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Un interrogatorio a medianoche
Thero abrió la puerta al mensajero poco después de medianoche.
Recogió el rollo de pergamino y se lo llevó a Nysander, que dormitaba en el sillón de la sala de estar.
Sacudió con suavidad a su maestro por los hombros.
—La Reina os ha hecho llamar.
Nysander abrió los ojos y pestañeó, inmediatamente alerta.
—¿Se te ha entregado algún mensaje?
Thero le tendió el pequeño rollo.
Nysander lo leyó rápidamente y entonces se puso en pie y se alisó su túnica azul.
—No dice nada. Sólo que debo presentarme ante ella cuanto antes. Muy bien. Debemos confiar en que sea para bien.
—¿Queréis que os acompañe?
—Gracias, querido muchacho, pero creo que será mejor para ti que te quedes aquí por el momento. Si algo sale mal, te necesito para que ayudes a Micum y Alec.
Ya en el Palacio, Nysander recorrió a solas aquellos corredores, que conocía a la perfección. A pesar de los ricos tapices y los murales, el lugar no tenía nada de la atmósfera espaciosa de la Oréska. En parte residencia real, en parte fortaleza, sus muros eran sólidos, sus corredores laberínticos y sus puertas estaban sólidamente reforzadas con vistosos herrajes metálicos.
La cámara de los juicios resultaba todavía más austera. Y era algo intencionado. La alargada sala no tenía más mobiliario que un trono negro y plateado, dispuesto sobre una plataforma elevada, situada en el extremo más lejano. Para llegar hasta ella, uno debía atravesar un espacio helado, con un suelo negro y bruñido, bajo la mirada marmórea de las efigies reales que se alineaban a lo largo de las paredes. Varios candelabros de hierro derramaban una luz sombría y titilante sobre el grupo que lo esperaba, reunido alrededor del trono.
Idrilain recibió la reverencia de Nysander con un gesto brusco.
Esta noche llevaba la corona y la coraza ceremonial, y su gran espada descansaba sobre sus rodillas. A ambos lados de ella se encontraban el Vicerregente y la General Phoria, cuyas miradas no eran menos ariscas.
—Han llegado a mis manos ciertos documentos que podrían limpiar el nombre de Lord Seregil —informó Idrilain a Nysander, al mismo tiempo que posaba una mano sobre una alargada caja de hierro que descansaba abierta sobre una mesa, junto a su codo—. Pensé que debías estar presente en el procedimiento.
—Muchas gracias, mi señora —contestó Nysander, mientras ocupaba su lugar al pie del estrado.
Idrilain miró a su hija mayor y le indicó con un gesto que procediera.
—¡Traed al primer prisionero!
En respuesta a la orden de Phoria, una puerta se abrió y aparecieron dos guardias, arrastrando a un anciano quejumbroso que vestía un camisón manchado. Nysander exploró por un instante la mente del acusado y descubrió una astucia aterrorizada y un deseo furioso de sobrevivir.
Lo seguían otras tres figuras: un oficial de la Guardia de la Ciudad, una mujer cuya roja túnica la identificaba como Alguacil Supremo de la Reina y un joven mago de segundo grado llamado Imaneus. Nysander conocía bien a este último. Era un adepto de mente despierta y gran talento a quien frecuentemente se recurría en juicios como aquel.
El Vicerregente dio un paso al frente y lanzó una mirada desapasionada al prisionero.
—Alben, boticario de la calle del Ciervo, se te acusa de falsificación y de posesión ilícita de documentos personales pertenecientes a un miembro de la Familia Real. ¿Cómo te declaras?
Alben cayó de rodillas y murmuró una llorosa súplica.
—Habla —le ordenó la alguacil, inclinándose sobre él—. Mi señor Barien, el acusado asegura que ha habido algún error.
—Un error —repitió Barien con voz monótona—. Alben el boticario, ¿acaso no fuiste capturado por el capitán Tyrin de la Guardia de la Ciudad, mientras tratabas de huir por una ventana trasera, en medio de la noche, con esa caja en tus manos? Una caja en la que se han encontrado cartas, documentos y misivas pertenecientes a miembros de la nobleza.
—Es un error —susurró Alben de nuevo, temblando.
