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La Suerte de los Ladrones

Los torturadores de Asengai eran muy regulares en sus hábitos: siempre se marchaban a la caída del sol. Encadenado de nuevo en una esquina de la desprotegida celda, Alec volvió el rostro contra el basto muro de piedra y sollozó hasta que el pecho comenzó a dolerle.

Un gélido viento de las montañas ululó sobre la rejilla del techo. Traía consigo el dulce aroma de la nieve. Sin dejar de llorar, el muchacho trató de cobijarse en la paja. El roce contra las numerosas magulladuras y cortes que recorrían su piel desnuda le causó un agudo dolor, pero era lo único que tenía y, en todo caso, era mejor que nada.

Se había quedado solo. Habían colgado al molinero ayer mismo y el otro, ese que se llamaba Danker, había muerto mientras lo torturaban. No los había conocido hasta después de su captura, pero lo habían tratado con amabilidad. También lloraba por ellos. Y por el horror de sus muertes.

Mientras las lágrimas retrocedían, se preguntó una vez más por qué recibía un trato diferente, por qué Lord Asengai ordenaba siempre a los torturadores «No hagáis demasiado daño al muchacho». A él no le habían marcado con los hierros al rojo, no le habían cortado las orejas, ni lo habían azotado con el látigo de nudos, como a los otros.

Se habían limitado a golpearlo con destreza y a sumergirlo en el agua hasta casi asfixiarlo. No importaba cuántas veces le hubiera gritado a sus carceleros la verdad. No había podido convencerlos de que lo único que le había llevado hasta el remoto feudo de Lord Asengai eran las pieles de los felinos moteados.

Ya sólo esperaba que acabasen pronto con él; la muerte pendía sobre su cabeza como una liberación bienvenida, el fin de las horas de agonía, de la interminable sucesión de preguntas que ni comprendía ni podía responder. Aferrándose a este amargo consuelo, se sumió en un sueño intranquilo e intermitente.

Algún tiempo más tarde, lo despertó el familiar rumor de unas botas contra el suelo. La luz de la luna atravesaba la ventana y se derramaba sobre la paja, a su lado. Enfermo de terror, se acurrucó en las sombras.

Los pasos se aproximaron y entonces, repentinamente, estalló una aguda voz, gritando y maldiciendo. Alguien forcejeaba con los carceleros. La puerta de la celda se abrió violentamente y por un instante pudo ver, dibujadas contra la luz que proyectaba la antorcha del corredor, las figuras de dos guardianes y un prisionero que se debatía contra ellos.

El prisionero era un hombre pequeño y delgado, pero luchaba como una comadreja acorralada.

—¡Quitadme las manos de encima, animales! —gritó. Había un ligero ceceo en su voz que le quitaba hierro a la furia de sus palabras—. ¡Os ordeno que me llevéis ante vuestro señor! ¿Cómo os atrevéis a arrestarme? ¿Es que no puede un honesto bardo pasar por estas tierras sin ser molestado?

Logró liberar uno de sus brazos y lanzó un puñetazo al guardián que se encontraba a su izquierda. El hombre paró el golpe con facilidad y, sin contemplaciones, volvió a sujetar su brazo contra la espalda.

—No te impacientes —bufó el guardia mientras le daba un fuerte bofetón en la oreja—. Muy pronto te verás con nuestro señor. ¡Y desearás no haberlo hecho!

Su compañero dejó escapar una desagradable risotada.

—Así es. Antes de que haya terminado estarás cantando fuerte y sin parar —mientras decía esto, golpeó varias veces al prisionero en el rostro y el estómago, acallando toda posible protesta.

Lo arrastraron hasta la pared frente a Alec y lo esposaron de pies y manos con grilletes.

—¿Qué hay de ese? —preguntó uno de ellos, sacudiendo el pulgar en dirección a Alec—. Se lo llevarán mañana, a más tardar. ¿Qué tal un poco de diversión?

