Capítulo 11
HÉCTOR Y RAÚL ESTROPEAN LA SITUACIÓN
Héctor había consultado su cronómetro con una miradilla furtiva en el momento de arrancar el jeep y de nuevo cuando se detuvo. Media hora había durado la marcha, a velocidad discreta, dado lo accidentado del camino.
—¡Todos abajo! —dijo el del arma.
Raúl saltó el primero, dirigiendo su vista en torno con el ansia de encontrar a Verónica.
—¡Como no esté aquí nuestra amiga…! —amenazó.
Los llevaron a empujones por un sendero bordeado de árboles y cuyas ramas se entrelazaban sin dejarles ver el cielo. Cuando salieron de él descubrieron… ¡La casa de la empalizada!
Siempre a empujones les obligaron a entrar. En una mísera cocina, atada a una silla, se hallaba Verónica, pero en tal estado de nerviosismo que no pudo decir nada coherente. La mujer, ahora sin el niño en brazos, protestaba, mirando a los extranjeros. No era difícil deducir que se consideraba en peligro y negaba su casa para las andanzas de aquellos facinerosos, pero ellos, sin hacerle mucho caso, la echaron a un lado. Entonces la mujer se encaró con Jihu, que miró a otra parte.
La discusión debió despertar al mayor de los niños, de unos seis años, que apareció en la estancia frotándose los ojos. Al ver tanta gente, intentó huir. Julio le dedicó la más atractiva de sus sonrisas. Como impulsado por una idea repentina, se llevó la mano al bolsillo, extrajo un llavero con las llaves de su casa colgadas de la bandera de su país y el niño, maravillado de aquellas rayas azules y blancas y la franja roja en el centro, se retiró tan contento, no sin antes mirar con simpatía al donante.
Era patente que no tenía costumbre de recibir regalos. Su padre, que no había pertenecido a los de la excursión nocturna, carecía, al igual que Jihu, del aspecto boyante de los otros. Julio dedujo que quizá los cuatro, o parte de ellos, ni siquiera eran nativos, sino simples traficantes de drogas. Su aspecto denotaba una buena vida y abundante alimentación.
Verónica había empezado a serenarse. Tenía una fe ciega en «Los Jaguares». Con ellos allí, pronto se arreglaría todo. Y no debía ser la única en tener de ellos tan elevada opinión, porque el del arma, que hablaba el inglés como si se hubiera educado en Oxford, dijo a los otros:
—Hay que separar a estos muchachos mientras ultimamos los planes. Juntos son peligrosos.
Siempre bajo la amenaza del arma, dos de ellos pasaron ante «Los Jaguares» como midiendo el índice de peligrosidad de cada uno. Los más elevados se los debieron adjudicar a Raúl y Héctor, porque les hicieron bajar por la escalera de una trampilla que, sin duda, conducía a una especie de bodega.
El del arma fue con ellos, pero volvía a presentarse poco después. Cerrando bruscamente la trampilla, dijo:
—Esos son muy peligrosos: el uno es un cíclope, a pesar de su juventud, y el otro un gran experto en lucha.
Jihu señaló a Julio:
—Temer a ése tanto o más.
—¿Este? —se burló uno de los que hablaban inglés—. A éste se lo lleva un soplo de aire, a pesar de su estatura.
Las chicas y Oscar volvían a estar muy nerviosos. Julio encontró a mano un taburete y se sentó con su cachaza habitual. Luego empezó a decir, como si estuviera en una sala de conferencias:
—Bien, amigos; ahora vamos a negociar.
—El susto le ha reblandecido los sesos —se dijeron dos de los de negro conteniendo la risa.
Julio continuó impertérrito.
—¿No se han preguntado cómo pudimos salir de la cueva? ¿A que se mueren de curiosidad?
Ninguno respondió, pero la curiosidad les salía a la cara.
—Pues bien; sepan que tenemos una aliada en la que ustedes no han reparado. Es la ardilla que ya Jihu conoce.
Jihu afirmó.
—Ella —prosiguió Julio—, nos siguió el rastro y excavó un túnel hasta la cueva. Nos traía palos para que le ayudáramos a agrandar la cavidad y así ganamos la libertad.
