Capítulo 1

Tres figuras aguardaban bajo un sol de justicia frente al viejo caserón. Eran más de las cinco de la tarde, y a nadie en la Ciudad Antigua se le habría ocurrido abandonar la fresca sombra de sus casas, pero los tres visitantes eran obstinados, y ni siquiera aquel tórrido calor los habría hecho desistir de sus propósitos.

El hombre era robusto y colorado. Vestía una camisa que llevaba por fuera de los pantalones cortos. Sobre los calcetines blancos calzaba unas sandalias que se ajustaban a sus tobillos. Completaba su atuendo con una gorra de su equipo de béisbol favorito que llevaba ladeada sobre el cabello rubio y lacio, y pendía de su costado una cámara fotográfica de última generación.

La mujer era delgada, y se abanicaba para soportar mejor el calor. Vestía ropa ceñida de colores chillones y llevaba unas enormes gafas de sol. Cubría su espesa melena rizada, que llevaba suelta sobre los hombros, con una pamela blanca. Se agarraba a su bolso como si temiera que fuesen a robárselo en cualquier momento.

El muchacho destacaba bastante menos que la llamativa pareja. Tenía unos quince años y vestía vaqueros y una camiseta blanca. Una pequeña mochila oscilaba sobre su espalda. Era rubio, como su padre, pero delgado, y llevaba gafas, que constantemente debía limpiar, porque se le empañaban a causa del sudor.

En aquellos momentos, el hombre estaba examinando con el ceño fruncido un viejo folleto turístico.

—No lo entiendo —resopló finalmente, con su inglés de marcado acento de Texas—. Aquí lo dice bien claro: «Museo de los Relojes. Gratuito. Abierto todos los días, de 10:00 a.m. a 2:00 p.m., y de 5:00 p.m. a 7:00 p.m.». ¿Por qué está cerrada la puerta?

—Billy, querido —se quejó la mujer—. Hace mucho calor. No podemos quedarnos aquí parados toda la tarde.

El hombre gruñó algo y, por fin, alzó la aldaba para dejarla caer sobre la puerta. La llamada sonó más fuertemente de lo que ellos esperaban, y su eco retumbo con fiereza desde el interior de la casa, trayendo consigo una nota de soledad y abandono.

Los tres esperaron, sin embargo. El muchacho contemplaba el edificio con interés. El caserón era de piedra, seguramente muy antiguo. La puerta, de madera, con adornos de hierro, ajada por el tiempo, era enorme, y sobre ella se apreciaba un desgastado escudo de armas grabado en la piedra.

—Parece un palacio —comentó a media voz.

El hombre echó un vistazo y resopló desdeñosamente.

—No digas tonterías, Jonathan. ¿Quién querría vivir en esta antigualla?

Sacudió la cabeza, como para desechar tan absurda idea, mientras su esposa contemplaba horrorizada el edificio, imaginando lo espantosamente incómodo que sería habitar en él.

Jonathan suspiró, pero no dijo nada.

—Qué desconsideración… —protestó la mujer—. Hemos venido de tan lejos…

—Si no vemos el museo no pasa nada —apuntó Jonathan rápidamente—. Seguro que la catedral está abierta.

Por toda respuesta, su padre descargó de nuevo la aldaba sobre la puerta.

—¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien? ¡Abran la puerta! ¡Queremos ver el museo!

Silencio. Soltó la aldaba, contrariado, y miró a Jonathan.

—¿Por qué no pruebas tú a hablarles en su lengua?

—Déjalo, papá —respondió el chico, incómodo—. Estamos haciendo el ridículo.

—¿Ridículo? —exclamó su padre, ofendido—. ¿Nosotros?