—No. Ya sabes lo que dijo el señor. Nuestros pellejos no valdrán nada si hacemos que el suyo no sirva a los mercaderes de esclavos. Vamos, que van a empezar la partida —la llave chirrió en la cerradura, detrás de ellos y sus voces se desvanecieron en el corredor.

¿Mercaderes de esclavos? Alec se hizo un ovillo en las sombras.

En las tierras septentrionales no había esclavos, pero él había escuchado numerosos rumores sobre gente a la que se llevaba a tierras distantes, a destinos inciertos, gente a la que no se volvía a ver.

El pánico volvió a encaramarse a su garganta y se debatió desesperadamente contra sus cadenas.

El bardo alzó la cabeza y gruñó.

—¿Quién anda ahí?

Alec se detuvo y miró al hombre con miedo. La pálida estela de la luz de la luna era lo bastante brillante como para que se pudiera ver que el hombre vestía los chillones atavíos propios de su profesión: una túnica con esclavinas largas y acuchilladas, la faja rayada y las calzas.

Unas botas de viaje altas y llenas de barro completaban la llamativa vestimenta. Sin embargo, Alec no alcanzaba a distinguir su rostro; su cabello negro y rizado, que le daba un cierto aire petulante, caía sobre sus hombros y oscurecía parcialmente sus rasgos.

Alec estaba demasiado exhausto y se sentía demasiado miserable como para mantener una conversación frívola. Se dejó caer sobre el muro sin contestar.

El hombre parecía estar mirando en su dirección con atención, pero antes de que pudiera volver a hablar escucharon de nuevo a los guardias. El bardo se dejó caer sobre la paja y quedó completamente inmóvil mientras arrastraban un tercer prisionero al interior de la celda. Esta vez se trataba de un trabajador achaparrado y corpulento, con el cuello de un toro, que vestía una tosca camisa casera y unas polainas teñidas.

A pesar de su tamaño, el hombre se dejó encadenar por los pies, junto al bardo, sumido en un silencio aterrorizado.

—Aquí te traemos algo más de compañía, chico —dijo uno de ellos con una sonrisa burlona, mientras depositaba una pequeña lámpara de arcilla en un pequeño nicho, junto a la puerta—. ¡Así lo pasarás un poco mejor hasta mañana!

La luz cayó sobre Alec. Los cortes y magulladuras de su cuerpo ofrecían un siniestro contraste con su pálida piel. Apenas cubierto por los jirones de su sayo de lino, devolvió impasible su mirada al recién llegado.

—¡Por el Hacedor, chico! ¿Qué has hecho para que te hayan tratado de esa manera? —exclamó el hombre.

—Nada —contestó Alec con voz áspera—. Me han torturado. A mí y a los otros. Ellos murieron… ayer. ¿A qué día estamos?

—A la salida del sol será tres de Erasin.

Alec sentía un dolor sordo en la cabeza. ¿Sólo llevaba cuatro días aquí?

—Pero ¿por qué te arrestaron? —insistió el hombre. En su tono y en su mirada había sospecha.

—Por espía. ¡Pero no lo soy! Traté de explicarles…

—Lo mismo me ocurrió a mí —suspiró el campesino—. Me han dado patadas, me han golpeado, me han robado y no quieren escucharme. «Soy Morden Swiftford», les digo. «Sólo un labrador, nada más». Pero aquí estoy.

Dejando escapar un profundo gemido, el bardo se sentó y trató lo mejor que pudo de desenredar las cadenas que se enroscaban a su alrededor. Haciendo un esfuerzo considerable logró encontrar una postura más o menos cómoda, con la espalda apoyada contra la pared.

—Esos salvajes pagarán muy cara esta indignidad —gruñó débilmente—. Imaginaos. ¡Rolan Silverleaf, un espía!

—¿También tú? —preguntó Morden.

