Capítulo 9
LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA
«¡Rrrrr…! ¡Rrrrr…! ¡Rrrrr…!»
—¡No hay duda! ¡Es un ratón! —palmoteo Verónica, aunque era de las que saltaban sobre las mesas a su solo anuncio.
La proximidad de un ser vivo, cualquiera que fuera su condición, les hacía sentirse más en el mundo.
Raúl, tímidamente, dijo por lo bajo:
—Si fuera comestible…
¡Triste condición la del hambriento, que acepta la más disparatada posibilidad!
—Aunque fuera un faisán, lo dejaríamos donde está —dijo Héctor con renovada energía, pero en voz bajita para no ahuyentar al roedor—. Nos está enseñando un camino.
—¿Qué camino? —objetó Sara.
—Ese roedor, que quizá sea un topo, no podría excavar la roca, lo que viene a significar que entre nosotros y el exterior hay una parte vulnerable que no hemos sabido encontrar.
—¡Eres estupendo, Héctor! —le admiró Verónica.
¡Lo que hubiera dado Raúl porque se lo dijera a él!
Los seis, a gatas, tendían el oído hacia el lugar donde tenía lugar la operación de zapa.
Tenían al animalito cada vez más cerca y el corazón les iba a cien. De pronto, tierra y cascotes al caer dejaron al aire un boquete del tamaño de un puño. Un hociquito cubierto de tierra y unos ojitos brillantes aparecieron en el hueco.
—¡Petra! —gritaron todos a un tiempo.
—¡Ah, preciosa mía, no eras traidora! ¡Te adoro… te adoro! —repetía Sara fuera de sí.
Quiso poner un beso en su morro terroso, pero el animalito escapó.
—¡Qué poco agradecida! —exclamó Julio.
Habían recuperado las ganas de bromear, aunque Verónica, que lo celebraba casi todo con lágrimas, lloraba a moco tendido, ahora de alegría.
—Puesto que nos sentimos hambrientos y debilitados, no gastéis fuerzas en tonterías —ordenó Héctor—. ¡Venga, las manos de todos a retirar piedras y tierra!
De improviso, por el hueco, apareció el extremo de una gruesa rama, que desde el otro lado les tendía Petra. Con tal herramienta, aunque no tan eficaz como un pico, podían avanzar mucho en su trabajo. Y avanzaron más porque aquella Petra de las mil tretas, aportó más palos, de modo que todos tuvieron el suyo y el pequeño túnel se iba ensanchando y ahondando.
—¡La luz! —gritaron de pronto, locos de dicha.
En efecto, la luz se colaba por el boquete y aquello significaba la libertad. Con renovado ardor, prosiguieron el trabajo.
—Reptaremos para salir, porque sería tonto perder el tiempo en agrandar el túnel —decidió Héctor.
Cuando parecía capaz para dar paso a sus personas, el jefe de «Los Jaguares» decidió abrir la marcha, ya que ignoraban lo que se hallaba al otro lado. Y empezó a arrastrarse llevándose cascotes y tierra con los hombros.
Petra estaba lanzando toda su gama de alaridos desde el otro lado.
—¡Cuidado, Héctor! Petra quiere advertirte de algo —le gritó Verónica.
El aviso llegó justamente a tiempo y escucharon la imprecación del muchacho y el ruido de desprendimiento de piedras a un tiempo.
—¿Qué pasa?
—¿Están ahí los hombres negros?
Héctor, tranquilo, repuso:
—No. He estado a punto de despeñarme por el talud, pero he logrado afianzarme. A ver, ¡que pase una de las chicas!
Raúl empujó a Verónica. Desde fuera, Héctor le recomendaba que fuera despacio. La chica se encontró como colgada en el aire y volvió a quedar aterrada.
—Pon un pie en mi hombro, no tengas miedo… Te dejaré en lugar seguro.
Le obedeció ciegamente, porque Héctor tenía el don de infundir confianza. Con movimientos seguros, el muchacho la dejó sobre un saliente.
—¡Que salga Sara! —voceó a continuación.
—No, Oscar —repuso ella. A todos les quemaba el agujero aquel, pero Oscar era un niño, a pesar de sus fanfarronadas.