Jonathan suspiró de nuevo. Su padre había hecho una nada desdeñable fortuna fabricando componentes para bicicletas, pero su nivel cultural era prácticamente nulo, y él nunca había hecho nada por mejorarlo. Jonathan recordaría toda la vida el escándalo que había armado al encargar los billetes para aquel viaje, porque había creído que el precio era abusivo… antes de enterarse de que España no estaba en Suramérica, como él pensaba, sino en Europa, al otro lado del océano.

Jonathan sabía que no estaba bien que se avergonzara de su padre, pero no podía evitarlo.

Tras la muerte de su esposa, Bill Hadley había hecho todo lo posible para que los deseos de ella con respecto a Jonathan, que entonces era todavía un bebé, se vieran cumplidos. Había invertido mucho dinero en una buena educación para el muchacho, convencido de que llegaría a ser un importante hombre de negocios. Pero Jonathan no estaba interesado en los asuntos terrenales. Él era un soñador. Le gustaba pasar el tiempo leyendo y evocando tierras lejanas que tal vez nunca llegaría a visitar.

La auténtica pasión de su vida, sin embargo, siempre había sido España.

Su padre tenía la esperanza de que con el tiempo sentaría la cabeza, pero no había podido resistir la tentación de sorprenderle con el mejor regalo de cumpleaños que Jonathan podría desear. En efecto, con motivo del decimosexto aniversario del chico, que tendría lugar en septiembre, Bill Hadley había decidido llevarlo a España durante las vacaciones de verano.

De modo que allí estaban los tres, Jonathan y su padre, y Marjorie, su flamante nueva esposa; el muchacho apreciaba y agradecía el regalo de su padre, pero estaba empezando a pensar que tal vez habría sido preferible esperar unos cuantos años y emprender aquel viaje solo.

Bill Hadley lanzó una última mirada desdeñosa a aquella obstinada puerta y resopló de nuevo, dando la espalda al caserón.

—Mejor vámonos —dijo a su familia—. Este estúpido folleto debe de estar…

Un súbito chirrido que sonó tras él lo hizo callar. Los tres se volvieron, sorprendidos.

La puerta estaba abierta. Por la rendija asomaba un rostro viejo y apergaminado, en el cual parpadeaban unos ojillos tras unas gafas de media luna.

—¿Se puede saber por qué arman tanto escándalo? —protestó el hombrecillo con voz cascada—. ¡Esto es una propiedad privada!

Bill Hadley se había adelantado, con el folleto en la mano, pero el tono airado del viejo lo había hecho detenerse de nuevo. Por supuesto, no había entendido una sola palabra, pero había captado la intención.

—¿Qué ha dicho este viejo loco, Jonathan?

El muchacho se adelantó, azorado, limpiándose las gafas.

—Disculpe a mi padre, señor —dijo, en un español académico, aprendido en los libros—. Buscamos el Museo de los Relojes. ¿Podría indicarnos el camino?

La expresión del hombrecillo cambió. Miró a Jonathan con cierta cautela.

—Debe de haber un error.

—Sí, lo suponemos, pero si usted pudiera decirnos dónde…

—Esto es el Museo de los Relojes —explicó el viejo—. O, mejor dicho, «era». Cerramos hace siete años.

Jonathan se volvió hacia su padre y su madrastra para explicarles la situación, pero ellos no atendieron a razones.

—¡Aquí dice que el museo está abierto! —insistió Bill, agitando el folleto frente a las narices del viejo.

—Dejadlo estar —pidió Jonathan, incómodo.

—¿Por qué? Dile que hemos venido de muy lejos. De Texas. Te-xas. Díselo, Jon.

—Deja al chico, Bill —intervino Marjorie—. ¿No ves que lo estás avergonzando?

—¿Por qué? Solo estamos pidiendo explicaciones, nada más.

Jonathan suspiró con resignación.

—Mis padres insisten en que quieren ver el museo, si todavía hay relojes ahí dentro —le dijo al portero.

—Jovencito, no se trata de lo que quieran o no quieran —replicó el viejo con severidad—. Los relojes siguen aquí, pero la exposición fue clausurada. No sé quién les dijo que podían venir a verla, pero cometió un error. Buenas tardes.