—Es demasiado absurdo. Sólo hace una semana que me encontraba en Torre Alta, ofreciendo mi arte en la Feria de la Cosecha. ¡Pues resulta que tengo patrones muy importantes en aquella zona y, podéis creerme, tendrán noticias de la forma en que se me ha tratado!

Siguió parloteando un buen rato, ofreciendo un recital sobre los lugares en los que había actuado y la gente importante a la que recurriría en busca de justicia.

Alec no le prestó demasiada atención. Su propia miseria ya era demasiado. Mientras Morden miraba boquiabierto al bardo, se acurrucó malhumorado en su esquina.

Al cabo de una hora, los guardianes regresaron y se llevaron consigo al aterrorizado campesino. Muy pronto, unos gritos de una naturaleza que comenzaba a serle demasiado familiar se alzaron desde más allá del corredor. Alec enterró el rostro entre las rodillas y se tapó los oídos, tratando de no escuchar. Sabía que el bardo lo estaba mirando, pero no le importaba.

Cuando los guardianes volvieron arrastrando a Morden y lo encadenaron en el mismo lugar, sus cabellos y su ropa estaban manchados de sangre. Se quedó inmóvil donde lo habían arrojado, jadeando con voz ronca.

Unos momentos más tarde, apareció un nuevo guardián y les tendió unas escasas raciones de agua y pan duro. Rolan examinó su pedazo de pan con evidente desagrado.

—Está lleno de gusanos, pero deberías comértelo —dijo, arrojando su porción a Alec.

Alec la ignoró y también la suya. La comida significaba que el alba estaba próxima y, con ella, el comienzo de otro día sombrío.

—Vamos —le urgió Rolan con voz amable—. Más tarde necesitarás todas tus fuerzas. —Alec apartó la mirada pero él insistió—. Al menos toma un poco de agua. ¿Puedes caminar?

Alec se encogió de hombros, con gesto indiferente.

—¿Y qué importancia puede tener eso?

—Quizá mucha, antes de lo que crees —replicó el otro hombre, esbozando a medias una extraña sonrisa. De pronto, había algo nuevo en su voz, un tono calculador que, definitivamente, parecía contradecir su apariencia petulante. La tenue luz de la lámpara se deslizó sobre su rostro, mostrando una nariz alargada y un ojo brillante.

Alec tomó un sorbito de agua y entonces, respondiendo a la urgencia de su cuerpo, bebió todo cuanto quedaba de un largo sorbo.

No había comido ni bebido nada desde hacía más de un día.

—Eso está mejor —murmuró Rolan. Se puso de rodillas y se separó de la pared cuanto le permitían las cadenas de sus piernas.

Entonces se inclinó hacia delante hasta que sus brazos, apresados por los grilletes, quedaron extendidos hacia atrás, muy tensos. Morden levantó la cabeza y lo observó con apagada curiosidad.

—No servirá de nada. Sólo conseguirás atraer a los guardias —siseó Alec. Deseaba con todas sus fuerzas que el hombre se estuviera quieto.

Rolan lo sorprendió guiñándole un ojo. Entonces, comenzó a tensar las manos, extendiendo los dedos y torciendo los pulgares hacia dentro. Desde el otro lado de la celda, se arrastró hasta los oídos de Alec el suave y desagradable chasquido de las articulaciones al separarse. Las manos de Rolan se escurrieron entre los grilletes.

Cayó hacia delante, se apoyó en un codo y volvió a colocar la articulación de la base de cada pulgar.

Se limpió el sudor que corría por su rostro con el extremo de la manga.

—Ya está. Y ahora, los pies —deslizó una mano al interior de su bota izquierda y extrajo de una costura un instrumento semejante a un clavo. Apenas un momento de trabajo en cada una de las cerraduras de sus piernas y estaba libre.

Recogió su tazón de agua y el de Morden y se acercó a Alec.

—Bebe esto. Despacio, despacio. ¿Cómo te llamas?