—Pero Sar… —objetó el chico. Y no tuvo tiempo de más, y ya que su hermano, por la fuerza, lo había embutido en el boquete y le hacía avanzar a empellones.
Con el pequeño a salvo, Sara trató de comprimirse y poco después, desde el hombro de Héctor y en equilibrio final, estaba también en el saliente.
—¡Raúl ahora! —ordenó Héctor.
—¿Y por qué yo el último mono? —protestó Julio.
Y resultó que la orden tenía visión de futuro, ya que Raúl no cabía por la oquedad y Julio, con ambas manos, tuvo que ir «remetiendo» al fuertote como Dios le daba a entender, aprisionándolo por donde fuera.
Y al fin, todos estuvieron bajo un cielo radiantemente azul, con un panorama maravilloso extendido a sus pies. De pronto, irrumpieron en atronadoras carcajadas. Estaban irreconocibles, con los rostros embadurnados de tierra, desgreñados, con las ropas hechas jirones, pero… ¡libres y sanos!
Nunca en sus vidas olvidarían aquel glorioso momento.
—¡Cielos, qué maravilla! —exclamó Raúl—. Si no tuviera tan retorcido el estómago…
La ardilla volvió a sorprenderles, saltando por entre las rocas. Empezó a escarbar el suelo y sacó una nuez.
—¡Una nuez para seis! —barbotó Raúl, a punto de desmayarse.
Petra había dejado la nuez a un lado y seguía escarbando, seguida en sus movimientos por los ojos curiosos de sus amigos.
—Pero ¿qué hace?
—Ya sabéis que ella tiene la manía de guardarlo todo bajo tierra —explicó Sara—. Tendencia racista. Ahora sacará otra nuez.
¡Sí, sí, otra nuez! ¡Una hermosa lata de sardinas!
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Resbalando por el talud, los muchachos corrían como locos a precipitarse sobre aquella maravilla de las maravillas.
Héctor no debía ser el menos hambriento, porque se apoderó de ella como si fuera a hincarle el diente.
—¡A ver, un abrelatas! —gritó Verónica.
Era cómico el gesto apesadumbrado de Petra.
La lata empezó a pasar de mano en mano y ninguno conseguía abrirla.
—¡La Osa! —exclamó Julio cuando la tuvo en las suyas—. ¡Es de Vigo!
—¿De Vigo? ¿No es de sardinas? —se asombró Oscar.
—De Vigo, España; lo que significa que es una de las latas de nuestras provisiones. Esta intrigante ha debido pasar por el campamento y recogerla. ¡Ay, Petra, cualquier día te enrolan en uno de los servicios secretos de cualquier gran potencia!
Raúl le arrebató la lata y empezó a tirarla con fuerza de bárbaro, como arrojaba el disco.
—No seas bestia, hombre. Vas a hacerla explotar.
—Dámela —exigió Héctor—. Con la púa del cinturón quizá la abra.
Y la abrió, golpeando a su vez la púa con una piedra.
Ni siquiera había a sardina por barba, pero las cinco que contenía se repartieron equitativamente. Del aceitoso tomate en que nadaban no quedaron ni los rastros.
No habían pasado ni dos minutos, cuando Héctor descubría un manantial de agua cristalina, en el que se zambulleron vestidos y calzados. Calmaron su sed, sintiendo al mismo tiempo el placer infinito de la frescura del agua.
Mientras las chicas se peinaban una a otra con una ramita, Héctor trepó hasta una altura para estudiar el panorama. En seguida volvía sobre sus pasos, gritando alegremente:
—¡Estamos salvados! ¡Acabo de divisar una casa a unos dos kilómetros y humo saliendo por la chimenea!
—¡Está habitada! Allí nos protegerán contra el «devorador de hombres» —exclamó Sara.
—¡Vamos allá! —acordaron todos, excepción hecha de Julio.
—Un momento —cortó éste—; uno de nosotros debería adelantarse a observar y los demás permanecer escondidos hasta cerciorarnos de que no existe peligro.
—La casa tiene aspecto de granja —explicó Héctor.
—¡Granja…! Es sinónimo de comida —gritó Raúl, incontenible, emprendiendo la marcha.
—¡Eh, eh… aguardad! —suplicaba Julio—. No os he explicado el misterio de «Los Intocables».