Iba a cerrar la puerta, pero el pie de Bill se introdujo en el hueco y se lo impidió.

—Papá, déjalo ya. Dice que hace años que la exposición no está abierta el público.

—Lo que pasa es que tú eres un pardillo, hijo, y te toman el pelo siempre que quieren. ¿No ves que el único problema es que no quiere trabajar hoy?

—Bill, no te metas con el chico —lo defendió Marjorie—. Solo está intentando ser educado.

Jonathan le echó a su madrastra una mirada de agradecimiento. Marjorie no tenía muchas luces, era melindrosa y superficial, pero en el fondo no era mala persona, y siempre se había portado bien con él.

—¿Por qué estás siempre defendiéndolo? —protestó Bill, con la puerta todavía sujeta—. Así nunca conseguiré hacer de él un hombre de provecho.

El hombrecillo, ajeno a aquella discusión familiar, seguía con su pretensión de cerrar, aunque con escasos resultados. Jonathan no sabía cómo empezar a pedir disculpas por el comportamiento de su padre, que todavía renegaba de los españoles que intentaban engañar a los pobres turistas.

—Está bien —dijo entonces el viejo, agotado—. Ustedes lo han querido.

Abrió la puerta del todo, y Marjorie Hadley se apresuró a entrar a la sombra. Con un gruñido de satisfacción, Bill Hadley la siguió.

Jonathan se quedó un momento fuera, bajo el sol, inseguro. Pero su padre lo llamó desde dentro, y el muchacho no tuvo más remedio que entrar en el caserón, tras él.

Lo recibió un agradable ambiente fresco, pero apenas había luz, y sus ojos tuvieron que adaptarse a la penumbra. Se sobresaltó al ver dos puntos brillantes que lo observaban desde un rincón en sombras, pero casi enseguida oyó un débil maullido, y un esbelto gato negro cruzó ágilmente el corredor por delante de él. No tuvo tiempo de ver mucho más, porque enseguida oyó la voz del hombrecillo:

—Por aquí, por favor.

Y los tres lo siguieron por un largo y oscuro pasillo. Jonathan se apresuró a alcanzar al viejo, que iba en cabeza, y le oyó murmurar para sí mismo:

—Al marqués no le va a gustar…

—¿Un marqués? —preguntó Jonathan irreflexivamente; enseguida se arrepintió de haberlo dicho, porque el viejo se volvió hacia él, ceñudo, y el chico temió haber sido indiscreto.

—El dueño de este palacete es un marqués —confirmó el hombre, tras un breve silencio; se detuvo junto a una puerta y los invitó a pasar con un gesto—. La colección que van a tener la oportunidad de contemplar es el resultado de su extremado interés por la relojería. Interés que compartían sus antepasados, si me permiten la observación.

Bill Hadley estaba cansado de la charla de su guía, ya que no entendía ni una palabra de lo que decía. Impaciente, entró en la sala y miró a su alrededor.

Jonathan y su madrastra lo imitaron.

Lo que vieron y oyeron los dejó sobrecogidos.

Era una enorme sala alargada, de altos techos adornados por un bello artesonado de madera. Junto a las paredes, en diferentes estantes, vitrinas y hornacinas reposaban todos los relojes que pueda imaginarse: relojes de sol, relojes de arena, relojes de péndulo, relojes de cuco, relojes de pared, relojes de pie, relojes de mesa, relojes de bolsillo, relojes de pulsera, relojes de todas clases, formas y tamaños. Toda la habitación vibraba al son de varios centenares de tictacs que parecían componer una melodía misteriosa y fascinante.

—Adelante, pasen y vean —dijo el viejo lacónicamente—. Y, por favor, no toquen nada.