—Alec de Kerry —bebió a sorbitos, agradecido por la ración extra.

Apenas podía creer lo que acababa de presenciar. Por primera vez desde que fuera capturado, comenzaba a vislumbrar algo semejante a una esperanza.

Rolan lo observó atentamente. Parecía haber tomado una decisión que no lo complacía por entero. Por fin, suspiró y dijo:

—Supongo que será mejor que vengas conmigo —se apartó el pelo de los ojos con un gesto impaciente y se acercó a Morden. En su rostro se había pintado una sonrisa suave y poco amigable.

—Pero tú, amigo mío, no pareces tener demasiado aprecio a tu vida.

—Buen señor —balbució el hombre, mientras se arrastraba acobardado hacia atrás—. No soy más que un humilde campesino, pero os aseguro que mi vida significa tanto para mí como…

Rolan atajó sus palabras con un gesto de impaciencia y entonces alargó la mano y la introdujo bajo el cuello del mugriento chaleco del hombre. De un tirón, arrancó una delgada cadena de plata y la sostuvo frente al rostro de Morden.

—No resultas demasiado convincente, la verdad. Aunque sean unos patanes, los hombres de Asengai nunca hubieran pasado por alto una chuchería como ésta.

¡Su voz es diferente!, pensó Alec, mientras contemplaba confundido la extraña confrontación. Rolan había dejado de cecear.

De pronto, su voz sonaba peligrosa.

—También tengo que decirte, si me permites la condescendencia, que un hombre al que acaba de torturarse suele estar terriblemente sediento —continuó el bardo—. A menos, claro, que apeste a licor, como tú. ¿Ha sido agradable la comida con los guardianes? Me pregunto a quien pertenecerá la sangre con la que te has manchado.

—¡Es el menstruo de tu madre! —exclamó Morden. Su expresión de estupidez se desvaneció mientras extraía una pequeña daga de sus polainas y arremetía contra Rolan. El bardo esquivó el ataque y, lanzando su puño cerrado contra la garganta de Morden, destrozó su laringe. Un rápido codazo contra su sien lo derribó como un fardo; se desplomó sobre la paja, a los pies de Rolan. Manaba sangre de su boca y sus oídos.

—¡Lo has matado! —dijo Alec en un susurro.

Rolan apoyó un dedo contra la garganta de Morden y luego asintió.

—Eso parece. El muy idiota debió gritar para advertir a los guardias.

Mientras Rolan se volvía hacia él, Alec se encogió, apoyado contra la pared.

—Calma —dijo el hombre. Para sorpresa de Alec, estaba sonriendo—. ¿Quieres salir de aquí o no?

Alec logró hacer un gesto de asentimiento y entonces esperó, sentado y rígido, mientras Rolan abría sus cadenas. Cuando hubo terminado, volvió a aproximarse al cuerpo de Morden.

—Ahora, vamos a ver quién eras —después de deslizar la daga del hombre en el interior de su bota, Rolan le quitó el chaleco manchado y examinó el velludo torso que había debajo.

—Hmmm. Ciertamente no es una sorpresa —murmuró mientras observaba la axila derecha.

Curioso a pesar de su miedo, Alec se acercó arrastrándose lo suficiente para asomarse sobre el hombro de Rolan.

—¿Lo ves? Aquí. —Rolan le mostró un triángulo formado por tres diminutos círculos azules, tatuado sobre la pálida piel en el lugar en el que el brazo se unía al cuerpo.

—¿Qué significa?

—Es una marca de gremio. Era un Malabarista.

—¿Un saltimbanqui?

—No. —Rolan dejó escapar un bufido—. Un maleante, un mercenario. Los Malabaristas llevan a cabo cualquier clase de negocio sucio por el precio adecuado. Pululan alrededor de los pequeños nobles, como Asengai, como las moscas en los muladares —le quitó el chaleco al cadáver de un tirón y se lo arrojó a Alec—. Ahora ponte esto. ¡Y deprisa! Sólo te lo diré una vez. ¡Si te quedas atrás, te quedas solo!

