Capítulo 2
El marqués los guió hasta una puerta cerrada al fondo de la sala de los relojes. Extrajo un manojo de llaves de uno de los bolsillos de su chaqueta, y fue entonces cuando Jonathan se dio cuenta de que la puerta tenía varias cerraduras. Pasaron unos minutos antes de que el marqués las abriera todas y el interior de la estancia fuese visible para los visitantes.
Los tres Hadley entraron tras el marqués y miraron a su alrededor. Se encontraban en una habitación que parecía una prolongación del museo, porque también en ella había vitrinas y estantes. Sin embargo, se trataba de un cuarto pequeño, fresco y oscuro.
—¿Más relojes? —dijo Bill, entre socarrón y decepcionado.
—Seis relojes más —confirmó el marqués—. Sumados a los quinientos noventa y siete del museo, que usted se ha tomado la molestia de contar, suman más de seiscientos. Seiscientos tres, para ser exactos.
Jonathan no pudo reprimir una sonrisa ante la expresión de desconcierto de su padre y el elegante desquite del marqués. Sin embargo, aquella habitación en penumbra le producía una extraña inquietud.
—¿Por qué hay tan poca luz aquí? —preguntó.
—Porque los excesos ambientales podrían dañar las piezas —fue la respuesta—. Mantengo esta habitación a temperatura media, con una luz tenue, y también la preservo de ruidos estridentes, de modo que les rogaría que no levantasen la voz. Estos relojes son muy delicados.
—Bien, pero no lo comprendo —dijo Bill—. No pretenderá hacernos creer que estos relojes lo obligaron a cerrar la exposición…
—Intentaré explicárselo, señor Hadley. Verán, por unas razones o por otras, todos los relojes de la sala que ustedes acaban de visitar son auténticas piezas de museo. Ya sea por su acabado, por su antigüedad, por su composición, por su trabajo artístico o por su rareza. Pero estos seis relojes son infinitamente más valiosos. Se los mostraré uno por uno, pero, por lo que más quieran, no toquen ninguna de las piezas. Por su propio bien.
—¿Es una amenaza? —gruñó Bill.
—Solo un consejo —respondió el marqués con suavidad—. Originariamente, esta sala formaba también parte del museo, y solía mostrarla como colofón del recorrido por la colección. Por tanto, otros ya visitaron esta sala antes que ustedes. Pero algunos no siguieron mis indicaciones y hubo… en fin… ¿cómo describirlo?… Consecuencias desagradables… por así decirlo. En otras palabras: es mi obligación advertirles de lo peligrosos que pueden llegar a resultar estos relojes, de modo que, si ustedes desoyen esas advertencias, no me hago responsable de lo que pueda sucederles.
Bill se le quedó mirando con escepticismo.
—¡Bah! —dijo finalmente—. Está usted loco, ¿lo sabía?
—Tal vez —sonrió el marqués—. Pero le aconsejaría que escuchase lo que tengo que contarles antes de juzgar.
Bill Hadley se encogió de hombros.
—Como quiera. Estamos de vacaciones, tenemos todo el tiempo del mundo, ¿verdad?
El marqués sonrió de nuevo y los guió hasta la primera vitrina. En ella descansaba un antiguo reloj de bolsillo, de plata, de manecillas finamente repujadas. Estaba entreabierto; en la parte exterior de la tapa se distinguían aún los borrosos contornos de un escudo de armas. En la cara interna había una inscripción latina que rezaba:
Redde Quod Debes
—«Redde Quod Debes» —leyó el marqués—. Significa «Paga tu deuda». Este reloj era la posesión más preciada de un zapatero que vivió en el siglo XVIII. Se trataba de una joya que había pertenecido a su familia desde hacía un par de generaciones. Pues bien, el zapatero murió asesinado por un noble que no quiso pagar el precio acordado por un par de zapatos y, en el calor de la disputa, sacó la espada y lo mató. Aunque no había sido esta su intención primera, lo cierto es que ello no impidió que el aristócrata se deshiciese del cuerpo tras robarle sus escasas pertenencias sin el menor escrúpulo. El crimen fue silenciado y el noble hizo grabar en el reloj su escudo de armas. Pero poco después apareció misteriosamente en su interior la inscripción «Redde Quod Debes». Aunque el grabador juró y perjuró que él se había limitado a cincelar el escudo de armas en el reloj, el aristócrata no le creyó, y se encargó de que no pudiera contarlo a nadie, por si acaso.
