Capítulo 10

CAZADOS EN LA TRAMPA

Héctor avanzó otro paso, hasta situarse a media distancia entre Jihu y su amigo.

—Julio, estás acusando a este hombre no sé de qué, aunque… Bien, no podemos juzgar ni acusar sin estar seguros…

—¿Qué me dices de Verónica? —le lanzó el costarricense.

—La están buscando. Aparecerá en seguida.

No, no la buscaban. Raúl, Oscar y Sara, que seguía llevando a Petra dormida en su hombro, comprendiendo que el momento era decisivo, se habían acercado en silencio.

—Pues bien, di lo que sea y que Jihu se defienda, si puede.

—Seré breve, pero empezaré por nuestro encuentro con estos falsos «Intocables»…

Julio, como si no hubiera visto el gesto de sorpresa del paria, añadió:

—Recordaréis la insistencia de ellos para que no les siguiéramos a su montaña…

—¡Ah, nosotros contaminar…! —dijo con tristeza el nativo.

—Vosotros tenéis algo en la montaña que no debe ver nadie. Por eso aquella noche nos echasteis la cobra, imaginando que nosotros, asustados, nos apresuraríamos a desaparecer. Pero en lugar de eso, se nos ocurrió meter las narices en vuestra montaña. Y cuando por la mañana llegamos hasta la plantación, temiendo que hubiéramos descubierto la verdadera naturaleza de aquellas flores, alguien de entre vosotros se llegó hasta el puentecillo, escondiéndose y cortó las cuerdas. ¿De la cascada no es fácil salir, verdad Jihu?

—¿Qué tenían aquellas flores, Julio? —preguntó gravemente Sara.

—Opio. Aquella flor era la famosa adormidera, que miré sin ver y no reconocí por la sencilla razón de que nunca las había visto al natural. Supongo que para estos «Intocables», falsos o verdaderos, constituyó una verdadera preocupación el que alguien hubiera descubierto su secreto, porque a nadie más se le habrá ocurrido pasear por aquellos lugares, sabiéndolos habitados por casta tan impura.

—¡Oh, sahib, cuánta tristeza! No te pareces al misionero santo que enseñar a Jihu su idioma… —le interrumpió el hombrecillo.

Parecía o era tan sincero su pesar que Sara, apiadada, rogó:

—Julio, por favor…

—Estoy acusando y sigo con mi acusación —continuó el muchacho—. Estas gentes cultivan opio y supongo que obtienen buenos beneficios negociando con él. Algún día, cuando hayan reunido la cantidad suficiente, desaparecerán para disfrutar sin riesgo del dinero tan criminalmente obtenido.

—¡Oh, sahib es cruel! —volvió a quejarse Jihu.

Héctor intervino:

—Jihu, quiero escuchar el final de la acusación, pero todavía quiero confiar en ti y tendrás mi ayuda si considero que la mereces. Continúa, Julio.

—Supongo que sería un golpe para los «Intocables» vernos regresar sanos y salvos de la cascada…

—¡No sabes lo que dices! —gritó Sara—. Eran muchos más que nosotros y pudieron silenciarnos si lo hubieran deseado.

—Pero nosotros, torpemente, fanfarroneamos de conocimientos de lucha y entendieron muy bien lo que se dijo de «cinturones negros». Por otra parte, habían tenido ocasión de presenciar la fuerza bárbara de Raúl y pensaron hacerlo sin riesgo y sin que ninguno de nosotros pudiera escapar. Jihu nos sirvió de guía a nuestro regreso a Ataah, pero nos dejó en la selva, asegurando que ya estábamos cerca. Y aquella noche, alguien soltó un tigre…

Sus compañeros empezaron a dudar. De pronto Sara, que se había convertido en la defensora de Jihu, dijo:

—Pero esta tarde los hemos encontrado de casualidad y aquella noche nos atacaron unos desconocidos…

—Lo tenían todo previsto por si lográbamos escapar, por lo menos alguno, de las garras del tigre. Y un segundo hecho viene a demostrar que temían la fuerza de Raúl y la de Héctor: dejaron la jaula bien dispuesta por si se nos ocurría lo que se nos ocurrió, esto es, meternos dentro al escuchar el falso rugido de una fiera. Porque era falso, ¿verdad, Jihu? Aquellos hombres nos sorprendieron como a pajarillos incautos y acabaron arrojándonos en una cueva sin salida. Sin embargo, por ese temor que les hemos inspirado desde el primer momento, me arrancaron el carrete de la cámara…

Sara alegó todavía:

—Todo eso tiene visos de verosimilitud, Julio, pero Jihu ignoraba que iba a encontrarnos en un lugar cualquiera y nos ha acompañado hasta Ataah. El poblado está ahí, a cosa de un kilómetro de nosotros.