La prenda estaba sucia y empapada de sangre alrededor del cuello, pero Alec obedeció rápidamente. Mientras se la ponía, no puedo evitar un estremecimiento de repulsión. Para cuando había acabado, Rolan ya se encontraba manos a la obra con la cerradura.

—Oxidada hija de una zorra —dijo y escupió en el ojo de la cerradura. Finalmente, el candado cedió, Rolan abrió la puerta y asomó la cabeza por el corredor.

—Parece despejado —susurró—. Quédate detrás de mí y haz lo que te diga.

El corazón de Alec martilleaba en sus oídos mientras seguía a Rolan y se internaba en el corredor. Algunos metros más allá se encontraba la habitación en la que los torturadores de Asengai hacían su trabajo. Un poco más lejos, la puerta que daba a la sala de guardia estaba abierta. A juzgar por los sonidos que llegaban desde allí, se estaba celebrando alguna clase de juego ruidoso.

Las botas de Rolan no hicieron más ruido que los pies desnudos de Alec mientras los dos se deslizaban sigilosamente hacia la puerta.

Rolan señaló con la cabeza y luego levantó cuatro dedos. Con un gesto rápido indicó a Alec que debía cruzar el portal rápidamente y en silencio.

Alec lanzó una mirada al interior. Cuatro guardias se arrodillaban alrededor de una capa que habían tendido sobre le suelo. Uno de ellos lanzaba las tabas. Las monedas cambiaban de manos en medio de una algarabía de insultos entonados en tono amigable.

Alec esperó hasta que la atención del grupo estuviese centrada en la siguiente tirada y entonces atravesó a hurtadillas la sala. Rolan se le unió sin hacer ningún ruido y entonces ambos doblaron apresuradamente un recodo y comenzaron a descender una escalera.

Al pie de la misma, en el interior de un nicho poco profundo, descansaba una lámpara. Rolan la tomó y se puso en marcha de nuevo.

Alec no conocía el lugar, así que muy pronto, a medida que se internaban a lo largo de una sucesión de serpenteantes corredores, perdió todo sentido de la dirección. Finalmente, Rolan se detuvo, abrió una puerta estrecha y desapareció en la oscuridad que había más allá.

Justo a tiempo, advirtió a Alec con un susurro que tuviera cuidado por dónde pisaba, porque apenas un paso después de la puerta se abría un nuevo tramo de escaleras.

El lugar era más frío y húmedo. El vacilante círculo de luz que despedía la lámpara de Rolan se deslizaba a lo largo de la mampostería invadida por líquenes. El tosco suelo, agrietado y abandonado, era también de piedra.

Un último tramo de escaleras medio derruidas los condujo hasta una puerta baja reforzada con hierros. El enlosado bajo los desnudos pies de Alec estaba helado. Su aliento emergía formando diminutas nubéculas. Rolan le tendió la lámpara y comenzó a manipular el pesado candado que pendía de una argolla en el marco de la puerta.

—Ya está —susurró Rolan cuando finalmente el candado se abrió—. Apaga la luz y deja eso ahí.

Emergieron a las sombras de un patio tapiado. La luna se encontraba hacia poniente, muy baja; en el cielo, bajo las estrellas, comenzaba a insinuarse ya una primera luz de color añil que anunciaba la llegada del alba. Una gruesa capa de escarcha cubría todo cuanto había en aquel patio, la pila de madera, el pozo, la forja del herrador, y le prestaba a todas aquellas cosas la pátina de un brillo suave.

El invierno estaba llegando pronto aquel año. Alec lo sabía. Podía olerlo en el aire.

—Estas son las caballerizas inferiores —susurró Rolan—. Hay una puerta detrás de esa pila de madera, con un póstigo a un lado. ¡Maldita sea, hace frío!

