Capítulo 14
El marqués alzó la cabeza para escuchar el coro de voces de reloj que sonaba desde el museo para anunciar que ya eran las cinco de la madrugada.
Se volvió hacia Bill Hadley, que lo miró desafiante.
—Mi hijo volverá —aseguró.
El marqués se encogió de hombros. Hadley había regresado hacía un rato y había exigido ver a su mujer. Ahora estaba sentado junto a ella, sosteniendo su cuerpo entre los brazos.
—¿No me cree? —insistió Hadley.
—Señor Hadley —dijo el marqués—, nada me gustaría más que ver a Jonathan regresar con el reloj Deveraux. No obstante…
—¡Señor marqués! —lo interrumpió la voz de Basilio.
El marqués se volvió hacia la puerta; el mayordomo acababa de entrar, y parecía muy alterado. Trató de hablar, pero le faltaba aliento.
Sin embargo, no hizo falta que pronunciase palabra; el marqués frunció el ceño y salió precipitadamente de la sala.
—No me fío de él —le dijo Bill Hadley a su mujer, y no sabía si se dirigía a su cuerpo inerte o al tenue espíritu que lo observaba, angustiado, desde el interior del orbe—. Voy a ver qué trama.
Se incorporó de un salto y salió corriendo en pos del marqués.
Basilio se quedó un momento en la puerta de la cámara, sin atreverse a entrar. Pero sus ojos seguían fijos en el reloj de arena.
Bill se detuvo en la puerta del edificio.
El marqués estaba allí, de pie, frente a la puerta, inmóvil, como una estatua de mármol, y había clavado su mirada en una figura que avanzaba hacia él desde la oscuridad, portando un objeto envuelto en un paño.
—El reloj Deveraux —susurró el marqués—. No puedo creerlo. Después de tanto tiempo…
También Hadley miró al recién llegado con incredulidad.
—¿Jonathan? —preguntó, inseguro. La figura avanzó todavía más, y en aquel momento las nubes que cubrían el cielo se desgarraron, y un rayo de luna iluminó al desconocido.
Era un joven alto, de cabello claro y mirada seria. Su expresión, serena y decidida, poseía sin embargo algo enigmático e indescifrable, como el gesto sin edad de una esfinge.
—¡Tú! —dijo el marqués, entrecerrando los ojos.
Tras el recién llegado aparecieron cinco figuras que se reunieron con él desde las sombras. Entre ellas, Hadley reconoció a Emma, pero la muchacha parecía diferente a como él la recordaba. Había en su semblante algo terrible y sobrehumano que le puso la piel de gallina.
—¡Todos vosotros! —exclamó el marqués, sorprendido—. ¿Qué hacéis aquí? ¡He cumplido vuestras condiciones, he respetado la Prohibición!
Entonces uno de ellos se adelantó. Era una mujer de cabello blanco y rostro puro y frío como el mármol. Clavó su mirada en el marqués y empezó a hablar en una lengua extraña que Bill no comprendió, pero que para el coleccionista de relojes debía de tener sentido, puesto que palideció y retrocedió un par de pasos.
—Papá —susurró entonces una voz junto a él—. ¿Estás bien?
Bill se volvió y vio a Jonathan. Concentrado como estaba en los seis extraños personajes que se enfrentaban al marqués, no lo había oído acercarse. Lo miró de hito en hito y lo abrazó con fuerza. Cuando se separó de él, Jonathan señaló a los recién llegados.
—Atiende, papá, porque esto es importante.
Hadley pareció volver a la realidad.
—¿Quiénes son esos tipos? ¿Por qué visten de forma tan rara?
Jonathan echó un vistazo a los seis inmortales que plantaban cara al marqués. Zaltana había dejado de hablar, pero Arnav había tomado la palabra, y repetía los mismos términos que ella, en el mismo idioma desconocido, como si recitara las palabras de algún tipo de ritual.
—No lo vas a creer, pero son… gente como el marqués. No son… no son humanos, ¿sabes? —vio que su padre fruncía el ceño, y añadió—: ¿Ves al joven que lleva el reloj? Se llama… no, lo llaman Jeremiah. Hace mucho tiempo se enfrentó al marqués y venció, y se llevó el reloj.
Hadley asintió, ceñudo.
—Eso puedo entenderlo. ¿Y qué?
Jonathan respiró hondo. De camino hacia la casa del marqués, Emma le había contado muchas cosas acerca de los inmortales, el marqués y el reloj Deveraux, pero no estaba seguro de saber explicárselo a su padre.
