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Alec se gana su arco
Desde la ventana de la posada, los tres se dejaron caer sobre un agua tan fría como para arrebatarles el aliento de los pulmones.
Alec chapoteaba, tratando de no perder su equipaje y de mantener al mismo tiempo la cabeza por encima del agua. Una mano fuerte se cerró sobre su muñeca. Micum tiró de él hasta llevarlo a uno de los limosos pilotes que sustentaban el edificio.
—¡Silencio! —susurró Seregil en su oído.
Regresaron trabajosamente hasta los bajíos, se arrastraron hasta un estrecho banco de arena y se agazaparon allí mientras los sonidos de una búsqueda violenta resonaban sobre sus cabezas.
—Dudo que volváis a ser bienvenidos en los Peces —murmuró Micum mientras sus dientes castañeteaban.
Sobrevino entonces una vigilia fría, miserable y peligrosa. En un momento dado, tres de los soldados comenzaron a registrar la base del edificio y los tres fugitivos tuvieron que arrastrarse de vuelta a las heladas aguas, hasta que aquellos se hubieron marchado. Al cabo de aproximadamente una hora, Micum decidió que ya era seguro salir.
Mientras se alejaban arrastrándose entre las sombras que rodeaban la taberna, su aspecto resultaba realmente penoso.
Cubiertos de barro, que se había endurecido sobre sus cabellos y sus ropas, forzándolos a adoptar fantásticas formas, se movieron tan rápido como sus entumecidas piernas se lo permitían en dirección a la plaza del mercado.
Micum abría la marcha hacia el templo de Astellus, situado junto al Gremio de los Pescadores, en la plaza. Era una estructura sólida y sin ventanas, pero las grandes puertas de doble hoja de la fachada estaban elaboradamente grabadas con criaturas marinas y barcos. Por encima de ellas el dintel lucía el elaborado símbolo de la ola, propio de Astellus el Viajero. La costumbre dictaba que las puertas de sus templos no estaban jamás cerradas, así que pudieron entrar sin dificultad.
Alec nunca había estado en el interior de este lugar, aunque había pasado junto a él bastante a menudo. Las paredes enyesadas de la sala central se decoraban con fantasiosas imágenes submarinas e iconos que mostraban a los adoradores de la deidad en sus tareas cotidianas.
Junto a la capilla central, un joven acólito dormitaba en su puesto.
Pasaron a hurtadillas junto a él hasta llegar a una puerta situada en el deambulatorio, que conducía a un almacén.
Las ofrendas, los sacos con la comida para los sacerdotes y los muebles se apilaban desordenadamente por todas partes. Alec se sentó sobre un cajón de embalaje colocado en vertical mientras Micum revolvía la habitación buscando algo.
—¿No está más a la izquierda? —preguntó Seregil.
—Ya la he encontrado. —Micum abrió una trampilla en el suelo.
Alec miró por encima de su hombro y vio una escalerilla que descendía hacia la oscuridad. Un aire frío, cargado de olor a tierra, brotaba de la abertura.
—Esperemos que el alcalde haya olvidado hablar a sus invitados sobre este pasadizo —murmuró Seregil.
Micum se encogió de hombros.
—Una buena pelea hace arder el fuego de Sakor en la sangre. ¡No me importaría sentir ese calor ahora mismo!
Seregil levantó una ceja y dedicó una mirada irónica a Alec.
—Se esfuerza tanto en buscar los problemas como en evitarlos.
Con una risotada burlona, Micum comenzó a descender por la escalerilla. Alec lo siguió mientras Seregil se entretenía un momento preparando varias cajas y cajones para que cayeran sobre la trampilla cuando la cerraran. Una vez abajo, Micum revolvió el interior de su bolsa y extrajo un pequeño objeto brillante. Su pálido resplandor se derramaba entre sus dedos, proyectando un pequeño círculo de luz.
—¿Es magia? —preguntó Alec mientras se inclinaba para acercarse.
—Una piedra de luz —le dijo Seregil—. Yo perdí la mía hace un par de meses en una partida de dados, y he tenido que recurrir a la yesca y el pedernal desde entonces.
—Es una lástima que no dé ningún calor —dijo Micum. Se frotó los brazos tratando de calentarse mientras comenzaba a avanzar por el corredor.
—¿Dónde estamos?
—Es un túnel que sale de la ciudad —le explicó Micum—. Tiene dos salidas: una cerca de la ribera del lago y otra en los lindes del bosque. También el templo de Dalna tiene una. Se construyeron para poder evacuar la ciudad en secreto en el caso asedio. Francamente, no creo que funcionara. Más bien te llevaría frente al enemigo. Pero fue concebido por mercaderes, no por generales. Sea como sea, Seregil y yo lo hemos utilizado a menudo en los últimos años.
—¿Ahora hacia dónde? ¿La caverna? —Seregil estaba tiritando ostensiblemente y trataba de arrebujarse con su rígida capa.
—Es el lugar más próximo.
El pasadizo corría en línea recta desde el río. Apenas era lo bastante ancho como para que pasaran dos personas, y el techo era tan bajo que en algunos momentos Micum tenía que agacharse. Las paredes de tierra húmeda, reforzadas a intervalos con madera, despedían un frío desagradable. Después de algún tiempo, el túnel se bifurcó. Micum tomó el camino de la derecha, desenvainó la espada y susurró por encima de su hombro.
—Vigila atentamente, muchacho, no vayamos a tener compañía.
Alec se dispuso a sacar su propia espada pero Seregil le apartó la mano de la empuñadura de un golpe.
—Ni se te ocurra —dijo—. No podrías combatir y, en el caso de que tropezaras, probablemente atravesarías a Micum. Si nos encontramos con alguien, retrocede conmigo y quítate de en medio.