Mientras se restregaba las manos contra sus ridículas calzas, volvió a mirar a Alec de arriba abajo; excepto por el asqueroso chaleco, el chico estaba prácticamente desnudo.

—No puedes viajar así. Ve a la puerta lateral y ábrela. Debería de haber un guardia, así que mantén los ojos muy abiertos y, por favor, ¡sé silencioso! Volveré enseguida.

Antes de que Alec pudiera replicar, desapareció como un fantasma en dirección a las caballerizas.

De pie junto a la puerta abierta, se acurrucó y se abrazó un instante, tratando de protegerse del frío. Solo en la oscuridad como estaba, sintió que el breve arrebato de confianza que lo había embargado hasta el momento se desvanecía sin dejar rastro. Miró hacia los establos, pero no pudo encontrar rastro alguno de su misterioso compañero. Un miedo genuino se agitaba tras el frágil umbral de su resolución.

Luchando por controlarlo, se obligó a concentrarse en cubrir la distancia que lo separaba del extremo oscuro de la pila de madera. No he llegado hasta aquí para ser abandonado por debilidad, se reprendió. Dalna, tu que eres el Hacedor, pon ahora tu mano sobre mí.

Aspiró profunda y silenciosamente y se precipitó hacia delante. La pila de madera se encontraba casi al alcance de su mano cuando una figura alta emergió de las sombras de la forja, apenas unos metros más allá.

—¿Quién va? —ordenó el hombre, mientras llevaba una mano a su cinto—. ¡Sal a la luz y habla, tú!

Alec dio un salto y cayó detrás de la pila de maderos. Al aterrizar, algo duro se clavó en su pecho. Lo agarró y sintió en su mano el suave contacto del mango de un hacha. Casi inmediatamente, tuvo que rodar por el suelo para evitar el pesado garrote que el hombre blandía en dirección a su cabeza. Sujetando el hacha como si fuera un bastón, Alec logró desviar el golpe del centinela. Por desgracia, se encontraba en desventaja y la poca fuerza que pudiera quedarle después de días de malos tratos comenzó a desvanecerse mientras caía sobre él una tormenta de golpes. Saltó hacia atrás y entonces vio a Rolan. Se encontraba junto a la puerta del establo. Pero en vez de acudir en su ayuda, el bardo volvió a desaparecer entre las sombras.

Así que es eso, pensó. Me he metido en problemas y él me abandona.

Impulsado por una furia nacida de la desesperación, Alec se abalanzó sobre el sorprendido centinela y lo obligó a retroceder con furiosos golpes de la doble hoja de su hacha. Si iba a morir en este horrible lugar, al menos lo haría luchando a cielo abierto.

Pero su adversario se recuperó rápidamente y volvió a ganarle más y más terreno. Muy pronto acabaría con él. Entonces, inesperadamente, ambos se vieron sorprendidos por un estruendo cercano. La puerta del establo se abrió de un golpe y Rolan irrumpió en el patio a lomos de un enorme caballo negro sin ensillar. Una hueste de sirvientes, mozos de cuadra y guardias se desparramó en todas direcciones detrás de él, dando la alarma.

—¡La puerta, maldita sea! ¡Abre la puerta! —gritó Rolan mientras se dejaba perseguir alrededor del patio. Distraído, el centinela hizo una torpe parada y Alec atravesó su guardia con un golpe salvaje. El hacha alcanzó su destino y el hombre retrocedió y cayó, gritando. Alec soltó el hacha, corrió hacia la puerta, levantó la gran barra de madera de las abrazaderas y empujó las puertas hasta abrirlas por completo.

¿Y ahora qué?

Lanzó una mirada en derredor. Rolan se encontraba al otro extremo del patio y estaba en problemas.