—Los amigos de Jeremiah escondieron el reloj en la Ciudad Oculta y prohibieron al marqués traspasar sus límites. Esa Prohibición tenía mucha fuerza, ya que eran seis contra uno y, además, el marqués tenía la marca del derrotado, de modo que, de alguna manera, la voluntad de Jeremiah prevalecería sobre la de él. Por eso, durante todos estos años, el marqués ha estado enviando a otras personas en su lugar, para recuperar el reloj.
»Pero no era más que un entretenimiento cruel. Sabe perfectamente que ninguno de nosotros puede enfrentarse a ellos.
»Con el paso del tiempo, sin embargo, entre los del bando de Jeremiah comenzó a haber diversidad de opiniones. Debían quedarse en la Ciudad Oculta, para que la Prohibición no perdiese fuerza…
—¿Qué quieres decir?
—Es… como una batalla de voluntades. El marqués desea con toda su alma conseguir ese reloj, ¿no? Bien, pues imagínate a seis como él deseando exactamente lo contrario. Esas seis voluntades crean una barrera que la voluntad del marqués no puede traspasar, y menos aún después de haber sido derrotado en un Desafío. Pero si alguno de esos seis abandonase la Ciudad Oculta y su voluntad dejase de apoyar la Prohibición, la barrera se debilitaría, y el marqués podría entrar.
—¡Pero seguirían siendo cinco contra uno! —bufó Bill.
Jonathan no respondió. No encontraba palabras para explicarle que, en el fondo, todos los inmortales deseaban morir y, por tanto, su voluntad de proteger el Vórtice no era tan fuerte como el deseo del marqués de conseguirlo, de modo que durante todos aquellos años la Prohibición se había mantenido en virtud de un frágil y delicado equilibrio…
—Ellos son los Señores de la Ciudad Oculta —dijo en voz baja—, pero también son sus prisioneros.
«Y han aceptado ese sacrificio para proteger nuestro universo», pensó.
Miró a Emma, que acababa de tomar la palabra para repetir las frases rituales, y se preguntó cómo había podido creer, siquiera por un instante, que ella era una chica humana. La luz de la luna iluminaba su rostro, un rostro humano con expresión de diosa. Y sus ojos…
Jonathan giró la cabeza.
—Llevan casi trescientos años sin salir de la Ciudad Oculta —prosiguió—. Eso es apenas un suspiro para ellos, pero saben perfectamente que, si no hacen algo, esta situación puede prolongarse indefinidamente.
«Todos sabemos lo larga que puede resultar una eternidad», había dicho el Contador de Estrellas.
—Algunos de ellos —prosiguió Jonathan, mirando a Zaltana— consideran que su misión es más importante que cualquier otra cosa, y protegen la Ciudad Oculta con uñas y dientes. Otros creen que los humanos somos víctimas inocentes de una guerra entre inmortales, y son partidarios de no dañar a las personas que entran en la Ciudad sin saber en realidad el secreto que esta guarda.
»Y uno de ellos, a quien llaman el Contador de Estrellas, cree que hay otro camino —miró a Bill—, pero es muy arriesgado: o todo o nada.
—¿Qué quieres decir? ¿Salvará ese reloj a Marjorie? ¿Sí o no?
Jonathan suspiró. Sería bastante más difícil de lo que había imaginado.
—Salvará su alma, sí, pero no su vida. Todos moriríamos. Todo nuestro mundo, todo nuestro universo.
Bill se lo quedó mirando, con una expresión de profunda incredulidad en el rostro.
—Es lo que quiere el marqués —añadió Jonathan—. Es inmortal, ¿entiendes? Pero quiere morir a cualquier precio, y no le importa si con ello destruye todo un cosmos. Eso no va a detenerlo. Además, él considera que la muerte es una bendición, por lo que no sentirá remordimientos de conciencia si provoca la destrucción de toda forma de vida.
—¿Que es inmortal y quiere morir? —repitió Hadley, pasmado—. ¿Quién puede estar tan loco como para querer morir pudiendo vivir para siempre?
—Imagina que llevas existiendo desde el principio del universo —explicó Jonathan con paciencia—. Imagina que tienes millones de años. A estas alturas, ¿no estarías un poco cansado de vivir?
Su padre frunció el ceño, y Jonathan comprendió que no tenía bastante imaginación como para visualizar aquello que le había contado.
—No importa —dijo, moviendo la cabeza—. Tan solo observa.
