Capítulo 7
—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo Emma; sus ojos echaban chispas—. Has sido muy grosero con ella, ¿sabes?
—¡Déjame en paz! —Jonathan se la sacudió de encima bruscamente—. ¡Las dos estáis locas! Todas esas tonterías sobre el Juicio, el Loco, la Muerte…
—¡No son tonterías! —protestó Emma—. ¡Y no deberías hablarme así! ¡Solo intentaba ayudarte!
Jonathan abrió la boca para replicar, furioso, pero se lo pensó mejor. Se dio cuenta de que Emma tenía razón. Él, que siempre había creído en lo mágico y lo extraordinario, se estaba comportando como habitualmente lo hacía su padre, que era prosaico y escéptico.
—Lo siento, estoy muy nervioso —dijo—. Sé que te parecerá una locura, pero estoy buscando un antiguo reloj, y he de encontrarlo antes del amanecer. Si no lo hago, mi madrastra…
Lo interrumpió el sonido de pasos apresurados que se acercaban por el callejón. Los dos se giraron y vieron a un hombre que corría hacia ellos. Jonathan retrocedió instintivamente, pero Emma se quedó donde estaba y observó al desconocido con curiosidad. Este reparó en los dos chicos y se detuvo junto a ellos para recobrar el aliento.
—Buenas… noches —jadeó.
Jonathan lo observó con atención y algo de cautela. Era un hombre joven y vestía ropa cara, pero iba bastante desaliñado, con el pelo largo y despeinado, sin afeitar y con la camisa por fuera de los pantalones.
—Buenas noches —dijo Emma; Jonathan se dio cuenta de que no le quitaba ojo de encima al recién llegado. Por algún motivo, parecía muy intrigada.
El joven se enderezó, ya recuperado de su carrera. Se volvió para atisbar la entrada del callejón.
—Le he vuelto a dar esquinazo —dijo, muy ufano.
—¿A quién? —preguntó Jonathan.
—Pues a ella, claro —respondió el desconocido, como si fuera obvio; observó a los chicos atentamente—. Porque también vosotros habéis llegado hasta aquí huyendo de la Dama, ¿no?
Emma seguía mirándolo, pero cuando el joven pronunció esas últimas palabras sus ojos se abrieron como si acabara de comprender algo importante.
—¡Ah! —dijo significativamente.
—Yo no estoy huyendo —dijo Jonathan, que cada vez entendía menos—. Solo estoy buscando algo. ¿Quién eres tú?
El desconocido se irguió y lo miró con gravedad.
—Soy un fugitivo, y por eso prefiero no desvelar mi nombre. De momento, llamadme Nadie.
—¿Nadie? —repitió Jonathan; estaba empezando a pensar que se las estaba viendo con otro loco, y se preguntaba por qué la adivina se había empeñado en decir que el Loco era él.
El joven asintió.
—Soy Nadie. Y si la veis a ella, y pregunta por mí, no me conocéis, ¿de acuerdo?
—Pero ¿quién te persigue? ¿Para qué?
Nadie lo miró de hito en hito.
—¿En qué mundo vives, chico? ¿No conoces el secreto de la Ciudad Oculta? ¡Debes conocerlo, puesto que, si has llegado hasta aquí, es porque tienes una Puerta!
Jonathan retrocedió un paso.
—No sé de qué me estás hablando. Yo he venido aquí buscando un reloj, nada más.
El hombre llamado Nadie rió.
—Eso es absurdo. Ellos no necesitan relojes.
—Pero ¿quiénes son ellos?
—Los Señores de la Ciudad Oculta. La Ciudad Oculta —repitió Nadie, al ver que Jonathan no parecía entenderle—. La otra cara de la Ciudad Antigua. Es… es… es como su sombra, su reflejo. Cuando paseas por la Ciudad Antigua, de alguna manera atraviesas también la Ciudad Oculta, solo que no la ves, ¿comprendes?
Jonathan negó con la cabeza. Nadie le echó una mirada llena de disgusto.
—No me lo puedo creer. Tardé años en descifrar la leyenda de la Ciudad Oculta, tardé años en encontrar la manera de entrar… ¿y tú has llegado aquí y no sabes que estás aquí? —metió los dedos bajo el cuello de la camisa y extrajo una cadena—. ¡Mira esto! Es una Puerta. No me dirás que no has visto antes nada así, ¿verdad?