Pero no encontraron nada, aparte de unas pocas ratas y unas cuantas salamandras que se arrastraban con lentitud; muy pronto, el túnel comenzó a inclinarse hacia arriba hasta desembocar en una estrecha caverna. Apenas era más que una delgada grieta en la roca, y el suelo estaba curvado formando una abrupta V, lo que dificultaba el paso.
Desollándose las espinillas, las manos y las cabezas contra afiladas piedras, treparon por la fisura. Al llegar a la parte más alta, Micum guardó en su bolsillo la piedra luminosa y luego atravesaron a trancas y barrancas una densa espesura de zarzas que crecía en la boca de la caverna.
Alec lanzó una mirada en derredor y descubrió que se encontraban en algún lugar del bosque; a su alrededor se erguían robles, abedules y abetos. La luna proyectaba una malla de luz a través del dosel de ramas que había sobre ellos. Quedaban pocas horas para el amanecer y todo estaba tranquilo.
Seregil temblaba más violentamente que los otros.
—Nunca has soportado bien el frío —dijo Micum mientras se desabrochaba la capa. Cuando Seregil trató de apartarse, Micum lo detuvo con una mirada severa y la colocó sobre sus hombros.
—Reserva tu orgullo para días más cálidos, maldito idiota. El chico y yo ya te conocemos. Te falta aguante. Vamos.
Todavía tiritando, Seregil anudó la capa alrededor de su cuello sin decir nada más.
Moviéndose en silencio sobre la tierra cubierta de nieve, se internaron en el bosque. El camino subía y bajaba abruptamente y la oscuridad que los rodeaba era muy densa, pero Micum caminaba con la misma confianza que si anduviesen de excursión por una senda bien delimitada.
Encontraron otra cueva en la ladera de una colina. Era más espaciosa que la anterior y la entrada estaba a la vista. Profunda y de techo elevado, conforme se adentraba en el corazón de la colina se iba estrechando hasta convertirse en un pasadizo. Alec y Seregil eran lo suficientemente delgados como para pasar sin problemas, pero Micum gruñía y maldecía mientras trataba de abrirse camino.
—No recuerdo que tuvieras tantos problemas hace unos años —señaló Seregil.
—Cierra la boca. —Micum consiguió al fin liberarse y resolló.
La hendidura describía varios giros muy pronunciados y en varias ocasiones pareció estar a punto de cerrarse por completo, pero finalmente desembocó en un espacio más amplio. Micum volvió a sacar la piedra de luz y Alec pudo ver que habían llegado a otra caverna, bastante grande.
Junto a un círculo de piedras yacían varios maderos preparados para ser prendidos. Seregil se agachó junto a ellos, encontró un pequeño jarro, extrajo de él lo que parecían ser unos carbones ardientes y los arrojó sobre la yesca.
—Más magia para ti —sonriendo, le tendió el jarro a Alec. En su interior brillaban como rescoldos numerosas piedras pequeñas que, al igual que la piedra de luz, no emitían calor.
—Son piedras de fuego —le explicó—. Ten cuidado con ellas. No te quemarán la piel pero, en el mismo instante en que entren en contacto con cualquier cosa inflamable, como tela, madera o pergamino, la harán arder. He visto demasiados accidentes como para arriesgarme a llevarlas en mis viajes.
Las llamas lamieron rápidamente la madera seca, disipando el frío y la oscuridad. Hacia arriba, la cámara se estrechaba hasta convertirse en una mera hendidura, y el humo escapaba por esta chimenea natural. Sobre diversos salientes descansaban mantas dobladas, leña y jarros de arcilla, y junto a las paredes había varios jergones hechos con helechos secos y ramas de abeto.
—Es un buen escondite —dijo Alec con admiración.
—Micum lo encontró hace ya mucho tiempo —dijo Seregil, mientras se aproximaba al fuego cuanto le era posible—. Sólo lo conocemos nosotros y unos pocos amigos más. ¿Quién ha sido el último en estar aquí?
Micum examinó el estante de piedra sobre el que descansaban los jarros y levantó una pluma negra.
—Erisa. Debe de haberse detenido aquí antes de ir a la ciudad. Veamos lo que ha dejado en la despensa.
Llevó algunos de los jarros junto a la fogata y examinó los símbolos grabados con todo cuidado sobre los sellos de cera.
—Vamos a ver… Hay una abeja en éste, esto es miel. Una gavilla de trigo, esto es pan de viaje. Una abeja y una copa… hidromiel. ¿Qué tienes tú?
—No estoy seguro. —Seregil sostuvo uno de los jarros frente a la luz—. Venado seco. Y aquí hay algo de tabaco para ti.
—Bendito sea su corazón bondadoso. —Micum sacó de algún lugar de su túnica una pipa y la llenó—. He debido de perder mi bolsa mientras escapábamos.
—Y estos dos parecen contener hierbas —continuó Seregil—. Creo que es milenrama y camomila. Vaya, parece que gracias a nuestro buen amigo Micum Cavish no necesitaremos buscar a un curandero. ¡Ahora lo único que necesito es secarme!
Se quitaron sus sucias vestiduras, las tendieron cerca del fuego y se envolvieron en mantas.
Alec estaba demasiado helado para preocuparse por el decoro, así que, por una vez, no apartó la vista. Reparó entonces en que los cuerpos de sus dos compañeros tenían varias cicatrices, aunque las de Micum Cavish eran mucho más numerosas y parecían bastante más serias. La peor de todas era una pálida y gruesa franja que comenzaba justo debajo de su clavícula derecha y atravesaba todo su torso hasta terminar junto al ombligo. Advirtiendo el interés del muchacho, se acercó a la luz y pasó orgullosamente el pulgar por encima de la cicatriz.
—Nunca he estado más cerca de las Puertas de Bilairy —encendió su pipa y exhaló unos cuantos anillos de humo—. Fue hace nueve inviernos, ¿no es verdad, Seregil?