Jeremiah había tomado la palabra en aquel momento y pronunciaba las palabras rituales. Los otros cinco inmortales ya lo habían hecho.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Hadley.
—Está renovando el voto —dijo Jonathan—, igual que han hecho todos los demás. Expresan su firme voluntad de proteger el reloj Deveraux. Eso fortalece la barrera y la Prohibición… y deja al marqués una única salida.
Jeremiah calló, y depositó el reloj Deveraux en el suelo, junto a él. El marqués se lo comía con la mirada.
Durante unos tensos instantes, nadie habló.
—Habéis renovado la Prohibición —dijo entonces el marqués—. Y tú, Jeremiah, has salido de tu escondrijo.
Jeremiah alzó la cabeza con orgullo. En sus ojos claros brillaban todas las estrellas del cosmos, pero también se percibía la sombra de una pesada carga.
«Jeremiah fue el único de todos nosotros que tuvo el valor de enfrentarse al marqués», le había explicado Emma a Jonathan. «Y ahora carga con la responsabilidad de haber vencido un Desafío».
Jonathan no había comprendido sus palabras, pero estaba dispuesto a averiguar su sentido.
—Dices la verdad, lord Clayton, ahora llamado «el marqués» —dijo Jeremiah suavemente—. Nos vimos por última vez hace casi trescientos años, en aquella subasta. Te desafié, y elegiste una manera rápida de solucionar el Desafío. Pero yo vencí, y debilité tu voluntad.
—Y después escapaste cobardemente —gruñó el marqués—, y te ocultaste detrás de tus compañeros y esa absurda Prohibición. ¡Sabes que tengo derecho a una segunda oportunidad!
Jeremiah inclinó la cabeza.
—Lo sé. Pero no podía correr el riesgo de enfrentarme de nuevo a ti. Es mucho lo que está en juego, ¿no lo comprendes?
—No, ¡tú no lo comprendes! Precisamente tú, que eres el más viejo de todos nosotros. Precisamente tú, que has explorado dimensiones que nos están vedadas. ¡Precisamente tú, que encontraste el Vórtice, lo único que puede liberarnos de las cadenas de la vida! ¡Jeremiah! —gritó, furioso—. ¡Todos estaban de mi parte! ¡Todos querían morir! ¿Cómo lograste convencerlos de que la destrucción de un universo era un precio demasiado alto por el descanso eterno? ¡Tú, Jeremiah, que sabes que existen otros universos! ¡Tú, traidor a tu propia raza, estás privando a los inmortales de su más anhelado sueño… para proteger a los mortales, criaturas que viven apenas nada, criaturas que morirían de todas formas!
La voz del marqués retumbaba como un trueno. Jonathan estudió, temeroso, las facciones de los inmortales, y le pareció descubrir que algunos de ellos vacilaban. «Es como dijo el Contador de Estrellas», pensó. «Todos desean morir, y tienen en sus manos el Vórtice que los conducirá al corazón del Tiempo. Pero, aun así, siguen protegiendo nuestro mundo y a los mortales. Por fortuna, ya han expresado su voluntad firme de no utilizar el Vórtice e impedir que el marqués se haga con él…».
Se fijó en Jeremiah. El marqués había dicho que era el más viejo de todos los inmortales, pero Jonathan sospechaba que no se refería a una cuestión de edad. Emma le había contado que Jeremiah había explorado los límites del mundo y del espacio-tiempo y había vislumbrado otros universos. Aquel conocimiento gravitaba sobre él como una pesada losa, y había hecho nacer en su interior un enorme sentimiento de responsabilidad, con el cual tendría que cargar por toda la eternidad. De todos los inmortales, él era el que más anhelaba morir, puesto que deseaba librarse de aquella carga y descansar por fin; pero había encontrado el Vórtice, y estaba condenado a ser su guardián perpetuo, dividido entre el impulso de entrar en el corazón del Tiempo y la horrible certeza de que todo el universo quedaría destruido si lo hacía.
Por eso Jeremiah era el más anciano de todos los inmortales, a pesar de su apariencia eternamente juvenil: porque tenía que cargar con la responsabilidad de saber que la existencia del universo era tan frágil como un antiguo reloj de oro.
El antiguo reloj de oro que estaba a su cargo.
—Yo sé que existen otros universos, marqués —dijo Jeremiah—. Y sé que cada uno de ellos es único y precioso, y tal vez nuestra existencia tenga por objeto asegurarnos de que así sea. Yo anhelo morir, igual que tú. ¡Pero jamás permitiría que todo el universo muriese conmigo!
