Capítulo 5

SOLOS EN LA OSCURIDAD DE LA SELVA

En el mundo existen tres clases de personas: las que previenen catástrofes que no suceden, las que no las previenen cuando es un hecho que van a suceder y las que las presienten y… aciertan.

Algunos animalitos podrían hallarse entre tal clase de gente. Petra, pasado el primer momento de entusiasmo al arrojarse sobre su amada y recuperada dueña, había obligado a ésta a seguirla, hasta mostrarle los restos de la pasarela del puentecillo, que colgaba de un saliente de la pared rocosa, y que de otra manera no hubieran localizado, ya que el reborde de la montaña sobresalía de él. Sara tuvo que sacar medio cuerpo fuera para distinguirlo borrosamente. Esto había sucedido mientras Julio daba tumbos montaña arriba.

En aquella ocasión, Sara no hizo caso a su ardilla, demasiado interesada en el «suspense» que se desarrollaba más abajo.

Cuando Raúl, con un grito espantoso, caía nuevamente a la corriente, se dejó de «suspenses», entre otras cosas porque sin gafas no distinguía lo ocurrido en el abismo.

Pero, coincidiendo con el grito, empujó a Julio al objeto de mostrarle lo que Petra, previendo lo que iba a pasar, le había enseñado.

—Hay que rescatar ese cabo y arrojárselo. Tú tienes que hacerlo.

—No creo que llegue, pero lo intentaré.

Y se tiró de bruces sobre el suelo, sacando parte de su larguísima persona sobre el precipicio. Le faltaba medio metro para llegar al cabo. Se estiró un poco más.

Petra, que seguía la operación, chilló espantada. Parecía ver el porvenir.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó Sara intentando retener al muchacho por un pie. Pero se quedó con la playera y el calcetín.

A Oscar dejó de interesarle lo de abajo, que bastante había arriba:

—¡Corre, Vec… es Jul!

Instantes después, Oscar y Verónica tiraban desesperadamente de un pie de Julio, mientras Sara hacía lo mismo con el que de primera intención consiguió descalzar. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Coordinando esfuerzos los tres que tiraban de los pies consiguieron dejar a Julio sobre la montaña. Este sonreía con el cabo entre los manos.

Por aquel día, las calamidades parecían haber tocado a su fin. Raúl había conseguido aferrarse a Héctor. Con el nuevo refuerzo llegado del cielo, o poco menos, Raúl trepó como un elefante, pero trepó y luego pudo hacerlo Héctor sin grandes dificultades, gracias a sus condiciones de atleta.

Entonces todos empezaron a gritar como locos:

—¡Hurra por «Los Jaguares»!

Después, mientras se sacudían como gatitos mojados y Julio se ponía el chorreante calcetín, Oscar se apresuró a dejar sentado lo imprescindible que su presencia era en el grupo, diciéndoles:

—Es una suerte que el destino me haya respetado para que pueda ser vuestra salvación.

Julio apretó los ojos ante la parrafada.

—¡Dios, qué hermano más cursi! —masculló.

Y Héctor, que se había arrojado al suelo para descansar, levantó la cabeza, muerto de risa.

—Gracias, chico —dijo.

¡Qué felices se sentían! Pero habían olvidado a la ardilla, cosa que ella no podía consentir. Con aspavientos destinados a llamar la atención, fue hacia el trozo de palo clavado en la roca, del cual había pendido el rudimentario puente sobre el precipicio.

—¿Qué es eso, Pet? —le preguntó Oscar.

—Quiere decirnos algo —dijo Sara, levantándose y yendo hacia ella.

No estaba muy segura de entender el significado de aquel trozo de cuerda partida y acercó los ojos a él.

—Chicos, venid a ver esto.

Los demás no le hicieron caso. Fue Héctor el único en obedecer.

—¡Zambombas! —exclamó.

Los cuatro restantes, muertos de curiosidad, lo rodearon. Héctor mostraba un cabo de cerdas agrupadas que, indudablemente habían sido cortadas a cuchillo, excepto unas cuantas hebras, que habían estallado.

—¡Una mano criminal! —gritó Oscar, que estaba en vena.

—Yo no digo que criminal —le reconvino el jefe del grupo—, pero, desde luego, había sido casi totalmente partida con un instrumento cortante.

—En todo caso —razonó Julio—, el atentado no nos estaba dirigido, pues nadie podía saber que se nos iba a ocurrir venir hacia aquí y aventurarnos por el puentecillo.

