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La huida
Los goznes gimieron a modo de protesta mientras la puerta se abría.
Alec introdujo la piedra de luz y se puso tenso al tiempo que dejaba escapar un siseo de sorpresa.
—¿Qué ocurre? —susurró Seregil, espada en mano, mientras se adelantaba para ver.
La luz no era lo suficientemente brillante como para iluminar toda la habitación, pero a pesar de ello no les costó distinguir la figura de una persona sentada en una silla ornamentada. No hubo un solo movimiento o grito de alarma y, al aproximarse, pudieron comprobar que se trataba del cadáver marchito de un hombre.
Vestía un traje noble de diseño arcaico. Un pesado collar de oro colgaba de su encogido cuello y varios anillos brillaban en los huesudos dedos, posados sobre los brazos de la silla. Sus espesos cabellos negros conservaban el brillo satinado de la vida, en desconcertante contraste con la palidez hundida de las mejillas.
—¡Uven ari nobis! —exclamó Seregil en voz baja, al mismo tiempo que se inclinaba sobre el cadáver con la luz en la mano.
Alec no comprendía las palabras, pero reconoció el tono reverente con el que habían sido pronunciadas. Combatiendo su instintiva repulsión, examinó más de cerca el rostro del cadáver. Los delicados huesos destacaban sobre una delgada envoltura de piel desecada, así como los pómulos, altos y prominentes, y las grandes cavidades hundidas que en su día alojaran los ojos.
—¡Por la Luz de Illior! Seregil, ¿no será…?
—Lo es —contestó Seregil con voz sombría—. O lo era. Lord Corruth, el consorte perdido de Idrilain I. Estos anillos lo demuestran. ¿Ves éste? —señaló al de la mano derecha del cadáver. Engarzada sobre él había una piedra cuadrada y moteada sobre la que se había tallado el Dragón de Eskalia—. Es el Sello del Consorte. ¿Y ves ese otro, el de plata con la piedra roja? Un ejemplo de la más delicada artesanía Aurénfaie. Éste era Corruth i Glamien Yinari Meringil Bókthersa.
—Tu pariente.
—Nunca lo conocí, aunque siempre confié en que… —Seregil tocó una de las manos—. La piel está endurecida y hundida como la cáscara de una calabaza seca. Alguien se ha tomado muchas molestias para mantener el cuerpo bien conservado.
—Pero ¿para qué? —Alec se estremeció.
Seregil sacudió la cabeza, furioso.
—Supongo que a estos bastardos les produce algún placer perverso el tener aquí a su antiguo enemigo mientras ellos intrigan para derrocar a sus descendientes. Quizá realizan sus juramentos frente a él, no lo sé. Una facción como la de los Leranos no habría persistido demasiado tiempo sin una buena dosis de fanatismo.
La cámara tenía aproximadamente el mismo tamaño que el laboratorio de Nysander, y la mano de un maestro albañil era evidente en todas sus líneas; seca, cuadrada y en buen estado, sus muros no mostraban señal alguna de humedad o moho. El techo, aunque no era demasiado alto, estaba abovedado y recorrido por nervaduras que proporcionaban a la sala una sensación menos opresiva. El mobiliario consistía en una mesa redonda, varios cofres y unos cuantos armarios pegados a las paredes. Junto a la de la izquierda había un estrado bajo que alojaba una segunda silla semejante a un trono. Un ancho escudo colgaba de la pared, encima de ella.
—Otro objeto sagrado —señaló Seregil con tristeza, al tiempo que examinaba el dragón coronado pintado sobre el escudo—. Sin duda perteneció a la Reina Lera. Me pregunto a quién habrán elegido para llevarlo.
—Creía que ella no había tenido herederos.
—No tuvo hijas, pero las familias de Eskalia siempre tienen incontables sobrinos y primos.
Mientras registraban los cofres y armarios, encontraron una colección cuidadosamente organizada de mapas, cartas y documentos.
—¡Que me aspen! —Seregil extendió un enorme pergamino amarillento sobre la mesa—. Plano de las alcantarillas de Rhíminee. ¿Ves esta marca, junto a la del dibujante de los planos?
Alec reconoció la diminuta imagen de un lagarto hecho un ovillo.
—La familia de Kassarie debe de haber construido las alcantarillas.
—Parte de ellas, al menos. Fue una empresa inmensa. Imagina lo que esto podría valer para los zapadores enemigos.
Continuaron la búsqueda y encontraron numerosas cartas que bastarían para llevar a varios miembros de una decena de familias a la Colina de los Traidores.