No había duda ni vacilación en su voz cuando pronunció estas palabras, aunque sí una profunda tristeza en su mirada. Los demás inmortales, enardecidos por la fuerza de sus palabras, alzaron la cabeza y miraron al marqués, desafiantes.
—Muy bien —dijo este, entrecerrando los ojos y lanzándoles una peligrosa mirada—. Vosotros lo habéis querido —se volvió hacia Jeremiah—. Ya sé a qué has venido, Jeremiah, y ese gesto te honra. Porque imagino que no has traído el reloj Deveraux sencillamente para restregármelo por la cara, ¿verdad?
—No podía pasarme toda la eternidad evitándote —reconoció Jeremiah—. Esperaba ganar tiempo, encontrar la manera de inutilizar o destruir el Vórtice; pero el Vórtice es una parte del Tiempo, y el Tiempo no puede ser destruido ni inutilizado. Durante casi trescientos años me he refugiado con el reloj Deveraux en un rincón de la Ciudad Oculta que solo el Contador de Estrellas conocía. Pese a ello, mis compañeros confiaron ciegamente en mí y renovaron la Prohibición, una y otra vez.
—¿Por qué has salido de tu escondite, entonces?
—No voy a contestar a eso ahora, marqués —hizo una pausa—. Después de todo, aquí me tienes —dijo finalmente.
El marqués sonrió.
—Es cierto, Jeremiah, aquí estás. Y yo te desafío.
Algo parecido a un helado soplo de viento recorrió el patio del viejo caserón. Jonathan se estremeció.
«El derrotado tiene derecho a retar de nuevo al vencedor, una vez más», le había dicho Emma al explicarle las reglas del Desafío. «Si vuelve a perder, su voluntad queda anulada. Si gana, las voluntades de ambos quedan empatadas en fuerza».
Y, en ese caso, el marqués podría romper la Prohibición, a pesar de que esta acababa de ser renovada. Porque la voluntad expresada por los inmortales en voz alta no correspondía con el más hondo deseo de sus corazones.
El marqués no era el único que deseaba dejar de ser inmortal, pero sí era el único en luchar por lo que realmente anhelaba.
Por eso, si su voluntad dejaba de estar supeditada a la de Jeremiah, el marqués podría hacerse con el reloj.
—Acepto el Desafío —dijo Jeremiah, rompiendo el silencio—, y escojo las formas.
Calló un momento. Todos los miraron, expectantes.
—Combate mental —decretó Jeremiah.
El marqués asintió y avanzó hacia Jeremiah. Los otros cinco inmortales se retiraron para dejarles espacio. Jeremiah y el marqués se situaron uno frente al otro. Jeremiah colocó las manos sobre los hombros del marqués. El marqués apoyó las suyas sobre los hombros de Jeremiah.
Y se miraron a los ojos.
—¿Qué están haciendo? —gruñó Bill.
—Un combate mental —dijo una voz junto a ellos.
Jonathan se volvió, y vio que Emma estaba junto a ellos. Se había acercado en silencio, y no dejaba de mirar a Jeremiah y el marqués. Jonathan vio que los otros inmortales observaban la escena entre las sombras.
—¿Qué quiere decir eso del combate mental?
—Significa que se miran a los ojos y pelean con la fuerza de sus mentes. El Desafío tiene muchas otras formas, más sencillas, pero esta es la más justa. Aquel que tenga la voluntad más fuerte resultará el vencedor.
—Pero… —vaciló Jonathan—. Pero, Emma, tú me dijiste que la voluntad del marqués es muy fuerte, porque es verdadera, mientras que todos vosotros expresáis una voluntad que no coincide con vuestros auténticos deseos.
—Sí —en el rostro infantil de Emma se dibujó una cálida sonrisa—. Eso lo sabemos todos, y también el marqués. Pero hay algo con lo que no cuenta.
—¿Qué es? —preguntó Jonathan, intrigado.
Sin embargo, ella no respondió.
Los dos combatientes no habían movido un solo músculo. Seguían allí, mirándose fijamente, sin parpadear. Sin embargo, algo invisible bullía a su alrededor, Jonathan lo percibía, e incluso su padre retrocedió unos pasos. Era como si un torbellino impalpable girase en torno a ellos. Conteniendo el aliento, Jonathan cerró los ojos y sintió una fuerza poderosa que emanaba de los dos inmortales. Casi pudo notar dos corrientes enfrentadas en aquella fuerza, las dos voluntades que luchaban, la una contra la otra.