—¡Eso es cierto! —reconocieron las chicas con un suspiro de alivio.

—¡Pero la montaña no está habitada más que por «Los Intocables»! —expuso Raúl—. Eso quiere decir que se trataba de terminar con ellos.

Héctor recomendó calma. No debían precipitarse en sus juicios. De todas formas, había que volver al poblado y hablar con Jihu.

Descansaron un rato, secándose al sol, pero no lo aguantaron mucho tiempo, ya que sus rayos abrasaban.

Encontraron a su nuevo amigo a la sombra de su choza. Héctor lo abordó.

—Jihu, hemos llegado hasta un puente que existe sobre la cascada. ¿Quién lo utiliza frecuentemente?

—Nadie más que nosotros, sahib. Yo cruzarlo a veces para ir a buscar hierbas que curan dolores de huesos.

—¡Pues vaya dolor que le hubiera entrado si llega a poner el pie en él! —rezongó Julio.

Héctor le hizo callar con el gesto, explicando al viejo lo ocurrido y el absoluto convencimiento de todos de que las cuerdas habían sido cortadas con un instrumento afilado.

—Es imposible… —empezó el hombre. Luego movió la cabeza con pesar y añadió tristemente—. No todos los hombres tener la nobleza de jóvenes sahibs. Algunos nos odian.

Acosado a preguntas por los muchachos, acabó por explicarse con mayor claridad. En la India las cosas estaban cambiando, conforme la civilización occidental se instalaba en el país y la cultura ganaba adeptos. Cada vez había más partidarios de abolir las castas de la vieja religión brahmánica y los individuos de las castas superiores se resistían a perder sus privilegios.

«Los Jaguares» repetían que aquello era indigno.

Jihu, mesándose las manos, añadió:

—Pero, además, los mezquinos mercaderes odiarnos. Querer arrojar a «Intocables» de montaña que es suya, para levantar hoteles para gentes afortunadas y así…

Llevados de su generosa indignación, los jóvenes instaron a Jihu para que no se dejaran avasallar. Debían elevar sus quejas al Gobierno, que estaba en la obligación de defenderlos.

—Nadie querer a hombres impuros… —respondía el hombrecillo una y otra vez.

«Los Jaguares» se consultaron con la mirada. ¿Y si ellos intentasen algo cerca de los dirigentes de la sociedad cultural? Desde luego, lo habían decidido.

Fueron a sus tiendas para arreglarse, antes de preparar la comida. Bajo las dos lonas, todo estaba tal como lo dejaron. Cuando volvieron a agruparse, Verónica comentó:

—Me emociona la bondad de estas gentes y su honradez. No han tocado nuestras provisiones ni nada de nuestras cosas.

—Y demuestran una gran delicadeza. Saben que vamos a preparar la comida y se han escondido para que no nos creamos en la obligación de invitarles —añadió Sara—. Pero se van a llevar chasco, «Jaguares», porque si nadie se opone voy a llevarle a Jihu una lata de galletas.

Nadie se opuso, y cuando las chicas llamaron en la puerta de la choza, el emocionado dueño de la misma estuvo negándose a aceptar el obsequio. Casi por la fuerza, le hicieron tomar la lata.

—Este hombre se dejaría matar por nosotros —dijo Sara.

Pero Julio, que la miraba con curiosidad, respondió con otra cosa totalmente distinta.

—¡Acabo de hacer un descubrimiento! ¿Sabes que sin gafas «casi» eres bonita?

Los demás se echaron a reír, salvo la pobre Sara, que estaba como un pimiento, quizá porque no tenía costumbre de escuchar lindezas. Verónica las oía sin inmutarse.

Durante las horas del calor era imposible corretear de un lado a otro y decidieron aguardar la brisa de la tarde a la sombra de las tiendas. Al rato llegó Jihu.

—Nobles sahibs, nosotros pensar que vosotros debéis alejaros. Nosotros orgullosos de vuestra amistad, pero eso quizá traer problemas a jóvenes sahibs.

No podían sacarle de ahí. Tanto les instó para que se alejaran, que acabaron por aceptar la propuesta. El mismo Jihu les guiaría hasta las proximidades de Ataah, aunque no podrían llegar hasta el día siguiente.

Recogieron las tiendas y empaquetaron todos sus efectos, mirando el respetable conjunto con cierta preocupación. ¿Podrían acarrearlo en una marcha de varios kilómetros por terrenos difíciles y afligidos por el húmedo calor de la jungla?