Había callado, pero miraba a unos y otros con fachenda, comprobando el efecto de sus palabras.
—Bueno ¿y qué? —replicó el del arma—. Eso ya pasó.
—Pero la ardilla sigue vivita y coleando. Cuando yo comprendí todo el tejemaneje del cultivo y tráfico del opio, escribí la historia de cuanto había sucedido, explicando el tipo de vehículo que utilizaban ustedes, su conexión con «Los Intocables» y probablemente con esta casa. Pensaba entregarla a la policía en Ataah.
—¡Oh, no pudiste llegar a Ataah…! —dijo el del arma muy burlón.
—No, yo no; pero se lo di a la ardilla para que lo entregara al amigo que nos condujo hasta Ataah. Y, o mucho me equivoco, o la policía está camino de este lugar.
—¡Eso es imposible! —barbotó uno.
Jihu movió la cabeza, con la alarma retratada en el semblante:
—Esa ardilla estar hechizada. La chica pecosa habla con ella como si fuera su hermana. Y yo la he visto correr a Ataah cuando nos llevábamos a los muchachos.
—¡Eso es verdad! —confirmó otro—. He visto a ese bicho salir corriendo y el larguirucho parecía como si le hubiera hablado.
—¡Ajá…! —exclamó Julio, con los ojos de su hermano y de las chicas admirativamente clavados en él—. ¿Se dan cuenta ahora de la razón de que estemos tan tranquilos? Excepto la rubita, que ya estaba aquí, los demás esperábamos ser liberados sin pérdida de tiempo. Y ahora, amigos, terminaremos por lo que he empezado: ¡Vamos a negociar!
A Sara se le iban las manos en su deseo de aplaudirle. ¡Qué gran embustero y qué gran cómico! Verónica se creyó el cuento como se lo creían parte de sus enemigos. Oscar respiró con satisfacción. ¡El siempre confiaba en Jul!
—¿Estás loco? ¿Qué tenemos que negociar contigo?
—Bastante. Ya que no la libertad, sí al menos nuestro informe favorable para que se les rebaje el castigo. Porque, como nada venga a remediarlo, ustedes se van a consumir entre rejas por los siglos de los siglos. Ahora bien, si nos prestan el jeep, yo les prometo solemnemente, promesa del hijo de un importante embajador de Costa Rica, que el habernos devuelto la libertad pesará mucho en el juicio.
—¡Tonterías! —barbotó el del arma.
Pero los otros dudaban. ¿Y si la historia del alto era verdad? ¿No convenía huir?
La mujer habló con su marido, sin duda preguntándole de qué se trataba y él cuchicheó unos momentos. La mujer era partidaria de que dejaran ir a los muchachos.
Y amenazó a su marido. Este podría infligir las leyes, pero le tenía mucho respeto a su mujer. Saltaba a la vista.
Julio entendió todo aquello de un vistazo. Se volvió hacia el paria:
—Jihu, te hemos tratado como amigo a ti y a tu gente. Di a esos aprovechados, que son los que ganan con este asunto, que nos dejen en libertad. Ponte de nuestra parte y te prometo que tendrás un buen abogado para defenderte. Para empezar, se te reconocerá la ayuda que nos hayas prestado…
Los seis hombres empezaron a discutir, acallados por los gritos estridentes de la mujer. Jihu y el modesto granjero estaban por devolver la libertad a los extranjeros. Los otros se negaban. Por fin, uno de los de negro, demostró dudas:
—La verdad es que esto no podía prolongarse mucho. La policía no hace más que reconocer la zona con su jeep. A lo mejor ya ha habido soplo. Nuestro negocio no se acaba en los alrededores de Ataah. Yo me largo.
Sara, Verónica y los dos hermanos seguían el debate con el alma en un hilo.
—Bien, si hemos de irnos, cuanto antes mejor. Hay que salir del país.
—¿Qué hacemos con los de abajo? —preguntó uno de los traficantes.
—Bien, suéltalos.
¡Cómo se les ensanchó el pecho a los cuatro!
• • • • •
Lo que menos podían sospechar Héctor y Raúl era que iban a ser liberados. Graciosamente liberados…
Una vez solos en la cueva, Héctor dijo, mostrando algo que llevaba oculto bajo la camisa:
—¡Mira lo que he podido atrapar en el jeep! Una llave inglesa.