Y sintió que aquella energía que producía el singular enfrentamiento se expandía y crecía hasta dejarlo sin aliento.
—¿Qué es… eso? —jadeó su padre—. ¿Qué es… eso que me envuelve… y que no puedo ver?
—Es poder, papá —murmuró Jonathan—. En estado puro.
Clavó la mirada en el rostro de Jeremiah —el marqués quedaba de espaldas a ellos— y se quedó sin respiración.
Bajo la máscara humana relucía la verdadera naturaleza del inmortal, una naturaleza nacida del mismo caos primigenio, una esencia que contenía los secretos del origen del cosmos. Una suave aura multicolor envolvía su cuerpo, y sus cabellos flotaban a su alrededor, como movidos por una brisa invisible. Sus ojos resplandecían e irradiaban tanta fuerza que Jonathan sintió que, si Jeremiah se hubiese vuelto hacia él en aquel momento, lo habría reducido a polvo con una sola mirada.
Pero el marqués aguantaba sin mover un solo músculo, y Jonathan sospechó que su rostro presentaba el mismo aspecto ultraterreno que mostraba el de Jeremiah. También su cuerpo irradiaba aquella misteriosa aura resplandeciente.
Jonathan apartó la mirada, intimidado, e, instintivamente, se separó un poco de Emma. Ella no pareció notarlo.
* * *
Los cuerpos de Jeremiah y el marqués seguían estando allí, ante el edificio del Museo de los Relojes, uno frente al otro.
Pero sus mentes habían creado su propio campo de batalla y se hallaban lejos, muy lejos de allí.
La voluntad del marqués tomó la forma de un enorme volcán que escupía fuego del mismo infierno. Ríos de lava incandescente descendían desde el cráter, estrellándose contra las rocas y lanzando mil chispas incendiarias a un aire cubierto de espesa ceniza gris. La voluntad del marqués bramaba con la voz de mil lenguas ígneas.
Jeremiah se vio de pronto ante el inmenso volcán, solo y pequeño. El suelo se resquebrajaba bajo sus pies mientras la voluntad del marqués extendía sus ríos de fuego por todo el espacio de la dimensión que habían creado para su combate mental.
Jeremiah no esperaba que la voluntad del marqués fuese tan grande y poderosa; pero recordó lo que ocurriría si perdía aquel combate, y contraatacó.
La voluntad de Jeremiah se transformó en un océano embravecido, cuyas enormes olas coronadas de espuma batían las rocas con fuerza y se elevaban hasta la misma cima del volcán. El rugiente maremoto arremetió contra la voluntad del marqués con todo el poder de su furia. El agua inundó los ríos de lava y se coló por todas las venas del volcán, apagando su llama. Pero la marea siguió creciendo hasta cubrir por completo las rocas más elevadas del cráter.
Entonces, la voluntad del marqués tomó la forma de un inmenso y ardiente sol que se acercaba cada vez más al océano de la voluntad de Jeremiah. Furiosas explosiones internas alimentaban su corazón, y una crepitante corona de llamas devoraba la atmósfera sobre el océano y evaporaba rápidamente el agua. La voluntad del marqués se expandió, y el sol se expandió con ella hasta cubrir todo el cielo. El océano desapareció.
Jeremiah no se inquietó por ello. El marqués no había ahogado su voluntad, solo la había transformado. Su próximo movimiento consistió en desplazar su voluntad ante el inmenso sol. Pronto, la voluntad del marqués se vio cubierta por un espeso manto de nubes negras, cargadas de electricidad, nubes que bramaban y rugían al chocar entre ellas, nubes que oscurecieron el día por completo.
La voluntad del marqués se transformó entonces en un aullante huracán que arrasaba todo cuanto hallaba a su paso, y que arremetió contra las nubes tormentosas una y otra vez, persiguiéndolas incansablemente hasta que se dispersaron y deshicieron del todo. El vendaval bramó, triunfante, y su grito de victoria se oyó en toda aquella dimensión.
Pero de pronto se estrelló contra un obstáculo que había aparecido súbitamente en su camino.
La voluntad de Jeremiah se había convertido en una ciclópea cordillera cuyos picos más altos llegaban a las estrellas. El huracán aulló y trató de derribarla, pero las raíces de la cordillera estaban bien hundidas en el corazón de la Tierra, y solo logró chocar contra ella, una y otra vez. Insistió, esperando tal vez poder erosionarla, pero pronto se encontró reducido a una débil brisa.