—Creo que así fue. —Seregil guiñó un ojo a Alec—. Viajábamos a lo largo de la costa del Mar Muerto cuando tuvimos la desgracia de toparnos con un puñado de nómadas particularmente poco amistosos.
—¡Poco amistosos! —bufó Micum—. Nunca había visto antes a los de su raza… gigantes peludos. Aun hoy no supimos de dónde venían. Estaban demasiado ocupados tratando de asesinarnos como para responder preguntas. Una tarde tropezamos con su campamento por accidente y decidimos saludarlos y tratar de comerciar para conseguir víveres. Pero justo cuando llegábamos junto a sus tiendas, un grupo de ellos, grandes como osos y dos veces peores, apareció desde ninguna parte y cargó sobre nosotros. Íbamos a caballo, pero antes de que supiéramos lo que estaba ocurriendo, nos habían rodeado. Utilizaban un arma semejante a un mayal: un mango muy largo con varias cadenas en un extremo, de casi un metro de longitud. Sólo que los eslabones de las cadenas habían sido alisados y los bordes cortaban como cuchillas. Naturalmente, no lo descubrimos hasta que la pelea dio comienzo. Cyril perdió un brazo, cortado de cuajo y Berrrit recibió un golpe en el rostro que lo dejó ciego y murió poco después. Uno de esos bastardos cortó las patas de mi caballo y se arrojó sobre mí. Fue entonces cuando conseguí esta belleza —volvió a pasar una mano sobre la nudosa cresta de carne—. Estaba enredado con los estribos, pero conseguí desenvainar mi espada a tiempo para bloquear su golpe… o al menos todo, salvo una de las cadenas, que atravesó el chaleco de cuero y desgarró mi carne hasta tocar hueso. Si no hubiera parado el resto, creo que me habría partido por la mitad. En cualquier caso, Seregil apareció entonces, no sé desde dónde, y lo mató justo cuando se preparaba para atacar de nuevo. Fue una suerte que el drisiano Valerius viajase con nosotros, porque si no, creo que hubiera muerto allí mismo.
—Supongo que ésta es la peor de las mías —dijo Seregil mientras mostraba a Alec una profunda herida dentada a ambos lados de su delgado muslo—. Estaba explorando el castillo abandonado de una bruja. Había muerto varios años antes, pero muchos de los encantamientos y trampas que protegían el lugar seguían funcionando. Hasta entonces yo había sido muy cuidadoso, había encontrado todos los símbolos y había desactivado, uno tras otro, todos los mecanismos. Ella era una especie de genio en lo que a las trampas se refiere y yo me sentía bastante orgulloso de mí mismo. Pero no importa lo bueno que seas. Siempre hay una trampa con tu nombre en alguna parte, y aquel día yo encontré la que llevaba el mío. Se me pasó por alto algún mecanismo, y lo siguiente que supe que es mi pie atravesaba el suelo, una estaca de acero brotaba de alguna parte y me atravesaba la pierna como un arpón a un pez. Un centímetro más a la izquierda y me habría desangrado. No había espacio suficiente en el agujero para que pudiera liberarme, así que la única alternativa posible parecía ser cortarme la pierna. Pero no soporto el dolor. Por lo poco que recuerdo, grité hasta caer desmayado. Entonces Micum me encontró y me sacó de allí. Me temo que no es una historia demasiado heroica.
Alec había sacado el arco de su funda para comprobar si había sufrido algún daño. Sin levantar la mirada, dijo tímidamente:
—Pero fuisteis lo bastante valiente para entrar allí e intentarlo.
—Parece que de pronto has perdido la memoria —se burló Seregil mientras le pasaba el jarro de hidromiel—. ¿No eres tú el mismo muchacho medio hambriento que sobrevivió a las mazmorras de Asengai y escapó conmigo? Y eso por no mencionar lo que hemos hecho esta noche. No está mal para alguien que ni siquiera es adulto.
Alec se encogió de hombros, azorado.
—Eso no fue valor. No podía hacer otra cosa.
Micum rió con aire sombrío.
—¡Por Sakor, entonces has aprendido el secreto del valor! Todo lo que necesitas es un poco de entrenamiento.
Alargó un brazo por encima del fuego y tomó el jarro de hidromiel de las manos de Seregil.
—¿Qué pensáis hacer ahora?
Seregil sacudió la cabeza.
—Había planeado que nos uniéramos a alguna caravana que siguiera la Vía Dorada hasta Nanta, pero ahora no estoy tan seguro. ¿A qué ha venido lo de esta noche? Estaba seguro de que nadie nos había visto.
—Yo vigilaba la casa desde la plaza. Todo estuvo tranquilo hasta pasado un buen rato después de que os marcharais de allí. La fiesta terminó poco después, los invitados se fueron a sus casas y la mayoría de las luces del interior se apagaron. Estaba a punto de irme cuando se desató el caos. Alguien comenzó a gritar y, de pronto, se encendían luces por toda la casa y había soldados corriendo de acá para allá, por todas partes. Me acerqué todo lo que pude, lo que no resultaba demasiado difícil en medio de aquella excitación, y me asomé al salón. Ese hombre alto, Boraneus, había acorralado al alcalde contra una esquina. Lo único que pude oír es que todo aquel que hubiera estado en la fiesta tenía que ser arrestado y llevado inmediatamente a su presencia. Fue entonces cuando corrí para avisaros. Esos plenimaranos son gente muy bien organizada. No creí que llegara a tiempo.
Seregil se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo índice.
—Si alguien nos hubiera visto en aquel momento, no estarían arrestando a todos los invitados. Yo diría que hemos tenido suerte.
—¿Y que es exactamente lo que robaste?
—Sólo esto. —Seregil revolvió la bolsa de su cinturón y le tendió a Micum el disco de madera—. Quería mostrarle el diseño a Nysander.
