Capítulo 3
LA COBRA DANZARINA
En cuanto los expedicionarios se apearon del gran paquidermo, el guía, con aire sombrío, se apresuró a descargar los paquetes. Petra se había puesto terca y no quería abandonar aquella especie de refugio.
—Sahibs hacer mal… —repetía tercamente el nativo. Jihu saberlo.
—Deja a Petra; es más terca que una muía —dijo Julio.
Héctor hablaba con Jihu, haciéndole saber que pensaban acampar allí aquella noche.
—Nosotros no merecer amigos blancos tan hermosos —repetía el hombrecillo con humildad, inclinándose repetidamente.
Julio le palmeó amistosamente la espalda.
—¡Hale! No se baje más que van a dolerle los riñones.
Posiblemente el hombre no entendía más que la mitad de lo que se le hablaba. Le vieron acercarse a una de las chozas y hablar con chillidos de cacatúa a sus compañeros.
—Nos han debido tomar por ángeles —presumió Verónica, pensando en la impresión que iba a causar cuando contara todo aquello en el colegio.
Raúl la miró de una forma que era confirmarle entusiásticamente que al menos ella sí tenía condición de querubín. Un viento romántico le nublaba el cerebro y volvía torpes sus movimientos, aunque apenas podía darse cuenta.
Petra se había acomodado en el hombro de Oscar con expresión adusta.
—Tranquilízate, Petra —dijo el chico—. Estos «Intocables» son de pega.
Jihu volvía poco después junto a los expedicionarios y dijo:
—Nobles extranjeros hacer mal en quedarse junto a impuros siervos.
Héctor le sonrió y Sara contuvo un suspiro. ¡Qué interesante era el jefe de «Los Jaguares»!
—Mira, Jihu —hablaba convencido—. Si has tratado a un misionero español ya te habrá dicho que para nosotros, los católicos, todos los hombres son iguales. Y vosotros debéis de ser los primeros en comprenderlo así y hacerlo comprender en este país. Quizá lleve algún tiempo, pero estoy seguro de que lo lograréis.
El hombre negaba tristemente con la cabeza. Después, en su curiosa jerga, explicó que iban a celebrar una fiesta en honor de sus huéspedes.
Había refrescado extraordinariamente y el fuego de las hogueras resultaba agradable. Los jóvenes tomaron asiento en torno al fuego e hicieron cábalas sobre la prometida fiesta. ¿En qué consistiría?
Observaron que el campamento se componía de veinte hombres, cuatro mujeres y ningún niño. ¡Era raro!
Muy pronto todos ellos formaban un grupo, al otro lado de las hogueras, guardando una respetable distancia de los viajeros. La tragedia parecía reflejarse en sus semblantes.
—No parecen muy alegres —murmuró Julio por lo bajo.
—Habría que verte a ti hambriento, vestido con ropa de cadáver e impuro —le recordó Sara.
—¡Vaya, eres muy compasiva! —protestó él.
Calló de pronto, cuando un intocable de pelo ensortijado que llevaba un gran cesto entre las manos, avanzó hacia las hogueras. Depositó el cesto en el suelo, se puso en cuclillas y, sacando una especie de flauta de entre los pliegues de su deshilachada y sucia túnica, empezó a tocar unos sones exóticos.
La tapa de mimbre que cubría el cesto cayó al suelo. El chillido de Verónica quedó ahogado por la mano de Héctor cayendo con fuerza sobre su boca. La cabeza aplastada de una cobra se dejó ver a la luz tornadiza de las hogueras y después su largo y viscoso cuerpo, balanceándose al compás de la música con la cadencia de una bayadera.
Petra, a la carrera aunque enmudecida por el terror, corrió a refugiarse con el guía, que permanecía a distancia junto al dormido paquidermo.
—Quietos —susurró Héctor para los suyos—. Nos están haciendo un honor. Es su modo de agasajarnos.
Durante un cuarto de hora la cobra estuvo danzando con un ritual alucinante. Había abandonado el cesto y avanzó un poco en dirección al lugar ocupado por los muchachos, que contuvieron la respiración. Más tarde, con mucho orgullo, Oscar contaría que no había pasado el menor miedo, pero tenía los labios despellejados de tanto mordérselos.