Alec abrió un cofre, alargó el brazo y apartó unos jirones de lana que cubrían el fondo. Debajo de ellos, sus dedos encontraron un objeto frío, metálico y redondeado.
—¡Seregil, mira lo que he encontrado! —en el fondo del cofre brillaban ocho bollos de oro que todavía lucían la marca de la Tesorería Real.
—¡El oro del Ciervo Blanco! Aunque, por lo que se ve, nuestra dama ha estado ocupada. Según consta en los registros, debiera haber un total de veinticuatro. Oye lo que te digo, Alec, si Kassarie no es el líder de los Leranos, se encuentra muy cerca de él.
El oro era demasiado pesado para que se lo llevaran, así que Seregil eligió algunas de las cartas más reveladoras y las dividió con Alec. Volvió junto al cadáver y, mientras murmuraba unas palabras en Aurénfaie, sacó respetuosamente los anillos de los marchitos dedos.
Le tendió el anillo de plata a Alec mientras se colgaba el sello alrededor del cuello con un cordel.
—En este trabajo somos Centinelas, y así es como se comportan los Centinelas —dijo con una seriedad poco habitual en él—. Si algo le ocurre a alguno, sea lo que sea, el otro sigue adelante. Debemos llevar por lo menos uno de éstos a Nysander. ¿Lo entiendes?
Alec deslizó el anillo en su dedo mientras asentía de mala gana.
—Bien. Si nos separamos, nos encontraremos en el árbol junto al que acampamos.
—¡La última vez que te llevaste algo de esa manera nos metiste a todos en un buen lío! —señaló Alec, irónico, mientras tocaba el sello, que pendía sobre el pecho de su amigo.
Seregil esbozó una sonrisa siniestra mientras lo escondía debajo de su camisa.
—Esta vez, no seré yo el que salga malparado a causa de ello.
Después de volver a ordenar la habitación, subieron apresuradamente hasta lo alto de la torre. Seregil estudió el cielo con alivio; el trabajo les había llevado mucho más tiempo del que había esperado, pero todavía les quedaba algún margen. Sin embargo, mientras atravesaban el tapiz y salían al corredor, una alarma instintiva saltó en algún lugar de su mente.
Algo había cambiado.
Su mano se cerró alrededor de la empuñadura de la espada mientras un estremecimiento frío volvía a recorrer su cuerpo. Alguien había apagado la vela de la lámpara. Alec también lo había advertido y ya alargaba la mano hacia su arma. Caminaron sigilosamente hasta la intersección de los dos corredores, sus desnudos pies silenciosos contra el suave suelo. Los pasillos parecían desiertos. Giraron a la derecha y se dirigieron hacia la torre norte. Casi habían llegado cuando la puerta se abrió bruscamente y aparecieron dos hombres armados con espadas.
No había tiempo para esconderse y no sabían cuántos más podían venir detrás de ellos, así que Alec y Seregil dieron media vuelta y huyeron a la carrera por donde habían venido.
—¡Ahí está! —gritó un hombre detrás de ellos—. ¡Y hay otro con él! ¡Aquí! ¡Aquí arriba!
En la intersección de los dos corredores doblaron a la derecha y corrieron hacia la torre noroeste. Más gritos se alzaron a su espalda mientras abrían la puerta y se lanzaban al interior.
—¡Vete, yo te seguiré! —ordenó Seregil. Para su alivio, Alec no se detuvo a discutir. Un grupo considerable de hombres armados llegaba corriendo.
Seregil cerró la puerta, tomó la barra de madera de una esquina y la colocó sobre los soportes. Un cuerpo pesado golpeó la puerta desde el otro lado, y luego un segundo. El sonido sordo de unas imprecaciones lo siguió mientras se precipitaba detrás de Alec.
Lo alcanzó justo después de pasar junto a la entrada de la torre del segundo piso. Por desgracia, al doblar un recodo vieron que más antorchas se les acercaban desde abajo.
—¡Al segundo piso! —siseó Seregil mientras volvía sobre sus pasos escaleras arriba.
Cuando alcanzaron la puerta, les llegaba el sonido de pasos desde abajo y desde arriba. No había tiempo para tomar precauciones. Con las espadas en ristre, la abrieron e irrumpieron en la sala que había al otro lado.
Su única ocupante era una anciana que sostenía una lámpara. Al verlos, la dejó caer y se precipitó hacia el taller que había detrás de ella, lanzando agudos gritos de auxilio con una voz rechinante.
Ignorando las llamas que se esparcían por todas partes desde los restos rotos de la lámpara, Seregil atrancó la puerta.
—Este debe de ser el lugar del que venían todos esos ronquidos —dijo Alec, mientras miraba en derredor con aire preocupado.