Micum le dio la vuelta sobre la palma de su mano y se lo devolvió a Seregil.
—Yo diría que parecen la pieza de algún juego. No es la clase de cosa por la que alguien organizaría todo este alboroto. Sabes, es posible que no seáis los únicos que hayan estado rondando por la mansión esta noche. Pudiera ser que alguno de los guardias tuviera los dedos muy largos.
—Vimos a uno saliendo de la habitación de Boraneus poco antes de que nosotros entráramos. Llevaba un cofre —recordó Alec—. Y alguien estuvo a punto de descubrirnos en la otra habitación mientras salíamos. Podría haber sido uno de ellos.
—Supongo que sí. —Seregil frunció el ceño un momento, con la mirada perdida en el fuego—. En cualquier caso, al escapar de la manera en que lo hicimos, nos hemos asegurado de parecer culpables. Creo que debemos evitar la Vía Dorada. Encontraremos algunos caballos…
—¿Encontrar? —le interrumpió Micum con ironía.
—… y nos dirigiremos a campo traviesa hasta el Vado de Boersby —continuó Seregil sin hacer caso a su interrupción—. Es distancia más que suficiente como para permitirnos despistar a cualesquiera perseguidores que vayan detrás de nosotros. Una vez allí, podremos remontar el Folcwine hasta llegar a Nanta. Con suerte, habremos llegado en menos de una semana. Si el tiempo lo permite, cogeremos un barco que nos lleve hasta Rhíminee.
—Por mi parte, creo que me mantendré alejado de Herbaleda hasta que los plenimaranos se hayan marchado —dijo Micum mientras se tendía sobre uno de los jergones y bostezaba—. Os acompañaré hasta Boersby, por si os encontráis con algún problema.
—¿Sabes si te vieron?
—No estoy seguro. Los tuve pisándome los talones hasta que llegué a Los Tres Peces. Más vale a salvo que muerto, ¿eh?
Protegidos en la oculta caverna, durmieron profundamente hasta la tarde.
—Será mejor que esperemos a que oscurezca antes de ponernos en marcha —dijo Seregil, mirando con los ojos entornados al delgado haz de luz que se colaba por el agujero del humo. Sacó el arpa de su funda y, satisfecho al comprobar que había sobrevivido a los chapuzones de la pasada noche, comenzó a afinarla—. Todavía nos quedan algunas horas por delante. Micum, ¿por qué no le das a mi aprendiz unas pocas lecciones de esgrima? Será beneficioso para él aprender tus métodos, además de los míos.
Micum guiñó un ojo a Alec.
—Lo que quiere decir es que mi estilo no es tan elegante como el suyo pero resulta más o menos eficaz.
—Vamos, vamos, viejo amigo —objetó Seregil—. Tendría dificultades si me enfrentase a ti en un combate.
—Eso es cierto. Pero lo que sí me preocuparía es no tenerte delante de mí. Vamos Alec. Te enseñaré algunos métodos honestos.
Micum comenzó con los fundamentos, enseñando a Alec cómo blandir el arma sin desequilibrarse, las posturas que dificultaban los ataques de su oponente y algunas maniobras simples de tajo y parada. Seregil terminó de afinar el arpa y comenzó perezosamente a desgranar una melodía, deteniéndose ocasionalmente para ofrecer algún consejo o hacer alguna objeción en cuestiones de estilo.
Mientras Alec seguía con dificultades las lecciones que Micum le estaba ofreciendo, comenzó a sospechar que estaba aprendiendo de dos maestros de habilidad inusitada. El brazo comenzó a dolerle muy pronto de tanto detener los fingidos ataques de Micum. Aunque la espada de éste era más pesada que la suya, el hombre la blandía con soltura, como si no pesase más que un guante.
—Lo siento —dijo Alec al fin, mientras se limpiaba el sudor de la frente—. Es difícil hacerlo, moviéndose con tal lentitud.
Micum sacudió los hombros.
—Lo es, cierto. Pero debes aprender a controlar tus movimientos y a dirigir la hoja. No puedes limitarte a agitarla hasta que golpee algo. Vamos, Seregil, enseñémosle cómo se hace.
—Estoy ocupado —replicó Seregil, que trataba de ejecutar a la perfección un pasaje especialmente complicado de la pieza que estaba tocando.
Micum se acercó a él y gruñó.
—¡Aparta ese juguete ridículo, hijo de mil madres, y muéstrame tu acero!
Con un suspiro, Seregil depositó el arpa a un lado.
—Pobre de mí. Eso suena como un desafío…
Moviéndose como una exhalación junto a Micum, se puso en pie de un salto, desenvainó su espada y lanzó un golpe con la parte plana de la hoja contra el brazo de Micum que sostenía el arma. Éste bloqueó el ataque y contraatacó. Entonces, con una sonrisa fiera en los labios e intercambiando encendidos insultos, comenzaron a combatir de un lado a otro de la caverna. Alec, temiendo que lo tiraran al suelo, decidió sabiamente retirarse a una grieta estrecha y apartada, situada al fondo de la cámara. Desde allí observó con deleite y admiración cómo los dos hombres se movían sobre el irregular piso con la gracia de acróbatas o bailarines.
Al principio le pareció que Seregil pasaba más tiempo tratando de esquivar los ataques que devolviéndolos. Sus movimientos, un salto aquí y otro allá, la espada, moviéndose como un relámpago para bloquear un golpe y retirándose de inmediato, no parecían costarle esfuerzo alguno y, a su vez, obligaban a Micum a cambiar la postura para perseguirlo. Pero tampoco es que Micum fuera un torpe oso.
Había una elegancia poderosa en sus movimientos, un ritmo firme e implacable en la destreza con la que ejecutaba sus ataques. Pronto, Alec no fue capaz de decir si Micum atacaba o perseguía o si Seregil retrocedía o se hacía seguir.
