Capítulo 12

TRAS EL ZAFARRANCHO, UNA JAULA PARA PETRA

¡Buena la había hecho Sara! De noche y sin sus gafas, tomó por árbol lo que no era más que sombra y por sombra lo que era árbol.

El topetazo debieron sentirlo los que todavía seguían en la casa.

—¿Qué haces, so topo? —le grite Raúl.

En el encontronazo, todos salieron con algún chichón.

—¡Vamos, saca el cacharro de ahí! —exigía Héctor.

La asustada Verónica tuvo un momento de lucidez para preguntar:

—¿Es que Julio tiene carnet de conducir?

Julio, con carnet o sin él, se las veía y deseaba para dar marcha atrás y salir del bache. Y su hermano, que apenas habló en las últimas horas, barbotó algo contra las chicas «ton» que hacían preguntas «ton».

—O sales de aquí o nos atrapan —presionó Héctor.

En la marcha atrás, el conductor encontró otro árbol en su camino. Volvieron a chillar las chicas, pero el rebote fue bueno, pues impulsó al vehículo en la dirección deseada, o sea, hacia delante.

—Esos tipos han entrado en la casa y vuelto a salir.

—¿Para qué? —preguntó una voz femenina.

El jeep, entre tumbos, llevaba una velocidad endiablada.

—¡Todos al suelo! —exigió Héctor por segunda vez, imaginando que aquellos individuos se habrían provisto de otras armas. En aquella zona, en todas las casas debía haber rifles para defenderse de las fieras.

Se encendieron los faros de la camioneta y roncó el motor. Inmediatamente, los traficantes iniciaron la persecución. «Los Jaguares» comprendieron que sería terrible, porque no podían dejarlos escapar. Aquellos desalmados luchaban por su libertad.

Los temores de Héctor se vieron confirmados. Sonó un disparo, pero rozó apenas la carrocería del jeep.

Julio pisó el acelerador. Quizá le conviniera dar bandazos para no ser blanco de los perseguidores, pero en tal caso disminuiría la velocidad. Trató de hacer ambas cosas a un tiempo y la carrera se convirtió en un alucinante raid, dando tumbos por un terreno desigual que nada tenía de carretera, mejor o peor.

Otro disparo. Los de atrás intentaban acertar a los neumáticos.

—¡Sigue mientras se pueda! —ordenó Héctor.

A su vez, dudaba. ¿Y si imitara a los perseguidores, tratando de acertar en sus neumáticos? ¡Cielos, no quería pensar en que, al errar el tiro, hiriese a alguien!

—¿Qué haces? —protestó Raúl cerca de su oído. Sin duda le había adivinado las intenciones, porque le apremió—. Las chicas dependen de nosotros. ¿Quieres que caigan ellas? ¡Vamos ya! Reviéntales los neumáticos.

—No soy tirador y temo herir a alguien.

En tanto, con las manos nerviosamente aferradas al volante, Julio le sacaba todo el rendimiento posible al jeep.

—¡Ganan terreno por momentos! —se impacientó Raúl, sacando la cabeza de forma imprudente—. Nos van a dejar como coladores.

Pero los de la camioneta tampoco utilizaban el arma. Héctor trataba de adivinar las intenciones de sus perseguidores para adelantarse a ellas.

La carrera proseguía. Unos minutos después, una cabeza asomó por la ventanilla. Héctor adivinó lo que iba a suceder por la posición que el hombre adoptaba. Al fogonazo siguió el impacto del reventón de uno de los neumáticos traseros del jeep.

—¡No damos una! —masculló Julio, dominando a duras penas el vehículo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Raúl.

La vocecilla de Verónica se alzó quejicosa:

—¡Nada, dejarlo! Mi resistencia está a cero.

—¡«Orden del Jaguar», espíritu arriba! —gritó Julio.

Los de la camioneta se aproximaron a ellos. El conductor del jeep trató de hacer algo, pero no consiguió más que retroceder un metro con terrible ímpetu, yendo a golpear el capó del vehículo perseguidor. Pillado de sorpresa su conductor, el terrible impacto hizo retroceder a la camioneta, que cayó por un talud con estrépito. Cierto que también «Los Jaguares» participaron en la carambola y varios quejidos se escucharon a un tiempo.

—¡Fuera lamentos! ¡Buscad en la caja de herramientas y todos contra esa gente! —lanzó Héctor, mientras saltaba limpiamente sobre la carrocería.

Raúl atrapó un martillo al vuelo, Julio un gato, Oscar unas enormes tenazas y Sara el extintor de incendios.