Tomando un fajo de documentos de la caja, Barien continuó:
—Entre los documentos que contiene esta caja, aprehendida en tu persona en el momento de tu arresto, hay cartas y copias de cartas. En una palabra, falsificaciones. Por tanto, los cargos por los que se te acusa son los siguientes: primero, que tuviste un papel instrumental en la condena y posterior ejecución de un inocente y leal siervo de Su Majestad, Idrilain II —Barien se detuvo para seleccionar dos cartas concretas—. Se ha encontrado en tu posesión el duplicado de una carta falsamente atribuida a Lord Vardarus i Boruntas Lud Mirin de Rhíminee, la misma carta que mandó a Lord Vardarus al cadalso. Junto con ella, y lacrada con un sello que ha sido identificado como el tuyo, se encontró otra carta, casi idéntica, a la que le faltan por entero las líneas que lo condenaron.
Barien levantó otro puñado de papeles de la caja.
—Segundo, se te acusa de conspiración para perpetrar el mismo e infame crimen contra Lord Seregil i Korit Solun Meringil Bókthersa. Yo mismo recibí una carta idéntica a la que tengo aquí, una carta que luce la firma de Lord Seregil y ostenta su sello. Esta carta contiene algunas afirmaciones que sugieren que estaba implicado en traición y sedición contra Eskalia. Y sin embargo aquí, además del duplicado, he encontrado otra carta con el mismo encabezamiento, la misma firma y el mismo sello y cuyos contenidos son, en todos los sentidos, inocentes.
Perfeccionada por años de práctica, la voz del Vicerregente resonaba por toda la fría cámara.
—Te prevengo, Alben el boticario. Di la verdad. ¿Cómo te declaras a la luz de estas pruebas?
—Yo… yo oí un ruido. ¡La pasada noche oí un ruido! —balbució el miserable—. Bajé y encontré esta caja. ¡Alguien debe de haberla arrojado por mi ventana! Cuando escuché a los soldados, me dejé ganar por el pánico. ¡Gran señor, mi amada Reina…!
En pie detrás del acusado, Imaneus sacudió la cabeza.
Impasible como las estatuas de mármol de sus ancestros, Idrilain hizo un gesto al alguacil, que caminó hasta una puerta lateral y llamó.
Dos guardianes escoltaron a una mujer inmensamente gorda, vestida con una chillona túnica de brocado.
—Ghemella, tallista de gemas de la calle del Perro —anunció el alguacil.
Al ver a Alben, Ghemella chilló:
—¡Díselo, Alben! ¡Diles que yo sólo hice el sello! ¡Miserable bastardo, diles que yo no sé más de esto que tú!
El anciano enterró la cabeza entre las manos con un gemido sordo.
—Alguacil, pronuncia la sentencia por falsificar los documentos o el sello de un noble —ordenó la Reina, sin apartar su severa mirada de la pareja que temblaba delante de ella.
—La sentencia es la muerte por tortura —anunció la mujer.
Alben volvió a gemir y cayó miserablemente de rodillas.
—Mi Reina, estoy aquí respondiendo a tu convocatoria. ¿Me permites hablar? —preguntó Nysander.
—Siempre valoro tus consejos, Nysander i Azusthra.
—Mi Reina, creo altamente improbable que estos dos actuaran por su propia iniciativa. Más bien, me inclino a creer que lo hicieron a instancias de otro —dijo Nysander, eligiendo las palabras cuidadosamente—. Sabemos que Lord Seregil no fue objeto de ningún intento de chantaje y tampoco consta evidencia alguna de que se produjera en el caso de Lord Vardarus. Si estos miserables hubieran estado actuando por sí solos, ese habría sido sin duda el motivo.
Phoria se puso visiblemente tensa.
—¿No estarás sugiriendo que eso atenúa de alguna manera la gravedad de sus crímenes?
—Ciertamente no, Su Alteza —replicó Nysander con gravedad—. Lo único que pretendo señalar es que la persona que haya organizado esta conspiración representa una amenaza mucho mayor. Si llegara a concluirse, como yo creo que ocurrirá, que la misma persona está detrás de las difamaciones de Lord Seregil y Lord Vardarus, sería necesario averiguar qué es lo que la ha conducido a seguir tan desesperado curso de acción.