La fingida batalla terminó en una especie de empate; eligiendo el momento preciso, Micum lanzó un ataque de costado que arrebató la espada de la mano de Seregil y rasgó un jirón de su túnica.
Sin embargo, al mismo tiempo, un delgado estilete apareció de alguna manera en la mano de Seregil y, con un movimiento brusco, éste condujo su punta hasta el jubón de Micum, justo por debajo del corazón. Ambos se quedaron helados un instante y entonces se separaron entre carcajadas.
—¡Así que, codo con codo, nos encaminamos tambaleantes hasta las puertas de Bilairy! —dijo Micum mientras envainaba la espada—. Por lo que veo, me has estropeado el jubón.
—Y tú le has hecho un agujero a mi túnica nueva.
—¡Por Sakor! ¡Que eso te enseñe a no entrometer esa arma de damisela en medio de un combate a espada! Bastardo rastrero…
—¿No es eso hacer trampas? —dijo Alec emergiendo de la grieta en la que había buscado refugio.
Seregil guiñó un ojo al muchacho y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Por supuesto!
—No es de extrañar que te encomiendes a las Manos de Illior —gruñó Micum con fingida exasperación—. Siempre tengo que vigilarte las dos manos.
—Illior y Sakor. —Alec sacudió la cabeza—. Decís que son como mis dioses pero que en el norte los hemos olvidado.
—Así es —dijo Seregil—. Dalna, Astellus, Sakor e Illior. Forman la Tétrada Sagrada. Si vamos a ir a Eskalia, tendrás que aprender algo más sobre ellos.
Micum elevó la mirada.
—Ahora nos quedaremos aquí toda una semana. ¡Es peor que un sacerdote en estas cosas!
Seregil ignoró la protesta.
—Cada uno de ellos gobierna un aspecto diferente de la vida —explicó—. Y todos ellos poseen la dualidad sagrada.
—¿Queréis decir como Astellus, que ayuda a los nacimientos y guía a los muertos? —preguntó Alec.
—Exacto.
—¿Y los otros?
—Sakor protege el hogar y dirige al sol —le dijo Micum—. Es amigo de todo soldado, pero también inflama las mentes de tus enemigos y trae las tormentas y la sequía.
Alec se volvió hacia Seregil.
—Vos siempre os encomendáis a Illior.
—¿Dónde está la moneda que te di? —Seregil la tomó y le dio la vuelta para mostrar la cara en la que aparecía la luna creciente—. Este es el símbolo de Illior más habitual. Representa la revelación parcial de un misterio mayor. El Portador de la Luz nos otorga los sueños y la magia y protege a los videntes y hechiceros e incluso a los ladrones. Pero Illior es también padre de las pesadillas y la locura. Las cuatro deidades que forman la Tétrada son una mezcla de bien y mal, bendición y maldición. Algunos incluso creen que son al mismo tiempo femeninos y masculinos, en vez de una de las dos cosas. Los Inmortales nos muestran que en la naturaleza de las cosas reside una mezcla del bien y del mal; separa uno del otro y ambos perderán su significado. Esta es la fuerza de la Tétrada.
—En otras palabras, si debe haber sacerdotes, también debe haber asesinos —observó Micum con ironía.
—Exacto, así que mi añagaza en la pelea es en realidad un acto sagrado.
—Pero ¿qué hay de los otros dioses? —preguntó Alec—. Ashi y Mor de las Aves y Bilairy y todos los demás…
—En su mayor parte son espíritus y leyendas del norte —dijo Seregil mientras se ponía en pie para recoger sus pertenencias—. Y Bilairy no es más que el guardián de la puerta de las almas, el que se asegura de que ninguna abandona este mundo antes de lo que ha decretado el Hacedor. Por lo que yo sé, sólo ha existido un dios lo suficientemente poderoso como para desafiar a la Tétrada… y era un dios malvado y oscuro.
—Te refieres a Seriamaius, supongo —dijo Micum.
Seregil realizó un rápido ademán, como si pretendiera alejar alguna maldición.
—¡Ya sabes que trae mala suerte pronunciar el nombre del Dios Vacío! Incluso Nysander lo dice.
—¡Seguidores de Illior! —el hombretón bufó y dio un codazo a Alec—. Tienen tantas supersticiones que si las pusieran todas en fila se extenderían más de un kilómetro. En todo caso no es más que una leyenda, elaborada por los nigromantes allá en los tiempos de la Gran Guerra. Y el buen dios acero acabó con ellos.
—No sin la considerable ayuda de los drisianos y de los magos —replicó Seregil—. Y no olvides que fue necesaria la alianza de los Aurénfaie para derrotarlos.
—Pero ¿qué hay del otro dios? —preguntó Alec, sintiendo que un estremecimiento recoma su espalda—. ¿De dónde vino si no era parte de la Tétrada?
Seregil ajustó las correas de su mochila.
—Se dice que los plenimaranos trajeron consigo el culto del Dios Vacío desde algún lugar situado al otro lado del mar. Se supone que incluía toda clase de ceremonias horribles. Al parecer, esta deidad se alimentaba de la energía viviente del mundo. Concedía grandes poderes y dones a sus fieles, pero siempre a cambio de un precio terrible. Y a pesar de ello, sigue habiendo quienes persiguen ese poder, sin importarles el riesgo.
—¿Y se supone que fue ese Dios Vacío el que provocó esa gran guerra?
—En aquellos tiempos su culto estaría ya bien establecido…
—¡Por la Llama de Sakor, Seregil! Un hombre podría pasarse toda la vida esperando a que tomaras aliento una vez que has empezado a hablar —le interrumpió Micum con impaciencia—. Nos espera un largo viaje y tenemos que «encontrar» unos caballos.
