Capítulo 6

CUANDO EL «DEVORADOR DE HOMBRES» RUGE…

Un leve resplandor procedente de la hoguera se filtraba en la tienda. Julio estuvo observando el bulto inmóvil de su hermano y pensó que había caído como un plomo. Sólo entonces se volvió sin ruido hacia Héctor.

—¿Has reconocido el camino de regreso?

—¿Qué quieres decir?

—Tengo la sensación de que hemos vuelto de la montaña por un lugar distinto, como si esta parte de la selva no fuera la que conocimos al ir.

—Para los que no estamos habituados a ella, la selva nos resulta siempre igual y siempre distinta, supongo.

—Para mí es lo último —insistió Julio.

Héctor permaneció pensativo, porque su compañero solía ser acertado en sus observaciones.

—Es posible que Jihu nos haya traído por otro lado, pero en tal caso será para que nos resulte más sencillo dar con el camino de Ataah. Bueno, vamos a dormir, que nos espera un día duro.

Poco después, dormían tan profundamente como Oscar. Y mientras, Raúl cambiaba frecuentemente de postura para no dejarse vencer por el sueño. Al rato se puso en pie y empezó a caminar silenciosamente cinco metros arriba, cinco metros abajo, sin dejar de consultar su reloj de pulsera. Cuando llegó su hora, le pareció un crimen despertar a Héctor y le concedió un cuarto de hora más. Después gateó bajo los palos y tuvo que zarandear a su compañero hasta lograr despertarlo… a medias.

—Anda, todo está tranquilo —le dijo—. Ponte el jersey o te quedarás tieso.

Su compañero obedeció torpemente. Tenía más sueño que a la hora de acostarse, pero, fiel a su deber, fue a postrarse con las piernas cruzadas a unos pasos de la tienda. Se pasaba el tiempo consultando su reloj, aguardando con impaciencia el turno de Julio. ¡Cada minuto se le hacía eterno, dominado por el sueño! Aguantó una hora con los ojos abiertos, antes de dormirse con la cabeza sobre el pecho.

En tan incómoda postura, pero sin enterarse de nada, siguió durmiendo. En realidad debía de haber llamado al nuevo guardián, pero no estaba para llamar a nadie.

Algo se movía junto a la lona de la tienda de las chicas, con todo sigilo. Era Petra. Y no estaba allí porque se hallara desvelada, sino porque a su fino oído había llegado un roce extraño, que la tenía paralizada de horror. De repente, como si se hubiera decidido en un instante, tomó un palo del suelo y lo lanzó a la cabeza del dormido Héctor, que despertó sobresaltado. La neblina plateada del amanecer le dio en los ojos y también la figura felina que saltaba sobre él.

Tuvo el tiempo justo de rodar sobre sí mismo, mientras la fiera caía a su lado, para revolverse salvajemente en busca de su presa.

El grito y el estrépito habían despertado a todos. Raúl, con medio cuerpo dentro de la tienda, extendía los brazos como para preservar a Julio. Cuando el tigre, el famoso devorador de hombres de la India que ronda los poblados de la selva volvía a acometer a Héctor, salió fuera y le atrapó la cola con ambas manos. Verónica y Sara chillaban espantadas.

¡Y ni siquiera tenían un arma! Y aunque la hubiesen tenido…

Los rugidos del animal eran estremecedores. Con sus enormes fauces abiertas dejando ver unos colmillos afilados y terribles, buscaba el cuerpo de Héctor. Y no tardaría en hallarlo. Héctor había eludido el primer ataque gracias a la elasticidad de sus músculos, pero no sólo él, sino todos estaban expuestos a terminar allí sus días.

Por un momento, el rugido del tigre cesó, seguido por un estruendoso rasgar de tela. De una dentellada había destrozado la cazadora de Héctor. Raúl, de un salto, se había encaramado sobre el tigre y ahora rodaba en confuso montón con el animal y su compañero.

Las chicas, dominadas por el terror, querían hacer algo y no sabían qué. Verónica encontró una piedra y se la tiró al tigre, pero encontró en el camino la cabeza de Raúl.

De pronto vieron correr a Julio. ¡Huía!

Verónica ya no tenía más piedras, pero ¡qué a gusto le hubiera tirado un pedrusco como una casa!

¡Se había equivocado! Julio no huía, sino que actuaba con orden y método, según una de sus frases favoritas.

Había ido hasta la hoguera, cuyos leños requemados ardían sin llama y arrojaba un puñado de hierbas que prendieron al instante. Tomó el manojo con mano segura y lo arrojó sobre la piel del tigre, que alzó la cabeza sorprendido cuando iba a hacer presa en el hombro de Héctor. Raúl chillo al mismo tiempo, sin duda porque las llamas le habían alcanzado.

