo —repitió Jonathan con voz firme, y Bill lo miró, sorprendido. ¿Dónde estaba aquel muchacho torpe y pusilánime? Jonathan nunca se había atrevido a llevarle la contraria, y ahora lo miraba con aquel brillo de decisión en los ojos, y aquella expresión serena y madura.

—Entonces yo me quedo contigo —logró farfullar.

—No, papá. Pase lo que pase, ha de haber alguien junto a Marjorie cuando amanezca. Si el marqués nos ha mentido y no aprecias ningún cambio en ella después de las seis, llévala a un hospital. Si decía la verdad… —hizo una pausa—. Si decía la verdad —repitió—, hay que considerar entonces la posibilidad de que algo malo le ocurra si yo no vuelvo con ese reloj. Y debes estar junto a ella.

—Pero…

—Encontraré ese reloj —prometió Jonathan, con cierta rabia—. Ya me han hecho suficiente daño: no voy a permitir que sigan jugando conmigo.

Su padre sintió que, por primera vez, Jonathan era más fuerte que él. Se rindió.

—Buena suerte, hijo —murmuró por fin, tendiéndole su amuleto.

Jonathan cogió el reloj-puerta que él le entregaba, y que antes había sido propiedad de Nadie. Tras un breve titubeo, Bill lo soltó. Inmediatamente, desapareció. Jonathan se quedó quieto en el sitio, temblando. Ahora estaba solo.

Completamente solo.

Echando una breve mirada a la puerta que arañaban y empujaban los gigantescos perros infernales, Jonathan se puso en pie y se dirigió cojeando hacia las escaleras que llevaban al piso superior. Al mirar hacia arriba descubrió un leve resplandor cálido y tembloroso. Respiró hondo y comenzó a subir las escaleras con lentitud.

* * *

En el Museo de los Relojes, la imagen de la esfera del Barun-Urt parpadeó unos instantes, y después se desvaneció.

El marqués comprendió enseguida lo que había pasado, y sonrió.

Se volvió hacia el orbe del reloj de Qu Sui.

—Bueno, Marjorie —dijo en voz alta—. Parece que le han franqueado el paso. Lamentablemente, ahora mi mirada no puede alcanzarlo, de modo que tendremos que resignarnos a ignorar cómo van a tratar a Jonathan los Señores de la Ciudad Oculta. Y, siento decirlo, no suelen ser muy clementes con los que se cruzan con tanta insistencia en su camino.

El rostro de Marjorie volvió a asomarse al cristal. Parecía más pálido y espectral que nunca.

—Lo siento, querida —dijo el marqués—. Me temo que no te queda mucho tiempo. Pero no esperes que Jonathan regrese con ese reloj. De hecho, será un milagro que regrese…

* * *

Jonathan llegó al ático, se detuvo en la puerta y miró a su alrededor.

El desván, iluminado por la débil luz de una única vela, estaba repleto de muebles y objetos viejos apenas cubiertos por sábanas raídas y polvorientas. La vela proyectaba más sombras que luces, y tal vez fuera esta la razón por la cual Jonathan tardó un poco en reparar en la persona que estaba junto a la ventana, inclinada sobre algo que parecía un enorme tubo.

Jonathan se acercó con precaución y se ocultó tras un enorme piano de cola para poder observar sin ser visto. Distinguió mechones blancos sobre la espalda del hombre, que parecía pequeño y encorvado.

—¿Una taza de té?

Jonathan se sobresaltó. El hombre se había separado de la ventana y lo observaba, divertido. Vestía unos curiosos pantalones bombachos de color tierra y una especie de camisa que le llegaba un poco más abajo de la cintura. A la luz de las velas, Jonathan descubrió que era mucho más joven de lo que había supuesto al ver su cabello blanco. También se dio cuenta de que el objeto cilíndrico de la ventana era un telescopio.

—¿No vas a salir de ahí? —dijo el hombre—. Por lo menos, podrías decirme si aceptas o no la taza de té que te he ofrecido…

Sabiéndose descubierto, Jonathan salió de su escondite.

—Lo siento —murmuró—. Y agradezco… lo de la taza de té, pero me temo que no me entraría nada en el cuerpo, dadas las circunstancias.

Su propia respuesta le sorprendió. Apenas unas horas antes, de haberse hallado en una situación semejante habría tartamudeado una torpe disculpa, con el rostro completamente encendido de la vergüenza.

El hombre lo miró con aprobación.

—Puedo comprenderlo, Jonathan. Pero acércate, de todos modos. Si esperas un momento, enseguida estoy contigo.

A Jonathan no le sorprendió que el desconocido conociese su nombre, pero solo avanzó un par de pasos, y sin perder de vista la puerta. El hombre miraba de nuevo a través del telescopio mientras ajustaba algo en la base. Jonathan lo oyó murmurar:

—Así… aja… muy bien. Quieta, bonita… Hum…

Se separó del telescopio y se acercó a la mesa. Junto a la vela había un viejo y enorme libro, y el hombre se inclinó para escribir algo en él.

