Capítulo 4
LA DRAMÁTICA LUCHA EN LA TURBULENTA CASCADA
Oscar, abrazado a Petra, chillaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Juliooooo…! ¡Juliooooo!
Con el pie en el borde del precipicio, trataba de distinguir alguna cabeza entre aquel mar de hirviente espuma. Al ver que era imposible perdió la serenidad, totalmente fuera de sí. En su hombro, la ardilla se agitaba con terror.
Los minutos se sucedían y el chico continuaba sin poder ver otra cosa que la neblina de vapor que se levantaba de la cascada y los espumarajos de las aguas arremolinándose en torno.
—No saldrán… no saldrán… —se decía, dominado por la angustia.
Inesperadamente, creyó divisar algo oscuro que emergía de la corriente. Tenía que ser una cabeza. ¿La de su hermano, tal vez? La corriente la arrastraba hacia la catarata. Después, cerca de ella, creyó reconocer una larga melena… ¡Pobre y querida Vec…!
—Y Oscar, que se las daba de hombre, empezó a llorar a gritos. Hubiera preferido estar abajo y no sentir tan insufrible dolor.
Las lágrimas le cegaron de tal modo que le fue imposible ver nada y acabó dejándose caer al suelo y mesándose los cabellos con desesperación. Del modo más ilógico culpó a la India de cuanto les estaba ocurriendo. Si no hubieran venido… ¡Aquel odioso concurso tenía la culpa!
El impacto de la caída había sido terrible. El pobre Raúl, con todo su peso, había perdido el conocimiento y Héctor luchaba contra la inconsciencia. Julio, por el contrario, se mantuvo con todas sus facultades alerta a pesar del golpazo y luchaba desesperadamente por no dejarse arrastrar por la corriente. De pronto vio la roja cabeza de Sara sobresalir de las aguas como una pelota, antes de volverse a hundir. Intentó atraparla, pero sin resultado.
Y de pronto, a pesar de la difícil situación en que se hallaba, la sorpresa le restó resistencia y la corriente lo arrastró más fuerte: ¡Verónica, la esbelta y grácil Verónica, nadaba con más éxito que él mismo!
Forcejó desesperadamente para llegar hasta ella y, de asombro en asombro, fue la chica quien logró sujetarse a su mano.
—¡Aguanta! —le dijo tragando agua.
¿Qué sucedía? ¿Qué hacía?
Cegado a medias, Julio observó que con la mano libre aferraba algo. Era… ¡la coleta de Sara!
Inesperadamente, ¡oh, alegría!, Raúl se encontró cara al cielo, escupió una bocanada de agua y empezó a chapotear. Fueron unos espantosos minutos en que se jugaban la vida.
—¡Raúl! ¡Raúl! —gritó Verónica.
Como recobrado por la llamada, el muchachote se volvió trabajosamente hacia ella y captó el significado de la llamada. Tenía que ayudarle a mantener a flote a Sara, un pelele a merced de la corriente.
Raúl realizó un esfuerzo sobrehumano. ¿Lo lograría?
Empezó a bracear y patalear con fuerza, quizá con demasiada fuerza y escasa concentración. Hubo momentos en que parecía conseguirlo… otros se alejaba más.
La rugiente cascada seguía empeñada en engullirlos.
¿Cuánto tiempo llevaban en el agua? ¿Un minuto? ¿Una eternidad? ¡Cielos, estaban cada vez en peor situación! Se resistían como colosos, pero, centímetro a centímetro, el remolino iba ganando la batalla.
Cada instante de lucha resultaba un esfuerzo agotador.
De pronto, una voz poderosa dominó el estruendo:
—¡Animo, jaguares! ¡No os dejéis acobardar!
¡Era Héctor! ¡Héctor!
Julio, Raúl y Verónica sintieron renacer la esperanza. Con Héctor consciente, todo se arreglaría.
Le vieron tratar de zafarse de aquel hueco destructor, intentando desesperadamente acercarse a ellos, como si el estar juntos fuera una garantía de que todo iba a ir mejor. Pero parecía como si poderosos tentáculos arrastrasen inexorablemente a todos…
Sara, entre su amiga y Raúl, seguía sin enterarse de nada.
• • • • •
Arriba, a escasos palmos del precipicio, Oscar gemía de bruces contra el suelo, golpeándolo con las palmas de las manos. Petra, a su lado, chillaba desesperadamente. Era como si quisiera transmitirle un mensaje… ¡Ay! El seguía sordo y ciego.
Por fin la ardilla, con admirable decisión, se lanzó en picado sobre la rubia cabeza de Oscar, descargando en ella un picotazo colosal. Con aquel revulsivo, el chico se enderezó.
