Capítulo 4
Las calles empedradas, laberínticas, serpenteaban entre vetustas casas que habían contemplado el paso de muchas generaciones de seres humanos. Cada rincón de la Ciudad Antigua escondía una nueva sorpresa, pero Jonathan no se detuvo; de hecho, cuando las campanadas del convento cercano dieron las seis y media, el joven aceleró el paso.
Caminaba sin rumbo fijo. Sabía qué estaba buscando, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. Sin embargo, no podía detenerse. El tiempo corría en su contra.
Aminoró la marcha en una calle flanqueada por diversas tiendas de recuerdos para turistas, y se quedó mirando los escaparates. Vio productos de artesanía típicos, lacados, repujados en oro, finamente labrados. Figuritas, vajilla, enormes espadas españolas, cuadros, espejos…
La mayor parte de los objetos eran de nueva fabricación, pero algunas tiendas mostraban antigüedades auténticas. Sus ojos se posaron en un reloj de pared de plata, y se preguntó si sería aquel el que andaba buscando. Se dio cuenta entonces de que no tenía ni la más remota idea de cómo era aquel famoso reloj. ¿Sería un reloj de sol, de arena, mecánico? ¿De bolsillo, de pie, de cuco, de pared, de chimenea, de mesa, de pulsera? ¿Lo venderían en alguna tienda? ¿Lo expondrían en algún museo? ¿Pertenecería a alguna casa particular?
En aquel momento, Jonathan maldijo su escaso sentido práctico. Siempre había sido un soñador, y un desastre en el mundo real.
—Debería haber preguntado al marqués —murmuró para sí mismo—. Seguro que él sabía muchas más cosas de las que me ha dicho.
Se separó del cristal del escaparate, apesadumbrado, y se preguntó si perdería mucho tiempo regresando al caserón para pedir más información.
No quiso mirar la hora. Rápidamente, emprendió el trayecto hacia la casa del marqués, atajando por el camino que le pareció más rápido, por callejuelas umbrías que todavía conservaban un cierto sabor añejo, medieval.
Se perdió. Después de un buen rato, oyó las campanas anunciando las siete de la tarde. Dio media vuelta y echó a correr, con la esperanza de escapar de aquel laberinto.
Desembocó en un callejón sin salida. Al fondo había una pequeña plaza rodeada de árboles, con una fuente de piedra cuyo caño estaba tallado en forma de boca de dragón. Jonathan bebió un poco de agua y se dispuso a volver sobre sus pasos. Pero algo llamó su atención.
Se trataba de un establecimiento. Parecía viejo, y sobre su puerta se veía un desgastado anuncio que rezaba:
ANTIGUA RELOJERÍA MOSER
ESPECIALISTAS EN REPARACIÓN
Y RESTAURACIÓN DE RELOJES ANTIGUOS
DESDE 1872
Jonathan sintió que se le aceleraba el corazón.
Cuando empujó la puerta, un racimo de campanillas anunció su visita. Jonathan clavó la mirada en el mostrador, tratando de ignorar el coro de tictacs que lo había recibido, y que le recordaba demasiado a otro lugar en el que nunca habría debido entrar.
Tal vez esperaba ver una mesa minúscula abarrotada de piezas de relojería minúsculas, y a un viejecillo minúsculo con una lente de aumento sobre un ojo, trabajando en el delicado mecanismo de algún reloj de bolsillo centenario. Lo que encontró fue muy distinto. El relojero que lo miraba desde detrás de un mostrador amplio y despejado, sobre el que reposaba un ordenador, era un hombre joven y atlético. No se parecía en nada a la imagen que Jonathan tenía del interior de una relojería que se remontaba a 1872.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Jonathan vaciló, pero acabó acercándose.
—Buenas tardes —dijo; sabía que su español era correcto, pero, como no había tenido muchas oportunidades de practicarlo, temía que su acento no fuese muy bueno—. Busco un reloj antiguo.
El relojero sonrió.
—Si te refieres a piezas de coleccionista, son muy caras. Puedo dejarte un catálogo, para que te hagas una idea.
—Sí, por favor.
Jonathan hojeó el catálogo. La mayor parte de los relojes eran de los siglos XVIII, XIX y principios del XX. El chico no se fijó en los precios, que eran prohibitivos, incluso para alguien con los recursos de su padre, sino que buscó en el pie de las fotografías aquel nombre que el marqués le había indicado. En cuanto lo encontrase, ya pensaría cómo hacerse con él; pero lo principal era localizarlo.
No lo logró. Devolvió el catálogo al relojero, con gesto serio. La sonrisa de este se ensanchó.
—Ya te he dicho que eran caros.