Alguien repuso que ya quedaría tiempo en el futuro. Julio, mirando con pena a sus amigos, se dispuso a seguirles con gesto resignado.
Media hora después llegaban a las proximidades de la granja. Se escucharon los ladridos de un perro.
La casa estaba rodeada de una empalizada, sin duda para protegerla de las fieras. Tenía un pozo justamente ante la puerta y a la derecha un pequeño sembrado. Los ladridos atrajeron a una mujer con un niño en los brazos. Cuatro más se apiñaban en torno a la madre.
—Hola, señora… —empezó Verónica.
La mujer los contempló con susto. Quizá nunca había tenido visitantes parecidos.
Héctor se dirigió a ella en inglés. El gesto de incomprensión de la nativa era patente. Julio probó con un francés macarrónico. ¡Nada!
Raúl se golpeó el estómago e hizo unos gestos ten dolientes que la mujer se dio por enterada. Desde luego, no parecía nada feliz al entrar en la casa. Pronto estaba de nuevo en el exterior, llevando un cuenco de barro con algo que parecía y no era ni leche, ni yogurt, ni requesón, sino una mezcla de todo ello.
—A ver si es arsénico… —rezongó Julio.
Pero como sus estómagos no estaban para florituras, aceptaron un cacillo de madera y, por turno, fueron consumiendo aquella leche agria.
Raúl le indicó que tenía más hambre. Ella negó con la cabeza, señalando a su prole.
Con mucha mímica y sólo una palabra, Héctor intentó hacerle comprender que se hallaban extraviados y deseaban ir a Ataah. Raúl le chafó la mímica, poniéndose delante y preguntando si no podían quedarse allí hasta el día siguiente.
—¡Guru! ¡Guru! —repuso ella, señalando con indignación a su asustada prole.
—Dice que con la música a otra parte —tradujo Julio.
Raúl indicó a las pobres chicas, cuyo estado era lastimoso. Pero la mujer no se dejó convencer. También parecía asustada de la presencia de extranjeros. Por fin llevó su concesión a salir del cercado, como si fuera a indicarles la ruta. Seguía con el niño en brazos, los otros cuatro en torno y, con un palmo de lengua fuera, amenazante y ladrador, el perro.
Caminaron agrupados unos cien metros. La nativa se detuvo e indicó una cima, repitiendo:
—Ataah… Ataah…
Con su índice reforzaba la idea de que allí estaba el poblado que buscaban o que a partir de la cima podrían encontrarlo.
Después les volvió la espalda y regresó a su casa seguida de toda su corte.
—¡Vaya hospitalidad! —rezongó Sara, acariciando el lomo de la ardilla, acomodada en su hombro.
Verónica comentó el ansia que tenía de una buena cama.
—Pues vamos a seguir adelante —decidió Héctor, con la vista fija en la colina.
—Por mí encantado. He tenido la desagradable impresión de unos ojos fijos todo el tiempo en mi cogote…
Sus compañeros se le quedaron mirando.
—Lo que oís. No es que haya visto a nadie, pero sentía como si desde la casa nos observaran. Petra está de acuerdo conmigo. No ha dicho ni pío y no ha levantado el morro del cuello de Sara.
—Petra ha debido recorrer una gran distancia para seguirnos y la pobre ha trabajado lo suyo para sacarnos de la caverna. Mira, está dormida.
—No se puede negar que tenemos los nervios desequilibrados y nos hacen ver visiones —alegó Héctor—. Vemos enemigos en todas partes…
Se cortó de pronto, al escuchar un ruido de motor.
—¡Gritemos! —propuso Verónica, alzando la voz.
—¡No, Vec, no! —dijo precipitadamente Oscar, recordando sin duda la ocasión en que habían oído el ruido de un motor y terminaron enjaulados.
Precipitadamente se escondieron tras un grupo de árboles. Tenían ante sí una impresionante explanada, frecuentada por algunos grupos de monos. Un jeep avanzaba lejos. Llevaba en el costado grandes letras y Héctor expuso su creencia de que debía pertenecer a los guardianes de la jungla. Esto les decidió a llamar a los del jeep, pero quizá a causa del ruido del motor y la distancia, lo cierto fue que no les oyeron. Aplanados, vieron cómo se perdían a lo lejos.