Seregil le contestó con un gesto grosero, se dirigió a la repisa sobre la que descansaban los víveres y dejó unas cuantas monedas.
—No tenemos mucho para la despensa, pero creo que esto bastará —reemplazó la pluma de Erisa con una cuerda anudada.
Micum extrajo de una bolsa una pequeña piña y la añadió a la cuerda.
—Ahora que conoces el lugar, necesitas una señal para ti —dijo a Alec—. Es de buena educación hacer saber a los otros que has estado aquí.
Alec sacó uno de sus penachos y lo depositó junto a las otras cosas. Micum le dio una palmada de aprobación en el hombro.
—Creo que no hace falta que te pida que guardes nuestro secreto.
Alec asintió, incómodo y se volvió para recoger su equipaje, esperando que los otros no hubieran advertido que se había ruborizado. Fueran quienes fuesen en verdad estos hombres, se sentía bien por gozar de su confianza.
Abandonaron el bosque tan pronto como hubo oscurecido y desandaron el camino dirigiéndose hacia los lindes de las tierras de labranza que rodeaban a la ciudad. Era imposible no dejar un rastro sobre la tierra cubierta de nieve, así que siguieron los caminos secundarios y las sendas siempre que les era posible. Vigilaban cada granja mientras pasaban junto a ellas.
Cuando se hubieron apagado las últimas luces en la lejana ciudad, Seregil se detuvo sobre un alto con vistas a una próspera propiedad.
—Eso es exactamente lo que necesitamos —dijo—. Casa a oscuras y establo grande.
—Buena elección —dijo Micum mientras se frotaba las manos con regocijo—. Es la casa de Doblevain. Cría los mejores caballos de la zona. Tú ocúpate de los animales. Alec y yo buscaremos los arreos.
—Está bien. —Seregil se mostró de acuerdo—. Alec, continuaremos tu educación con una lección sobre robo de caballos.
Siguiendo el camino y la pisoteada tierra del corral consiguieron no dejar apenas rastro al aproximarse a los establos. Sin embargo, justo cuando estaban a punto de llegar a la puerta, dos grandes perros mestizos de pelo erizado emergieron de las sombras y avanzaron hacia ellos.
Seregil se volvió con calma, habló con suavidad e hizo con la mano izquierda el mismo signo que Alec le había visto utilizar con el perro del ciego unos días atrás. Ambos animales se detuvieron un instante, y entonces trotaron hacia delante y comenzaron a lamer la mano de Seregil mientras meneaban el rabo con alegría. Él los acarició debajo de las orejas mientras murmuraba algo en tono amistoso.
Micum sacudió la cabeza.
—¡Lo que yo daría por ser capaz de hacer eso! Tiene mano de drisiano con los animales. Debe de venirle de su…
—Vamos, vamos, no tenemos toda la noche —le interrumpió Seregil con impaciencia. Alec creyó ver que le hacía un gesto a Micum, pero no sabía de qué se trataba.
Los postigos de las ventanas del establo estaban cerrados, así que decidieron arriesgarse a utilizar algo de luz. De mala gana, Micum rompió su piedra de luz en dos mitades y le entregó una de ellas a Seregil. Con la luz de la mitad que había conservado, Alec y él no tardaron en encontrar la pequeña habitación en la que se guardaban los arreos y comenzaron a reunir las sillas de montar y el resto del equipo necesario.
Casi al instante, Seregil emergió de la densa oscuridad del establo llevando consigo tres lustrosos corceles. Los perros seguían pegados a sus talones, aparentemente muy contentos.
Mientras conducían a sus monturas lejos de la granja, comenzaron lentamente a caer unos copos de nieve. Cuando Seregil juzgó que se habían alejado lo suficiente como para que no pudiesen oírlos, montaron y se alejaron a galope por los campos, confiados en que la nevada que comenzaba a caer cubriría sus huellas.
A la salida del sol ya habían cubierto los kilómetros de peladas colinas que mediaban entre Herbaleda y el Bosque de Folcwine.
Gavillar, un pueblo situado junto al linde norte del bosque, estaba a la vista, pero lo evitaron y se adentraron en el camino que atravesaba el bosque.
El camino, así como las ramas de los árboles que lo flanqueaban, estaba cubierto por una espesa capa de nieve recién caída. El cielo era una imperturbable mancha gris.
Seregil y Micum marchaban algunos pasos por delante de Alec, y en aquel momento mantenían una conversación. Mientras los observaba, Alec se preguntó cómo era posible que su pasada vida, y con ella el sencillo cazador que hasta entonces había sido, le pareciese encontrarse a tantos años de distancia.
Perdido como estaba en sus propios pensamientos, tardó varios segundos en relacionar el terrible dolor que de pronto había estallado en la parte alta de su muslo izquierdo y la flecha que sobresalía del costado de su caballo, justo delante de la cincha de la correa. El animal relinchó y lo arrojó al suelo, y entonces huyó desbocado camino adelante.
La nieve amortiguó su caída. Perplejo, alargó la mano hacia abajo y tocó el corte de su pierna. La herida era superficial, pero la sorpresa parecía haberlo dejado momentáneamente paralizado. Sólo cuando se hubo asegurado de que su arco no había sufrido ningún daño comprendió del todo lo que estaba ocurriendo. Como si el tiempo se hubiera detenido un instante y estuviera de repente reanudando su discurrir normal, el aire a su alrededor fue inundado por una llovizna de flechas.
—¡Alec, escóndete! —exclamó Seregil desde algún lugar cercano.
Recogiendo el arco y el carcaj, Alec se dejó caer y se arrastró sobre el vientre hasta el árbol más próximo. Una vez a salvo, asomó cuidadosamente la cabeza alrededor del tronco y, demasiado tarde, advirtió que Micum se encontraba al otro lado del camino. A unos sesenta metros de distancia, en el camino, cuatro arqueros les arrojaban una salva de flechas. Al mismo tiempo, otros tantos se aproximaban a él entre los árboles.
