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Problemas en el camino

Pasaron los siguientes días en los muelles azotados por el viento, tratando de localizar otros barcos que siguieran las mismas rutas que el Ciervo Blanco. Aunque encontraron varios navíos, sus pesquisas no les proporcionaron información demasiado útil hasta el cuarto día, cuando arribó al puerto un pequeño y sólido mercante llamado la Libélula, con un cargamento de piedra en las bodegas.

Alec y Seregil esperaron apoyados contra una pila de cajones mientras observaban a los estibadores descargando bloques de distintas clases en los muelles. Los bloques más grandes y toscos estaban envueltos en redes de gruesa cuerda para prevenir que rozasen los unos contra los otros durante la travesía. Los más delicados y frágiles se protegían con armazones de madera y lonas.

—Debe de haberse detenido en varias canteras antes de llegar aquí —murmuró Alec.

—Esperemos que la de Ilendri sea una de ellas —le contestó Seregil en voz baja.

Se aproximaron al embarcadero y comenzaron a examinar las diferentes piezas como si estuviesen considerando la posibilidad de una compra. Todavía vestían como mercaderes, y sus respetables abrigos no tardaron en atraer la atención del capitán del Libélula.

—¿Estáis en el negocio de la piedra, señores? Como veis, tengo algunos bloques realmente magníficos —les dijo desde la barandilla.

—Ya lo veo —contestó Seregil, posando la mano sobre un bloque de granito negro y brillante—. Estoy buscando mármol. De calidad, para estatuas.

—¡Entonces estáis de suerte, señor! —el hombre se abrió paso entre los trabajadores y los condujo hasta un grupo de cajones—. Aquí tengo una magnífica selección: rosa, negro, gris y un delicado blanco tan puro como la pechuga de una paloma. Veamos, ¿dónde estaba esa pieza de Corvinar? Era especialmente buena.

Después de consultar los diversos emblemas marcados en los costados de los cajones, fue señalando algunos aquí y allá.

—Aquí tengo un negro muy elegante, señor y éste de aquí es blanco. ¿Tenéis algo especial en mente?

—Bien. —Seregil habló con lentitud, mientras miraba uno de los cajones—. A decir verdad, no sé mucho sobre esto, pero he oído que el mármol de Ilendri es particularmente bueno.

—Puede que lo fuera en tiempos de vuestro padre, señor, pero actualmente es muy poco lo que viene de allí —le contó el capitán con un leve aire de condescendencia—. El mármol está prácticamente agotado en Ilendri, aunque todavía extraen algunos bloques pequeños. Da la casualidad que traigo unos pocos conmigo pero, la verdad, creo que éste otro os complacería más.

—Quizá —dijo Seregil, mientras se llevaba una mano a la barbilla—, pero me gustaría ver el de Ilendri… si no es inconveniente.

—Como gustéis —el capitán buscó entre los cajones hasta encontrar una pequeña caja que se encontraba medio escondida entre las otras. La abrió y les mostró un pequeño bloque de mármol gris recorrido por vetas de óxido.

—Como podéis apreciar, la calidad es inferior.

—La mina es propiedad de Lord Tomas, ¿no es cierto? —preguntó Seregil con aparente ingenuidad mientras fingía examinar la piedra con interés.

—No, señor. El dueño es un viejo llamado Emmer. Sus sobrinos y él sobreviven cortando bloques como éste. La mayoría se utiliza para hacer miliarios de caminos y cosas así.

Era un cajón muy pequeño y Alec tuvo que rodear al capitán para poder mirar en su interior. Al hacerlo, pudo ver por vez primera los emblemas grabados al fuego en uno de los costados; uno de ellos le resultaba muy familiar: un pequeño lagarto hecho un ovillo.

—¿Qué significa esto? —preguntó, tratando de ocultar la excitación que repentinamente se había apoderado de él.

—Son marcas de embarque. Las utilizamos para poder seguir la pista al cargamento. La marca de la libélula es la mía. Se pone cuando los cajones suben a bordo. La siguiente es la del capataz de los muelles…

—¿Y este pequeño lagarto?

Sintiendo que había en sus palabras algo más que mera curiosidad, Seregil lanzó una rápida mirada a Alec.

—Eso es la marca de la cantera, señor. Lo llamamos el tritón de Ilendri.

—Es un interesante diseño… bloque, quiero decir —tenía que apartar a Seregil del capitán sin llamar la atención—. Creo que nos serviría perfectamente, ¿no es así, hermano?