—El reloj que yo busco no está aquí —explicó Jonathan—. O, por lo menos, yo no lo he visto. No sé cómo es ni de qué época. Solo sé que lo llaman el reloj Dafegó.
Jonathan no sabía francés, y, por tanto, repitió el nombre tal y como lo había oído de boca del marqués.
El relojero lo miró, perplejo.
—No me suena —admitió—. Pero, si es antiguo…
—Mi padre colecciona relojes antiguos —improvisó Jonathan—. Por supuesto que yo no podría comprarlo, pero él sí, y paga muy bien por ellos. Lleva tiempo detrás de ese reloj, y me gustaría darle una sorpresa y decirle dónde lo puede comprar. Sería un fantástico regalo de cumpleaños —añadió, con una sonrisa—, porque sé que lo tienen aquí, en esta ciudad.
Se puso colorado, como cada vez que mentía, pero el relojero no lo notó. Lo miraba con interés y curiosidad.
—¿Cómo dices que se llama ese reloj? Nunca lo había oído nombrar.
—Reloj Dafegó.
—Bien… haré una llamada y enseguida te contesto.
—Gracias —dijo Jonathan.
El relojero entró en la trastienda. Jonathan miró a su alrededor mientras esperaba, pero apartó la vista inmediatamente. Estaba empezando a odiar los relojes.
—Deveraux —dijo una voz tras él, sobresaltándolo.
Jonathan se volvió rápidamente. Descubrió entonces a un anciano sentado entre los relojes. Se preguntó cómo no lo había visto antes.
—Perdón, ¿cómo dice?
—El reloj se llama Deveraux, y no Dafegó —explicó el anciano despacio; su rostro se llenaba de nuevas arrugas con cada palabra que pronunciaba—. D-E-V-E-R-A-U-X.
El corazón de Jonathan dejó de latir por un breve instante. Después volvió a palpitar con una nueva fuerza.
—Deveraux —repitió el chico, asegurándose de pronunciarlo correctamente esta vez—. Sí, ese es el reloj que estoy buscando. ¿Usted conoce…? —empezó, pero se detuvo al ver que el anciano negaba con la cabeza.
—No es un reloj corriente, no, señor. Los antiguos relojeros hemos oído hablar de él, pero las nuevas generaciones creen que son cuentos de viejos. Lo que yo sé, y mi nieto no sabe —señaló con la cabeza hacia la puerta de la trastienda—, es que no encontrará ese reloj en ningún catálogo de antigüedades.
—Pero es antiguo, ¿verdad?
—Del siglo XVII. Una verdadera joya, si hacemos caso de lo que dicen los textos. Pero hace casi tres siglos que nadie lo ha visto.
Jonathan palideció.
—Me han dicho que estaba aquí.
El viejo rió suavemente.
—¿Quién? ¿Tu padre, el coleccionista de relojes?
Jonathan fue a replicar, pero no logró decir nada.
—No eres el primero que viene preguntando por ese reloj, jovencito, y puedo imaginar perfectamente quién te envía. Lleva mucho tiempo queriendo conseguirlo, sí, pero ellos ocultan bien sus secretos.
—¿Quiénes son ellos?
El anciano negó de nuevo con la cabeza.
—No quieras saberlo, hijo. No deberías meterte en sus asuntos, solo trae problemas, ¿entiendes? Es mejor cerrar los ojos y hacer como que no te enteras de nada…
—Pero no puedo —por alguna extraña razón, Jonathan intuía que podía confiar en el viejo relojero—. Mi madrastra está en peligro. Solo tengo once horas para encontrar ese reloj.
El viejo le lanzó una mirada penetrante, pero Jonathan leyó también la compasión en sus ojos.
—Que yo sepa, nadie ha logrado hasta ahora llegar a ellos, y mucho menos hasta el reloj Deveraux. Se esconden muy bien. Caminan entre nosotros, bajo nuestro mismo aspecto, pero no son como nosotros. Por eso es muy probable que ya sepan que estás aquí.
—Pero…
—Son pocos y están repartidos por todo el mundo —prosiguió el anciano sin hacerle caso—, pero un grupo de ellos se instaló hace mucho tiempo en el recinto de la Ciudad Antigua. Los viejos lo sabemos. Los jóvenes lo saben, pero no quieren creerlo. Y, sin embargo, es verdad. Así que ten cuidado, hijo.
Jonathan se irguió. No entendía del todo las palabras del viejo, pero algo en su serena mirada le decía que no eran desvaríos seniles, que estaba demasiado cuerdo como para fabular con cosas serias. Se sintió inquieto. En ningún momento había pensado que buscar un reloj antiguo pudiera traerle problemas. Pero pensó que tal vez el anciano exageraba.
—Tengo que encontrar ese reloj —dijo lentamente, clavando sus ojos en los de él.