Corrieron talud abajo y hallaron la camioneta con las ruedas girando todavía cara al cielo. Los de dentro gritaban en confuso montón. Los de fuera se encontraban desorientados. ¿Estarían heridos?

A pesar de sus manifestaciones de momentos antes, Verónica no estaba tan difunta como pretendía, pues apareció con el más útil de los objetos enarbolados por todas aquellas manos: una linterna.

El haz de luz iluminó a uno de los hombres de negro tratando de salir por una de las ventanillas. Como estaba tan bien alumbrado, Sara pudo dirigir el extintor a su cara, haciéndole gritar y llevarse las manos a los ojos.

—Cuidado, no olvidéis que tienen un arma —les recordó Héctor.

—Y tú también —dijo Sara.

—Pero yo no soy un criminal.

De todas formas, el extintor se estaba portando. Si alguno de sus enemigos pretendía zafarse de la trampa de la camioneta, con un poderoso chorro, Sara se encargaba de dejarlo unos minutos fuera de combate.

—Que mi grifo mágico no es eterno —les recordó Sara.

Los de la camioneta, con los ojos escocidos, pero la mente ágil, empezaban a salir por el hueco de la ventanilla boca abajo y por los pies. En unos segundos estarían fuera y…

El último resto de valor abandonó a Verónica. Dejó caer la linterna y se desplomó sobre la hierba. Raúl se había apoderado de uno de aquellos pies y trataba de sacudir a su dueño.

Repentinamente, Oscar se irguió con resolución. O lo hacía ahora o en adelante, suponiendo que salieran de aquello, le enviaban a jugar con los chicos pequeños.

¡Zas! Utilizó su tenaza soberbiamente en las posaderas de su enemigo, que chilló como un condenado.

Por el lado contrario, uno había conseguido salir del vehículo, pero Héctor se tiró sobre él, en un impresionante forcejeo para hacerle soltar el arma.

En el ardor de la lucha, ninguno había sentido el roncar de un motor ni observado que la noche se llenaba de claridad.

—¡Policía! ¡Manos arriba todos!

Varios hombres, en la parte alta del talud, exigían obediencia. Los focos de su jeep iluminaban la escena con crudeza.

Todos obedecieron, fueran buenos o malos. Todos, menos Vec. Con todas su energías recuperadas, se tiró al cuello de uno de los recién llegados llamándole su ángel salvador.

—¡Qué bueno vernos de nuevo! —exclamó la voz de Méndez.

¡Qué simpática, maravillosa, reconfortante y cálida les resultó su voz a «Los Jaguares»!

—¡Señor Méndez!

—Llevo tres días buscándoles, muchachos —explicó el mejicano—. Encontramos las tiendas y… no saben la congoja que sentía… ¿No será una travesura, verdad?

Raúl había corrido a estrecharle la mano y el hombre tuvo que gritar que la soltara, ante el temor de que se le quedara pulverizada.

Héctor levantaba su voz por entre las voces de gozo para explicar a Méndez que aquellos hombres eran traficantes de opio y que se lo hiciera saber a los agentes para que no escaparan, porque eran muy peligrosos.

Difícilmente Sara se había enterado de nada coherente. Abrazaba a Petra, que le había saltado al cuello y bailaba con ella.

Llegaron las explicaciones, un tanto confusas en los primeros momentos. Los agentes tenían noticia de que en la zona se estaba traficando con opio y llevaban algún tiempo tras los traficantes. Pero, a solicitud de Méndez, los policías destacados en Ataah habían pospuesto aquel trabajo para dedicarse a seguir el rastro de los muchachos extranjeros. Habían encontrado sus tiendas y equipajes, pero luego perdieron la pista. Horas antes, estando en la posada, Méndez recibió la agradable visita de Petra que, con su mímica especial, le había obligado a seguirle. En los alrededores de la aldea, la ardilla había desenterrado una carterita conteniendo la documentación. Aquello les devolvió el optimismo. Supusieron que «Los Jaguares» habían llegado hasta cerca de Ataah, pero que, por alguna circunstancia imprevista, se habían alejado en un vehículo en compañía de otras personas, según las huellas.

Con Méndez de intérprete, Héctor relató en pocas palabras cuanto les había ocurrido desde el momento de separarse del matrimonio mejicano, pero hizo notar que Jihu merecía benevolencia por no haber ayudado a los malhechores contra ellos en la casa de la empalizada.

El viejo paria permanecía en actitud resignada. Julio le palmeó el hombro, diciendo:

—Amigo, no sé si cumpliste del todo o no, pero yo sí quiero cumplir mi palabra. Me encargaré de que tengas un buen defensor.

—Cárcel no ser mala en la India. Hay comida todos los días lo que para nosotros es una novedad —dijo el hombre, tomando la mano que el muchacho le alargaba.