—Para el jardín, quizá —dijo Seregil, siguiéndole el juego. Con la mano todavía en la barbilla, entornó la mirada, como si estuviese considerando algo—. Aunque me parece que Madre había pensado en algo más grande para el nicho del salón grande. ¿Qué te parece si nos llevamos este bloque y el blanco que el capitán nos recomienda?

Alec esperó impaciente mientras Seregil pagaba por la piedra y organizaba su transporte, y entonces lo arrastró lejos del muelle.

—¿A qué venía todo eso? —susurró Seregil—. Aunque venga de Ilendri, ese pedazo de piedra no vale…

—¡No pretendía que la compraras! —dijo Alec, cortándole en seco—. Era la marca… el tritón de Ilendri… ¡Lo he visto antes!

Seregil se detuvo.

—¿Dónde?

—En el castillo de Kassarie. Estaba en uno de los viejos tapices del salón, en una esquina, como si fuera la marca del artesano. No sé por qué me llamó especialmente la atención, salvo porque me gustó su aspecto.

—¿Y estás seguro de que los tapices eran antiguos? ¿Quizá de varias generaciones atrás?

—¿Los tapices? —preguntó Alec, incrédulo. No era el momento para perderse en disquisiciones artísticas—. Vaya, creo que sí. Eran como aquellos que me mostraste en la Casa Oréska, los de los fantásticos diseños de los bordes. Recuerdo que dijiste que te gustaba su estilo más que el de los nuevos.

Seregil pasó un brazo alrededor de los hombros de Alec con una risotada.

—¡Por los dedos de Illior, tu memoria es tan buena como la mía! ¿Estás seguro de que los dos lagartos eran el mismo?

—Sí pero ¿qué importa que los tapices fueran o no antiguos?

—Importa, porque unos tapices nuevos podrían haber sido comprados y, en ese caso, la marca podría no ser más que una coincidencia. Pero si son antiguos, es mucho más probable que fueran hechos por algún miembro de la servidumbre de Kassarie, alguien que vivía en el castillo: los tejió allí y utilizó el tritón como firma. Sospecho que sé quién poseía esa cantera antes de que fuera cerrada…

—¡Te apuesto un bloque de feo mármol a que era Lady Kassarie a Moirian!

Unas palabras con el capitán del Libélula bastaron para confirmar que Alec estaba en lo cierto. Según él, Lady Kassarie había regalado la explotación, por entonces poco rentable, a un viejo criado, en recompensa por sus muchos años de servicio. El viejo seguía utilizando el «tritón» como marca en señal de respeto hacia su antigua señora.

—Parece que volvemos al sur —dijo Seregil, frotándose las enguantadas manos con aire satisfecho mientras volvían a la posada para recoger los caballos.

—¿No vamos a la cantera?

—No. Gracias a tu inagotable curiosidad, creo que hemos encontrado la clave de nuestro pequeño problema. Podemos estar en Watermead antes de medianoche, lo que significa que mañana llegaremos a Rhíminee. Y después le haremos una visita a Kassarie. Parece que esa pequeña y afectuosa doncella tuya resultará de utilidad después de todo.

—Estás ansioso, ¿verdad? —preguntó Alec con una sonrisa franca.

Seregil se inclinó hacia él. En su rostro se leía una impaciencia sombría.

—Limpiar mi nombre resultó un alivio. Darle a los Leranos una buena patada en el trasero va a ser un verdadero placer.

En su apresuramiento y regocijo, ninguno de los dos reparó en los dos trabajadores que se separaban de un grupo de estibadores y comenzaban a seguirlos a través de la muchedumbre.

Después de volver a cruzar el istmo, rehicieron el camino que los había traído hasta allí a lo largo de la costa. Aquella tarde la vía estaba muy poco transitada y, al cabo de varias horas de viaje, solamente se habían encontrado con unos cuantos carromatos y una patrulla de la guarnición.

Poco después de la puesta de sol, el camino describía un acusado giro. Al doblarlo, se encontraron con que el paso había sido bloqueado por un alud de rocas. Se podía atravesar el obstáculo, pero para ello había que acercarse peligrosamente al borde de los acantilados. En aquel lugar, con pared de roca lisa a un lado y una terrible caída hasta el mar al otro, el camino era especialmente estrecho.

—Este desprendimiento debe de haberse producido muy recientemente. —Seregil frunció el ceño, tiró de las riendas e inspeccionó las rocas—. De otro modo, esa patrulla con la que nos hemos cruzado lo habría limpiado o nos habría avisado.