Jonathan se acercó con precaución. Descubrió que se trataba de un amuleto antiguo con un símbolo celta grabado. El chico frunció el ceño.
—Sí, me han dado algo parecido esta tarde. ¿Pero qué…?
—¡Acabáramos! —exclamó Nadie; miró a Jonathan y esbozó una sonrisa de complicidad—. Chico, la mayoría de la gente mataría por tener algo así. La Ciudad Oculta…
—Mira —cortó Jonathan, perdiendo la paciencia—. No sé de qué me hablas. Para cualquier cosa relacionada con este lugar, pregúntale a ella, vive aquí.
Nadie miró entonces a Emma como si la viera por primera vez.
—Tú sí sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?
Emma asintió lentamente. Tenía los ojos muy abiertos.
—Es inútil —susurró—. No podrás escapar de ella. Si ha llegado tu hora, ella te alcanzará, estés donde estés.
La sonrisa de Nadie se esfumó.
—¡No es verdad! No trates de engañarme. Sé lo que pasa aquí. Sé que ella no tiene poder en la Ciudad Oculta.
Emma negó con la cabeza.
—Otros han intentado lo que tú, sin éxito. Es cierto que ella no tiene poder aquí. Pero encontrará la manera de llegar hasta ti.
Nadie retrocedió un poco. Miraba a Emma de tal manera que Jonathan no pudo evitar sentirse inquieto.
—No… no te creo —balbuceó débilmente—. Yo no soy como los otros. Yo lo conseguiré.
Emma lo miró a los ojos.
—Entonces, corre —dijo—. Ella está cerca.
Nadie retrocedió unos pasos más y echó a correr. Emma y Jonathan se lo quedaron mirando hasta que lo perdieron de vista.
* * *
El marqués sonrió.
—Otro tonto que busca refugio en la Ciudad Oculta. Cuándo aprenderán…
—¿Señor? —inquirió Basilio, inseguro; se había quedado en la puerta, sin atreverse a entrar en la cámara de los relojes extraordinarios, pero lanzaba constantes miradas a uno de los relojes de arena.
—Pero nos viene que ni pintado —prosiguió el marqués—. Puede que el señor Hadley sí logre cruzar al otro lado, después de todo. Con un poco de ayuda por nuestra parte, por supuesto.
A la vez que pronunciaba estas palabras, el gato negro del marqués se deslizaba en el interior de la habitación para ir a frotarse contra sus piernas. Este se agachó y lo cogió en brazos, mirándolo a los ojos. La cabecita del gato quedaba muy cerca de su rostro.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —susurró el marqués.
Situó al gato frente a la esfera del reloj de Barun-Urt, que en aquel momento mostraba una imagen de Nadie corriendo por las calles.
—Lo sabes, ¿verdad? Todos los de tu especie tenéis la capacidad de pasar de un lado a otro sin necesidad de Puertas. Utiliza ese poder.
El gato ronroneó.
La imagen del reloj cambió. Ahora, la esfera estaba ocupada por la figura de Bill Hadley, que avanzaba a grandes pasos por las calles desiertas de la Ciudad Antigua.
—Menudo estúpido, ¿no te parece? —susurró el marqués al oído del gato—. Por eso necesitará nuestra ayuda.
Lo dejó de nuevo en el suelo. El gato alzó la cabeza y sus ojos miraron al marqués con un brillo de inteligencia.
—Corre —dijo el hombre.
El animal se escabulló fuera de la habitación.
—Señor —se atrevió a decir Basilio—. El gato…
Pero calló, porque el marqués había vuelto a clavar la mirada en la esfera del reloj, y su habitual hermetismo había sido sustituido por una extraña expresión de ansiedad. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba entrecortadamente, y parecía que le costaba controlar sus propias manos, que había alzado como si quisiese aferrar el reloj, pero que había detenido a tiempo, y ahora mantenía en alto en un gesto de súplica.
Basilio buscó en la imagen del reloj aquello que había alterado tanto a su señor. Vio a Jonathan y Emma hablando en la húmeda y oscura calle. Abrió la boca para preguntar algo, pero entonces descubrió una sombra al fondo, una sombra oscura y sutil que se deslizaba hacia los dos chicos. Se estremeció sin saber por qué.