En el jeep de la policía, conducido por Méndez, regresaron a Ataah. Supieron que su mujer había sido operada y se hallaba en franca recuperación.

Aquella noche, hasta las moscas les parecieron agradables, las camas blandas y los mosquitos insignificantes. Durante día y medio todos durmieron como lirones.

Un baño y ropa limpia fue el último factor para que el grupo recobrase su inigualable optimismo.

—¡Estoy en forma! —exclamó Raúl, al tomar asiento junto a la mesa del comedor de la posada.

—¿Qué haremos ahora, señor Méndez? —preguntó Héctor.

—Muchacho, hoy debíamos haber salido para Benarés, según el itinerario inicial, pero todavía no conocéis el corazón de la jungla.

—Si a usted no le importa, creo que a mis compañeros les resultará más grato prescindir de ese corazón que de Benarés. ¿Qué se decide «Jaguares»?

Horas después aterrizaban en el aeropuerto de esta bellísima ciudad, situada en el estado federal de Uttar Pradesh, en la orilla derecha del Ganges. Mudos de asombro, casi encogida el alma ante tanta belleza, recorrieron los bellos templos de la capital religiosa del mundo brahmánico. No pudieron recorrer sus 2.000 edificios religiosos, pero sí los más importantes. En las gradas del templo de los Sacrificios, la gente se dedicaba a las rituales oblaciones. La cámara de Julio iba captando todas aquellas interesantes escenas y mil detalles del asombroso arte hindú.

—Estos documentos gráficos nos recordarán siempre este viaje apasionante —dijo Julio.

—¿Es que alguno puede olvidarlo? —le había contestado Sara—. Me siento como si fuera distinta a la chica que salió de Barajas. Siento que soy mucho más vieja y más alegre que nunca. Y también más rica; igualito que si tuviera un tesoro escondido.

—¡Ay, Sar! ¡Es que has «estre» una vida! —manifestó Oscar con voz hueca, irguiendo mucho su figurilla.

—El magnífico arte que se despliega ante nuestros ojos os pone muy líricos —objetó Héctor—. Pero no me extraña, porque yo también me siento distinto y siempre he creído tener bien puesta la cabeza sobre los hombros.

—¡Oh, sí! —exclamó Verónica con gran convicción haciendo sonreír a Méndez.

El gesto de Raúl se atirantó por unos instantes. Siempre sucedía igual: las chicas preferían a aquel atleta rubio. No le importaba que fuera así respecto a las demás, pero Vec…

Y ahogó un suspiro. Julio le palmeó el hombro, mientras hacía un comentario oportuno sobre los veinte mil sacerdotes que servían en la Mezquita de los Grandes Mogoles.

—¡Y pensar que en este país de las muchas maravillas quedan todavía parias con sus campanillas…! —comentó Sara.

—Y traficantes de opio más dañinos que las fieras de la selva —le recordó Verónica.

Pero para ellos el desfile de maravillas no había concluido. De avión en avión aterrizaron en Agrá para visitar el monumento indio más célebre del mundo: el Taj Mahal, construido en mármol con infinidad de incrustaciones en piedras preciosas.

Estaban ante él, junto a las fuentes y jardines que rodean el palacio. A la caída del sol, éste adquirió un hermoso tono anaranjado.

—El monarca que construyó esta joya para honrar la memoria de su esposa, debió amarla mucho… —dijo Raúl, en pleno ataque de romanticismo.

Pero tuvo que recoger velas, pues en los últimos días era blanco de las burlas de sus compañeros, que cruzaban risitas y miradas nada disimuladas.

Todavía en Agrá pudieron contemplar la fantástica mezquita Perla, y, al día siguiente, deambulaban por Bhubaneswar, admirando fascinados los delicados encajes de piedra roja de sus docenas de templos.

Sus angustias en la selva estaban totalmente olvidadas en el momento de emprender el regreso a España, con Petra como pasajera del reactor, aunque confinada en una jaula dentro del compartimiento de los equipajes y con todos sus papeles en regla, gracias a los buenos oficios de los patrocinadores del viaje.

Tan fatalmente mal le sentó a Petra tal forma de viajar, que sin duda en su fuero interno decidiría hacerlo de polizón o quedarse en casa por siempre jamás.

Los seis habían recibido como obsequio una bella talla representando al Elefante Sagrado, pero, como Sara dijo, no necesitarían objetos materiales para que el recuerdo de aquellos días en la India se borrase de sus mentes.

—Y por si fuera poco —sentenció Verónica—, es en la India donde tuvo lugar nuestro ingreso en la «Orden del Jaguar».

FIN