—Estrella número 87.432.004.556.342 —dijo—. Nombre… —chupó el extremo de la pluma, pensativo; después, su mirada se detuvo en Jonathan, que retrocedió un paso, instintivamente—. Sí, ¿por qué no? Jonathan —murmuró, y escribió el nombre de Jonathan en su libro—. Aunque, espera… si no me equivoco, así se llamaba también la número 49.876.326.899. Hum, qué dilema… Aunque tal vez, cambiando una letra… —volvió a escribir en su libro—. Eso es: Estrella número 87.432.004.556.342, nombre… Jenathan. Llega un momento en que se acaban los nombres, y una estrella es algo demasiado hermoso como para ser bautizado con un frío número, ¿no crees?

Depositó la pluma sobre la mesa, aparentemente muy satisfecho de sí mismo, y se volvió hacia el chico.

—Estoy muy orgulloso de este telescopio. Desde que lo construí, cada noche me ha permitido ver un poco más lejos y descubrir nuevas estrellas. El universo, ¿sabes…?, es algo realmente asombroso. Hace mucho tiempo que observo el cielo noche tras noche, ya llevo contabilizadas 87.432.004.556.342 estrellas y todavía no he topado con los límites del cosmos.

—No puede haber contado tantas estrellas —se le escapó a Jonathan—. Quiero decir…

—Sé exactamente lo que quieres decir —lo interrumpió el hombre—. Pero, Jonathan, si tú hubieses pasado los últimos tres mil años contando estrellas todas las noches, como he hecho yo, casi con toda probabilidad ya habrías registrado todas estas estrellas, y puede que incluso más —frunció el ceño—, porque a mí, de vez en cuando, todavía me importunan para que fabrique alguna cosa que otra, a pesar de que todo el mundo sabe que hace siglos que dejé de hacerlo.

Jonathan lo miró, preguntándose si habría hablado en serio.

El hombre se enderezó y le devolvió una mirada tan profunda como la de Emma o el marqués. Jonathan dio un paso atrás, abrumado, sintiendo de algún modo que todos los secretos de la Tierra estaban contenidos en aquellos ojos pardos y que él era demasiado pequeño para comprender la más mínima parte de ellos.

—Me llaman el Contador de Estrellas —dijo él, muy serio—, y soy inmortal.

Jonathan retrocedió hasta la puerta.

—¿Te irás? —preguntó el Contador de Estrellas—. ¿Te irás sin las respuestas que has venido a buscar?

Jonathan se volvió para mirarlo.

—¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

El Contador de Estrellas sonrió.

—No puedes saberlo —dijo—. Pero todo en la vida supone un riesgo, ¿no?

Jonathan dudó.

—¿Va a contestar a mis preguntas? —inquirió—. ¿Va a decirme lo que quiero saber?

—Puedo hablarte de nosotros, los inmortales —respondió el Contador de Estrellas—. Puedo hacerlo, y lo haré, a pesar de que me consta que algunos de los míos no lo aprobarían. Pero has llegado más lejos que ningún otro, y mereces saber la verdad. Es la única manera de que comprendas la verdadera naturaleza del reloj Deveraux, y por qué nos hemos tomado tantas molestias en ocultarlo. ¿Te interesa?

Por toda respuesta, Jonathan tomó asiento en un viejo sillón. El Contador de Estrellas se sentó cerca de él.

—Somos inmortales —comenzó—. La Muerte solo toca a los que viven dentro del Tiempo. Pero nosotros, al igual que ella, estamos fuera de él, porque nacimos con el Tiempo, y no en su interior. No somos parte del Tiempo, y por eso la Muerte no puede alcanzarnos.

Jonathan recordó de pronto una serie de pequeños detalles: a la Muerte pasando de largo frente a Emma, como si no la hubiese visto; la expresión de su amiga cuando la carta de la Muerte apareció sobre la mesa de la Echadora de Cartas («Nunca me había salido esta carta», había dicho Emma con total candidez).

—¿Cómo…? —empezó Jonathan, pero no le salían las palabras.

—Mis primeros recuerdos nacieron con el mismo universo —dijo el Contador de Estrellas—. Todos presenciamos el milagro. Durante siglos, milenios, vimos cómo el cosmos iba tomando forma, cómo nacían todas las estrellas y los cuerpos celestes. Nosotros estábamos allí.

»Poco a poco, nos fuimos dispersando. Algunos llegamos a lo que más tarde sería el planeta Tierra. Fuimos testigos del inicio de la vida sobre su superficie, y probamos a ocupar aquellos primeros cuerpos animados.

»Por supuesto, al cabo de millones de años, descubrimos que ningún organismo era tan complejo como el ser humano, y, por tanto, no tardamos en encarnarnos en cuerpos humanos.

»Desde entonces, hemos estado recorriendo el mundo. Algunos de nosotros se ocultan de la mirada de los hombres. Otros gustan de su compañía. Algunos otros incluso los imitan, con más o menos éxito.

»Los cuerpos que ocupamos son inmunes al tiempo, el dolor, la enfermedad, el hambre, la sed y la muerte. Si en algún momento son destruidos de manera que no puedan autocurarse, no tardamos en ocupar otros cuerpos.