—¡Muy pronto les sacaremos esa información a estos dos desgraciados! —dijo Barien, encolerizado.
—Con todos los respetos, mi señor Vicerregente, la información obtenida por medio de la tortura no siempre es fiable, ni siquiera cuando un mago está presente. El dolor y el miedo nublan la mente y hacen más difícil el leerla con alguna certeza.
—Conozco bien tus teorías con respecto a la tortura —replicó Barien con voz seca—. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Pienso, Lord Barien, que este asunto es demasiado grave como para recurrir a tales métodos. A pesar de lo reprobable de las acciones de estos miserables, ellos mismos no son más que insignificantes peones en un juego mayor. Son sus amos a los que debemos desenmascarar a toda costa.
Como había esperado, Phoria y Barien seguían sin parecer convencidos, pero Idrilain asintió con gesto de aprobación.
—¿Y cuál es la alternativa que propones?
—Majestad, sugiero que vos, en vuestra inmensa misericordia, conmutéis la pena de los condenados por una de exilio a cambio de una confesión libre y completa, lo que, al final, resultará mucho más provechoso. Imaneus puede certificar la veracidad de cualquier información que nos proporcionen.
Idrilain miró al mago más joven.
—Siempre he coincidido con las opiniones de Nysander en lo referente a la confesión bajo tortura, mi Reina —dijo.
Con una sonrisa desprovista de toda alegría, Idrilain se volvió hacia los acusados y les habló directamente por primera vez:
—¿Qué preferís, entonces? ¿Una confesión completa, la pérdida de la mano derecha y el exilio… o una estaca al rojo vivo en vuestros miserables traseros?
—¡Confesión, gran Reina, confesión! —gimió Alben—. No sé cómo se llamaba el hombre y nunca se lo pregunté. Tenía el porte de un noble, pero nunca lo había visto antes y su acento no era de Rhíminee. Pero fue el mismo las dos veces, para las cartas… las falsificaciones, quiero decir… contra Lord Vardarus y Lord Seregil.
—Es cierto, mi Reina —anunció Imaneus.
—¿Qué otras falsificaciones preparaste para ese hombre? —demandó la Reina.
—Órdenes de embarque, en su mayor parte —balbució el hombre, con la mirada perdida miserablemente en el suelo—. Y… —se detuvo entonces. Temblaba más violentamente que nunca.
—Dilo ya, hombre. ¿Qué más? —gruñó Barien.
—Dos… dos Órdenes Reales —susurró Alben, nombrando a duras penas el documento que permitía a su portador acceder a cualquier lugar del país, incluido el Palacio mismo.
—¡Admites que falsificaste la firma de la propia Reina! —estalló Phoria, iracunda—. ¿Cuándo fue eso?
Alben se encogió aterrorizado.
—Hace casi tres años. Pero no servían para nada cuando yo las entregué.
—¿Por qué no? —la voz de Barien no revelaba nada pero, para su sorpresa, Nysander descubrió que el Vicerregente había empalidecido ostensiblemente. Phoria también parecía trastornada.
—Todavía no tenían el sello —gimió el hombre—. No sé dónde pretendía llegar con ellas. ¡Nunca guardé ninguna copia de las Órdenes, Su Alteza, os lo juro! Que este mago sea mi testigo. Sé muy bien lo que me espera si miento.
—¡Y nunca obtuvieron el Sello Real de mí, lo juro por la Tétrada! —exclamó Ghemella con voz aguda. De nuevo, Imaneus certificó que habían dicho la verdad.
—¿Cuándo ocurrió eso? —volvió a preguntar Barien.
—Se cumplieron tres años el pasado Rythin, mi señor.
—¿Estás seguro? Probablemente habrás hecho centenares de falsificaciones. ¿Cómo es que recuerdas ésta en particular con tanta claridad?
—En parte porque eran Órdenes Reales, mi señor. No todos los días se le ofrecen a uno negocios como ese —gimió Alben—. Pero, además, por el asunto de los embarques. Uno de los cargamentos estaba destinado a un barco llamado el Ciervo Blanco, con bandera de Cirna. Lo recuerdo porque le hice un favor a mi vecino, que me había pedido que consiguiera un puesto en la tripulación para su hijo. Sólo que el barco se fue a pique en la primera de las tormentas de otoño, menos de un mes más tarde. Y el muchacho se ahogó.