Con los últimos y suaves compases del hechicero, la cobra volvió a su cesto, que aquel se apresuró a cubrir. Luego sonrió a los festejados, que prorrumpieron en aplausos.
—Tendremos que darles parte de nuestras provisiones para corresponder al honor —dijo Héctor.
—Y Raúl, con gesto desamparado, afirmó.
Habían cubierto muchos kilómetros aquel día y estaban cansados. Después de despedirse de los nativos, comenzaron a armar sus tiendas junto a un grupo de árboles.
—Tengo la impresión de que nos están observando —murmuró Verónica con un escalofrío.
—¡Pero Verónica, ellos nunca han visto nada como nosotros! —exclamó Oscar.
—Si supieran sonreír enseñarían los dientes al completo —aseguró Sara—. Tienen que sentirse muy felices con nuestra compañía.
Mientras armaban las dos tiendas, es decir, mientras las armaba Raúl bajo las órdenes de Julio, Héctor estuvo hablando con Jihu, interrogándole sobre sus costumbres y explicando a su vez cómo era el mundo occidental, del cual procedían.
El guía, por su parte, se había encerrado en un hosco silencio, acurrucado junto a su paquidermo.
Cuando Héctor regresó, las tiendas estaban listas, una junto a otra.
—¿Crees que podemos dormir confiadas? —le preguntó Verónica con cierta aprensión.
—¡Seguro! Esta gente es de lo más inofensiva…
—También me refería a la cobra —puntualizó ella.
—Está bien encerrada. De todas formas, tengo el sueño ligero. Si algo te inquieta no tienes más que dar una voz. ¡Ea! A dormir todos. Buenas noches, chicas.
La ardilla, como tenía por costumbre, se ovilló junto a Sara. La noche era muy fresca y tanto ella como su compañera se cubrieron con sus sacos de dormir hasta la barbilla.
Un rato después el silencio era absoluto, apenas roto por el rumor de la brisa al pasar rozando la hierba y el murmullo característico de las grandes soledades, donde parece subyacer un mundo oculto.
Pasó una hora y otra…
Sara, profundamente dormida, se apartó algo de la cara. Pero aquello parecía empeñado en golpearla. Sin abrir los ojos, la chica rezongó:
—Petra, déjame en paz…
La ardilla le saltó encima. Parecía excitada y urgía a su dueña a seguirla. Sara se frotó los ojos, al pronto sin distinguir nada y luego fue acostumbrándose a las sombras. Petra estaba fuera de sí, indicándole que debía salir de la tienda. La chica se alzó de un salto y fue a caer sobre Verónica, que protestó de la ocurrencia. Pero su amiga, sin hacerle caso, se arrastró hasta ganar el exterior.
Petra, sin chillar como tenía por costumbre, le mostraba la abertura de la tienda de «Los Jaguares» y Sara alargó la mano y levantó la lona. La luz de la luna, colándose por la abertura, le mostró a los chicos dormidos y…
Sara se apretó la boca con las manos. ¡La cobra estaba enroscándose sobre la inmóvil figura de Héctor!
Tuvo un instante de indecisión y pudo dominar a tiempo su grito, que podía precipitar la catástrofe. Pero tenía que hacer algo… Como subyugada, con los ojos clavados en el reptil danzando sobre el cuerpo del durmiente, zarandeó a Raúl con una mano, mientras con la otra le cubría la boca.
El chico despertó al instante, mirándola con ojos desorbitados y volvió la cabeza para descubrir qué podía motivar el inmenso horror reflejado en el rostro de su nueva amiga. Tuvo una indecisión, que duró apenas una fracción de segundo. Después, con su fuerza de cíclope, se tiró sobre el doble bulto de Héctor y la cobra. Sus manos de leñador apresaron a la cobra bajo la cabeza. Esta se defendió con un coletazo impresionante que tumbó a Raúl, conmovió la tienda y despertó a los otros durmientes, que lanzaron un grito. Raúl seguía apretando y apretando el viscoso contenido de sus manos.
—¡No la sueltes! ¡No la sueltes! —pudo gritar Julio.