En cuanto a expresiva, Petra no dejaba nada que desear. Tenía entre sus manos de mico un cabo de cuerda y se lo mostraba con insistencia a su compañero.
Con la rapidez del rayo, el chico se puso en pie.
—¿Qué intentas decirme? ¿Para qué me das la cuerda?
La ardilla, moviendo la cabeza igual que si la tuviera provista de un motor, había saltado junto al borde del precipicio, dejando la cuerda en sus manos. Se deslizó por la pendiente y poco después volvía con otro cabo trenzado que había formado parte del puentecillo que ahora colgaba flojamente sobre la cascada.
Como iluminado por un rayo de sabiduría, Oscar supo con precisión lo que debía hacer, pero ¿llegaría a tiempo?
El remolino estaba a punto de engullir al grupo. Oscar había dejado de gemir, de temblar. Era un hombre lleno de decisión, anudando con dedos firmes dos extremos de las cuerdas. ¿Sería su nudo lo bastante fuerte? Tiró y tiró hasta hacerse sangre en los dedos. Con celeridad loca, tomó una piedra del tamaño de un puño y la ató al otro extremo. El restante lo enrolló al palo que sobresalía de la pared, asegurándose de que no podría soltarse. Tenía que llamar rápidamente la atención de los suyos, que se debatían sin éxito, a punto de ser engullidos definitivamente por el remolino.
—¡¡¡Jaguareeeees…!!! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Vaaaa!
Su voz se perdió en el vacío. Los de la corriente, aturdidos, cegados, agotados, no llegaron a enterarse.
Oscar volvió a gritar. Luego comprendió que era inútil y no podía dejar pasar ni un instante más. Petra le apremiaba con toda suerte de chillidos y cabriolas.
El chico tomó impulso y arrojó la piedra.
¡Ay! Había quedado demasiado lejos del grupo. ¡Pero su hermano la había visto!
El saber que contaban con ayuda, por problemática que fuera, reanimó a los que luchaban contra la corriente. Oscar comprendió que tenía que intentarlo por segunda vez y que ellos sacarían fuerzas de flaqueza. Recogió apresuradamente la cuerda hasta tener la piedra en su mano y… ¡zas!, la volvió a lanzar.
Y Héctor, aquel gran deportista, conseguía saltar como si fuera una pelota y… ¡apresarla!
Ahora todos formaban una cadena a partir de la mano que apresaba la piedra. Pasaron unos minutos sin que consiguieran avanzar, pero el remolino no podía con ellos.
Después, Héctor, como un coloso, empezó a recoger cuerda. Raúl se aferraba a su cintura, Verónica a un pie de Raúl; Julio, con uno de sus inacabables brazos, a la cintura de Verónica; con el otro sujetaba desesperadamente a Sara, que la impetuosa corriente burbujeante pretendía arrancarle.
Oscar, con peligro de caer, tenía medio cuerpo en el vacío, siguiendo con el alma en vilo el desarrollo de los acontecimientos. ¡Cielos, qué orgulloso se sintió de su hermano! Para que luego dijeran que era un comodón, un frescales, un zángano… Bueno, quizá lo fuera y disfrutara haciendo que los demás trabajasen para él, pero en aquel momento se estaba portando como un héroe. Oscar, automáticamente, le perdonó muchos de los pescozones que tenía recibidos de él. A su lado, Petra palmoteaba con gestos de simio.
—¡Aaah!
Un suspiro de alivio escapó del pecho de Oscar cuando Héctor se perdió de su vista, sin duda porque había alcanzado la pared de la montaña. En efecto, había logrado asirse a un saliente de la roca y ofrecía mayor resistencia a los tirones impetuosos de sus compañeros.
—Por aquí es imposible trepar —dijo Héctor a gritos—. Pero si nos soltamos, la corriente volverá a arrastrarnos.
—¡Libradme de Sara y veré de discurrir algo! —gritó Julio.
¡Imposible! Sara no hacía nada por sí misma y los demás no alcanzaban a sujetarla. El larguirucho se revolvía como una anguila, hasta lograr sus propósitos. Durante un corto espacio de tiempo consiguió tener a la pecosilla entre la llave formada con sus piernas. Y ya, disponiendo de una mano, le lanzó en pleno rostro un par de bofetadas tan contundentes que, arriba, Petra chilló.
Las bofetadas lograron su propósito, porque Sara se revolvió espantada. Era un hecho que la noción de la realidad había vuelto a ella ya que, escupiendo agua, trató de asirse frenéticamente a lo que tenía más cerca, que era el pelo de Julio.