Los arqueros volvieron a atacar; las flechas cortaron el aire con un silbido, arrancaron varias ramas que cayeron sobre él y se clavaron en los árboles tras los que se cobijaba. No había ni rastro de Seregil, salvo una serie de pisadas que se internaban entre los árboles, más allá de Micum. Abandonado más o menos a su suerte, Alec sabía cuál debía ser su próximo movimiento.
Su corazón latía con fuerza mientras colocaba una flecha en la cuerda del arco y, por primera vez en su vida, apuntaba a un hombre.
Los arqueros, de pie y al descubierto en medio del camino, eran objetivos fáciles pero, por mucho que lo intentaba, Alec no era capaz de mantener firme el pulso. Asustado por el repentino relincho de un caballo, soltó la cuerda demasiado pronto y la flecha fue a clavarse en uno de los árboles. La montura de Micum se desplomó sobre la nieve justo delante de él, con una flecha clavada en la garganta. Otro proyectil se hundió en el pecho del animal, arrancándole un postrero aullido quejumbroso.
—Los bastardos saben lo que hacen al apuntar a los caballos —le gritó Micum desde el otro lado—. Espero que te queden algunas flechas. Estoy atrapado aquí.
Alec extrajo una segunda flecha y tiró de la cuerda hasta que los penachos estuvieron junto a su oído.
—¡Oh, Dalna! —susurró mientras el brazo que sostenía el arco volvía a flaquear—. ¡Dame fuerzas para disparar!
Maldita sea, no podrá hacerlo, Pensó Micum alarmado, al ver el rostro de Alec.
Antes de que pudiera decidir cómo cruzaría el camino para acudir en su ayuda, un bandido armado con una espada apareció entre los árboles y arremetió contra él.
Encomendando a Alec a sus dioses en silencio, Micum se volvió para enfrentarse al ataque.
Era su costumbre mirar a los ojos de su oponente mientras luchaba; en aquella cara morena y cubierta de cicatrices no se leía ningún miedo. Sus espadas interpretaron una música tosca y sombría mientras cada uno de ellos, consciente de lo incierto del piso que escondía la nieve, trataba de conseguir que el otro diera un mal paso.
Repentinamente, Micum vio que la mirada del hombre se dirigía un instante hacia la izquierda. Saltando a un lado, se volvió hacia el segundo espadachín antes que tuviera tiempo de golpearlo por la espalda. El primero de los asaltantes, pensando que Micum se había desequilibrado, se abalanzó sobre él sin precaución y la espada de éste se hundió bajo sus costillas.
Mientras liberaba la hoja de un tirón, Micum advirtió un movimiento por el rabillo del ojo y logró evitar por muy poco un tajo que se dirigía a su hombro, lanzado por un tercer atacante.
Desenvainó una larga daga y retrocedió, tratando de mantener a los dos frente a sí. Éstos eran más jóvenes, menos seguros que el primero, pero a pesar de ello conocían bien su oficio. Avanzaban lentamente y de costado, como lobos, manteniéndose a bastante distancia el uno del otro, de manera que fuera difícil defenderse de ambos. Uno le lanzaba un tajo, obligándolo a pararlo con el arma, mientras el otro trataba de desjarretarlo desde su lado desprotegido.
Pero Micum había luchado en demasiados combates como éste para dejarse acorralar. Utilizando la espada y la daga, conseguía desviar sus ataques e incluso devolver algunos de los golpes.
Después de hacer un corte en el brazo a uno de ellos, dijo con voz confiada y tranquila:
—Creo que es justo que os advierta de que mi bolsa está demasiado vacía como para tomarse tantas molestias para conseguirla.
Sus atacantes intercambiaron una mirada rápida, pero sólo respondieron redoblando sus ataques.
—Como deseéis.
El hombre de su derecha fintó una acometida y logró darle un corte bajo las costillas lo suficientemente profundo para hacerle recordar la cota de malla que había abandonado en Herbaleda. Sin embargo, mientras retrocedía de un salto, su atacante resbaló sobre la nieve y trastabilló. Micum le dio muerte antes de que pudiera recuperar el equilibrio. Se disponía a volverse para enfrentar al último de los atacantes, cuando un fuerte golpe desde detrás lo hizo caer de rodillas. Miró hacia abajo: una flecha sobresalía de su jubón de cuero, justo por debajo del brazo derecho. Los dos espadachines, incapaces de superar su defensa, habían logrado en cambio empujarlo hacia atrás hasta colocarlo a la vista y al alcance de los arqueros.
Me lo tengo bien merecido por no prestar atención, pensó enfurecido. El espadachín se preparaba para administrar el golpe definitivo. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, cayó hacia atrás. Una flecha de penachos rojos se había hundido de lleno en su pecho.
Micum retrocedió en busca de cobijo y lanzó una mirada al otro lado del camino. Alec, arrodillado detrás del caballo muerto, devolvía los flechazos de los arqueros con una lluvia de siseante muerte. Dos de ellos ya habían caído y el tercero lo hizo mientras Micum miraba.
—Por la Llama —jadeó—. ¡Por la Llama!
Seregil desapareció en el bosque al primer signo de emboscada.
Avanzó describiendo una curva muy pronunciada, esquivó a tres espadachines que se dirigían hacia Alec y entonces se adelantó y se interpuso en su camino. Se ocultó detrás de un árbol caído hasta que los tuvo encima. Cuando el tercero hubo pasado a su lado, dio un salto, cayó sobre él y lo abatió de un tajo en el cuello. El segundo se volvió justo a tiempo de recibir la hoja de Seregil en la garganta.