»Conocemos a las otras criaturas inteligentes que pueblan la Tierra, y que se ocultan de la mirada de los humanos, aunque estos las recuerdan en leyendas y cuentos infantiles. Me refiero a duendes, hadas y todo tipo de seres a quienes los humanos consideran mitológicos. Pero ninguna de estas especies, por muy longeva que sea, nació con el Tiempo, como nosotros.

—Entonces… ¿sois dioses? —preguntó Jonathan, impresionado.

—No, Jonathan. No somos dioses, aunque a lo largo de la Historia diversas civilizaciones de seres humanos nos hayan tomado por tales. Nosotros vimos el nacimiento del universo, pero no lo provocamos. Asistimos a los inicios de la vida, pero no la creamos. Somos observadores.

—Pero tenéis poderes. Habéis creado esta… esta extraña ciudad.

El Contador de Estrellas rió suavemente.

—Lo que tú llamas «poderes» no son fruto de nuestra capacidad, sino de nuestro conocimiento. Hemos pasado millones de años explorando y estudiando el universo. Nuestro saber está a gran distancia del vuestro. A vosotros os parece magia, de la misma manera que un hombre de la Edad Media se maravillaría con los avances del siglo XXI, y un niño de pecho no puede aspirar a saber del mundo lo mismo que un hombre maduro.

»Hemos tenido mucho tiempo para conocer los secretos del universo. Hemos explorado cada rincón del mundo y hemos alcanzado todos los límites. Algunos de nosotros ya no sabemos qué hacer. A ti también te ocurriría, si hubieses vivido tanto tiempo.

»Mírame a mí, por ejemplo. Durante un tiempo me mezclé con los hombres y los asombré con mis inventos. Me creyeron alquimista, hechicero, embaucador, demonio, semidiós.

—Tú… ¿tú fabricaste las cosas que venden en la tienda de Objetos Raros?

—Muchas de ellas, sí —suspiró el Contador de estrellas—. Pero hace tiempo que dejé de hacerlo. Desde entonces, cuento estrellas. Me da la sensación de que es un trabajo lo bastante ingente como para tenerme ocupado durante un par de milenios más. Después, tendré que buscar otra cosa. Tal vez contar los granos de arena de todos los desiertos, o las gotas de agua de todos los océanos. Quién sabe.

—¿Por qué no vuelves a fabricar objetos? ¿Por qué lo dejaste?

El Contador de Estrellas calló un momento.

—Por el reloj de Qu Sui —dijo después con voz queda.

Jonathan se levantó de un salto.

—¿Tú fabricaste el reloj de Qu Sui?

—Sí y no. Yo construí ese reloj para el emperador. Los inmortales sentimos curiosidad y fascinación por los relojes y, aunque sea un invento humano, nosotros lo hemos superado ampliamente con algunas de nuestras piezas. Yo estaba particularmente orgulloso del reloj de Qu Sui, pero eso fue antes de que otro añadiese ese orbe monstruoso.

—¿Otro? —repitió Jonathan—. El marqués dijo…

—Seguramente, el marqués te dijo que el mago del emperador fabricó el reloj y luego lo dotó de un orbe que se alimentaba de almas. Bien, pues eso no es exacto: yo construí el reloj, y el propio marqués le añadió el orbe.

»El ser que se hace llamar «el marqués» ha sentido siempre un gran desprecio por los humanos, a quienes considera inferiores. Hace mucho que se divierte jugando con los deseos de inmortalidad del hombre. Llegó a la corte imperial china cuando yo ya me había marchado, y se ofreció a «terminar» el reloj para que funcionase para siempre.

»Cuando me enteré de cómo había corrompido una de mis más bellas creaciones, dejé de sentir deseos de inventar objetos extraordinarios. Ahora, raramente lo hago. Lo último importante que fabriqué fue la serie de los relojes-puerta, porque siempre estuve en contra de cerrarnos del todo a los humanos. Pero me temo que el Consejo los ha ido confiscando todos. Si no me equivoco, esos dos que traes son los últimos que quedan.

Jonathan no le preguntó cómo sabía que llevaba dos relojes-puerta.

—¿Y qué puede decirme del reloj Deveraux?

El Contador de Estrellas movió la cabeza, apesadumbrado.

—¿Sabes cómo nació la Ciudad Oculta? Nosotros la creamos. Distorsionamos el espacio-tiempo para que este lugar fuese invisible a los ojos humanos. Y todo ello lo hicimos para proteger el reloj Deveraux.

Jonathan abrió la boca para preguntar, pero el Contador de Estrellas alzó la cabeza y miró hacia la puerta. El chico se volvió, siguiendo la dirección de su mirada, y se levantó de un salto.

Emma estaba allí.

—Nos están esperando, Contador de Estrellas —dijo a media voz, sin mirar a Jonathan.

El Contador de Estrellas asintió. Cogió una raída capa que colgaba del respaldo de una silla y se la echó por los hombros.

—Adelante, Jonathan —dijo.

—¿Adónde vamos?

—A buscar respuestas.

* * *

Los relojes dieron las cuatro, y el tigre se inclinó ante el emperador del reloj de Qu Sui.