Era, en efecto, un barracón y había en él más camas de las que Seregil quería contar.
—Todo el mundo está despierto, por lo que parece —comentó sobriamente, al tiempo que se dirigía hacia la torre sur—. Ven. Intentémoslo por aquí.
—¿Hacia arriba o hacia abajo? —preguntó Alec mientras entraban y atrancaban la puerta.
—Hacia abajo.
Pero después de la tercera vuelta se encontraron con otro grupo de los hombres de Kassarie.
Sólo el hecho de encontrarse más altos les salvó entonces. Antes de que sus oponentes tuvieran tiempo de sacar las armas, Alec y Seregil los atacaron con sus espadas y dos de los hombres cayeron.
Sus cuerpos bloquearon el paso el tiempo suficiente para permitirles escapar. Otro hombre cayó sobre ellos desde arriba, blandiendo un pequeño garrote. Alec, que iba el primero, se agachó para esquivar el golpe y lanzó una estocada entre los tobillos del atacante. Mientras el desgraciado caía hacia él, Seregil logró propinarle un buen codazo y arrojó el cuerpo escaleras abajo.
Al pasar junto a la puerta del segundo piso, escucharon el ruido de alguien que trataba de echarla abajo. Continuaron y se encontraron de vuelta en la puerta del tercer piso.
Alec colocó la barra que atrancaba la puerta y se dobló. Jadeaba.
—¿Y ahora dónde?
—¡Déjame pensar! —Seregil se secó el entrecejo con una manga de la camisa. ¿Cuántas torres habían subido y bajado? ¿Y cuántas habrían atrancado? No importaba. A estas alturas, todas ellas estarían custodiadas.
Justo encima de ellos, la puerta de un corredor se abrió inesperadamente y se encontraron cara a cara con cuatro hombres más.
Arrojándose sobre los recién llegados, Seregil logró atravesar a uno de ellos antes de que pudiera desenvainar su espada. El resto les ofreció una lucha furiosa, pero no eran rivales para ellos. Seregil abatió a otro y entonces se volvió a tiempo para ver cómo un tercero atravesaba a Alec el brazo. El muchacho se recuperó al instante, reanudó su ataque y, de un tajo, le abrió un profundo corte en el muslo. El hombre cayó hacia atrás con un grito y Seregil acabó con él.
En la confusión del combate, el cuarto giró sobre sus talones y escapó por el corredor.
—¡Déjalo ir! —ordenó Seregil al ver que Alec se aprestaba a seguirlo—. Estás herido. ¿Es grave?
Alec dobló el brazo ensangrentado.
—Sólo un rasguño.
Unos gritos furiosos los interrumpieron. Un grupo de hombres apareció corriendo bajo la lámpara.
—¡Aquí! ¡Están aquí!
—¡Sígueme! —Seregil se precipitó hacia el corredor por el que los cuatro hombres acababan de aparecer.
Más allá se abría un pequeño almacén, y al otro lado del mismo había otra puerta abierta. Corrieron hacia ella, subieron una empinada y estrecha escalera, abrieron una trampilla del techo y emergieron al tejado del castillo.
—¡Estamos atrapados! —gritó Alec mientras miraba a su alrededor.
Una rápida inspección de las almenas demostró que estaba en lo cierto. No había otra salida. Se asomaron a los parapetos: por todas partes, paredes verticales y caídas que significaban la muerte. Detrás de ellos, los hombres de Kassarie comenzaban a trepar a la trampilla, armados con espadas, garrotes y antorchas.
—Resistiremos aquí —gruñó Seregil mientras se retiraba hacia el parapeto sur.
Espalda contra espalda, con las espadas en la mano, aguardaron mientras la turba de centinelas sonrientes avanzaba y formaba un amenazador círculo alrededor de ellos.
—Ya lo tenemos, mi señora. El chico y un mendigo —dijo alguien en voz alta.
Más antorchas aparecieron y los hombres se apartaron para dejar pasar a Lady Kassarie. Embozada en una capa oscura, el pelo recogido en una trenza que caía sobre su hombro, avanzó para inspeccionar a los intrusos. Alec reconoció al viejo criado, Illester, que se encontraba junto a ella.
—¿Mendigo? Oh, nada de eso. —Lady Kassarie frunció el ceño—. Lord Seregil i Korit. Y… Sir Alec… algo, ¿no es así? De haber sabido vuestro interés por mis asuntos, caballeros, os habría extendido una invitación en toda regla.
Seregil echó atrás la gastada capa y la obsequió con una reverencia burlona.