Uno de los guardias lo había sujetado por el tobillo mientras un mozo de establo trataba de sujetar las riendas del caballo. Al advertir que el portal estaba abierto, obligó al animal a encabritarse y, tras espolearlo, lo lanzó a un furioso galope a través del patio. Su montura saltó sin esfuerzo por encima del pozo y se lanzó como un rayo hacia el portal. Entonces Rolan dio un fuerte tirón a las riendas, sujetó la crin del caballo con los dedos de una mano y se inclinó sobre su cuello con el otro brazo extendido.

—¡Vamos! —gritó.

Alec lo alcanzó justo a tiempo. Los dedos de Rolan se cerraron alrededor de su muñeca y lo alzaron en voladas hasta depositarlo sobre los amplios cuartos del animal. Se puso derecho y rodeó con los brazos la cintura de Rolan mientras atravesaban como un trueno el portal y se perdían por el camino que había más allá.

Rodearon la pequeña aldea que se acurrucaba a los pies de las murallas y volaron siguiendo el camino en dirección a las montañas boscosas que flanqueaban los dominios de Asengai.

Después de varios kilómetros, Rolan abandonó la carretera y se internó en el espeso bosque que se extendía a un lado. Una vez a salvo entre los árboles, detuvo a su montura tirando de las riendas.

—Toma. Ponte esto —dijo, tendiéndole un bulto a Alec.

Era una capa. El burdo tejido despedía un fétido aroma a establo, pero el muchacho se envolvió en ella sin dudarlo, mientras pegaba sus pies desnudos a los cálidos costados del caballo para calentarlos.

Estaban sentados, en silencio y sin moverse. Al cabo de un momento, Alec se dio cuenta de que debían estar esperando algo.

Muy pronto, escucharon una trápala de cascos aproximándose.

Estaba demasiado oscuro para contar a los jinetes mientras pasaban junto a ellos pero, a juzgar por el sonido, debía de haber por lo menos una docena de ellos. Rolan esperó hasta que se hubieron alejado bastante y entonces condujo de nuevo el caballo hasta el camino y comenzó a dirigirse hacia el castillo.

—Vamos en dirección equivocada —susurró Alec, tirando de su manga.

—No te preocupes —replicó su compañero, riendo entre dientes.

Pocos instantes después, abandonó el camino principal y se internó en una senda cubierta por hierba muy crecida. Discurría hacia abajo, abrupta e irregular y las ramas les azotaban en el rostro mientras, a medio galope, se adentraban en la seguridad de los árboles. Volvieron a detenerse; Rolan recuperó la capa y cubrió con ella sobre la cabeza del caballo para mantenerlo tranquilo. Pronto volvieron a escuchar a los jinetes. Esta vez se movían más despacio y, a juzgar por sus voces, estaban más dispersos. Dos de ellos se aventuraron por la senda y pasaron a menos de diez metros del lugar en el que Rolan y Alec se escondían conteniendo la respiración.

—Debía de ser un mago, oye bien lo que te digo —estaba diciendo uno de ellos—. Primero mata a ese sureño como lo hizo, luego se esfuma de la celda y ahora esto.

—Qué mago ni que… —replicó el otro, enfadado—. Tú mismo desearás ser un mago si Berin no logra dar con ellos en la carretera. ¡Lord Asengai nos despellejará a todos!

Uno de los caballos trastabilló y se encabritó.

—¡Por las Tripas de Bilairy! Este camino es imposible en la oscuridad. Si hubieran venido por aquí ya se habrían roto el cuello —gruñó el jinete. Desalentados, los dos hombres dieron la vuelta y volvieron por donde habían llegado.

Rolan esperó hasta que todo volvió a estar en silencio, montó delante de Alec y le devolvió la capa.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —susurró Alec mientras volvían a tomar la senda de montaña.

—Dejé algunas provisiones a unos kilómetros de aquí. Veremos si siguen allí. Sujétate fuerte. Nos espera un camino difícil.