Entonces, la voluntad del marqués tomó la forma de un brutal terremoto que sacudió las entrañas de la tierra y removió las raíces de la montaña. Jeremiah vio cómo su voluntad se resquebrajaba y partía, cómo aquel violento movimiento sísmico abría brechas en la sólida constitución de la cordillera, y decidió transformarla, antes de verla reducida a polvo.
La voluntad de Jeremiah se convirtió en un inmenso glaciar que recubrió toda la tierra. El terremoto provocó aludes inmensos que se precipitaban bramando y rugiendo para rellenar las grietas y sepultar las rocas. Cuanto más réplicas del seísmo sacudían aquella dimensión, más repartido quedaba el manto de nieve. Pronto, la voluntad de Jeremiah lo cubrió todo.
La voluntad del marqués volvió a tomar la forma del sol, pero Jeremiah no dejó de notar que el astro que había creado era menor que la vez anterior. Pese a ello, logró derretir la nieve, pero la voluntad de Jeremiah se transformó en una luna que eclipsó la voluntad del marqués…
* * *
Ninguno de los presentes podía ver qué sucedía entre Jeremiah y el marqués, aunque los inmortales podían llegar a intuirlo. Jonathan miraba a uno y a otro, preguntándose, muy nervioso, quién iba ganando, ya que no había manera de saberlo. Los dos combatientes seguían inmóviles, exactamente en la misma posición que cuando empezaron, y solo la mirada de sus ojos y el aura invisible que proyectaban a su alrededor sugerían la titánica lucha que se desarrollaba entre ellos.
De pronto, Jonathan oyó un sonido lejano que lo devolvió a la realidad. Miró a su padre. Por la expresión de su rostro adivinó que él también lo había oído.
—Las campanas del convento —dijo, temblando—. Son las seis menos cuarto.
—Marjorie —musitó Jonathan—. ¡Tenemos que hacer algo!
Pero no se le ocurría nada, y no quería confesarle a su padre que los inmortales habían dicho que nada podría salvar a Marjorie. Se volvió hacia Emma.
—Emma, ¿qué pasará con el marqués si gana Jeremiah?
—Su voluntad quedará tan debilitada que tardará varios milenios en poder volver a desafiar a alguien.
Jonathan meditó la respuesta.
—Pero su alma sigue siendo igual de grande, ¿no? Quiero decir, que su esencia seguirá siendo tan… —no encontró la palabra, y miró a Emma pidiendo ayuda; ella sonrió con cierta tristeza.
—Sí, así es. Solo el Tiempo tiene poder suficiente como para destruir a un inmortal, pero se autodestruiría también a sí mismo en el intento. Ya te lo he explicado…
—Tengo una idea —la interrumpió Jonathan—. ¡Papá, Emma, venid conmigo: tenéis que ayudarme!
Jonathan desapareció cojeando en el interior del caserón, y su padre lo siguió sin vacilar. Emma echó una mirada a Jeremiah y al marqués y entró también en la casa.
Cruzaban el Museo de los Relojes cuando de pronto se oyó algo como el ruido de un cristal al romperse, seguido de un pesado cuerpo que caía al suelo. Los tres cruzaron una mirada y corrieron a la cámara de los relojes extraordinarios.
Jonathan llegó el primero y se detuvo, perplejo y aterrado.
—¡Marjorie! —gritó su padre, pero Jonathan le señaló algo en el interior de la habitación, más allá del cuerpo inerte de Marjorie, que seguía exactamente donde lo había dejado.
Era Basilio, y yacía en el suelo, boca abajo, junto a un reloj de arena roto.
Jonathan corrió junto a él y le dio la vuelta para ver su rostro.
Estaba muerto.
—¿Qué… qué diablos ha pasado? —tartamudeó Bill.
Jonathan clavó la mirada en los restos del reloj.
—Es ese reloj de arena —dijo—. El que había sido parte de un pacto con el demonio, ¿recuerdas? Mientras la arena estuviese en movimiento, su propietario no moriría. Pero ¿por qué…?
—¿Aún no lo entiendes? —dijo a su lado la voz de Emma, suave pero infinitamente triste—. Era el reloj de arena de este hombre.
—¿De Basilio? Pero si… ¡trabajaba para el marqués!