»Lo cierto es que ese reloj había caído bajo el peso de una maldición, y se cobró el precio de la muerte del zapatero… con la muerte del noble. El reloj le robó tiempo de vida mientras estuvo en su poder; cuando su nuevo dueño se dio cuenta de que el artefacto maldito era el causante de su envejecimiento prematuro, trató de deshacerse de él, pero ya era tarde. El asesino del zapatero tenía treinta y cinco años y presentaba el aspecto de un frágil anciano de no menos de ochenta. No tardó en morir.
»Este objeto sigue estando maldito, y por eso es peligroso. Se alimenta de tiempo. Y hace muchos años que no lo toca nadie, de modo que está particularmente hambriento. Si se fijan, verán que el escudo de armas empieza a desdibujarse, pero la inscripción sigue tan clara como el día en que se manifestó inexplicablemente sobre el reloj.
Bill Hadley miró a su familia alzando las cejas en un gesto significativo. Tuvo el detalle de no decir en voz alta lo que pensaba de aquella historia, pero para Jonathan estaba bastante claro.
El marqués pareció haber captado el gesto de su invitado, porque le dirigió una inquietante mirada. No dijo nada, sin embargo; se limitó a guiarlos hasta el siguiente reloj.
Era un aparato compuesto por barras verticales y un curioso mecanismo parecido a un péndulo con varias ruedas dentadas, que hacían que dos de las barras subiesen y bajasen rítmicamente, con un chasquido parecido al tictac convencional. Jonathan había visto algún artefacto parecido en la sala anterior, pero ninguno tan grande.
—Un reloj medieval —explicó el marqués—. Del siglo trece. Como ven, no tiene números, no puede señalar la hora, pero sí marca el tiempo y lo divide en segundos. Perteneció a un arzobispo alemán que estaba obsesionado con contar el tiempo que faltaba hasta el día del Juicio Final. Todo lo que consiguió fue este reloj. Sin embargo, quedó absolutamente fascinado con él. Pasaba noches y días enteros sentado frente al reloj, oyendo su tictac y viendo cómo sus piezas se movían, arriba y abajo, arriba y abajo… hasta que nada ni nadie fue capaz de sacarlo de su hipnótico estado. Cuando lo arrancaron de la silla estaba completamente rígido, y nunca lograron despertarlo. Pasó el resto de sus días sentado, moviendo los ojos arriba y abajo, arriba y abajo, como si todavía pudiese ver los engranajes de su reloj, y haciendo con la lengua un molesto chasquido que imitaba su sonido. No comía, no bebía, no dormía. Fue consumiéndose poco a poco, hasta que al final murió.
—Qué historia tan desagradable —dijo Marjorie, estremeciéndose.
—No es más que una historia —replicó Bill, cruzándose de brazos—. No sucedió en realidad.
—Oh —dijo el marqués, sin manifestar en su rostro ninguna expresión en particular—. ¿Usted cree?
—Por supuesto. Si fuese cierta, a alguien se le habría ocurrido destruir ese… ese condenado reloj.
—Los objetos malignos saben cuidarse solos, y no son fáciles de destruir. Y en este reloj sigue habiendo algo maligno. El arzobispo alemán no fue el único en quedar en trance por su culpa, así que yo en tu lugar, jovencito, apartaría la mirada de él, a no ser que quieras acabar moviendo los ojos y chasqueando la lengua el resto de tu vida.
Jonathan dio un respingo y se separó del reloj, algo confuso. Su padre colocó la manaza derecha sobre el hombro del muchacho, protectoramente, a pesar de que el chico era ya tan alto como él.
—No le hagas caso, hijo —susurró—. Son solo cuentos de hadas.
Jonathan no respondió, pero echó una rápida mirada al marqués, para asegurarse de que no lo había oído. Este no dijo nada, ni siquiera los miró, pero sus labios se curvaron en una leve sonrisa.
Pasaron al siguiente objeto, un enorme reloj de arena.
—Y a este, ¿qué le pasa? —preguntó Bill, divertido—. ¿También está maldito?
El marqués negó con la cabeza. No parecía ofendido.
—Este reloj —dijo— fue parte de un siniestro pacto. Una vez, un hombre vendió su alma al diablo a cambio de la inmortalidad. Le fue entregado este reloj, que mediría la duración de su vida. Mientras la arena corriese en su interior, el hombre viviría. Cuando la arena se detuviese, moriría. Lo único que tenía que hacer era darle la vuelta una y otra vez, hasta que se cansase de ser inmortal.