—Lady Kassarie a Moirian. El interés que recientemente habéis demostrado por mis asuntos era invitación más que suficiente, os lo aseguro.
Kassarie lo miró con cierta admiración.
—Vuestra reputación no os hace justicia. En vuestra pequeña excursión a Cirna demostrasteis bastante más iniciativa de la que se os supone. ¡Y ahora esto! ¿Quién hubiera podido sospechar tal arrojo? Pero claro, eso fue una estupidez por mi parte. El pomposo gandul que siempre habéis pretendido ser jamás hubiera podido introducirse con tal habilidad en los salones del poder.
—Me abrumáis, señora.
—Sois demasiado modesto, mi señor. Después de todo, os habéis ganado a magos y princesas —el rostro de Kassarie esbozó una sonrisa que era al mismo tiempo despectiva y amarga—. Pero es que vos sois uno de ellos, ¿no es así? ¿Tal vez un pariente de nuestra mestiza realeza? Espero que hayáis disfrutado de vuestro encuentro con Lord Corruth.
Las mandíbulas de Seregil se tensaron.
—Por esa abominación, señora mía, os perseguirá la maldición de mi familia durante toda la eternidad.
—Haré lo que pueda para mostrarme digna de ella. Y ahora, decidme, ¿a instancias de quién habéis invadido mi casa?
—Somos agentes de Idrilain II, por derecho la única Reina legítima de Eskalia —contestó Seregil.
—¡Valientes palabras! —rió Kassarie—. Terribles para mí si fueran ciertas. Sin embargo, debéis saber que yo también tengo mis propios agentes, muy hábiles y fiables. Si en verdad estuvierais trabajando para la Reina, yo lo sabría. No, creo que vuestros lazos con los Aurénfaie son un poco más importantes de lo que siempre se ha supuesto. ¡No me cabe la menor duda de que a vuestra gente le complacería en grado sumo desacreditar a los eskalianos leales a la verdadera Familia Real!
Mientras pronunciaba estas últimas palabras, afloró a su mirada un brillo extraño, demente. Mientras sujetaba su espada con más fuerza, Seregil pensó con inquietante certeza: nos va a matar.
—Pero no tiene demasiada importancia —continuó ella con aire siniestro—. Puede que vuestra desaparición provoque alguna inquietud, pero creo que serán muy pocos los que os lloren.
—Vendrán otros —dijo Seregil—. Otros como nosotros, cuando menos os lo esperéis.
—Y descubrirán que he desaparecido. El necio de Teukros hizo más daño del que vos podríais hacer. Pero ya sabéis lo de Teukros. Este muchacho vino preguntando por él —su mirada se posó sobre Alec—. Y pagó mi hospitalidad seduciendo a una doncella de mi cocina.
—Ella no sabía nada —dijo Alec, repentinamente preocupado por la suerte de la muchacha—. La engañé para que me dejara entrar.
—Ah, así que el valiente caballero habla. —Kassarie esbozó una sonrisa burlona—. Una posición en la ciudad, promesas de pasión futura… Patéticamente vulgar, pero sumamente efectivo. Pero resultó una elección penosa como objeto de tu engaño. Su tía la descubrió hace un buen rato saliendo sigilosamente con un hatillo.
—Muy pronto le sacaremos la verdad —dijo Illester con su voz cacareante—. Esa chica nunca fue de fiar.
—Os lo ruego, no le hagáis daño —dijo Alec débilmente.
—Naturalmente, no puedo dejar de sentir un poco de lástima por la pobrecilla —continuó Kassarie—. Se le partió el corazón al enterarse de tu perfidia. Aunque me temo que no tendréis mucho tiempo para reflexionar sobre ello. ¡Caballeros, arrojad vuestras espadas!
Seregil sintió que Alec se ponía tenso detrás de él, esperando su orden. Estudiando el imperioso rostro de Kassarie a la luz de las antorchas, sopesó las posibilidades que tenían de salir con vida de aquel tejado. Eran remotas.
—No tengo demasiada fe en vuestra hospitalidad —replicó, tratando de ganar tiempo. Piensa, hombre. ¡Piensa! Encuentra un resquicio entre los guardias. ¿Cuánta distancia nos separa de las escaleras, de la puerta de la torre?
—Ya me habéis causado suficientes problemas por una noche —le espetó Kassarie. La paciencia se le estaba agotando—. ¡Mira a tu alrededor! No podrás escapar luchando. Mira detrás de ti. Más de trescientos metros de caída. Teukros gritó hasta llegar al fondo cuando lo arrojaron. Me pregunto si tú harás lo mismo…
Detrás de sí, Seregil pudo escuchar el gemido débil y ahogado de Alec. Si la rendición ofrecía siquiera una posibilidad de…
—¡Saltad!