—Pero no tienes nada que arreglar —le recordó el coloso.
—Pero sí que estropear —y Héctor hizo ademán de darse con ella en la cabeza—. Además, en caso de necesidad nos servirá para derribar la trampilla.
Tendieron el oído. Les llegaba el murmullo de las conversaciones, pero muy apagado, sin que se distinguieran las palabras. Tanta charla acabó intrigando al jefe de «Los Jaguares».
—Por lo menos Julio sigue bien vivito. Reconozco su voz —susurró Raúl.
—Ese llevará cien años en la tumba y seguirá hablando —sentenció el otro—. En fin, es una buena señal.
Repentinamente, las conversaciones cesaron. En seguida sintieron pasos por la escalerilla. Los muchachos se miraron. Con un guiño estuvieron de acuerdo:
Sus enemigos entraron sin grandes precauciones. Héctor tenía su cazadora desgarrada envolviendo la llave inglesa. Levantó la mano y uno de los que hablaban inglés fue a caer en sus brazos sin conocimiento. Raúl, al unísono, con un certero golpe tumbaba al otro y lo recibía en sus brazos. Cargaron con ellos para subir la trampilla.
Inesperadamente, protegiéndose con los cuerpos inertes de los dos individuos, Héctor y Raúl se precipitaron en la cocina, dispuestos a desarmar al del revólver.
El rehén de Raúl se balanceaba como un pelele entre sus manos. Héctor sacaba un poco su cabeza por un lado a fin de fijar las respectivas posiciones. ¡Pero si allí nadie aparecía armado!
—¡Soltad «eso», muchachos! —exclamó alegremente Julio—. ¡Todo está arreglado!
El rehén de Raúl fue a topar estrepitosamente contra el suelo. El gesto de asombro del muchacho hasta resultaba cómico.
—¡Es por lo que ha hecho Julio! —le explicó Verónica.
—Pues, ¿qué ha hecho? —preguntó inoportunamente Raúl.
Los de negro que seguían conscientes se miraron.
—¡Ese no sabe nada! Y si el grandón está en Babia, es que el alto nos ha largado un cuento chino.
Julio se cruzó de brazos con resignación, comprendiendo que el despiste de Raúl había dado al traste con todos sus oficios del mejor estilo diplomático.
Verónica y Sara gritaron a un tiempo, viendo que de nuevo todos quedaban a merced del arma, ya que Héctor se había desembarazado de su parapeto y estaba descubierto ante aquellos desalmados traficantes.
—¿No decías que estaba arreglado? —preguntó en dirección a Julio.
—«Estaba» —se limitó a murmurar éste con desgana.
La nativa se mostraba claramente desorientada y acosaba a su marido para que le explicase la nueva situación. Seguramente deseaba zafarse de tan peligrosos huéspedes. Murmujeando enfadada, se acercó a la marmita que hervía sobre el fuego y había empezado a salirse.
Jihu parecía meditar sobre a qué lado situarse.
En un rincón, Oscar permanecía con los puños apretados de rabia. De pronto, explotó:
—¡«Ra», eres «ton»!
—¡A callar todos! ¿Pretendéis entenderos con medias palabras? —dijo amenazadoramente el del arma—. ¡Al primero que hable lo aso!
—Oscar siempre habla así. Es su modo de expresarse —quiso explicar Sara.
El jefe de los bandidos levantó a Oscar con una mano.
—¡Habla claro! ¿Qué contraseña era ésa?
En poder de aquel bruto, Oscar tembló. Era tan guapo que casi parecía una niña vestida de chico.
—Sólo he… querido decir… «Raúl eres tonto».
¡A otro perro con ese hueso! ¡Son una pandilla de demonios! —se quejó el traficante, soltando al chico.
—Y ustedes angelitos —se le ocurrió a Verónica.
Y se mordió los labios, con ganas de pegarse por haberse hecho notar.
En los últimos minutos, Héctor había permanecido silencioso, asimilando la nueva situación. No podía moverse, pero con los dedos acariciaba la llave inglesa que conservaba remetida por la cintura del pantalón.