El viejo no se movió, ni dijo nada, durante un par de largos minutos en los que pareció una estatua de piedra.
—Bueno —murmuró finalmente—. Yo ya te he advertido. Para llegar hasta el reloj Deveraux primero habrás de llegar hasta ellos. Y yo solo conozco a una persona que lo haya logrado. Busca a Nico, en la sinagoga.
—¿Nico?
—Y date prisa: cierran a las siete y media.
—Pero…
—¿No me has oído? ¡Corre!
Jonathan dio un paso atrás, indeciso. Echó un vistazo a la puerta de la trastienda, de donde procedía el murmullo apagado de alguien que hablaba por teléfono. Después miró a su alrededor, pero cada reloj marcaba una hora diferente. Se volvió hacia el anciano.
—Muchas gracias por todo —dijo, y salió corriendo a la calle.
Apenas un momento después, el relojero joven salió de la trastienda.
—Mira, me dicen que ese reloj no… —miró a su alrededor, desconcertado—. Pero ¿adónde ha ido? ¿Abuelo?
El anciano dormitaba sobre su silla, roncando suavemente, rodeado de relojes, como si fuera uno más. Su nieto movió la cabeza y volvió a guardar el catálogo de relojes antiguos. Momentos después, estaba ocupado con otras cosas y ya había olvidado al muchacho extranjero que le había preguntado por el reloj Dafegó.
Mientras tanto, Jonathan había sacado de su mochila un plano de la Ciudad Antigua y corría a toda velocidad hacia la sinagoga.
Llegó diez minutos después de las siete y media. La puerta de la sinagoga estaba cerrada a cal y canto. El patio se hallaba vacío, a excepción de un tenderete de recuerdos cuyo dueño estaba recogiendo ya.
Jonathan sintió que se le caía el alma a los pies. Avanzó hasta la pesada puerta de madera y buscó un timbre, un llamador, una aldaba, un picaporte, una campanilla, lo que fuera. Pero no lo encontró. Desesperado, descargó ambos puños contra la puerta.
—¡Abran! ¡Por favor, abran la puerta!
—No va a abrirte nadie, amigo —dijo una voz tras él—. No queda nadie dentro.
Jonathan se volvió. El dueño del puesto, un joven de piel oscura y ropa de colores chillones, lo miraba con curiosidad.
—Pero… pero tengo que… tengo que entrar… a rezar.
—Venga ya. ¿De qué vas? Esto es una atracción turística, ¿sabes? Hace mil años la gente rezaba aquí, pero ahora está vacía. ¿Se puede saber qué tripa se te ha roto?
Jonathan no entendía muy bien la jerga del vendedor, pero sí captó que su actitud no era muy bien acogida. Abatido, se sentó junto a la puerta. No sabía qué debía hacer a continuación. La única pista que tenía se había esfumado. El tiempo le había ganado la partida una vez más.
—Hey, compadre —le dijo el vendedor—. No es para tanto. Vuelve mañana, la sinagoga no va a moverse del sitio esta noche.
—Mañana ya será tarde —respondió Jonathan con voz apagada.
Pero entonces se le ocurrió una idea.
—¿Tú estás aquí todos los días? —le preguntó al vendedor.
—Mañana y tarde —respondió él, recogiendo el toldo de su puesto—. Llueva, nieve o truene. Además de recuerdos, vendo los tiques para entrar en la sinagoga, ¿sabes? ¡Soy el primero en llegar y el último en marcharse!
—Entonces, tal vez conozcas a la persona que estoy buscando —dijo Jonathan, esperanzado—. Me han dicho que podría encontrarlo aquí. Se llama Nico.
La sonrisa del vendedor se esfumó.
—¿Y para qué lo buscas? —preguntó con cierta brusquedad.
Jonathan abrió la boca para contestar, pero no dijo nada. Su historia era demasiado increíble, y de pronto el vendedor ya no se mostraba tan amigable. Pero parecía claro que sí conocía a Nico, y Jonathan no podía dejar escapar una oportunidad así.
—Porque tengo que hablar con él —dijo con cautela—. Tengo un problema y me han dicho que él puede ayudarme.
El otro no dijo nada. Cerró el puesto y se acercó a Jonathan, muy serio. El chico quiso retroceder, pero el vendedor lo retuvo por el brazo y se sentó junto a él.
—Espera, amigo —le dijo—. Hablemos.
Jonathan se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.
—¿Tú eres Nico?
El vendedor sonrió, mostrando una hilera de dientes blanquísimos que relucían en su morena cara.
—Así me llaman. Dime, ¿qué es tan importante?
—Yo… busco un reloj. El reloj Deveraux.
Nico se encogió de hombros.
—Yo no sé nada de relojes. ¿Quién te ha dicho que podría ayudarte?