—¿Estás seguro del nombre? ¿El Ciervo Blanco? —preguntó Phoria.
—Sí, Alteza. No recuerdo los nombres de los otros navíos, pero sí el de éste. Pasé meses consultando la lista de atraques del puerto, esperando que regresara y el muchacho con él. Mi vecino nunca me volvió a hablar sobre ello. Pero en todo caso… sobre ese hombre que vino a mí… Me pidió algunas cosas más a lo largo de los años. Órdenes de embarque, sobre todo, hasta la pasada primavera. Fue en Nythin, una noche, muy tarde. Vino diciendo que quería que alterara una carta para él. La misma carta que tenéis ahí, Majestad, la carta de Lord Vardarus. Por cien sestercios de oro hice para él dos copias con los cambios. Ghemella hizo los sellos, como de costumbre.
—Y además hiciste algunas copias para ti —intervino Nysander—, esperando poder sacarles algún provecho en el futuro.
Alben asintió en silencio.
—¿Y fue ese mismo hombre el que te proporcionó las cartas de Lord Seregil?
Alben vaciló.
—Sólo la primera, mi señor. El resto las conseguí a través de Ghemella hace muy poco y se las vendí al mismo hombre.
—Se las compré a un ropavejero —añadió Ghemella apresuradamente.
—¿Qué está diciendo esa mujer? —preguntó Phoria.
—En la jerga de las calles, un «ropavejero» es un traficante de documentos robados —explicó Nysander.
—Así es, su señoría —dijo Ghemella, determinada a no omitir un solo detalle—. Las conseguí de un viejo tullido llamado Dakus.
¡Ah, Seregil, esta vez te has engañado a ti mismo!, pensó Nysander resignadamente. Sabía perfectamente quién era el tal «Dakus» y de dónde provenía la segunda carta acusadora.
—El hombre que me había contratado estaba muy complacido con mi trabajo —continuó Alben—. Dijo que pagaría muy bien por cualquier carta de nobles cuyos linajes no fueran oriundos de Eskalia.
—El bisabuelo de Lord Vardarus era un barón de Plenimar. —Idrilain frunció el ceño mientras daba golpecitos sobre el pomo de su espada—. Y en cuanto a Seregil… ¡Bueno, no es ningún secreto!
—Así que preparaste los documentos falsificados para él y una vez más te quedaste con alguna copia —dijo Barien—. ¿Para qué quería el hombre tales documentos?
—Nunca me lo dijo, mi señor, y yo nunca se lo pregunté —contestó Alben con un jirón de dignidad tortuosa—. Perdonad mis palabras, pero un falsificador no dura mucho sin discreción.
—¿Eso es todo lo que puedes contarnos? —Barien miró al mago que permanecía de pie, detrás de la pareja de acusados.
—Es todo cuanto sé sobre el asunto, mi señor —le aseguró Alben.
Imaneus volvió a asentir, pero Nysander intervino:
—Aún quedan algunos puntos importantes por aclarar. El primero de ellos se refiere a cuándo y a quién habrán de ser entregadas las últimas falsificaciones. El segundo, a si los prisioneros saben o no de alguna conexión de los Leranos con el asunto.
—¿Leranos? —Barien agarró, con aire colérico, el pesado collar que llevaba en virtud de su elevado oficio—. ¿Qué tienen los Leranos que ver con todo esto?
—No sé nada sobre los Leranos —lloriqueó Alben, levantando una mirada implorante hacia Idrilain—. ¡Soy leal al trono al margen de la sangre de quién lo ocupa, mi gran Reina! Nunca participaría en esa clase de asuntos.
—Ni yo, su señoría, ni yo —sollozó Ghemella.
—Dicen la verdad —aseguró Imaneus.
—Su lealtad es bien conocida —señaló Idrilain sarcásticamente—. Pero ¿qué hay de la primera pregunta de Nysander? ¿Cuándo habrán de ser entregadas estas nuevas falsificaciones y a quién?
—Mañana por la noche, mi Reina —dijo Alben—. Había tres esta vez. Esas que tenéis ahí, atadas con el cordel amarillo. Hay una carta de Lord Seregil, una de Lady Bisma y otra de Lord Derian.