Jonathan no necesitó que se lo dijese dos veces. Se paró junto al primer grupo de relojes y los observó con detenimiento. Absolutamente todos daban la misma hora, la hora exacta, comprobó el chico, y no se veía una mota de polvo en ninguno de ellos.

Su padre también lo había notado.

—¿Qué te he dicho? —dijo, riendo entre dientes—. Los tienen todavía en exposición, o no se tomarían tantas molestias para cuidar un montón de chatarra.

Jonathan podría haberle dicho que tenía la sensibilidad de un bloque de hormigón armado, pero no se lo dijo. En su lugar, siguió paseando por el Museo de los Relojes.

Le sorprendió ver que, junto con piezas perfectamente reconocibles, había otros muchos artefactos que no había visto nunca y que, de habérselos encontrado en cualquier otro lugar, jamás habría adivinado que eran relojes. Los había de todas las épocas, estilos y procedencias, y todos ellos estaban extraordinariamente bien conservados.

Jonathan se detuvo ante un reloj de pared tallado en madera, porque sus dos puertecillas acababan de abrirse en aquel preciso instante. Una figurita que representaba a un leñador salió por una de ellas, mientras que un pequeño árbol avanzaba hacia él desde la otra abertura. Jonathan contempló, fascinado, cómo el árbol se detenía ante el leñador, que alzó su diminuta hacha sobre él.

El tiempo pareció congelarse mientras la figurilla descargaba el hacha, pero, cuando lo hizo, toda la sala se derrumbó sobre Jonathan y su familia.

El muchacho retrocedió, sobresaltado; le costó un poco darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pero todos los relojes se lo decían a gritos, y Jonathan no pudo seguir ignorando por más tiempo el hecho de que eran las cinco y media.

El leñador había golpeado cinco veces el tronco del árbol y dos veces una de las ramas, acompañando cada hachazo por el tintineo de una campanilla, pero el sonido se perdió entre la algarabía que estaban produciendo en la sala cientos de relojes dando la hora a la vez, provocando un alegre y escandaloso concierto de campanadas, trompetillas, cucús y todos los sonidos imaginables.

Algo más tranquilo, Jonathan se volvió hacia sus padres, y vio que no había sido el único en asustarse ante aquel súbito coro de voces de reloj.

—Qué locura —se quejó Marjorie, pálida—. ¿Siempre es así?

—Suele serlo, señora mía —dijo en perfecto inglés británico una voz serena, desde algún rincón en sombras—, dado que poseo más de seiscientos relojes, todos ellos funcionan perfectamente y están ajustados a la hora exacta.

Todos se volvieron, sobresaltados. Jonathan apreció una alta y oscura figura junto a la cortina. No lo había oído entrar.

—Se… señor marqués —tartamudeó el viejo—. Lo… lo siento mucho, los señores insistieron y…

—No te disculpes, Basilio —cortó el marqués, suavemente, y añadió, de nuevo en inglés—: Es una agradable sorpresa contar con visitantes en esta calurosa tarde de verano.

Avanzó hacia ellos y la luz que provenía de los ventanales iluminó su rostro. Era más joven de lo que Jonathan había supuesto. Sus facciones, de gesto enérgico y decidido, estaban enmarcadas por mechones desordenados de cabello negro, lo que acentuaba todavía más su palidez. Pero sus ojos eran penetrantes e inquisitivos, y parecían ligeramente burlones.

—Usted es el dueño de todo esto, ¿verdad? —preguntó Bill Hadley, aliviado por haber encontrado alguien que hablase su idioma, pero sin saber todavía si eran bienvenidos o no en la casa del marqués.

—Así es. Imagino que mi mayordomo les habrá comunicado que la exposición está cerrada.

—No es eso lo que dice aquí —protestó Bill, agitando el folleto turístico que los había llevado hasta el Museo de los Relojes.

Antes de que se diese cuenta, el marqués estaba junto a él, y Bill cerró la boca. De cerca era mucho más alto de lo que le había parecido en un principio.

