Capítulo 7
UNA PRISIÓN QUE PUEDE CONVERTIRSE EN TUMBA
¿Qué iba a suceder? ¿A qué obedecían aquella serie de acontecimientos adversos?
Los de dentro de la jaula contenían la respiración. El de fuera, apretando los dientes, supo que no iba a entenderse con ninguna fiera salvaje, sino con seres humanos que, por alguna oculta razón, eran sus enemigos.
Y en efecto, varias figuras vestidas de negro, aunque al estilo musulmán, con las cabezas cubiertas y enormes barbas, se lanzaron sobre Héctor. Los demás eran inofensivos, aunque Raúl, con las manos en los barrotes, intentaba vanamente salir de su prisión.
Era absurdo esperar y Héctor descargó el palo sobre el individuo que se destacó hacia él. Previéndolo, aquel hombre siniestro, con un esguince, esquivó el golpe. Al mismo tiempo, apresó la muñeca de Héctor.
Este, por un breve instante, le dejó hacer y, en el momento en que iba a tumbarlo, aprovechó su fuerza, se volvió a medias y tiró a su enemigo al suelo. Cuatro hombres salieron de entre los arbustos y se lanzaron contra él. Vestían igualmente de negro, con idénticas barbas.
—¡Petra! ¡Petra, ven! —gritaba angustiosamente Sara, llamando en ayuda de Héctor al único ser del grupo que seguía en libertad.
Si la ardilla escuchó la llamada, consideró más prudente no acudir a ella. Y mientras tanto, Héctor, sin perder la cabeza, ponía en juego todos sus recursos de luchador técnico. Los prisioneros le daban tantas instrucciones a gritos, que era imposible captarlas.
—¡Por ahí!
—¡Va por la espalda!
—¡Atízale duro!
—¡Rómpele la crisma a ése!
Héctor había tumbado a dos con otras tantas llaves maestras. A un tercero lo lanzó a la cabeza del que estaba consiguiendo ponerse en pie.
—Esto se acabó —dijo Julio con las manos en los bolsillos.
Sara, que estaba a su lado, lo vio todo rojo. ¿Cómo podía quedarse tan sereno como si con él no fuera nada?
—Haz algo, estúpido.
—Si la señora indica qué… —replicó con burla.
¡Ay! Héctor había acabado reducido. Cuatro de aquellos tipos le zurraban sin piedad y a Verónica no se le ocurrió más que recomendarle que se hiciera el muerto, en lugar de revolverse fieramente bajo los golpes.
Oscar, con la cara aplastada contra la espalda de Julio, pretendía ignorar la dramática situación en que se encontraban.
Tuvieron que asistir, hirviendo de rabia, a la derrota de su amigo, al que aquellos brutos ataron las manos a la espalda.
¿Qué podían hacer? ¿Parlamentar?
Raúl no encontraba su voz y Julio, con las manos en los bolsillos, se entregaba a un concienzudo trabajo mental tratando de encontrar la explicación no ya de aquel ataque, sino de cuanto les había ocurrido en las últimas cuarenta y ocho horas. Sara, furiosa con él, se encaró con el individuo que trenzaba hábilmente irrompibles lianas en torno a las muñecas de Héctor.
—¡Eh, oiga, usted, so fiera! ¿No comprende que se ha equivocado de personas? Nosotros no les hemos hecho nada, somos sólo unos pobres colegiales que han venido a ver su selva. ¡Abran la puerta!
No parecían entenderla, ni siquiera oírla. Verónica probó suerte a su vez, hecha unas mieles.
—Buenos señores, por favor… sáquennos de aquí… Sólo tengo diez años y mucho miedo y estos chicos no les harán daño, porque acaban de cumplir los doce años, y éste, además, está que se cae de puro tuberculoso…
En su nerviosismo se equivocó y en lugar de señalar a Julio apuntó hacia Raúl. Lágrimas como garbanzos rodaban por sus mejillas. Oscar abrió un ojo y una leve esperanza se le entró en el alma. El discurso de Vec era cosa perdida, pero aquellas preciosas lágrimas quizá surtieran efecto…
¿Las vieron los de negro?
Uno de ellos se alejó un poco y lanzó un estridente sonido. Poco después, una camioneta todo terreno se presentaba en el claro. Aquellos hombres lanzaron sobre ella a Héctor, como si fuera un fardo de trapos viejos.
—No se lo lleven, por favor, buenos señores… —insistía Verónica.
La voz de Julio sonó tan calmosa como era habitual.
—Déjalo, Vec; no gastes pólvora en salvas.