—Todos ellos con parentesco extranjero —señaló Phoria.
—Yo no sabía nada de eso —mantuvo Alben—. El caballero sólo dijo que no debía entregárselas a otro que a él, como de costumbre. Siempre viene de noche, solo. Eso es todo, mi Reina. ¡Por la mano de Dalna, que no sé nada más que lo que os he dicho!
Idrilain volvió su gélida mirada sobre la joyera.
—¿Tienes algo que añadir?
—Yo compré los documentos e hice los sellos —gimió Ghemella. Las lágrimas resbalaban por sus temblorosas mandíbulas—. ¡Lo juro por la Tétrada, mi Reina, no sé nada más de todo el asunto!
Cuando los prisioneros y los oficiales se hubieron marchado, Barien arremetió contra Nysander.
—¿A qué venía todo eso de los Leranos? —preguntó con voz imperiosa—. ¡Si tenéis alguna prueba de tales actividades en la ciudad, debéis compartirla conmigo inmediatamente!
—Ciertamente lo hubiera hecho de tenerla —replicó Nysander—. Pero a estas alturas no es más que una teoría que tiene bastante sentido.
—Pobre Vardarus —dijo Idrilain con voz triste, mientras tomaba una de las cartas de la caja—. Si se hubiera defendido…
—No tenías elección, dadas las pruebas —insistió Phoria, inflexible—. Parecían irrefutables. Al menos Lord Seregil no ha sufrido daño.
—Ah sí, Seregil. ¿Y qué hay de él, Nysander? En justicia no puedo mantenerlo encarcelado y, sin embargo, si lo libero ahora, los traicioneros bastardos que han urdido todo esto escaparán.
—Eso es seguro —admitió el mago—. Debe permanecer donde está y debemos apresurarnos a calmar toda sospecha referente a la casa del boticario. Ahora mismo, los vecinos deben de estar chismorreando sobre los sucesos de la pasada noche, y los rumores no tardan en llegar a oídos malvados. Nuestra única esperanza radica en seguir el rastro del comprador de los documentos falsificados cuando venga a por el siguiente paquete. Podríamos devolver a Alben a su casa, con las pertinentes precauciones, claro está, hasta que podamos capturar a nuestro hombre.
—Debe hacerse con el máximo sigilo —les previno Barien—. Si este asunto llega a saberse, tiemblo al pensar en la reacción que se produciría, especialmente entre el pueblo.
Idrilain hizo un ademán de impaciencia.
—Lo que más me preocupa es capturar a ese hombre. No podemos permitirnos el lujo de fracasar. Barien, Phoria, dejadnos.
Acostumbrados a ser despedidos de forma expeditiva, la Princesa Real y el Vicerregente desaparecieron de inmediato. Nysander los observó atento mientras se marchaban, preocupado por el comportamiento de Barien.
—Todo este asunto lo ha perturbado terriblemente —dijo Idrilain—. Ojalá le hubieras mencionado antes tus temores acerca de los Leranos. La idea le ha parecido siempre sumamente inquietante.
—Mis disculpas —dijo Nysander—. No era más que un golpe a ciegas.
—Pero acertado. Cuanto más descubro, más convencida estoy de que tienes razón. Maldita sea, Nysander. ¡Si esos traidores se han hecho tan fuertes como para intentar algo como esto, entonces quiero que sean destruidos! En este asunto no puede haber fallos. Cualquiera que pueda poner sus manos sobre una Orden Real, bien podría conocer a los espías de la Reina. Sin embargo, tu gente es harina de otro costal; ni siquiera yo misma conozco a la mayoría de ellos.
Nysander hizo una profunda reverencia, aliviado porque ella hubiera tomado esa decisión.
—Los Centinelas están a vuestras órdenes, como de costumbre. ¿Tengo vuestro permiso para ocuparme del asunto a mi manera?
Idrilain cerró una mano con fuerza alrededor de la empuñadura de su espada.
—Utiliza los medios que creas convenientes. ¡Sea quién sea el traidor, quiero su cabeza en una pica antes de que termine la semana!
—También yo, mi Reina —dijo Nysander—. Aunque me sorprendería que sólo hubiera uno.