El forcejeo duró unos minutos tensos, inacabables, dramáticos. Oscar se había tumbado de bruces y se cubría la cabeza con los brazos. Uno de los coletazos alcanzó a Julio cuando se alzaba y, tras chocar con la tienda, fue a caer sobre el confuso montón de la cobra, Raúl y Héctor. Petra daba saltitos nerviosos junto a su dueña.
¿Quién vencería?
—¡Ay, Dios mío! —gimió una de las chicas.
Le siguió la voz triunfante de Raúl:
—¡Ya está!
Nada más. Tras un instante, abrió las manos y su víctima, con un par de bandazos sin fuerza, se deslizó por entre los sacos de dormir. Todavía pasarían unos segundos hasta que los viajeros recobrasen la voz y los movimientos.
Julio se apresuró a encender su linterna. Todos contemplaban horrorizados a la cobra ahogada. Con emoción, Héctor dijo:
—Raúl, amigo, eres grande.
—No… yo no… —Raúl tenía un nudo en la garganta—. Sara es grande —jadeaba—. Ella me ha avisado del peligro.
—No… yo no… —dijo a su vez Sara—. Ha sido Petra la que me ha obligado a venir aquí.
—¿Petra?
Julio, alargando sus brazos interminables, tomó a la ardilla y le plantó un beso cuyo chasquido se propagó por la montaña. Oscar seguía escondiendo la cara. Cuando al fin la mostró, tenía los ojos sospechosamente húmedos.
—Amigos…, no sé qué decir —empezó Héctor—, quizás que Petra, Sara y Verónica deben entrar por la puerta grande en la «Orden del Jaguar».
—¡Hurra! —gritó Oscar, haciéndose notar—. El valor debe ser recompensado.
La tensión se deshizo en risas.
En aquel momento, un hombre llegaba hasta allí con una tea. Era Jihu.
—Nobles sahibs… ¿qué ocurrir? Los ruidos han despertado a Jihu.
El cadáver de la cobra era explicación suficiente. El hombre la miró con ojos desorbitados por la sorpresa. Después murmuró que era imposible, refiriéndose, sin duda, a que ellos no podían tener fuerza para haber terminado con la cobra.
Entonces Raúl, satisfecho de su fuerza, le mostró las manos.
—Nobles sahibs, Jihu no puede comprender lo ocurrido. Nobles sahibs perdonar la cobra.
Le aseguraron que ya estaba olvidado. El hombre aceptó la explicación, pero movía la cabeza con pesar, diciendo algo del pobre encantador de serpientes que se había quedado sin poder ganarse unas rupias.
—Buen hombre —le dijo Julio—, diga a su amigo que lamentamos el fin de la cobra, pero que podrá comprarse otra.
Se había lanzado a revolver en su saco, hasta extraer un puñado de rupias, que traspasó a Jihu. Sara empezaba a admirar al padre diplomático, gracias al cual ellos solucionaban admirablemente sus problemas.
El viejo «Intocable» aceptó el dinero con una sonrisa bondadosa que puso de manifiesto todo el agradecimiento de su corazón e instó a los muchachos para que se reintegrasen al descanso. Seguidamente, se dirigió a su choza.
El consejo era bueno y, luego de arrojar la cobra lejos, todos volvieron a sus sacos de dormir, aunque todavía impresionados por lo ocurrido.
• • • • •
Un día radiante saludó a los muchachos cuando ya entrada la mañana salieron de la tienda. Sara y Verónica no daban señales de vida y Héctor fue al encuentro del guía, mientras sus compañeros, por consejo de Jihu, se dirigían a un arroyo cercano. Cuando regresó junto a ellos, parecía preocupado.
—Bueno, chicos, no tengo buenas noticias. Durante la noche nuestro guía se ha escabullido con su elefante.
—¿Estás seguro? ¿Has mirado por los alrededores? —le preguntó Julio, levantando su chorreante cabeza.
—Seguro. La tradición condiciona fuertemente a estas gentes. Observaríais ayer que llegó hasta aquí a remolque y no cesó de manifestar su disgusto.
Al rato se les unieron las chicas. Al saber la novedad se quedaron apabulladas.
—¿Y cómo regresamos a Ataah? —preguntó Verónica.