»Pues bien, el reloj… se perdió… y casualmente vino a parar a mis manos —sonrió como un tiburón—. La vida de su propietario depende de este objeto. Yo ya he dado la vuelta al reloj cinco veces, pero, quién sabe… tal vez algún día me canse de hacerlo.
Jonathan miró el reloj, fascinado, pero su padre había perdido la paciencia.
—¿Nos ha traído hasta aquí para contarnos pamplinas?
El marqués se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada. Bill Hadley retrocedió, súbitamente amedrentado.
—Llámelo como quiera… señor Hadley —dijo el marqués, con un tono de voz tan frío que habría helado hasta el mismo infierno—. Pero todavía hoy sigue internada en el psiquiátrico una mujer que mueve los ojos y chasquea la lengua al ritmo de mi magnífico reloj del siglo trece. Y no menos de seis personas perdieron su alma en el interior del reloj de Qu Sui. Y dos jóvenes desaparecieron para siempre entre los pliegues del espacio-tiempo porque se acercaron demasiado al extraordinario reloj de péndulo de Barun-Urt, que, por cierto, es el que iba a mostrarles a continuación. Por no hablar de otro prodigioso reloj de arena, el de Shibam, que hizo rejuvenecer a dos hombres y una mujer hasta un grado anterior a su propia existencia, cuando le dieron la vuelta para ver cómo la arena caía del revés.
Bill tragó saliva.
—¡Dios mío, está usted hablando en serio! ¡De verdad se cree todos esos disparates!
—Por eso —prosiguió el marqués sin hacerle caso—, por eso y no por otra cosa tuve que clausurar la exposición. Créame si le digo que, en realidad, me da exactamente igual si usted mete la cabeza dentro del reloj de Barun-Urt, como si decide alimentar el «Redde Quod Debes» con su propio tiempo. Yo me veía obligado a advertir a los visitantes, pero, desde mi punto de vista, ahí acababa mi responsabilidad. Por desgracia, las autoridades locales no opinaban del mismo modo…
Hubo un tenso silencio. Bill Hadley fue a decir algo, pero no encontró las palabras. El marqués sonrió con amabilidad y prosiguió:
—Y ahora que ya lo sabe, aunque dudo mucho que haya usted comprendido la importancia de lo que aquí se guarda, les rogaría a usted y a su familia que me disculpasen, pues tengo asuntos que atender, y no dudo que a ustedes les queda mucho por visitar en la Ciudad Antigua.
Bill parpadeó, algo confuso. El marqués no había levantado la voz en ningún momento, y su tono había sido extremadamente educado y cortés, pero él había creído leer entre líneas que lo había llamado estúpido y lo estaba echando de su casa.
—Eh… bien, sí —farfulló, inseguro—. Mejor nos vamos. Que le vaya bien con sus… em… relojes. Jonathan, Marjorie… nos marchamos… ¿Marjorie?
La mujer se había quedado quieta frente a un mecanismo de rara belleza. Estaba formado por un orbe de vidrio apoyado sobre un pedestal de mármol. Encima del orbe había una plataforma de oro y alabastro con una serie de inscripciones en caracteres orientales, y sobre ella se movían un grupo de figuritas de oro que representaban distintos animales: un ratón, un tigre, un dragón, un caballo, un gallo, un perro, una cabra, un mono, una serpiente, un jabalí, una liebre y un toro, que giraban lentamente en torno a la figura, situada en el centro, de un emperador chino. Las figuras no se movían en círculo, sino atendiendo a una extraña coreografía de movimientos aparentemente caótica. En aquel momento, la figurita del gallo se estaba inclinando ante el emperador.
Pero lo que llamó la atención de Jonathan y su padre no fue la delicada perfección de los autómatas en miniatura, sino la extraña y densa niebla que giraba en el interior del orbe y que, de alguna inconcebible manera, parecía alimentar los movimientos de las doradas figurillas sobre él. Algo perverso y siniestro había en aquella bruma fantasmal, y Jonathan sintió que se le helaba la sangre en las venas sin saber por qué.
Entonces, como a cámara lenta, Marjorie adelantó la mano para rozar el orbe del reloj con la punta de los dedos, y un pesado silencio cayó sobre la habitación, como si el tiempo se hubiese detenido, y se prolongó por espacio de unos eternos segundos, hasta que un suspiro del marqués los devolvió a la realidad.
—Miren que se lo he advertido —dijo solamente, con más resignación que preocupación.
En el momento en que Marjorie Hadley cayó al suelo desvanecida, los relojes dieron las seis, y la cabeza del gallo tocó los pies del emperador.