—¿Y por qué? —Emma movió la cabeza, apesadumbrada—. No es la primera vez que lo hace. Se apodera del reloj de la vida de alguien y lo obliga a servirle a cambio de seguir viviendo. Cada vez que la arena está a punto de agotarse, el marqués llama a su criado y le pregunta: «¿Le damos otra vuelta más?». Y sin duda este hombre había vivido ya un par de siglos; no se atrevía a desafiar al marqués, pero tampoco tenía valor para decir «No» cuando la arena iba a terminarse. Y esta noche, aprovechando que su señor está ocupado con otras cosas, Basilio ha decidido poner fin a décadas de miedo y esclavitud.
Jonathan se estremeció y volvió la cabeza para no ver los restos del reloj. Su mirada tropezó con el reloj de Qu Sui: la liebre estaba peligrosamente cerca del emperador.
—¡Marjorie! —exclamó—. Ayudadme.
—¿A qué? —dijo Bill.
—Tenemos que llevar el reloj al exterior. Y a Marjorie también.
—¿Pero, por qué…? —empezó su padre, pero calló al ver la sonrisa de comprensión que iluminaba el rostro de Emma.
* * *
Fuera, la batalla seguía muy igualada, aunque la voluntad del marqués iba ganando terreno poco a poco a la de Jeremiah. A su alrededor, los otros cuatro inmortales los observaban, conteniendo el aliento.
El Contador de Estrellas fue el único que se percató de la ausencia de Emma y los dos mortales. Los vio regresar al cabo de un rato. Bill traía en brazos el cuerpo inconsciente de Marjorie, y, tras él, Jonathan y Emma traían el reloj de Qu Sui. Para no tocar el orbe que devoraba almas, habían rodeado el reloj con una cuerda y lo habían arrastrado con sumo cuidado hasta el exterior. El Contador de Estrellas sonrió, sospechando ya lo que se proponían hacer.
—Si Jeremiah no vence, mi plan no dará resultado —le estaba diciendo Jonathan a Emma—. Y me da la sensación de que el marqués está ganando.
Emma le oprimió el brazo para tranquilizarlo.
—Confía —dijo solamente.
Pero Jonathan percibía con claridad que la siniestra voluntad del marqués teñía con su color la fuerza que emanaba de los dos combatientes. Se fijó en el rostro de Jeremiah y sintió que su poder se había debilitado considerablemente.
—¡Emma! —musitó, angustiado; eran las seis menos diez, y una suave luz empezaba a pigmentar de rosa el horizonte.
* * *
La voluntad del marqués se había transformado en un vasto desierto de arenas ardientes y aire abrasador. La voluntad de Jeremiah ya no tenía fuerzas para adoptar la forma de océano, o de lluvia, y se arrastraba como hombre por la infinita voluntad del marqués. Jeremiah sabía que, si dejaba de andar y se derrumbaba, la voluntad del marqués lo enterraría para siempre en las doradas arenas, y él habría perdido.
La voluntad de Jeremiah seguía avanzando, paso a paso, sin detenerse. El aire parecía traer hasta sus oídos un eco distorsionado de la inquietante risa del marqués.
Pareció que Jeremiah vacilaba.
—¡No! —chilló Jonathan, sin poder evitarlo—. ¡No te rindas! ¡Tu voluntad es tan fuerte como la suya! ¡Tú deseas que el mundo siga existiendo! ¡Jeremiah, no te rindas! ¡No estas solo; Jeremiah!
La voluntad de Jeremiah se había dejado caer sobre el desierto y la arena la cubría, poco a poco.
Jeremiah estaba haciéndose a la idea de que iba a perder Eso significaría que el marqués se haría con el Vórtice y que cumpliría su más anhelado sueño.
La Muerte vendría a buscarlo.
«¿Y tú?», dijo una voz que se parecía sospechosamente a la del marqués. «¿No deseas morir?».
Jeremiah suspiró Estaba cansado, muy cansado. Su voluntad estaba agotada, y no tenía fuerzas para resistir a la del marqués. «… ¿Morir?», seguía diciendo aquella voz. «¿Descansar por fin?».
Jeremiah cerró los ojos y dejó que la arena siguiese enterrándolo.
Entonces el viento le llevó una voz lejana.
«Jeremiah…».
Trato de escuchar, pero no le quedaban fuerzas.
«No… te… rindas….»
Sonrió débilmente. Era el joven mortal. Le había fallado, a él y a todos los demás mortales. Pero ahora podría morir por fin y, al fin y al cabo, como había dicho el marqués, los mortales mueren de todas formas, tarde o temprano.