—¿De verdad ignorabas que ibas a encontrarnos, Jihu? —preguntó con ironía Julio—. ¿De veras no os ha avisado alguien de que habíamos logrado escapar? Por ejemplo, el marido de la mujer que vive en la casa del pozo…

El paria seguía negando. Julio concluyó:

—Tus compañeros nos han seguido y se han apoderado de Verónica…

Jihu cayó de rodillas ante Julio.

—Sahibs buenos y Jihu malo. Pero Jihu no querer hacerles daño. Hombres negros muy malos; ellos cultivar y traficar con opio y tenernos amenazados, Jihu tratar siempre de defender a nobles sahibs…

La sorprendente declaración sembró el estupor por el lado de los viajeros.

—Hombres negros muy malos: amenazar con matar a mujeres de los parias y a hijos. Nosotros no tener nada que ver con opio y tener que robar para comer.

—¡Dios mío, eso es terrible! —exclamó Sara—. Jihu, amigo mío, nosotros estamos de tu parte. Vamos a denunciar a esos hombres y os veréis libres de ellos.

—¡Sara, no intervengas! —dijo Julio, apartándola con su largo brazo—. Antes tendrá que devolvernos a Verónica sana y salva, y ha de ser ahora mismo.

Tan apasionado había sido el debate que no habían visto el par de sombras surgidas de los arbustos. En aquel momento, una voz habló en perfecto inglés.

—Muchachos, ya hemos tenido ocasión de comprobar vuestra inteligencia y conocimientos. Supongo que nos comprendéis perfectamente.

—¡Seguro! —exclamó Héctor—. Su inglés es perfecto. Desde hace unos minutos los estaba aguardando. ¿Qué han hecho de nuestra compañera?

—Está en nuestro poder. La han llevado lejos de aquí.

—¡Vaya a buscarla inmediatamente! —ordenó Julio autoritario.

—Has acabado de dar órdenes, larguirucho. Si queréis a vuestra compañera, seguidnos.

—¡Nunca! Es una trampa.

Héctor se adelantó.

—Iré con ustedes, siempre que mis amigos puedan entrar libremente en Ataah.

—¿Nos crees imbéciles? Ellos nos denunciarían. De todas formas, no vamos a haceros ningún daño. Eso sí, os sacaremos del país para que no intentéis nada contra nosotros.

—¿Qué… pasará si no vamos con… ustedes? —quiso saber Sara.

—La chica rubia pagará por todos.

—Entonces iremos —decidió Sara.

Raúl lo había decidido antes que ella. Julio, plantado ante todos, parecía en aquel momento todavía más alto de lo que en realidad era.

—Mi hermano se quedará aquí. Cuando lo vea entrar en Ataah nos pondremos en marcha. Es demasiado pequeño para que pueda denunciar a nadie.

Uno de aquellos hombres se echó a reír. Su risa heló la sangre en las venas a Sara y Oscar.

—Ese chiquillo sabe demasiadas cosas y parece listo. Vendrá también.

—No irá —siguió diciendo el muchacho—. Oscar, corre con toda tu alma y no te detengas hasta llegar a Ataah.

El chico se dispuso a obedecer, pero entonces uno de aquellos hombres extrajo un arma de los pliegues de su túnica.

—¡Quietos! —dijo.

El propio Julio detuvo a su hermano y lo pasó a su espalda.

Jihu no había abierto los labios. De su actitud humilde no quedaba mucho, pero en sus ojos había una chispa de simpatía para los extranjeros.

—Supongo que esto es el fin para todos —sentenció Sara.

Jihu apartó sus ojos.

En los últimos minutos, Petra se había despertado y miraba en torno con curiosidad y temor.

Sara, con disimulo, le dijo bajito:

—Busca a Méndez, busca a Méndez… Y con un gesto de la cabeza, le señaló a Ataah.

Petra se tiró al suelo. Julio la vio, pero sin concederle atención. Por su parte, estaba maniobrando con disimulo. Había sacado del bolsillo interior de la sahariana la carterita impermeable en que llevaba la documentación y la arrojó al suelo. Alguien tendría que encontrarla, la entregaría a la policía y se lanzarían tras su pista.

Su satisfacción se esfumó como por arte de magia. Una mirada sobre su hombro le mostró a Petra enterrando cuidadosamente su documentación. ¡La hubiera ahogado!

Héctor trató de despertar la compasión de aquellos hombres.

—Oigan, estamos agotados; nuestra amiga no puede tenerse en pie. Es imposible que la obliguen a caminar.

—Tenemos un vehículo —le respondieron.

Sí; ellos siempre lo tenían todo previsto.