Las hierbas reavivaron la hoguera y Julio tomó un palo encendido y corrió con él, pero perdió su prisa al llegar junto al grupo que atacaba y se defendía. Su serenidad hizo lo demás y, sin que le temblara la mano, introdujo las llamas —y el palo— hasta el fondo de la garganta de aquel temible Shere Khan.

Con un salto, la fiera se alejó del peligroso lugar y su rugido de rabia se perdió a lo lejos.

Héctor tenía destrozada la cazadora y un rasguño en el brazo. Raúl había salido del lance con una quemadura en la pierna.

Se sucedieron unos instantes de confusión y luego Héctor, haciéndose con el mando, ordenó:

—¡Echad más ramas a la hoguera! Julio nos ha mostrado la única manera de defendernos del tigre, que puede volver.

—¡Ay, Dios mío! Yo no quiero quedarme aquí. ¡La catarata era un bombón comparada con esa bestia! —se lamentó Verónica.

Todos coincidían con ella. ¿Era mejor quedarse o marchar? Petra parecía enloquecida.

Urgía decidir.

—Bien, nos iremos —aceptó Héctor—, pero no podemos llevar con nosotros el equipaje. Tomad las cantimploras y algunas provisiones. Antes arrancaremos ramas resinosas y llevaremos durante todo el camino un par de ellas encendidas y unas cuantas de repuesto. Nos conviene avanzar por terreno descubierto, siempre que sea posible, en fila india y vigilantes.

Cosa rara, Oscar no se había entrometido para nada. Seguramente la impresión se había llevado toda su provisión de palabras.

Todos se apresuraron a obedecer, colgándose al hombro las cantimploras y tomando apresuradamente algunas provisiones. En el último instante, Julio atrapó su cámara al vuelo. Tenía el pesar de no haber podido fotografiar al hermoso animal. Desde luego, no quería ni pensar en que se le presentara otra oportunidad de hacerlo.

Estaban asustados. Asustados de verdad y, aunque no lo dijeron, se notaba en el tenso silencio de todos y en que los que no habían luchado ni siquiera habían alabado el buen comportamiento de los luchadores.

Al ponerse el salacot, Raúl se encontró un chichón en la cabeza, pero no era cosa de empezar a quejarse.

Héctor marchaba en cabeza, seguido de las chicas. Tras ellas, Julio. Oscar se aferró al cinturón de su hermano. A veces no le tenía mucha confianza, pero había estado tan certero con el tigre… Raúl cerraba la marcha.

—Procurad conservar en la memoria el camino que seguimos, porque tendremos que volver con refuerzos en busca de nuestras cosas —aconsejó Héctor.

Caminaban con los ojos puestos en los matorrales y los arbustos. ¿Dónde se escondería su enemigo? En el pensamiento de los chicos aquellos ojos color ámbar que relucían con fiereza, aquellas mortíferas fauces, estaban siendo una obsesión, tanto, que nadie se preocupó de detenerse a curar la leve herida de Héctor ni la quemadura de Raúl.

El camino no aparecía. ¿Se habrían desorientado?

De pronto, el que abría marcha, se detuvo contemplando las hojas pisoteadas.

—¿Ves algo? —susurró Verónica a sus compañeros.

—Estas hojas parece que han sido recientemente pisadas…

Petra se apretaba al cuello de su dueña. Los demás reconocieron que no tenían costumbre de observar huellas, excepto Julio, que había realizado alguna expedición por las selvas sudamericanas.

—Puede que estés en lo cierto…

Cincuenta metros más allá tropezaron con una empalizada. En el interior había varias jaulas de fuertes barrotes, todas ellas vacías.

—Jihu nos informó bien. Los negociantes de fieras vienen por este lugar —observó Héctor.

Experimentaron una sensación de alivio, con la esperanza de que, en tal caso, pronto recibirían auxilio.

Julio y Héctor cruzaron una significativa mirada. Todas las jaulas tenían la puerta cerrada, aunque sin seguro, ya que se hallaban vacías, pero una de ellas llevaba enganchada en la parte superior una larga pértiga, de la que pendía una cuerda. La cuerda atravesaba varios árboles y, estudiando su disposición, comprendieron que, desde lejos, alguien se encargó de poner en libertad al que había sido el ocupante del pequeño recinto enrejado.

—Es como si… alguien hubiera puesto en libertad al tigre del modo más intencionado… —susurró Raúl con un escalofrío.