—¿Me permite? —dijo el marqués con suavidad, cogiendo el folleto—. Gracias. Ah —murmuró, después de echarle un breve vistazo—. Es uno de los antiguos. Mire, fue impreso hace diez años.

Se lo devolvió a Bill, y este se apresuró a comprobar que lo que decía era cierto.

—La chica que nos lo dio era nueva en la Oficina de Información Turística —intervino Jonathan—, y parecía bastante despistada. La verdad es que tardó un rato en encontrar lo que le pedíamos…

—Ahí lo tienen —dijo el marqués—. Pero, bueno, ya están ustedes aquí, de modo que no veo por qué no van a poder disfrutar del museo.

—Es una colección magnífica —comentó Marjorie, tratando de ser amable.

—Sí, lo es —suspiró el marqués—. Siento debilidad por los relojes. He dedicado toda mi vida a coleccionar relojes de todo tipo, de todas las épocas… y este es el resultado —dio una mirada circular, con un brillo de orgullo en sus ojos oscuros—. Algunas de estas piezas valen una auténtica fortuna, pero eso es lo de menos. Lo cierto es que me gustan los relojes en sí. Son artefactos que en principio solo pretenden medir el tiempo, pero que, de alguna manera, están tratando de atraparlo. Son la llamada desesperada de una humanidad que no desea morir. Tictac, tictac… en realidad, los relojes están diciendo: «Se te acaba el tiempo, se te acaba el tiempo…». Y, como tantos otros inventos humanos, este también se volvió contra su creador. Los relojes no han capturado el tiempo, pero sí han apresado al ser humano. ¿No me creen? —preguntó el marqués, al ver que Bill y Marjorie habían adoptado un gesto ligeramente escéptico; su burlona sonrisa se acentuó aún más—. Los tres llevan relojes de pulsera, y están de vacaciones… ¿Lo ven? Son prisioneros de los relojes. Ellos marcan el ritmo de sus vidas.

Bill hundió las manos en los bolsillos, pero no dijo nada.

—Pero no quiero aburrirles más —concluyó el marqués—. Sigan contemplando mi colección, si así lo desean. Cuando estaba abierta al público, cada reloj llevaba su correspondiente etiqueta explicativa. Las retiré cuando me obligaron a clausurar el museo, puesto que ya no eran necesarias: conozco de memoria la historia y características de cada pieza de mi colección. De modo que, si alguna de ellas suscita su interés, no duden en preguntarme; estaré encantado de atenderlos.

Dicho esto, saludó con una breve inclinación de cabeza y se reunió con Basilio, el mayordomo, junto a la puerta.

Jonathan dejó de prestarles atención, y siguió merodeando por el Museo de los Relojes. Paseó arriba y abajo, cada vez más sorprendido de que hubiese tantas clases diferentes de relojes que él no conocía. Le llamó la atención un cuadro que colgaba de la pared, y que representaba una escena de mercado en una plaza. Las manecillas del reloj de la torre del ayuntamiento se movían de verdad, y marcaban las seis menos veinte, como el resto de relojes de la sala. «¡Un reloj dentro de un cuadro!», pensó Jonathan, sorprendido.

Siguió mirando. Vio un reloj que colgaba del techo como si fuese una lámpara. Vio también, en una vitrina, un grupo de diminutos relojes que tenían en común el estar engastados en un anillo. Se detuvo ante un artefacto constituido por dos vasos superpuestos; un líquido rojizo fluía lentamente del recipiente superior al inferior.

—¿Esto es un reloj? —murmuró para sí mismo.

—Una clepsidra —dijo de pronto la voz del marqués junto a él, sobresaltándolo—, llamado comúnmente reloj de agua. Al igual que los mecanismos de medición basados en el sol, o en la arena que cae grano a grano, no es muy exacto. Pero fue uno de los primeros relojes empleados por el hombre.