«No… estás… solo…».
Jeremiah sintió de pronto que algo le hacía cosquillas en la mano. Algo vivo.
Con las pocas fuerzas que le restaban, se incorporó un poco —sintió que el desierto rugía, amenazador— y miró.
Vio algo pequeño, tierno y verde. Un brote. Una planta estaba naciendo en medio del desierto.
Jeremiah contempló el milagro. Deseó con todas sus fuerzas que aquella planta fuera creciendo. La vio resistir y alzarse hacia el sol, desafiante.
Entonces Jeremiah filtró su voluntad bajo las arenas del desierto, y las halló llenas de semillas durmientes, de embriones de vida que deseaban salir a la superficie y, sencillamente, vivir.
Jeremiah hizo que su voluntad estimulase aquellas semillas. Las hizo crecer en medio del desierto. Las vio rasgar las arenas y cubrirlas de un manto verde. Jeremiah cuidó de ellas, transformó su voluntad en lluvia, en sol, en todo lo que aquellas vidas necesitaban para seguir existiendo. La voluntad del marqués aullaba, furiosa, convertida sucesivamente en tormenta de arena, incendio devastador y glaciación, pero las plantas siguieron creciendo, porque cada una de ellas deseaba seguir creciendo, y pronto la voluntad de Jeremiah se transformó en un enorme bosque que ahogó la voluntad destructora del marqués…
* * *
Jonathan vio, sin poder creerlo, que los ojos de Jeremiah despedían un nuevo haz luminoso, como renovados por una extraña fuerza. La voluntad del marqués retrocedió.
Emma asintió, satisfecha.
Todo fue muy rápido. Jeremiah pareció crecerse ante el marqués, y su poder se hizo todavía más palpable. De pronto, hubo un destello cegador, y Jonathan cerró los ojos.
Cuando pudo volver a mirar, vio que el marqués había caído de rodillas en el suelo, ante Jeremiah, que se alzaba frente a él, sereno y tranquilo.
—Lo ha hecho —musitó Jonathan—. No puedo creerlo, ¡lo ha hecho!
Se sintió de pronto tan débil como el marqués. En aquellos últimos momentos había vivido con el convencimiento de que todo el universo podía estallar en mil pedazos si Jeremiah perdía aquella batalla, y ahora sentía tal alivio que tenía la sensación de que todas sus fuerzas lo habían abandonado de repente. Emma lo hizo volver a la realidad.
—¡Jonathan, deprisa!
Jonathan tiró del orbe hasta colocarlo junto al marqués. Emma avanzó a su lado.
—Marqués —dijo con voz clara; tanto Jeremiah como el marqués alzaron la cabeza para mirarla—. Estás marcado por una doble derrota. Tu voluntad no puede resistir la mía. Y deseo que toques el orbe del reloj de Qu Sui.
El marqués la miró con incredulidad. Iba a decir algo, pero los ojos de Emma parecían contener todo el poder del universo, y el marqués vaciló.
Alzó la mano hacia el orbe, pero la detuvo en el aire y se volvió hacia Jeremiah.
—Antes —musitó—, explícame cómo lo has hecho. Yo deseaba la mortalidad, con todas mis fuerzas. Y, en el fondo, sé que tú también.
Jeremiah sonrió.
—Pero tú luchabas solo —dijo—, mientras que a mí me apoyaba la voluntad de miles de millones de seres en todo el universo, que deseaban desesperadamente seguir viviendo. La voz del joven Jonathan Hadley me recordó este hecho, y abrí mi alma a todas esas voluntades que, sin saberlo, luchaban a mi lado.
El marqués palideció. Desvió la mirada, pero sus ojos volvieron a encontrarse con los de Emma.
—Ahora —dijo ella.
Jonathan miró con nerviosismo la liebre de oro que avanzaba lentamente hacia el centro del reloj.
—Estoy débil —dijo el marqués—. Pero, cuando me recupere, saldré de aquí. Y el Vórtice será mío.
Emma no dijo nada, pero tampoco apartó la mirada. Y Jonathan no podía dejar de mirar el reloj.
La liebre se detuvo ante el emperador del reloj de Qu Sui. El marqués aproximó sus dedos al orbe.
—Mi voluntad es más fuerte que la tuya —dijo Emma—. Que tu alma quede prisionera en el orbe que tú creaste.
La mano del marqués rozó el cristal.
Las campanas del convento dieron las seis.
Y la liebre se inclinó ante el emperador del reloj de Qu Sui.