—¿Es que no tienes corazón? —le gritó Sara por entre los dientes apretados.
—Sólo tengo curiosidad. Esto se ha puesto realmente apasionante y te aseguro que me propongo resolver el acertijo.
—Estás más loco que…
Sara no pudo terminar la frase. Ni siquiera habían visto el gancho que, cayendo sobre la jaula, la levantaba gracias a la polea con que era accionado. Antes de que pudieran comprender nada, habían rodado en confuso montón. Al instante sintieron el impacto de la jaula al ir a parar sobre la caja de la camioneta.
—¡Oh, Héctor, no van a separarnos! —exclamó Raúl con alivio.
—Acomodarse lo mejor posible, muchachos —aconsejó Julio. Luego revolvió en el pelo de su hermano—. Es emocionante todo esto, ¿eh, mico?
Oscar afirmó con golpes de barbilla. La calma de Julio impidió que empezara a gritos.
Los hombres vestidos de negro, que hablaban un extraño lenguaje, subieron también a la camioneta, que se puso en marcha con estrépito.
—¡Ay, Dios mío! —gimió Verónica—. Han debido tomarnos por hijos de millonarios muy gordos y quieren pedir rescate por nosotros. Y es que como Julio siempre cobra el dinero…
Con un tirón de pelo, el mayor de los costarricenses le dijo con la alegría del que ha sacado billete para el paseo:
—Mira, llorona, a mí no me metas en esto.
Aquel aplomo había conseguido devolver parte de la serenidad a sus compañeros.
—Pues tiene que tratarse de un secuestro con vistas al rescate —razonó Sara—. En lo que a mí respecta van frescos. Todo lo más que podrá hacer mi padre es pedir una paga adelantada. Es militar, de los buenos, y está muy guapo con el uniforme.
—A lo mejor se contentan con el uniforme —ironizó aquel diablo de larguirucho.
Raúl se había serenado y se dedicaba a consolar a Verónica.
—Tú no te preocupes, tranquila. Para que a ti te hicieran algo tendría que llevar yo muerto un año.
La camioneta avanzaba por un estrecho camino en cuesta, después de salir del llano. En medio de las sombras, los faros iluminaban el boscaje, cada vez más desigual, en el que se abrían claros. Rocas inmensas parecían girar ante ellos.
—Julio, ¿dónde nos llevan? —preguntó Oscar con un hilo de voz.
—Mico, la solución te la daré en la primera parada.
Soplaba una brisa fría que les dejaba ateridos, todavía más por el contraste con el calor del día.
—Estos monos negros lo tienen todo bien planeado —Julio levantó la voz—: Héctor, ¿qué tal por ahí fuera?
—¡Estoy furioso! ¡Me he dejado atrapar como un tonto!
—¿Tú, eh? ¿Y qué dices de nosotros?
La camioneta avanzaba dificultosamente, a escasa velocidad y entre tumbos. A veces tropezaba con las rocas o las eludía con giros bruscos.
Héctor se ladeó, tratando de acercar su cara a los barrotes.
—Chicos, atención; no vamos a darnos por vencidos.
Me quedan piernas y vosotros tenéis libres las manos. Cuando se detengan, si os abren la puerta, tenéis que lanzaros al ataque coordinadamente y no a lo loco…
Uno de los hombres empujó a Héctor, haciendo amenazadores gestos que revelaban su intención de silenciarlo.
—¿Habrá entendido lo que decía? —preguntó Sara.
—¡Estos mastuerzos no entienden más que su jerga! Lo que pasa es que no les interesa que nos comuniquemos.
La camioneta zigzagueó por la montaña. De pronto se apagaron los faros y se detuvo en seco. La luna alumbraba con fuerza.
Los hombres de negro se tiraron al suelo, llevando a Héctor con ellos. Arrastrado por dos, debieron soltarlo de pronto, lo que, ¡cosa rara!, no agradó al muchacho, que lanzó un grito.
—¿Qué hacen? —preguntó Verónica con trémolos en la voz.
La puerta de la jaula se había abierto. Raúl colocó en ella su enorme corpachón, como defendiendo a sus amigos. Los de negro intentaron arrancarle de allí sin conseguirlo y dieron voces. Acudió otro más y tras intensos forcejeos, se llevaron a Raúl.
Se escuchó otro grito. Sacaron del mismo modo a las chicas que chillaron como endemoniadas.
Julio había echado su brazo por los hombros del pequeño y adelantaba una mano, sonriendo y haciendo reverencias a los raptores, indicándoles a su modo que les seguía de buena gana y no necesitaba empellones.
