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Un abrupto cambio de decorado
Mientras Seregil paseaba por la celda, su cabeza tropezó con algo en la oscuridad. Retrocedió de inmediato y a duras penas pudo distinguir dos figuras altas que, de algún modo, se habían materializado en medio de la celda. Durante un instante desolador, su mente retrocedió hasta la solitaria posada micenia y la oscura presencia con la que se había enfrentado allí; entonces reconoció los familiares olores del pergamino y el humo de las velas.
—¿Nysander?
—Sí, querido hijo. Y también Thero —llevó a Seregil hasta el fondo de la celda y le habló al oído—. Thero ha venido para ocupar tu lugar.
—¿Cómo?
—No hay tiempo para explicaciones. Une tus manos con las suyas.
Tragándose un buen puñado de preguntas, Seregil hizo lo que Nysander le pedía. Las manos de Thero estaban frías pero eran firmes. Nysander los tomó con firmeza por los hombros y comenzó a entonar una encantación silenciosa.
La transformación se produjo con deslumbrante rapidez. Durante un breve instante, las sombras de la celda parecieron desvanecerse, se arremolinaron, los engulleron a todos… y cuando la visión de Seregil se aclaró, se encontró en el lado equivocado de la habitación, contemplando una figura delgada y sumamente familiar.
Alzó una mano hasta su rostro y sintió la sombra de una barba rala y grosera sobre unas mejillas descarnadas.
—¡Por los Testículos y los Ríñones de Bilairy…!
—¡Silencio! —siseó Nysander.
—Ten cuidado con mi cuerpo —le advirtió Thero mientras se tocaba su nuevo rostro.
—Estoy más que ansioso por volver a recuperar el mío, puedes creerme. —Seregil se estremeció y se tambaleó. Su nuevo cuerpo era demasiado alto para él. Podía suponer lo que venía a continuación, y le tenía miedo.
Nysander pasó una mano firme alrededor de su brazo y lo condujo hasta la pared más alejada de la celda. De mala gana, Seregil respiró profundamente, cuadró los hombros y, dando un paso adelante, penetró en la grieta que se abría delante de sí, más negra que la oscuridad…
… y salió de ella trastabillando, pestañeando y con un ataque de náuseas, a la luminosidad repentina de la sala de encantamientos de Nysander.
—Ahora calma. Ya te tengo —dijo Micum, sujetándolo cuando sus rodillas cedieron—. Alec, el brandy. Y la palangana también. Tiene mal aspecto.
Seregil se agachó un momento sobre la palangana de latón, combatiendo las intensas náuseas que el conjuro le había provocado; los encantamientos de translocación eran, con mucho, los que provocaban peores efectos secundarios. Se echó hacia atrás, apoyándose sobre los talones, y aceptó agradecido una copa de brandy.
Alec lo miraba fijamente y con los ojos desorbitados.
—Seregil, ¿de verás estás ahí dentro?
Seregil examinó los pálidos y huesudos dedos que sostenían la copa y luego la apuró de un largo trago.
—Horrible, ¿no crees?
—A Thero no le seducía la perspectiva más que a ti —suspiró Nysander—. No obstante, él se mostró mucho más elegante.
—Perdóname —replicó Seregil—. Esta noche no soy yo mismo.
Alec seguía mirándolo.
—Tienes la voz de Thero pero, de algún modo… no lo sé. Suena como si fuera la tuya. ¿Es muy diferente a cuando te transformas en una nutria?
—Decididamente sí. —Seregil contempló su nuevo cuerpo con cautela—. Es como llevar un traje que te sienta mal pero que no te puedes quitar. Y, además, lleva la ropa interior bastante apretada. No sabía que fueras capaz de hacer esto, Nysander.
—No es una práctica que la Oréska apruebe especialmente —dijo el mago. Pero le guiñó un ojo—. Sin embargo, ha tenido éxito. Me gustaría hacer un pequeño experimento. ¿Recuerdas el encantamiento para encender una vela?
—¿Quieres que lo intente con este cuerpo?
—Si no te importa.
Nysander colocó una vela sobre la mesa de encantamientos. Seregil se puso en pie y extendió el brazo hacia ella.
Micum dio un subrepticio tirón a la manga de Alec, mientras susurraba:
—Te aconsejo que te retires un poco, por si acaso.
—Lo he oído —musitó Seregil. Se concentró en la vela ennegrecida y pronunció la palabra de poder.
El resultado fue instantáneo. Con un crujido atronador, se abrió una grieta en el centro mismo de la lustrosa mesa y las dos mitades de la misma cayeron a los lados. La vela, todavía sin encender, se hizo pedazos contra el suelo de piedra.
Durante un momento, todos contemplaron los restos en silencio, y entonces Nysander se inclinó y tocó con un dedo la madera astillada.
Seregil suspiró.
—Bueno, espero que eso haya respondido a tu pregunta.
—Ha respondido a varias. La más significativa es que la transformación del poder mágico ha sido completa. Por tanto, Thero se encontrará bastante a salvo, siempre que actuemos con la necesaria rapidez. Hay mucho que discutir antes de que Alec regrese a la calle de la Rueda.
—¿Tengo que volver esta misma noche? —preguntó Alec, evidentemente alicaído ante la perspectiva—. Pero Seregil sólo acaba de…
Seregil le propinó una bofetada amistosa.
—¡Apariencias, Alec, apariencias! Tú eres el señor de la casa durante mi ausencia, así como un posible sospechoso. Tal como están las cosas, no sería sabio que desaparecieras sin dar explicaciones.