Como él, también Julio trataba de adaptarse a las circunstancias.
—Jihu —dijo—, mi propuesta sigue en pie. Y no sólo para ti, sino para este nativo.
—¡Haz callar a ése! —ordenó el del arma al que estaba a su lado—. Tiene más veneno en la boca que una cobra.
El individuo no se lo hizo repetir dos veces. Como un energúmeno se tiró contra el mayor de los dos hermanos, lanzando el puño por delante. Pero no contaba con la mente calculadora del americano que, doblando las rodillas, se agachó.
Al no encontrar el obstáculo que esperaba, el hombre cayó con todo su peso y fue a dar con la cara en un cuenco de barro. El cuenco se hizo trizas y el hombre lanzó una maldición, pues se había cortado en la cara. En seguida, en el dialecto de los nativos, debió exigir algo de la mujer, que se dedicó a rebuscar en una alacena.
Sara tenía los ojos fijos, como obsesionados, en la hirviente marmita.
Mientras el traficante herido se curaba la cara y los dos inconscientes empezaban a rebullir en el suelo, el del arma se erguía más fieramente ante los muchachos. No sólo para éstos, sino también para los suyos, dijo:
—He cambiado los planes. Hay un hecho innegable: el jeep de la policía que ronda todo el día por aquí. O nos busca a nosotros o busca a éstos. Pues bien, huiremos llevándonoslos. Lo que íbamos a hacer ahora, lo haremos al final. Con estos chicos como rehenes no se atreverán a cazarnos con sus metralletas.
Seguía explicándose en inglés y Héctor dedujo que alguno de aquellos cuatro no entendía el dialecto que se hablaba en aquella parte del país. Ahora sabía que el único capaz de entender el castellano era Jihu.
De una furtiva mirada observó la situación de sus amigos. Rápidamente, imitando a Oscar, gritó:
—¡«Sar», la «mar»…! ¡«Jaguas» al «co»…!
Le quedó la duda de que le hubieran entendido, ya que se había dejado en las cuerdas vocales muchas letras necesarias. Pero sus dudas duraron un instante. Sara se precipitaba hacia la marmita y los demás, si no entendieron la palabra coche, que tuvo que emplear en lugar de jeep, por lo menos se disponían a lanzarse fuera de la casa.
El del arma, mandando callar, se dispuso a entrar en acción. ¡Le faltó tiempo! Héctor le había lanzado a voleo la llave inglesa, tan acertadamente, que el arma salió por los aires.
Sara estuvo genial. Tomó la hirviente marmita y lanzó su contenido hacia el grupo que se disponía a seguirles.
Julio, al vuelo, cazó el arma con una mano, mientras que con la otra arrastraba a su hermano con él. Raúl, aunque más tardo de comprensión, quizá porque su romántico corazón estaba pendiente de Vec, se retrasó un poco. Por suerte, sus puños hicieron lo que su cerebro no fue capaz y arrojó a la mujer sobre el jefe de los traficantes, haciéndoles caer en confuso montón.
Como centellas, «Los Jaguares» se lanzaron al exterior y saltaron al jeep.
—¡Al volante, Julio! —ordenó Héctor—. ¡Los demás al suelo!
Por su parte, se quedó en la parte trasera, con el arma en la mano. Los de la casa empezaron a salir, vociferando. Pero Héctor no disparó. No lo hubiera hecho por nada del mundo, ya que tenía un sentido muy estricto de la moral y del valor de la vida humana. Poseía un arma, sí, pero sólo para amedrentar a sus enemigos e infundir confianza y serenidad a los suyos.
—¡Rápido, Julio! —exigió al ocasional conductor—. Les queda la camioneta y no tardarán en seguirnos.
En su fuero interno le estaba dando gracias a Jihu, que no había intervenido en el momento del ataque y fuga de todos ellos. Cierto que no les había ayudado, pero tampoco movió un dedo por ayudar a sus compinches.
—¡Tortuga del diablo! ¿No puedes ir más ligero?
—¡A ver si crees que soy Niki Lauda!
—¡Ay, que volcamos! —gritó Verónica, echando las manos al suelo.
—¡Tuerce a la derecha! —le gritó Sara, tomando una sombra alargada por un árbol.