Jonathan asintió, sin saber muy bien qué decir.

—Ah —dijo entonces el marqués—. Son casi las seis menos cuarto.

El chico no entendió al principio lo que quería decir, pero pronto lo descubrió cuando, de nuevo, todos los relojes se pusieron a dar la hora a la vez, aunque en esta ocasión el estruendo fue menor que a las cinco y media. El padre de Jonathan había estado preparado y aguardaba, resignado, a que los relojes terminasen de sonar. A Marjorie, en cambio, la habían vuelto a coger por sorpresa, y se tapaba los oídos con las manos, con aspecto de estar sufriendo un terrible dolor de cabeza.

Con una perfecta sincronía, los relojes enmudecieron de nuevo, todos al mismo tiempo, y pronto la sala volvió a llenarse de tictacs que parecían susurros casi humanos.

—Creo que ya hemos tenido bastante por hoy —decidió Bill—. Le agradezco la amabilidad, señor…

—… Marqués —atajó el dueño de la casa, sonriendo—. Espero que mi modesta colección haya sido de su agrado.

—Desde luego —Bill se dirigió hacia la puerta, seguido por su esposa, pero en el último momento se volvió de nuevo hacia el marqués—. Pero creo que no lleva usted bien la cuenta de los relojes que posee, señor… marqués. Nos ha dicho que había más de seiscientos, y yo he contado quinientos noventa y siete.

Los ojos del marqués parecieron relampaguear un momento, y dejó de sonreír. Basilio gimió y retrocedió unos pasos, como si algo terrible estuviese a punto de suceder. Solo Jonathan se percató de su extraña reacción, pero no le prestó atención, porque el marqués respondió:

—Tendré en cuenta su observación, señor Hadley. Permítanme acompañarlos a la salida.

Jonathan se preguntó cómo sabía el marqués el nombre de su padre, pero no dijo nada, porque este parecía más complacido y satisfecho que extrañado.

—Gracias, marqués. Por cierto, ¿por qué tuvo que cerrar el museo? Sería por falta de dinero, ¿no? No podía ser de otra manera, si la entrada es gratuita…

En esta ocasión, ni siquiera Bill Hadley pudo pasar por alto el brillo peligroso de los ojos del marqués.

—Oiga, no se ofenda. Hay confianza, ¿no?

—No —replicó el marqués, y les dirigió una intensa mirada que puso a Jonathan la carne de gallina—. ¿De veras quiere saberlo?

—Se lo he preguntado, ¿no?

El marqués siguió mirándolos, como si pudiera leer en el interior del alma de cada uno de ellos. Jonathan vio de reojo que Basilio movía la cabeza, apesadumbrado.

—Muy bien —dijo entonces su anfitrión, encogiéndose de hombros—. Síganme, pues.

Les dio la espalda y se internó de nuevo en el Museo de los Relojes.

—Billy… —protestó Marjorie.

—¿Qué es lo que tiene que enseñarnos? —preguntó su marido—. ¿Nos entretendrá mucho?

—En absoluto. Pero han sido ustedes quienes han preguntado, ¿no?

Bill se quedó pensativo un momento. Después se encogió de hombros y dijo:

—¡Qué diablos! Me pica la curiosidad, ¿sabe?

Echó a andar tras el marqués, y Marjorie, con un suspiro que más bien pareció un resoplido, lo siguió. Cerraban la marcha Jonathan y el viejo portero; pese a que este solo hablaba español y la conversación se había desarrollado en inglés, parecía comprender mejor que ellos lo que estaba sucediendo.

Jonathan se sentía inquieto. La lógica le decía que no había nada peligroso en una colección de viejos relojes; sin embargo, su instinto había captado algo siniestro en la figura del marqués.

—Por aquí, por favor —dijo este con amabilidad, sonriendo a sus invitados.

Y los relojes seguían sonando en tictacs acompasados, como si susurrasen su aprobación.