Alec miró de soslayo los pocos metros existentes entre las rocas amontonadas y el borde del acantilado.

—Será mejor que desmontemos y llevemos los caballos de las riendas.

—Buena idea. Cubre la cabeza de Parche con tu capa, no vaya a ser que se asuste. Tú irás el primero.

Después de asegurar las riendas alrededor de su puño, Alec trató de calmar a la nerviosa yegua con palabras tranquilizadoras mientras el animal avanzaba tropezando con piedras sueltas. Podía escuchar a Seregil, a su espalda, haciendo lo mismo en lengua Aurénfaie. Se encontraba a menos de tres metros de la seguridad cuando escuchó el primer traqueteo de piedras encima de su cabeza.

—¡Cuidado! —gritó. Pero ya era demasiado tarde. Las rocas caían a su alrededor por todas partes. Parche soltó un relincho aterrorizado y comenzó a tirar de las riendas.

—¡Vamos! —gritó. Un fragmento de roca le causó un profundo corte en la mejilla y se encogió. Detrás de él, Cepillo ya estaba retrocediendo y Seregil gritaba una advertencia ininteligible.

Con una súbita sacudida de la cabeza, Parche arrojó la capa al suelo y se precipitó hacia delante. Incapaz de soltar las riendas, Alec perdió el equilibrio y cayó al precipicio.

Durante un instante terriblemente prolongado, se vio suspendido en el aire. Más de trescientos metros debajo de él, las olas rompían contra la base del acantilado. En el mismo momento, vio por el rabillo del ojo que algo grande —hombre, bestia o roca— caía al abismo.

Antes de que tuviera tiempo de hacer nada, Parche tiró de él hacia atrás y chocó contra la cerviz del animal como un pescado arrojado contra el costado de una barca. Agitó los brazos salvajemente tratando de encontrar dónde sujetarse; su mano libre se aferró a la melena del animal y, presa de un terror ciego, se encaramó a él mientras éste retrocedía por el camino y, milagrosamente, lo devolvía a la seguridad del otro lado. Finalmente, consiguió poner los pies en los estribos y tiró de las riendas con todas sus fuerzas.

Se habían apartado por completo del desprendimiento. Con el corazón en un puño, Alec volvió grupas y comenzó a buscar a Seregil.

El camino estaba ahora completamente bloqueado; el último alud había arrojado un montón de rocas que se habían acumulado sobre el mismo borde del acantilado. Ni Seregil ni su caballo se encontraban a la vista.

—¡Seregil! ¡Seregil! ¿Dónde estás? —gritó Alec. Pidió a los Dioses que le llegara alguna respuesta desde el otro lado de las rocas.

Todavía no se atrevía a mirar en la dirección más probable.

Mientras giraba sobre sus talones, desesperado, algo llamó su atención en el mismo lugar en que las rocas amontonadas se unían al precipicio. Parecía ser un jirón de tela roja, la misma tela de la capa de Seregil.

Corrió hasta allí y lo encontró hecho un ovillo y medio enterrado en grava y polvo. La sangre resbalaba lentamente por todo su rostro desde un profundo corte que tenía en la frente, y asimismo goteaba por las comisuras de sus labios.

—¡Por el Amor del Hacedor! —jadeó Alec, mientras apartaba las piedras del pecho de Seregil—. ¡Que no esté muerto! ¡Que no esté muerto!

La mano derecha de Seregil se agitó y uno de sus grises ojos parpadeó y se abrió.

—¡Gracias a la Tétrada! —gritó Alec. Casi rompió a llorar de alivio—. ¿Estás muy grave?

—Aún no lo sé —dijo Seregil con voz áspera. Volvió a cerrar los ojos—. Pensé que te habías despeñado.

—¡Y yo creí que tú lo habías hecho!

Seregil dejó escapar un suspiro tembloroso.

—Cepillo, pobre Cepillo…

Con un estremecimiento, Alec recordó lo que había visto caer mientras colgaba suspendido sobre los acantilados.

—Había tenido ese caballo ocho años —gimió Seregil con voz débil. El polvo que había debajo de sus ojos se humedeció—. ¡Bastardos! Han matado a mi mejor caballo en una emboscada.

—¿Emboscada? —preguntó Alec, preguntándose si Seregil estaría completamente consciente después de todo.

Pero sus grises ojos ya estaban completamente abiertos y alertas.

—Cuando las rocas comenzaron a caer, alcé la mirada y pude ver la silueta de un hombre perfilada contra el cielo.