Raúl, con un encogimiento de hombros, aceptó lo inevitable.

—Al menos, procurad colocarme bien las cosas sobre la espalda…

No llegaron a hacerlo. Jihu y un muchachillo de rostro vivo les quitaron los bultos de las manos, dispuestos a cargar con ellos.

—¡Me estaba dejando lo más importante! —dijo de pronto Julio.

Antes de que nadie previera qué consideraba importante, tenía su cámara entre las manos y empezaba a fotografiar las chozas de los «intocables», a Jihu, al muchachito hindú y al grupo que los contemplaba con curiosidad.

—Amigo mío —dijo el costarricense al asombrado paria—, este testimonio nos va a servir para hacer valer vuestros derechos. Estas fotografías las verán en todo el mundo civilizado y hasta pienso enviarlas a la ONU…

Por lo bajo, Verónica le dijo:

—No creo que estos pobres sepan lo que es la ONU.

Escuchaban con gesto alelado, pero no replicaron. Después de estrechar las manos de cuantos habitaban allí, comenzaron el descenso de la montaña, siguiendo a los dos guías, que marchaban a buen paso.

—Casi no puedo seguirles —se quejó Sara—. Para estar mal comidos aguantan mucho.

—Quizá sea la lata de galletas —apuntó Oscar.

Habrían marchado unas tres horas, con un par de pequeños altos, cuando Petra empezó a mostrarse inquieta.

—No debería asustarte la selva, puesto que eres una ardilla —le dijo su dueña.

—Pero una ardilla muy ciudadana —rió Verónica—. De pronto la risa se le heló en los labios y los demás se detuvieron tendiendo el oído.

Un sonido terrorífico rompió la quietud.

—¡Es el rugido de una fiera! Y parece estar cerca —dijo Héctor. Luego llamó a Jihu—. ¿Hay animales salvajes en estos alrededores?

—Sí y no, sahib. Cerca de aquí haber campamento de cazadores que no matan…

Viendo el gesto de estupor de «Los Jaguares», el hombre explicó con su jerga especial que se trataba de hombres que cazaban con trampa en el interior de la jungla. Eran animales destinados a los zoológicos de algunas ciudades, pero los llevaban en jaulas muy seguras. Posiblemente tenían alguna jaula cerca de allí, esperando el camión.

—¡Oh, sahibs! Si ven a «Intocables» junto a nobles extranjeros, «Intocables» serán castigados con latigazos… Estar junto a camino de Ataah y nosotros volver a montaña.

La noche había caído tarde, como era usual en aquellas latitudes, pero de repente. Jihu insistía en que podían acampar allí perfectamente, puesto que había un buen claro, y aguardar la llegada de los negociantes de fieras. En aquellas soledades no dejarían de escuchar el camión, que solía llegar a primera hora de la mañana.

—¿Y si no llega el camión? —apuntó Verónica.

—Sahibs salir al camino siguiendo sendero de la izquierda. Ser camino transitado. Nadie ver a «Intocables» junto a nobles sahibs…

Y volvía a su mención de los latigazos. Con cierta aprensión, los expedicionarios tuvieron que resignarse a ver partir a los dos parias.

—Estas gentes tienen una naturaleza especial, o es que les han enseñado a eliminarse solitos de la sociedad —comentó Héctor con malhumor.

Por aquel día habían tenido exceso de emociones y se hallaban rendidos.

—Armemos las tiendas, chicos —propuso Raúl—. Será cosa de levantarnos con el sol y salir al camino a esperar el famoso camión.

—No me gusta pernoctar en plena selva —alegó Verónica, sombría.

—¿No irás a volverte cobarde, verdad? —ironizó Héctor, mirándola con intención—. Te has portado muy bien en la cascada.

—Nadar es lo mío. Este año gané el campeonato de los cien metros libres de mi categoría.

—¡Aguanta! —exclamó Julio.

Decidieron establecer turnos de guardia y no dejar apagar la hoguera.

A su pesar, les impresionaba la aplastante soledad. En silencio, tomaron una cena ligera y luego las chicas, con Petra, entraron en una de las tiendas.

Héctor buscó unas ramas secas y las arrojó sobre el fuego mortecino. Luego, antes de seguir a los dos hermanos, advirtió a Raúl:

—Ten cuidado y cuando el sueño te venza, avísame.

—Sí, no pases cuidado.

Ambos pensaron en su terrible aventura de la noche anterior y su lucha en la cascada. Habían estado de suerte al salir bien librados.