Tomaron por un bosquecillo. Unos perros ladraron allá, en aquella aldea perdida. Si al menos sus ladridos sirvieran para dar la alerta…

—Vamos a una trampa —dijo Julio sin ambages.

Y Héctor afirmó con el gesto. Oscar mostraba la expresión aturdida del que no cree en lo que está pasando y dirigía una mirada angustiada a su hermano, como suplicándole que hiciese algo.

Julio hurtó sus ojos con vergüenza. Aquel objeto siniestro le obligaba a obedecer…

De pronto, Héctor tropezó o fingió que tropezaba. Sus ojos se cruzaron con los de Julio, que captó su mensaje: «Estad alerta: a la menor ocasión atacaremos…».

Raúl había vuelto la cabeza y lo descifró sin dificultad, pero él no pensaba hacer nada mientras Verónica no estuviera a salvo. Entonces todo sería distinto.

Les hacían caminar a buen paso. Era inhumano, dado el estado de fatiga de «Los Jaguares».

—Oiga, usted, el del juguetito —dijo Julio—. ¿Puedo poner al pequeño en mis hombros?

—No te fíes del contestatario —le dijo su compañero.

—Sí, pero ven delante de mí —accedió por fin el del arma.

Oscar saltó a espaldas de su hermano. ¡Le daba tanta confianza rodear con sus brazos el cuello de Julio! Este empezó a silbar. Héctor lo imitó y Sara, avergonzada, se secó las lágrimas. Pensó que, si tenían la suerte de espaldas, por lo menos era estupendo tener cerca a «Los Jaguares». Merecían el nombre. Eran… ¡irreductibles! Seguían silbando con insolencia que iba más allá del descaro. Estaba segura de que Raúl se hubiera puesto a cantar para fastidiar a sus enemigos, pero debía tener un nudo en la garganta, preocupado por la compañera ausente…

Habrían caminado en la oscuridad una media hora, cuando al abrigo de la espesa vegetación vieron un jeep.

—¿También esto? —se burló Julio—. No se privan ustedes de nada. Se ve que el negocio es próspero.

—Calla, Jul —le dijo Oscar, temiendo represalias.

Este colocó a su hermano en el jeep, mientras con una mirada furtiva se entendía con Héctor. Apoyando las manos en el vehículo, levantó una pierna y fue a descargar un soberbio puntapié sobre la mano que sujetaba el arma, que salió por los aires. Mientras tanto, con un movimiento imprevisible, Héctor había girado sobre sí mismo. Su golpe de kárate, hábilmente propinado en la nuca, tumbó al otro.

—¡Son nuestros! —gritó Raúl, abalanzándose sobre el tipo que Julio acababa de desarmar.

Jihu no había intervenido. Sara gritaba, alertando de algo a los suyos. Era que otros dos individuos de negro ropaje, ocultos al otro lado del vehículo, saltaban hacia ellos.

Las sombras eran muy densas, pero no tanto que impidiesen la contemplación de tan magnífica ensalada de golpes. A pesar de todo cuanto se les ponía en contra, los jóvenes extranjeros llevaban las de ganar, con sus precisos golpes.

Cuando uno de aquellos bandidos se estiraba para recoger el arma, Sara se incorporó a la lucha. De un salto fue a caer sobre su cabeza y le tiraba de los pelos con toda su alma. El hombre chillaba como un demonio y ya creía ella suya la partida cuando ¡ay!, recibió un codazo en pleno estómago que la dejó tambaleante, mareada y con náuseas, además de dolorida. El tipo pudo recoger el siniestro objeto y, bajo su amenaza, la ensalada de tortas terminó.

Tristemente, los muchachos se acomodaron en el jeep, junto a Oscar. Los cuatro individuos, con el del arma siempre encañonándoles, junto a ellos.

Esto último ya no era una sorpresa para «Los Jaguares». La sorpresa la recibieron cuando el humilde e ignorante paria se colocó al volante. Sin una vacilación puso el vehículo en marcha con la habilidad del más experimentado conductor.

—¡Esto sí que es bueno! —no pudo por menos que exclamar Sara, mientras se frotaba el dolorido estómago—. ¡Con la pena que me daba verle tan humilde, desdichado y resignado con su triste suerte…!

—Pues a ver si aprendes de una vez —explotó Julio, malhumorado.

Ella se encogió de hombros. ¡Ay! Seguro que, en adelante, sus conocimientos no iban a servirle de nada.

Héctor había tratado de entenderse con sus compañeros, a despecho de la vigilancia que pesaba sobre todos. En una ocasión, aprovechando los vaivenes del vehículo, fingió caerse y tuvo que apoyar las manos en el suelo.