Alec se volvió, inquieto. Miró hacia lo alto pero no vio nada.

—Cuando veníamos hacia aquí, un poco más allá, vi un pequeño camino de montaña que ascendía hacia las rocas. Está al otro lado del recodo. Apuesto a que subió por ahí.

—Eso lo explicaría.

—Pero si todavía se encuentran allí, me habrán visto reaparecer. Tenemos que marcharnos cuanto antes.

—No, espera. —Seregil se mantuvo inmóvil un instante, reflexionando—. Sean quienes sean, parecen saber lo que se hacen. Si huimos ahora, nos seguirán el rastro y acabarán el trabajo.

—¿Y qué hay de las guarniciones del camino? Debemos de estar a unos siete kilómetros de una de ellas.

—Más que eso, me temo. Con sólo un caballo y a estas horas de la tarde, dudo que lo lográramos.

—¡Entonces estamos atrapados!

—Calma, Alec, calma. Con un poco de suerte, podríamos prepararles una trampa. Aunque requerirá un poco de interpretación por tu parte —se movió ligeramente, palpó debajo de su muslo izquierdo y entonces dejó escapar un gemido débil y angustiado—. Oh, demonios. He perdido mi espada. Debe de haberse soltado mientras trataba de salir de aquí.

—Yo todavía tengo la mía —le tranquilizó Alec, temiendo que estuviera seriamente herido, después de todo—. La había colgado de la silla.

—Ve a traerla, entonces, pero no te dejes ver demasiado. Haz que parezca que me estoy muriendo y que eres presa del pánico.

—¿Quieres que lo atraiga para que trate de acabar con nosotros?

—Exactamente, aunque sospecho que debe haber más de uno. Déjales creer que se enfrentan sólo a un muchacho aterrorizado y un hombre moribundo. Busca en mi bota. ¿Sigue el puñal ahí? Entonces todavía me queda algún colmillo para morder. Vamos. Date prisa. No tenemos mucho tiempo.

Alec se deslizó de vuelta al camino. Cada segundo que pasaba esperaba sentir una flecha atravesándole los omóplatos. Tratando de actuar como si estuviera aterrorizado, logró esconder la espada en el interior de una manta enrollada y se la llevó, junto con un odre de agua para Seregil.

Aunque estaba gravemente magullado, Seregil parecía haber escapado con los huesos intactos. Mientras el sol comenzaba a sumergirse en el mar delante de ellos, se prepararon para esperar.

Alec, la espada desenvainada y escondida bajo su rodilla extendida, se agazapó de espaldas al acantilado. Seregil yacía recostado ligeramente contra las rocas, con la daga escondida debajo de la manta.

No tuvieron que aguardar demasiado. Mientras el último pigargo abandonaba su nido, escucharon el ruido de unos cascos contra las rocas. Unos jinetes se aproximaban desde más allá de la curva que el camino describía hacia su izquierda.

Un momento después, dos hombres a caballo hicieron su aparición al trote. Estudiándolos bajo la luz rojiza del anochecer, Alec pudo ver que se trataba de dos individuos de aspecto duro, vestidos con toscas ropas de viaje. Uno de ellos era enjuto, de cabello sucio y desordenado, y tenía un rostro alargado y sombrío. Su compañero era rechoncho, de cara rojiza, y alrededor de su calva coronilla le crecía un pelo castaño y rizado.

—Tienen que ser ellos —murmuró Seregil a su lado—. Interpreta tu papel lo mejor que puedas, amigo mío. No creo que tengamos más que una oportunidad.

Los jinetes no trataron de ocultar sus intenciones. Se aproximaron al borde del desprendimiento, desmontaron y desenvainaron sus espadas.

—¿Cómo está tu amigo, muchacho? —preguntó el calvo a Alec con una sonrisa siniestra.

—¡Se está muriendo, maldito hijo de perra! ¿Es que no podéis dejarlo en paz? —le espetó Alec, tratando de conseguir que su voz revelase el miedo que sentía.

—No sería muy piadoso dejarlo agonizar de esa manera, ¿no crees, muchacho? —dijo el otro con voz calmada. Tenía el mismo aire de aplomo desapasionado que Alec había visto en Micum Cavish; era un asesino que conocía bien su oficio—. Y, además, para eso estamos aquí, ¿no?

—¿Qué queréis de nosotros? —Alec se estremeció mientras sujetaba su espada con más fuerza.