Desgraciadamente, el tercer hombre, un grande y corpulento villano armado con una espada ancha, tuvo tiempo de sobra para aprestar su defensa. Detuvo el primero de los golpes con la espada y lo empujó hacia atrás en un intento por arrancarle el arma de la mano.
Seregil no soltó la espada, pero la fuerza del golpe provocó que su brazo se conmocionara. Consideró la posibilidad de retirarse hacia los árboles, pero la nieve era demasiado densa como para correr.
Retrocedió un paso y evaluó a su oponente.
Evidentemente, el otro hombre estaba haciendo lo mismo; señaló con gesto despectivo la delgada espada de Seregil, escupió sobre la nieve y entonces lanzó un poderoso mandoble en dirección a su cabeza. Seregil sacó una daga, se agachó y se abalanzó sobre las rodillas de su adversario. El inesperado movimiento cogió desprevenido al otro y le hizo vacilar el tiempo suficiente para que Seregil clavara la daga en su muslo. Con un aullido de dolor, el hombre retrocedió tambaleándose y, como Seregil lo seguía, se arrojó sobre él intentando inmovilizarlo.
Caído de bruces bajo el superior peso del hombretón, Seregil sintió que se ahogaba sobre la nieve. A pesar de todos sus esfuerzos, era incapaz de liberarse. Entonces el peso que lo inmovilizaba se desplazó y unas manos callosas y frías se cerraron sobre su garganta, robándole el aliento. El hombre comenzó a agitarlo como si fuera una rata. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, logró elevar la pierna lo suficiente para alcanzar la parte alta de la bota. Una neblina tachonada de estrellas comenzaba a formarse frente a sus ojos, pero sus expertos dedos encontraron la empuñadura de su puñal. Con sus últimas fuerzas, la hincó entre las costillas de su enemigo.
El hombretón dejó escapar un gruñido de sorpresa y entonces se desplomó sobre él. Jadeando y casi ahogado, Seregil apartó el cuerpo a un lado y se levantó a duras penas.
—Illior ha sido misericordioso hoy —dijo apenas sin aliento mientras se inclinaba sobre el hombre para asegurarse de que estaba muerto.
Algo pasó zumbando junto a su cabeza como una avispa enfurecida y se arrojó al suelo mientras extraía el puñal del cadáver.
Pero entonces Alec, otra flecha preparada en el arco, apareció entre los árboles. El muslo izquierdo del muchacho sangraba y estaba terriblemente pálido. Micum Cavish venía con él, sosteniendo un jirón de tela empapado en sangre contra su costado.
—Detrás de ti. —Micum señaló con un asentimiento de la cabeza por encima del hombro de Seregil.
Éste se volvió. Otro de los asaltantes yacía muerto sobre la nieve apenas a un metro de él, con una flecha de penachos rojos clavada profundamente en la garganta.
—Bueno —jadeó mientras se ponía en pie y se sacudía la nieve de la ropa—. Yo diría que acabas de pagarme ese arco.
—¡Por Sakor, que el muchacho sabe disparar! —Micum sonreía abiertamente—. Acaba de salvarme la vida allá en el camino, y después ha despachado a otros dos como si tal cosa. Venía a ayudarme cuando vio que otro escapaba corriendo a través de los árboles.
—Maldita sea —musitó Seregil mientras recuperaba sus armas y registraba los cadáveres que lo rodeaban—. Recupera tu flecha de ese, Alec.
Alec se aproximó al muerto y, con sumo cuidado, tiró del astil que sobresalía de su garganta. Cuando extrajo la flecha, la cabeza del hombre giró hacia un lado y sus ojos abiertos parecieron posarse sobre aquel que lo había matado. Alec retrocedió sobresaltado y limpió cuidadosamente la flecha en la nieve antes de volver a depositarla en el carcaj.
De vuelta en el camino, amontonaron los cadáveres, que se hallaban diseminados por todas partes. Alec extrajo la flecha del primer hombre al que había disparado pero, antes de que pudiera limpiarla, Micum se la arrebató.
—Ese ha sido tu primer hombre, ¿no es así? —preguntó.
—Micum, eso no es para él —le advirtió Seregil, sabiendo lo que su compañero iba a hacer.
—Las cosas han de hacerse como han de hacerse —replicó Micum con tranquilidad—. Yo lo hice por ti, ¿recuerdas? Tú deberías hacerlo por él.
—No. Es tu ritual. —Seregil suspiró y apoyó contra un árbol—. Vamos, pues. Acaba ya con ello.
—Ven aquí Alec. Mírame —con la flecha en la mano, Micum estaba extrañamente serio—. Lo que vas a hacer responde a un doble propósito. Las viejas costumbres, las costumbres de los soldados, dicen que si te bebes la sangre de tu primer hombre, ninguno de los fantasmas de quienes mates más adelante podrá volver para atormentarte. Abre la boca.
Alec lanzó una mirada interrogante a Seregil, pero éste se limitó a encogerse de hombros y apartar la vista. Sintiendo sobre sí los imperativos ojos de Micum, Alec abrió la boca. Micum posó un instante la punta de la flecha sobre su lengua y entonces la retiró.
Seregil vio que las facciones del muchacho se encogían y recordó el sabor salado y cobrizo que había inundado su boca años antes, cuando Micum había hecho lo mismo con él. Sintió un malestar en el estómago.
Entonces, Micum puso una mano sobre el hombro de Alec.
—Sé que no te ha gustado nada lo que acabas de hacer, como tampoco te gustó tener que matar a todos esos hombres. Recuerda simplemente que lo hiciste para protegerte, a ti y a tus amigos, y que eso es una cosa buena, la única razón para matar. Pero nunca debe llegar a gustarte. Si fuera así, recuerda lo poco que te ha gustado el sabor de la sangre. ¿Comprendes?
Alec contempló las humeantes manchas carmesíes que se extendían desde los cuerpos caídos sobre la nieve y asintió.
—Comprendo.