—Bueno, supongo que habrá dejado huellas. Vamos a seguirlas y llegaremos a Ataah o cualquier otro lugar.
Lo hicieron así, aunque por un par de veces tuvieron que detenerse a descansar. Petra, providencial, descubrió varios cocoteros y, trepando a uno de ellos, les arrojó media docena de cocos. Los abrieron a pedradas, tratando de no derramar el líquido, que les supo a gloria.
La tarde iba avanzando y todos comprendieron que, de no tener suerte, iban a tener que pasar la noche en descampado.
Llegó un momento en que perdieron las huellas del jeep, pero la colina seguía mostrándoles el camino. Poco después, la selva se hacía más espesa, dificultándoles la vista de la montaña.
—¿Oís? —dijo de pronto Verónica—. Son… ¡campanillas!
Y echó a correr, sin atender las llamadas de Julio para que se detuviera. Como ya habían imaginado, «Los Intocables» se hallaban cerca. De los cuatro hombres que agitaban campanillas, en uno de ellos reconocieron a Jihu. El hombre mostró una auténtica sorpresa.
—Nobles sahibs, ¿cómo no estar en Ataah?
—Sería largo de contar, buen Jihu —le dijo Héctor—. Varios hombres nos atacaron, pero hemos podido escapar y tratamos de llegar a Ataah.
—¡Nobles sahibs estar casi en Ataah! —explicó el viejo «Intocable». Llevaba un gran manojo de plátanos en las manos y parecía avergonzado—. ¡Oh, vosotros no contar en Ataah que «Intocables» robar plátanos! ¡Policías nos apalearían y nosotros padecer hambre!
—No te preocupes, buen Jihu, nadie lo sabrá por nosotros —le aseguró Héctor—. Escucha, amigo, guíanos hasta las proximidades de Ataah, porque para nosotros sería trágico volver a perdernos. Te lo pagaremos bien. En Ataah podemos conseguir dinero.
—«Los Intocables» prohibida entrada en poblados… —dijo tristemente el paria.
—Quédate cerca y te llevaré dinero —le prometió Héctor.
—Jihu ayudar a nobles sahibs también sin dinero.
Como si hubiera tomado una decisión, entregó el manojo de plátanos a sus compañeros, habló algo en su dialecto y se puso al frente de «Los Jaguares». Los otros tres siguieron su camino.
La noche cayó por completo. En la oscuridad, Julio no apartaba los ojos de su guía. Tenía la impresión de que algo iba a ocurrir y se le nublaba el cerebro de rabia al recordar que no había terminado de contar sus descubrimientos al grupo. Sin embargo, aparecieron las luces del poblado, sin que nada hubiera ocurrido.
—¡Hurra! ¡Estamos salvados! —gritó Oscar, coreado por los otros.
Jihu parecía regocijarse con ellos.
—Hasta siempre, nobles sahibs. Que la India os sea grata.
Cuando el hombre hacía mención de alejarse, Sara preguntó:
—¿Dónde está Verónica?
—¡Vec iba a tu lado! —le recordó Oscar—. He creído notar que cojeaba un poco.
El grupo empezó a gritar, llamando a su compañera, pero, a pesar de la potencia de sus voces, no recibían respuesta.
Héctor y Raúl desandaron el camino, desviándose hacia los arbustos. Oscar y Sara, indecisos, se quedaron plantados en el mismo sitio. Julio corría para alcanzar a Jihu.
—¡Eh, tú, «intocable» de pega, ven aquí!
—¿Hablar a Jihu, noble sahib?
—Déjate de pamplinas. ¿Qué habéis hecho de Verónica? Ya me parecía a mí mucha amabilidad permitirnos la entrada en Ataah…
—Jihu no comprender a sahib, Jihu ser fiel a sahibs…
—¿Qué me dices de la cobra, del puente cortado, del tigre que lanzasteis sobre nosotros y de los hombres vestidos de negro…?
—No comprender a sahib…
—Pero yo «lo sé todo». Y ahora mismo tú y tus compinches traéis aquí a nuestra compañera o entro en Ataah y os denuncio.
Héctor se había aproximado y sus ojos brillaron en la oscuridad inusitadamente.