Uno de los hombres de negro, repentinamente, detuvo sus ojos en la cámara que todavía Julio llevaba coleada del hombro. Se la arrancó del modo más imprevisto.
—Se la regalo, amigo —ofreció Julio.
Aquel hombre le sacó el carrete, rompió la película e, imitando la burla del muchacho, le devolvió la cámara.
Por lo demás, la cortesía de Julio no obtuvo otros resultados. Juntamente con su hermano, lo arrastraron entre un grupo de altos árboles y, al pisar suelo rocoso, les propinaron un empujón que fue a lanzarlos por una especie de embudo. Como antes los otros, creyeron llegado su último momento. Y… aterrizaron por fin sobre una gruesa cama de hojas secas que se deshicieron en polvareda. Sin duda se habían ido amontonando a lo largo de mucho tiempo.
No acertaban a ver nada, cuando escucharon la voz de Héctor. ¡Era increíble, pero sonaba serena!
—Chicos, escuchadme: no sé dónde estamos, pero vamos a agruparnos. Seguid la dirección de mi voz. ¿Alguien está herido?
Unos contestaron que no y otros que «creían que no», porque magullados, ¡vaya si lo estaban!
—Tengo cerillas, si no se me han perdido —dijo Raúl—. Encenderé una.
A la luz de la vacilante llamita descubrieron una caverna de paredes lisas, un profundo agujero que debía sobrepasar los quince metros de profundidad.
—¡Cielos! De no ser por el colchón de musgo y hojas secas nos hubiéramos matado —exclamó Julio.
La cerilla se apagó muy pronto y, como Raúl hiciera mención de encender otra, Héctor le advirtió:
—¡Espera! No debemos malgastarlas. Nuestros ojos se acostumbrarán a la oscuridad y, si no me equivoco, por el agujero que ya conocemos entra un ligero resplandor.
Así era. La vista se les fue haciendo a aquella oscuridad casi total y sabían que no podían perderse si recorrían las paredes tratando de buscar alguna posible grieta.
Héctor llamó a las chicas para que intentasen desatar sus muñecas y ellas, por turno, usando y abusando de sus dientes, acabaron por soltar sus manos. Los demás, en tanto, palpaban las paredes.
—Por aquí, roca pura —dijo Raúl.
Por el lado de Julio lo mismo.
—De momento, vamos a concedernos un respiro. Tumbaos y pongamos orden en este desconcierto —empezó el jefe de «Los Jaguares»—. ¿Quién entiende algo?
—Han tenido que gafarnos —se le ocurrió a Sara.
—La solución no sirve, pelirroja —repuso Héctor.
—Nos han raptado para pedir rescate —anunció Verónica.
—Eso es un «dispa», Vec —Oscar habló por vez primera—. Rescate es igual que libertad y aquí se puede entrar, pero no salir.
Quizá porque se resistía a admitirlo, Sara protestó:
—Entonces, ¿para qué se han tomado tanto trabajo, si no les servimos de nada?
—Eso es verdad —reconoció Héctor—. ¿Por qué?
Julio, mientras se confeccionaba una almohada de hojas, replicó cachazudo:
—El porqué está muy claro. Si lo estuviera también todo lo demás…
—Yo todo lo veo oscuro —objetó Raúl.
—No eres clarividente, fortachón. «Estorbamos» —replicó Julio, ya bien tumbadito.
—¿A quién podemos estorbar? —Héctor no parecía rechazar la idea.
—Supongo que a alguien que supone que nosotros podemos ser un obstáculo peligroso para sus planes.
Verónica se dio un cachete en la frente:
—¡Ya está! A los de la Sociedad cultural. Lo del concurso ha sido una trampa para acabar con chicos ibéricos.
—Frío, Vec… —rebatió Julio.
—Pero aquí no nos conoce nadie más… —dijo Sara, con la máquina de pensar a toda marcha.
—Nos conocen los Méndez —dijo Raúl con voz sibilina—. ¿Quién os dice que lo del ataque de apendicitis no fue una farsa? Quizá nos dejaron solos a intento, nos han seguido los pasos y…
Pero hubieron de reconocer que eso era descabellado.
—Desde luego, esta persecución no tiene objeto —acabó por reconocer Sara—. ¡Si al menos lleváramos con nosotros la fórmula de la bomba de neutrones…!
—Pero no la llevamos y estamos atrapados como ratas, Sar —sentenció Oscar, tratando de que no se le trasluciera el miedo.