Que aquel equipo era conjuntado, vino a ponerse de manifiesto en aquellos momentos. Sin comunicarse sus propósitos, todos colaboraron en la tarea no fácil de empujar a Sara hasta la roca que ponía dique a la corriente. Aunque resbaladiza y lisa, les proporcionaba alguna protección.
Estuvieron durante algunos segundos considerando las probabilidades que tenían de escapar a aquella trampa mortal.
—No hay otra solución que trepar por el murallón de uno en uno aferrados a la cuerda —concluyó Héctor.
—Con tal de que aguante… —objetó Raúl, sin duda pensando en su propio y considerable peso.
—Puede que no aguante —le recordó Julio, mirándole con intención.
Verónica fue aplastante:
—Ya se ha roto una vez —dijo.
Era cierto y se quedaron un tanto apabullados. Por otra parte, se hallaban agotados por la lucha para zafarse de la corriente. Resoplaban como fuelles.
—Tenemos que correr el riesgo —terció Héctor—. Que vayan las chicas primero. Pesan menos y es posible que la cuerda soporte su peso.
—¿Quién de las dos? —preguntó Raúl.
Las dudas acometieron al grupo. ¡Si al menos lo dijeran ellas! Sara no había abierto la boca; seguro que no podía. Pero de repente la abrió y, ¡cómo…!
—Primero tengo que buscar mis gafas, se me han perdido.
El impulso de Julio fue largarle otro par de bofetadas.
—¿Es que pretendes buscar las gafas bajo la catarata? ¡Hay que subir aunque sea sin ojos!
—Bueno, pues que trepe primero Verónica y luego yo.
—No, primero tú y luego yo —replicó la otra.
Aunque el momento no estaba para sutilezas, allí nadie sabía si tales palabras las dictaba la generosidad o el egoísmo.
Raúl decidió por el grupo:
—Verónica parece más entera; mientras tanto, si Julio sujeta a Sara, podrá recuperarse y valerse por sí misma.
En el mismo instante, la rubia y frágil Verónica saltó sobre la cabeza de Raúl, ayudada por Héctor y pudo poner un pie en la roca, con las manos aferradas a la cuerda, cuya extremo sostenía Héctor. Después de un par de resbalones poco prometedores, comprendió de qué modo debía asegurar sus pies y aferrar la cuerda. Poco a poco, acortaba distancias hacia la cabeza de Oscar, que gritaba como un loco
—¡Animo, Vec, ya estás arriba!
Y aunque había empezado a asegurarlo antes de que ella trepase un palmo, las cosas no iban mal. Como después reconocieron por unanimidad, las chicas, algunas por lo menos, engañaban mucho. Aquella rubita esbelta como un junco se llevó la palma en su raid precipicio arriba. Lo hizo hasta incluso mejor que Héctor, que ostentaba un récord de salto con pértiga y, desde luego, que el pesadote de Raúl.
Arriba, Oscar le tendía ansiosamente las manos y, por cierto, con algo de imprevisión, ya que en el último instante ambos estuvieron a punto de precipitarse en el vacío.
La ardilla, con un alarido, corrió a ponerse a salvo. Oscar había logrado sujetarse a tiempo y en cuanto Verónica hubo pisado tierra firme, Sara siguió sus pasos.
De su reciente debilidad no debía quedarle mucho, o puede que realizara esfuerzos sobrehumanos, porque, sin perder la cabeza, midiendo y asegurando todos sus movimiento, y salvo alguna leve vacilación, fue a encontrarse entre las manos de Oscar y Verónica, que habían corrido a ayudarle.
Petra se la comía con toda suerte de carantoñas.
—¿Qué hay de nosotros? —preguntó Julio, temiendo que la cuerda acusara el abuso a que estaba siendo sometida.
—Me quedaré —zanjó Héctor—. Decidid vosotros.
—Pero tú eres el jefe —replicó Raúl, que no confiaba mucho en sus cualidades de escalador.
Con toda su cachaza, Julio añadió:
—¡Echémoslo a cara o cruz, pelmazos!
—¡Lunático! —le insultó Héctor—. ¿Dónde tienes la moneda y tan siquiera mano libre para arrojarla? Y rápido, que nos estamos sujetando de puro churro.
—Pues vaya por un acertijo —se le ocurrió al inconmovible personaje—. Raúl, mastodonte, ¿cuántos botones tengo en la camisa?
—¿Eeeh…? Seis.
—Cinco.
El tranquilo hijo de cierto diplomático empezó a trepar por la cuerda plegándose y doblándose como una comba. Su hermano le gritaba enardecido y arriba varias manos se tendieron para recibirle.
Raúl aferró la cuerda libre. No había trepado ni un metro cuando cayó al vacío con la cuerda entre las manos. ¡Se había partido junto al palo de lo que fue puentecillo!