El grito de Nysander los sobresaltó como un aullido de guerra, aunque saltaba a la vista que nadie más lo había oído.
—¡La señora os ordena que os rindáis! —ladró Illester.
—¿Lo has oído? —siseó Seregil.
—¡No puedo hacerlo! —respondió Alec en un susurro. Estaba blanco de miedo y tenía los ojos muy abiertos y empañados con un brillo de incredulidad.
—Ya basta —gruñó Kassarie, que los observaba con creciente suspicacia.
—¡Debes hacerlo! —le suplicó Seregil. Pero sus propias tripas se revelaban contra la idea.
—No…
—¡Seregil, Alec, saltad! ¡Debe ser ahora!
—¡Cogedlos! —gritó Kassarie—. ¡Los quiero vivos!
—¡Hazlo, Alec!
—No puedo…
¡Ahora Seregil, por el Amor de Illior!
—¡Ahora! —gritó Seregil. Arrojando la espada a un lado, tomó a Alec por la cintura y lo empujó por encima del parapeto. Tratando de ignorar el grito que se elevaba desde la negrura, se encaramó a la muralla y se arrojó a abismo, seguido por la risotada sardónica de Kassarie.
Durante un momento horripilante, Seregil, los ojos cerrados con todas sus fuerzas y el viento insustancial azotándole el rostro, simplemente cayó.
Entonces, la magia lo envolvió.
Una sensación rápida e imperativa atravesó su cuerpo, como si su misma alma le estuviese siendo arrancada. Y de pronto, una espléndida luminosidad. Seguía cayendo, arrastrado por una especie de maraña. Abrió los ojos a un asombroso resplandor de estrellas, se arrancó la camisa del cuerpo y desplegó sus… ¡Alas!
Magníficas, poderosas alas que batieron el aire y lo sustentaron.
Se estabilizó, planeó y entonces, con sus nuevos ojos, reparó en el otro pájaro que se dirigía torpemente hacia él sacudiendo las alas de forma salvaje. Nunca hubiera creído posible que un buho pudiera parecer pasmado, pero Alec ciertamente lo parecía. Sus ropas vacías descendieron mansamente y se perdieron en la oscuridad mientras ellos remontaban el vuelo y sobrevolaban el castillo.
Kassarie se había acercado al parapeto que se asomaba sobre el camino y señalaba con gestos a una tropa de jinetes que se aproximaba con estrepitoso galope a sus puertas. La luz de muchas antorchas atravesó el patio a toda prisa y en todas direcciones, mientras sus hombres se desperdigaban para enfrentarse al ataque.
Seregil y Alec descendieron en espiral para unirse a los jinetes. El viento cantaba deliciosamente entre sus plumas. Alec ululó con excitación cuando su aguda mirada distinguió el estandarte de la Guardia Montada de la Reina. Klia encabezaba la carga, flanqueada por Myrhini y Micum.
Seregil hizo un picado bajo y voló frente a Micum.
—Seregil, ¿eres tú?
Seregil volvió a calarse y se posó en el brazo extendido de su amigo, sintiendo el contacto áspero de la cota de malla debajo de sus garras.
—¿Es él? —preguntó Klia mientras la gran lechuza cornuda agitaba las alas tratando de recuperar el equilibrio.
Seregil movió la cabeza arriba y abajo y guiñó uno de sus grandes y amarillos ojos.
—¡Lo es! —gritó Micum—. ¿Está Alec contigo?
Seregil volvió a menear la cabeza mientras Alec aparecía aleteando.
—Id con Nysander —dijo Micum—. Está más atrás, en el camino, con Thero y Beka. Espera, ¿qué es eso que llevas?
Micum levantó el anillo que todavía pendía de la hinchada pechuga de la lechuza. El lazo del cordel había aguantado, pero Seregil no había notado su leve peso mientras volaba. Micum lo guardó en su bolsillo, Seregil extendió las alas y remontó el vuelo detrás de Alec.
Alec siguió la línea del camino y no tardó en divisar una pequeña fogata debajo de sí. Nysander y Thero se sentaban alrededor de ella con las piernas cruzadas, custodiados por varios oficiales uniformados.
Posarse le resultó bastante más difícil que volar. Después de varios intentos fallidos de imitar el suave descenso de Seregil, terminó rodando desgarbadamente hasta los pies de un soldado.
—¿Alec? —preguntó una voz familiar.