No habían pensado en ello. Empezaron a preguntarse si alguien recordaba el camino, pero todos acabaron reconociendo que un palmo se parecía a otro palmo y resultaba dudoso. Entonces Oscar, con aire de haber dado con la solución, aseguró:
—¡Ya sé! Desandando nuestras propias huellas llegaremos.
Su hermano le largó un papirotazo y los demás le llamaron indio de pega. Luego Héctor, con su talante cachazudo que infundía confianza, dijo:
—No creo que haya problema. Jihu es un buen hombre y nos acompañará hasta avistar la aldea.
Mientras hervían agua para hacer café, después de encender una fogata, se presentó Jihu con un ramillete de flores silvestres para las chicas. Era la estampa de la buena voluntad y el agradecimiento. Le invitaron a café y, como por arte de magia, todos «Los Intocables» aparecieron también, sin duda, esperando ser invitados.
—A este paso nos moriremos de inanición —dijo Raúl por lo bajo—. Y el caso es que con tantas emociones, se me ha abierto un apetito…
Sara se burló de él, asegurándole que las emociones no lo abrían, sino que lo cerraban.
Héctor le habló a Jihu de lo ocurrido con el guía y el hombre se comprometió a conducirles hasta Ataah.
—Sahibs mandar. Cuando sahibs querer, Jihu ir con sahibs.
—Amigo, no hay prisa —cortó Julio—. A la luz de la mañana el panorama es espléndido. Bueno, supongo que no habrá más cobras por aquí.
El propio hechicero lo negó. Sin duda el obsequio en dinero había terminado con su disgusto, pues parecía muy amable y, a través de Jihu, mantuvieron una charla. Todos ansiaban saber cómo habían podido acabar con la temible cobra.
Entonces Raúl explicó con expresivos ademanes el medio de que se había valido. Aquello fue un coro de aspavientos, alabando con guturales gritos la fuerza del coloso.
—¡Oh, nosotros estamos todos bien entrenados! —explicó Oscar—. Héctor y Raúl son «cinturones negros» y mi hermano y yo somos unos karatekas más que regulares.
—Me parece que no te entienden, Oscar —le recordó Sara.
—Bueno, pero Verónica y tú os habéis enterado.
Una vez terminado el desayuno, «Los Jaguares» (las chicas lo eran también ya y llevaban los escudos generosamente entregados por Julio) decidieron recorrer los alrededores.
—Marcharemos hacia el Norte, que parece más prometedor —dijeron.
Sin molestarse en levantar las tiendas, emprendieron la marcha por un sendero pedregoso de paredes rocosas.
—¡Mirad! Hacia la izquierda veo un campo de flores —dijo Verónica—. ¿Por qué no torcemos y vamos allá?
Lo hicieron, pero el campo de flores silvestres no resultó demasiado prometedor y regresaron al sendero.
—Nos están observando desde el poblado —anunció Sara—. Estos pobres tienen su diversión mirándonos.
—¡Figúrate! No han debido ver mucha gente civilizada —terció Verónica.
De pronto se encontraron con un precipicio cortado a pico. Al otro lado, entre torrentes de espuma, una catarata se fundía con estrépito en la corriente de agua que corría tumultuosamente por el fondo.
—¡Vaya sorpresa que nos ha deparado esta pelada montaña! —exclamó alegremente Héctor.
Pero cuando todos se lanzaron a gritar al mismo tiempo, fue al descubrir un puentecillo de cuerdas de uno a otro lado del precipicio.
—¡Chico, si no paso por ese puente me muero! Es igual que los que salen en las películas de aventuras —gritó Sara.
—Bien, pasaremos al otro lado, pero con cuidado —dijo Héctor—. Iré delante.
Y se aventuró por entre la red de cuerdas, que se balanceaba en el vacío. Sara fue la segunda, la tercera Verónica… Petra estaba horrorizada y se negaba a seguir. Oscar la puso en su hombro.
Raúl había puesto su planta poderosa en el rústico puente, imprimiéndole un bamboleo colosal.
Julio le había seguido, mirando hacia atrás para vigilar a su hermano. ¡Y en aquel momento, el puente se partió!
Las dos chicas, Raúl y Julio cayeron al precipicio. Héctor se mantuvo un momento asido a las cuerdas. Por último cayó también.