Las chicas buscaron la confirmación en los ojos de Héctor, que intentó disipar la preocupación de sus compañeras con una sonrisa despreocupada.

—No seas tonto Raúl; lo normal es que estas jaulas, cuando están ocupadas, se abran de lejos.

—¡Pero Héctor, no me comprendes! Estoy sugiriendo que si se ha abierto a intento no han podido hacerlo los que comercian con las fieras, pues es absurdo que les devuelvan la libertad. Supongamos que los cazadores tuvieran encerrado aquí al tigre hasta el momento de venir a recogerlo con un vehículo. Y todos sabemos que la fiera se traslada al vehículo con jaula y todo.

—¡Aplastante! —exclamó Oscar. Nunca le había costado más presumir de mayor que en aquellos momentos. Le hubiera servido de alivio pregonar su terror a los cuatro vientos, pero delante de las chicas y de Petra… Sí, él le tenía mucho respeto a una ardilla capaz de entender y prever cosas que a ellos se les escapaban.

—Calla, mico —su hermano le lanzó uno de aquellos pescozones suyos, entre molestos y cariñosos.

En el fondo, la teoría de Raúl era la de «Los Jaguares», pero disimulaban en favor de las chicas.

—¿Y qué hacemos?

La voz de Sara era un susurro escalofriante.

—Mi opinión es que debemos quedarnos aquí, puesto que estamos desorientados y nos exponemos a perdernos.

—No me gusta este lugar —objetó Raúl.

Verónica les sorprendió con su observación:

—Pero es el más seguro. Si el tigre vuelve, podemos encerrarnos en una de las jaulas y estaremos a salvo hasta la llegada de los hombres.

Todos aplaudieron la idea, porque era buena y procedía de Verónica. A pesar de las difíciles horas que habían vivido, seguía tan linda como en el momento de aparecer en Barajas. El pobre Raúl la miraba con devoción conmovedora.

—Bien, tratemos de descansar, pero sin confiarnos —decidió Héctor—. No es conveniente permanecer cerca de la espesura, pero ahí tenemos un árbol que nos dará sombra.

Formaron un círculo, de espaldas unos a otros para vigilar mejor los alrededores. Petra, previsora, se situó en el centro.

En el silencio que se había hecho, unos chillidos cercanos les produjeron un escalofrío.

—Calmaos… sólo son monos —les tranquilizó Julio.

Los micos, muertos de curiosidad, hacían ademán de descolgarse de los árboles para verlos de cerca.

—Parece que les resultamos más divertidos que una función de circo —comentó Sara.

Tuvieron que estar soportando los parloteos de los habitantes de las ramas y algún que otro proyectil, consistente en hojas y palos.

Al rato se escuchó un aullido.

—Es el chacal —explicó Julio—, pero no se acercará a nosotros. Debe estar persiguiendo a alguna pieza.

El sol estaba muy alto sobre sus cabezas. Un pequeño reptil surgió de unas matas y Héctor lo aplastó con una piedra, mientras Sara reprimía un chillido.

—A esta hora estarán comiendo en mi casa —dijo—. ¡Seguro que habrá natillas de postre!

—Es miércoles —dijo Verónica—. Los miércoles siempre voy a la piscina del club, al salir de clase.

—¿Vais a poneros nostálgicas? —preguntó Julio con burla—. ¿No estabais encantadas de vuestra condición de ganadoras del concurso?

—Reconoce que se nos han chafado algo los planes —suspiró Verónica.

—Siento que consideréis un fracaso este viaje.

—¡Oh, no! —exclamaron ambas a un tiempo.

Luego Sara puntualizó que, el haber conocido a «Los Jaguares» le parecía estupendo. Petra debía estar de mal humor porque refunfuñó ostensiblemente.

Y fue pasando la tarde, larga, tediosa y molesta, en aquella gran olla verde y humeante que era la jungla.

—¡Silencio! —exclamó Héctor—. Creo escuchar el ruido de unos pasos furtivos…

Un poderoso rugido les hizo saltar aterrados.

—¡Todos a la jaula! —ordenó Héctor.

En su precipitación, se golpearon unos contra otros al introducirse por la abertura. Petra, demostrando un pánico loco, huyó a la desbandada. Héctor, con un garrote en la mano, se mantenía a la expectativa. Y de pronto, sin que nadie pudiera preverlo, la cuerda que sujetaba la pértiga a través de los árboles se tensó y la horquilla atrancaba la puerta. ¡Estaban encerrados como las fieras salvajes! Atrapados todos, menos Héctor que, por el lado de fuera de los barrotes se disponía a la defensa.