Jonathan se lo dijo.
—Ese viejo entrometido —suspiró Nico—. No sé qué le ha hecho pensar que…
—Dijo que tú eres el único que ha logrado llegar hasta ellos.
Nico se abalanzó sobre Jonathan sin previo aviso, le tapó la boca con la mano y miró a su alrededor, temeroso. No había nadie más aparte de ellos en el patio, pero esto no pareció tranquilizarlo.
—¡¡Mmmpfff!! —protestó Jonathan.
—¡Ssssshhhh, silencio! ¿Es que quieres que nos oiga todo el mundo?
Jonathan se lo quitó de encima, exasperado.
—¡Pero si estamos solos!
—¡Calla! Tú no tienes ni idea. Ellos me buscan, ¿sabes? Porque una vez caminé por las sombras, como ellos. Y están en todas partes. Podrían estar observándonos ahora mismo.
—Aquí no hay nadie más, ¿sabes? Solo estamos nosotros dos.
Nico se volvió hacia él, con un nuevo brillo de sospecha en la mirada.
—¡Aja! Entonces, ¡tú puedes ser uno de ellos!
—Eres un poco paranoico, ¿lo sabías?
—¿Cómo sabías que yo caminé por las sombras?
—¡Ni siquiera sé de qué me estás hablando! El relojero me ha dicho que hablase contigo.
—¿Y cómo lo sabía el relojero? ¡Vosotros dos… habéis venido de allí!
Jonathan se estaba cansando de perder el tiempo con aquel chiflado. En aquel momento, las campanas del convento anunciaron las ocho de la tarde. «El perro», pensó, angustiado. «El perro se inclina ante el emperador en el reloj de Qu Sui».
Se levantó de un salto y Nico retrocedió, asustado.
—¡No me hagas nada, por favor! —lloriqueó—. ¡Te prometo que nunca volveré a entrar!
—Entrar, ¿dónde?
Nico se había refugiado detrás de su tenderete y seguía gimoteando:
—¡Te prometo que no lo haré más! Mira, te lo devuelvo, ¿vale?
Jonathan vio que revolvía en una caja que había sacado de debajo del puesto. Estaba tan nervioso que sus dedos no lograban coger ningún objeto.
—Oye, mira… —empezó Jonathan.
—¡Tómalo y deja de atormentarme! ¡Ya no tengo nada vuestro, nada, nada, nada!
Le lanzó algo brillante. Jonathan trató de cazarlo al vuelo, pero se le escurrió entre los dedos. Lo recogió del suelo.
No era más que un viejo medallón de relieves gastados que parecían representar algún antiguo símbolo celta.
—¿Qué es esto?
Se volvió hacia Nico, pero este se había marchado.
—¡Oye, espera! —lo llamó Jonathan, pero nadie respondió.
El chico suspiró. Se guardó el medallón en el bolsillo y volvió a sentarse en el escalón de la entrada, abatido. De pronto, la ciudad parecía mucho más oscura y amenazadora que antes.
«¿Por qué me habrá dicho el relojero que tenía que hablar con Nico?», se preguntó. «Está claro que el tal Nico tiene algunos tornillos sueltos».
Volvía a estar como al principio.
Se levantó y se alejó de la sinagoga. Quiso volver a la relojería Moser, pero ya no fue capaz de encontrar el camino.
Anduvo sin rumbo fijo hasta que sus pasos lo llevaron hasta un mirador sobre el río. La vista que se dominaba desde allí era maravillosa. Al otro lado del río había montañas y campos, y el mundo parecía un lugar enorme y magnífico. Jonathan contempló en silencio cómo el sol se hundía tras las montañas.
Después dio la espalda al exterior y volvió a adentrarse por las calles de la ciudad, sintiendo que esta lo envolvía como una enorme telaraña.
Pronto, la penumbra se lo tragó.
* * *
Mientras tanto, no lejos de allí, alguien lo estaba observando. Para ellos no resultaba difícil ver en la distancia, y ahora seguían con atención cada uno de sus movimientos.
—Está aquí —dijo uno de ellos con voz neutra.
Los otros asintieron, como si aquellas dos palabras estuviesen cargadas de un sentido mucho más profundo.
—Es solo un muchacho —dijo otro.
—¿Crees que no representa ningún peligro? —replicó una tercera voz, una voz femenina, fría y cortante como el hielo—. No lo subestiméis por ser joven e inexperto. Ha llegado hasta aquí, y todos vosotros sabéis quién lo envía. Es un intruso. Nos encargaremos de él, igual que hicimos con los demás.
Ninguno de ellos replicó. Ante los ojos de aquellos seres, Jonathan vagaba sin rumbo por las calles de la ciudad, mientras la última uña de sol desaparecía tras las montañas.