Beka se arrodilló, lo ayudó a incorporarse y luego le alisó las plumas con suavidad. Alec separó las patas para mantener mejor el equilibrio, la miró, parpadeó y ululó con suavidad. Algo se movía debajo de su pata; era el anillo de plata Aurénfaie, que todavía se encontraba alrededor de una de sus garras. Levantó la pata y ululó de nuevo hasta que Beka lo tomó.
Mientras tanto, Seregil se había posado con elegancia sobre el brazo extendido de Nysander.
—¡Gracias al Portador de la Luz! No estábamos seguros de que el encantamiento fuera a transformaros a tiempo —le dijo Nysander. Parecía terriblemente exhausto.
—De hecho, tuvimos suerte de encontraros —añadió Thero—. Casi no lo conseguimos, con todas esas carreras en el interior del castillo. ¿Quieres que los transforme, Nysander?
—Si eres tan amable… Yo estoy completamente agotado.
La transformación ocurrió tan rápidamente como la primera, y provocó la misma desorientación momentánea.
Después de un instante de vértigo, Alec se encontró sentado delante de Beka.
—Es posible que quieras esto. —Beka le tendió su capa, mientras trataba por todos los medios de no reírse ante la expresión de avergonzado entendimiento que acababa de pintarse en el rostro del muchacho.
Ruborizado, Alec se cubrió rápidamente con la prenda. En la excitación del momento, no había anticipado tales complicaciones.
Después de recuperar el anillo, se volvió hacia Seregil, que se estaba arrodillando junto al viejo mago.
—Perdí los documentos con la ropa, pero todavía tengo esto. Y hay más —jadeó Seregil, con la cabeza entre las manos. Había vuelto a sufrir el mismo ataque de náuseas que siempre se apoderaba de él después de ser el objeto de un encantamiento—. El Sello del Consorte. Lo tiene Micum… Nysander, lo encontramos. Hay una sala bajo la torre derruida. Tenemos que… tenemos… ¡Cuéntaselo, Alec!
Desapareció tambaleándose entre las sombras.
—Kassarie es una Lerana. Eso es seguro —continuó Alec con excitación—. Todavía tiene parte del oro robado. ¡Y el cuerpo de Lord Corruth!
—Pobre. Siempre temí que algo semejante le hubiera ocurrido —suspiró Nysander—. ¿Pero qué es todo eso de anillos y documentos?
—Nos llevamos los anillos de Corruth y algunos documentos para demostrar lo que habíamos encontrado —le explicó Alec mientras le tendía el pesado anillo Aurénfaie—. Micum tiene el anillo del Regente, pero todo lo demás se perdió cuando… —Alec se detuvo y lanzó un grito sofocado—. ¡Mi espada! Oh, maldita sea, eso se perdió también. Y mi daga negra —aquellas, junto con su arco, eran algunas de las posesiones materiales por las que sentía algún afecto; habían sido las primeras cosas que Seregil le comprara, allá en Herbaleda.
—Haremos todo lo que podamos para recuperarlas, querido muchacho. Y también todo lo demás —le aseguró Nysander.
—Tenemos que volver allí. Y deprisa —dijo Seregil mientras reaparecía junto al fuego. Parecía cansado, pero al mismo tiempo resuelto. Uno de los jinetes le tendió una capa y se envolvió en ella—. Lo destruirá todo, Nysander. Puede que ya lo haya hecho. ¡Incluso con el anillo, será nuestra palabra contra la de ella!
—Tiene razón —dijo Thero.
—Ella es la cabeza de la serpiente, estoy seguro —continuó Seregil enfáticamente—. ¡Si acabamos con ella acabaremos con todos! Pero Klia y los otros nunca encontrarán esa sala por sí solos. ¡Tengo que volver!
—¡No sin mí! ¡De ningún modo! —declaró Alec.
Nysander asintió con aire abatido.
—Sargento Talmir. Deles a estos hombres ropas, armas y caballos.
Beka dio un paso al frente.
—Dejadme ir con ellos.
Nysander sacudió la cabeza con firmeza.
—No seré yo quien contradiga las órdenes de la Comandante Klia. Y ella dijo que te quedaras aquí.
—Pero…
—Debes quedarte —le advirtió Seregil—. Si abandonas tu puesto, serás expulsada. ¡Y ni siquiera has sido nombrada todavía!
Con su habitual timidez, Alec se apartó para vestirse, mientras Seregil se quitaba la capa sin más preocupación que la premura.
Mientras lo hacía, Alec descubrió consternado que el hechizo de ocultación había vuelto a disiparse; la extraña cicatriz resultaba visible de nuevo. También Nysander lo advirtió y, mirando a Alec, sacudió la cabeza. Afortunadamente, Seregil se puso el chaleco que le habían prestado antes de que nadie más lo advirtiera.