El semblante del marqués parecía una máscara grotesca.
—Ven —susurró a la sombra del callejón—. Muéstrame tu rostro.
* * *
—¿Quién era ese loco? —murmuró Jonathan.
Emma movió la cabeza.
—Nadie —dijo.
—¿Me tomas el pelo?
—No es de aquí. No cuenta nada para los que vivimos en la ciudad. Y fuera es como si no existiera, porque no debería existir.
—No lo entiendo. Tampoco yo soy de aquí. ¿Me estás diciendo que no soy nadie?
—No. Tú sí que eres alguien fuera de los muros de esta ciudad. Él, no.
—Mira, Emma…
Pero Jonathan no terminó la frase, porque en ese momento vio a la figura, alta y esbelta, más oscura que la misma oscuridad, que avanzaba hacia ellos desde la boca del callejón. Jonathan la miró con suspicacia, pero Emma no había hecho el menor movimiento. La sombra pasó junto a ella, ignorándola por completo, y se dirigió a Jonathan, que sintió que un frío repentino le helaba todos los huesos.
—Disculpa —dijo.
Era una voz femenina, pero tenía un tono extraño, profundo y sobrehumano. A Jonathan no le gustó. Recordaba perfectamente que el demonio era un ser multiforme.
—Estoy buscando a alguien —dijo ella.
Jonathan atisbo sus facciones y se quedó mudo de sorpresa. Era un rostro atemporal, sin expresión, indudablemente hermoso, pero blanco y frío como el mármol. Los ojos de ella eran todo pupila, dos negros abismos sin fondo.
—Estoy buscando a alguien —repitió ella—. Sebastián Carsí Villalobos. Nacido el veintisiete de julio de mil novecientos sesenta y seis. Ha pasado por aquí.
—No… no lo conozco —pudo decir Jonathan—. Nadie ha pasado por aquí.
—Ah —se limitó a decir ella—. Gracias. Es todo lo que necesitaba saber.
Se alejó de ellos, caminando entre las sombras hasta que llegó a fundirse con ellas. Jonathan parpadeó. La misteriosa desconocida había desaparecido.
—¿Sebastián Carsí Villalobos? —dijo de pronto Emma—. ¿Era ese el nombre de Nadie?
—Supongo que sí —dijo Jonathan, aún temblando—. ¿Por qué lo perseguirá esa mujer?
—Es bastante evidente —suspiró la chica—. Si hubieses prestado atención a la Echadora de Cartas, te habrías dado cuenta de que ya te has topado con dos de los seres de los que ella te ha hablado.
Jonathan la miró fijamente.
—Me he topado con el Diablo —dijo—, pero eso ha sido antes de conocerla a ella.
Emma negó con la cabeza.
—¿Aún no lo entiendes? Ese Nadie era el Colgado. Y va huyendo de la Muerte.
* * *
En algún lugar de la Ciudad Oculta, varios pares de ojos los observaban.
—Cuando amanezca, él se marchará y no volverá nunca más.
—¿Cómo puedes estar seguro de que se rendirá entonces? Ya sabe demasiado.
—Eso es cierto. Y no hay que olvidar quién le envía. No podemos asegurar que se marche al amanecer.
—No puedo creerlo. Es solo un muchacho. ¿Teméis a un simple muchacho hasta el punto de buscar su muerte?
—Es mejor no correr riesgos. Hay demasiado en juego.
—Es verdad. Ya ha escapado del demonio una vez.
—Pero con ayuda. Eso no debe volver a repetirse.
—No. Y la próxima vez, el demonio lo alcanzará.
—¡Pobre chico! ¿De veras es necesario todo esto? ¿Y si pudiésemos hacer que se marchase, sin más?
—Eso no cambiaría nada. Ya sabe cómo llegar hasta aquí.
—No es el único. Perdonamos a ese chalado de la sinagoga.
—Exacto. ¡Y deberíamos haber acabado con él entonces! ¿Has visto adonde nos ha llevado tu compasión? Le ha entregado la Puerta al muchacho, y ahora…
Las voces callaron y hubo un momento de silencio. Entonces se oyó de nuevo una voz femenina, fría y desapasionada:
—Soltaremos a los perros.