—No tengo nada contra tu amigo o contra ti —replicó el hombre de pelo gris mientras avanzaba un paso entre las rocas—. Pero hay gente a la que no le gusta que se ande metiendo la nariz en sus asuntos. Ahora, pórtate como un buen chico y seré rápido. Habré acabado antes de que te enteres.

—¡No quiero morir! —Alec se irguió y lanzó una piedra a los hombres con la mano izquierda. La esquivaron con facilidad y Alec retrocedió, como si pretendiera huir.

—Ocúpate del otro, Trake —ordenó el del pelo gris, señalando a Seregil, que seguía tendido sobre el suelo—. Yo traeré al cachorro.

Alec retrocedió unos pasos más y entonces se quedó inmóvil como una liebre aterrorizada. Esperó hasta que su enemigo se encontrara al alcance de su espada y entonces, la levantó y golpeó.

En aquel momento crítico, la gravilla suelta que había bajo sus pies le hizo resbalar y le impidió propinar un golpe letal. No obstante, logró acertar a su enemigo con la fuerza suficiente como para hacerle perder el equilibrio. Trató de erguirse y golpear a Alec, pero en vez de ello tropezó y cayó pesadamente junto al borde del acantilado.

En aquel mismo instante un aullido estrangulado se elevó a la espalda de Alec, pero no se atrevió a mirar atrás. Su oponente había conseguido ponerse en pie y comenzaba a acercarse de nuevo a él.

—Así que truquitos, ¿eh? —lo miró airado—. Te estrangularé con tus propias tripas, muchacho, y luego te aplastaré.

Alec estaba en desventaja y lo sabía. Sin detenerse a pensar, recogió otra piedra del tamaño de un puño y se la arrojó. Golpeó al asesino en plena frente. Aturdido, éste retrocedió y volvió a caer junto al borde del precipicio. Podría haberse detenido allí si su caída no hubiera soltado más rocas. Con un retumbar sordo, una sección entera de escombros cedió justo debajo de donde Alec se encontraba y arrastró al asesino al abismo.

Sacudiendo los brazos desesperadamente, Alec cayó de espaldas y comenzó a precipitarse hacia al muerte. Impotente y demasiado aterrorizado hasta para gritar, miró fijamente al cielo, sabiendo que sería lo último que vería en su vida.

Entonces, inesperadamente, una fuerte mano lo sujetó por el hombro izquierdo. Aferrándose a ella, Alec se deslizó aún unos pocos centímetros y finalmente se detuvo al borde mismo del acantilado, con los pies en el aire. Apenas se atrevía a respirar. Alzó la mirada. Seregil se encontraba sobre él, tendido de bruces, tan estirado como le era posible, el rostro blanco a causa del polvo o del miedo.

¡No te muevas!, leyó en sus labios. Y luego, con un débil susurro, le dijo:

—Rueda sobre ti mismo, hacia los caballos. Estamos a menos de un metro de tierra firme. Cuidado con la espada. Trata de no perderla si puedes evitarlo.

Las piedras sueltas temblaban traicioneras debajo de ellos mientras rodaban hacia la estrecha franja de camino que el último desprendimiento había dejado libre. La alcanzaron justo cuando otra capa de piedras cedía. Se ayudaron mutuamente a ponerse en pie y caminaron entre las piedras hacia la seguridad, mientras un nuevo derrumbamiento caía por el acantilado, llevándose consigo el cuerpo del otro asesino, al que Seregil había tomado por sorpresa al comienzo del ataque.

Todavía aferrados el uno al brazo del otro, se volvieron para contemplar cómo las últimas rocas caían a plomo sobre el mar.

—No sé cuántas veces al día podré soportar ver que estás a punto de morir.

—Dos veces es mi límite —jadeó Alec, mientras caía de rodillas. Al tiempo que lanzaba una mirada atrás, hacia lo que había estado a punto de ser el escenario de su muerte, entrevió un brillo metálico cerca de lo alto del montón de piedras que quedaban—. Seregil, mira allí. ¿Lo ves?

—Vaya, que me aspen. —Seregil se aproximó cojeando a las rocas y, con todo cuidado, recuperó su espada. La empuñadura estaba rayada y había perdido un nervio, pero la vaina la había protegido, impidiendo que sufriera daños de consideración.

¡Aura elthe! —exclamó, sin preocuparse por ocultar su alivio —. Mi abuelo me regaló esta espada cuando yo era más joven que tú. Ese último desprendimiento debe de haberla desenterrado. ¡Dos caballos nuevos y ahora esto! Parece que nuestros inesperados visitantes nos han hecho más de un favor antes de marcharse.