Beka, que había apartado modestamente la mirada mientras Alec se ponía los pantalones, le ofreció su espada.
—Llévatela —le urgió—. Me sentiré mejor sabiendo que llevas un arma en la que confío.
Alec aceptó la espada agradecido. Sus palabras parecían el eco de las que su padre le dijo a Seregil el día que dejaron Watermead.
Juntó las manos un momento con las de ella y dijo:
—También yo confío en ella —vaciló. De repente se sentía un poco torpe; como si tuviera que decir algo más pero no supiera el qué.
—Cuida bien de Nysander y Thero —dijo al fin—, por si tienen que sacarnos de allí otra vez.
Ella le dio un golpe amistoso en el brazo.
—Qué suerte que esta vez no os convirtiera en ciervos y nutrias, ¿eh?
Equipados de nuevo, Seregil y Alec montaron en caballos de refresco y galoparon en dirección al castillo.
El portón estaba abierto. Seregil miró a su alrededor y concluyó que su captura debía de haber perturbado la disciplina habitual del lugar, permitiendo que el ataque de Klia y sus soldados cogiera a la guarnición con la guardia baja.
En el patio, un puñado de soldados de la Guardia vigilaba a un grupo de sirvientes capturados. Stamie se escondía miserablemente entre los prisioneros, y apartó la mirada cuando Alec trató de hablar con ella.
El resto de los soldados había penetrado en el interior del castillo. Por encima de cabezas, las llamas ardían furiosamente en una ventana del segundo piso.
—Parece que esta vez podremos entrar por la puerta principal —dijo Seregil con una sonrisa sombría, mientras señalaba la destrozada entrada.
Mientras se dirigían hacia la escalera del nordeste, escuchaban aquí y allá sonidos de lucha. Los cuerpos se amontonaban en las escaleras, pero la batalla continuaba en el tercer piso.
Al salir al pasillo superior pudieron oír a los hombres de Kassarie, que resistían frente a la puerta de la torre derruida. Los corredores eran demasiado estrechos para una batalla campal y la lucha se había extendido a las habitaciones laterales. Después de atravesar el portal, vieron varios cuerpos caídos sobre costosos muebles volcados. El metálico sonido de las espadas parecía venir desde todas partes a un tiempo. La sangre recién derramada manchaba los elegantes frescos y el suelo, que en algunos lugares resultaba traicioneramente resbaladizo.
Encontraron a Micum en lo más reñido de la batalla, en el corredor del sudeste.
—¿Ha sido capturada Kassarie? —gritó Seregil, tratando de hacerse oír por encima del estrépito.
—Lo último que oí es que la estaban buscando —le contestó Micum.
—Hay una puerta detrás de ese tapiz. —Seregil señaló al tapiz que se encontraba al otro lado del corredor—. Pasa la voz: tenemos que tomarla.
Unos momentos más tarde, el grito de guerra de Klia resonó contra las paredes mientras los últimos guerreros de Kassarie arrojaban las espadas y caían de rodillas.
Abriéndose paso en medio de la confusión, Seregil alcanzó a la princesa.
—Por aquí —le dijo, mientras apartaba el tapiz para mostrarle la puerta. Intentó abrirla, pero estaba cerrada.
—¡Braknil, Tomas, abrid esto! —ordenó Klia.
Dos fornidos Guardias golpearon la puerta con los hombros y la arrancaron de sus goznes. Alec y Seregil abrieron la marcha hacia la trampilla. Klia los siguió, junto con Micum, Myrhini y varios soldados más.
La trampilla volvía a estar cerrada y la arena alisada en su lugar.
Seregil encontró la argolla, abrió la puerta y se internó en la escalera de madera. Después de evitar con mucho cuidado la trampa del rellano, llegaron al corredor subterráneo. La última puerta estaba abierta y, la cámara a la que conducía, fuertemente iluminada.
Kassarie los esperaba. Se erguía junto a la mesa, en el centro de la sala, ocultando con el cuerpo el cadáver de Corruth. Sostenía una pequeña lámpara en una mano como para iluminar el camino, y la luz que ésta despedía otorgaba a sus severas facciones un aire señorial.
En la habitación reinaba un fuerte olor a cera y aceite. Detrás de él, Alec olisqueó el aire y frunció el ceño.
Una ominosa sensación de inquietud se apoderó de Seregil; Kassarie parecía una gran serpiente dispuesta para atacar. ¿Cuánto tiempo había pasado aquí abajo, sola?
—Así que volvéis a estar aquí, ¿no es cierto? —observó con una sonrisa amarga mientras Alec y él se dejaban ver.
Klia se situó entre ellos. Aunque en otras circunstancias no fuera más que una muchacha temeraria y bonita, en este momento era una comandante y se movía con la misma severidad austera de su madre.
—Kassarie a Moirian, te arresto en el nombre de Idrilain II —anunció con una voz privada por completo de emoción—. Se te acusa de traición.
Kassarie hizo una grave reverencia.
—Salta a la vista que estáis en ventaja. Me entrego, Su Majestad, pero lo hago a vuestra superior fuerza y no a vuestro ilegítimo derecho.
—Como desees —replicó Klia mientras daba un paso hacia ella.
—Encontraréis cuanto buscáis aquí. —Kassarie señaló a toda la habitación con un amplio ademán—. Quizá, como Lord Seregil, estéis interesada en encontraros con vuestro mutuo antepasado.
Se hizo a un lado y levantó la lámpara con un gesto dramático.
—Permitidme que os presente a Lord Corruth i Glamien Yanari Meringil Bókthersa. Vuestros lacayos ya han saqueado el cuerpo, pero creo que confirmarán que os estoy diciendo la verdad.
Seregil se dio cuenta entonces, demasiado tarde, de que había olvidado decirle a Klia lo que habían encontrado. Ella dejó escapar una suave exclamación de asombro y se aproximó. Micum y los otros quedaron igualmente desconcertados; todos los ojos estaban clavados en la horripilante visión mientras Klia se inclinaba para examinar el rostro marchito.
Todos, claro está, salvo los de Alec.
Durante las últimas semanas había visto cadáveres más que suficientes. En vez de mirar a la cáscara seca que reposaba sobre el trono, se volvió hacia Kassarie y, así, fue el único en reparar en la sonrisa de deleite que se dibujaba en su rostro mientras levantaba la lámpara todavía más.
Aquel olor. Era demasiado intenso para tratarse sólo de una lámpara.
No había tiempo para advertir a Klia. Apartando a Seregil a un lado, irrumpió en la habitación mientras Kassarie arrojaba la lámpara a los pies de Klia. La habitación estaba empapada de aceite y otra cosa, algo mucho más inflamable.
Un calor abrasador absorbió el aire de sus pulmones y le quemó la piel. Alargó las manos violentamente, sujetó a Klia por el brazo y tiró de ella hacia atrás con todas sus fuerzas. A su espalda, otras manos lo aferraron y lo arrastraron hacia el bendito frío del corredor.
—¡Echadlos al suelo! —aulló Micum.
Alguien lo hizo caer al suelo de un empujón, y al instante se vio cubierto por innumerables capas y cuerpos. Muchas manos le daban fuertes palmadas en la espalda. En algún lugar por encima de él, Seregil profería insultos frenéticamente.
Cuando al fin lo destaparon, Alec vio que lo habían arrastrado hasta la base de la escalera. El calor proveniente de la cámara inundaba el pequeño corredor. En su interior, unas llamas furiosas lo ocultaban todo a la vista. No había señal de Kassarie.
Klia estaba tendida a su lado. Su hermoso rostro en forma de corazón estaba manchado de rojo y negro, y la mitad de su trenza se había quemado.
—¡Me has salvado la vida! —gimió, mientras extendía su mano hacia la de él; por los dedos y todo el revés de la mano, se veía una mezcolanza de ampollas rojizas, allí donde se había derramado el aceite hirviendo.
—Mientras el resto de nosotros teníamos la cabeza metida en el trasero —dijo Myrhini con el ceño fruncido. Mientras se limpiaba los ojos con la manga de su camisa, se arrodilló frente a Klia.
Alec sacudió la cabeza, medio aturdido.
—Ese olor… me resultaba familiar pero no podía recordar lo que era.
—Aceite de azufre, creo —dijo Myrhini.
La piel de la espalda y el cuello de Alec comenzó a dolerle, y en su rostro se dibujó una mueca.
—¡Dame eso! —Seregil le quitó por la cabeza el chaleco prestado. La parte trasera de la prenda estaba completamente quemada en algunos sitios—. Estabas ardiendo, ¿sabes? Y has perdido parte del pelo ahí detrás.
Alec se llevó una mano a la nuca; el tacto de la piel era áspero.
Cuando se miró la mano, estaba manchada de negro.
—Justo cuando empezaba a hacer de ti alguien presentable —se quejó Seregil con voz no del todo firme—. ¡Por los Pelos de Bilairy, apestas a perro quemado!