—Muy cierto —señaló Nysander—. Pero debemos preparar nuestros planes antes de que se vaya. Vamos a la sala de estar. Supongo que a Seregil le gustaría tomar una comida decente. Thero no ha comido casi nada esta noche.
—¡Ya me doy cuenta! —Seregil se dio varias palmadas en el vientre. Mientras seguía a los otros escaleras abajo, volvió a tocarse el rostro. Un pelillo rebelde de su labio superior le hacía cosquillas en la nariz y lo alisó con impaciencia.
—Asombroso —murmuró—. Nunca me había preocupado demasiado por todo este pelo que os crece por todas partes, pero ahora que yo también lo tengo… ¡lo encuentro repulsivo!
Micum se atusó orgulloso su tupido mostacho rojizo.
—Para tu información, entre nosotros se considera una señal de virilidad.
—¿De veras? —Seregil bufó—. ¿Y cuántas veces me he sentado esperando en mitad de ninguna parte mientras te destrozabas la barbilla con un cuchillo y agua fría?
—Es mi estilo —dijo Micum, guiñándole un ojo a Alec—. A Kari le gusta así, mejillas suaves que le hagan un poco de cosquillas.
—Me pica —se quejó Seregil, al tiempo que volvía a rascarse debajo de la nariz—. Enséñame a afeitarme, ¿quieres?
—¡De ningún modo! —dijo Nysander con firmeza.
Durante la cena, los demás relataron sus actividades recientes a Seregil. Rió con aprecio al escuchar la narración de sus aventuras en la calle del Ciervo, pero se puso furioso al escuchar el informe de Nysander.
—¿Han falsificado una Orden Real? No me extraña que Barien estuviera trastornado. Aparte de la Reina y Phoria, él es la única persona que tiene acceso a los sellos necesarios.
—Acceso legítimo —le corrigió Micum—. ¿Qué supones que ese barco, el Ciervo Blanco, transportaba en sus bodegas?
Seregil miró a Nysander.
—Es posible que pueda averiguarlo. Tres años es mucho tiempo, pero los registros deben de conservarse en las oficinas de los maestres de puerto de sus diferentes escalas. Estoy seguro de que no nos revelará el cargamento verdadero, pero al menos podría ser un comienzo.
—Lo más probable es que no tenga nada que ver con el asunto que nos ocupa pero, sin embargo, preferiría no dejar ese camino sin explorar —musitó Nysander—. Y ahora, tracemos nuestros planes para mañana.
Faltaban sólo unas pocas horas hasta el alba cuando terminaron y, repentinamente, Alec bostezó con estruendo.
—Lo siento —dijo, antes de bostezar otra vez. Seregil sonrió.
—No es de extrañar que estés cansado. ¡Has tenido mucho trabajo!
Thero sería mucho más apuesto si sonriera más a menudo, pensó Alec, sorprendido ante la diferencia que suponía. ¿Qué aspecto tendría ahora mismo el rostro de Seregil, gobernado por la mente de Thero?
—Estoy exhausto —dijo Micum—. Si estamos de acuerdo sobre el trabajo de mañana, creo que sería mejor que Alec y yo fuéramos a dormir antes de que salga el sol.
—Te estás haciendo viejo —se burló Seregil, mientras los seguía escaleras arriba—. Antes podíamos pasar dos o tres días despiertos antes de que empezaras a flaquear.
—¡Por la Llama, tienes toda la razón! Unos cuantos años más y estaré feliz de pasar los días en un rincón soleado del jardín de Kari, contándoles cuentos a los hijos de los criados.
Al llegar a la puerta del laboratorio, Alec se volvió una última vez para contemplar a Seregil en el cuerpo de Thero. No podía imaginarse una combinación más improbable. Sacudió la cabeza y dijo:
—Es bueno que hayas vuelto… o casi.
—¿Es casi bueno o es bueno que casi haya vuelto? —preguntó Seregil, al mismo tiempo que, a pesar de la barba, lograba esbozar una réplica bastante aproximada de su familiar sonrisa ladeada.
—Los dos —dijo Alec.
—Y yo casi os doy las gracias a todos por vuestro buen trabajo de esta noche —dijo Seregil, mientras estrechaba las manos de sus amigos—. Las cosas comenzaban a parecer un poco sombrías en aquella celda. Pero entre nosotros cuatro, deberíamos ser capaces de poner las cosas en su sitio en poco tiempo.
Un cansancio demoledor se apoderó de él mientras bajaba las escaleras. Se dejó caer sobre la limpia y estrecha cama de Thero. No tenía fuerzas ni para quitarse los zapatos.
Es la magia, pensó mientras se sumergía en el sueño. Esta maldita cosa siempre me deja agotado.
A pesar de lo exhausto que estaba, la noche no fue apacible. Se sacudía constantemente, tratando de escapar de una sucesión de sueños intranquilos. Al principio no eran más que destellos fragmentarios de lo sucedido durante los últimos días: un acontecimiento distorsionado, el retazo de una conversación repetido una y otra vez, rostros desconocidos que se cernían amenazantes sobre él… Sin embargo, gradualmente, las imágenes comenzaron a fundirse entre sí.
Todavía se encontraba en el cuerpo de Thero. Atravesaba la ciudad al trote. Estaba oscuro y se había perdido. Los carteles de las calles habían desaparecido, las lámparas colgaban apagadas de sus ganchos. Frustrado y un poco asustado, lanzó a su caballo al galope.
Su caballo no tenía cabeza; las riendas pasaban sobre una lustrosa y suave giba y desaparecían en algún lugar bajo el pecho del animal.
Pero no puedo detenerlo, pensó. Soltó las riendas y se aferró al arzón delantero de la silla.
Empapada de sudor, la extraña criatura cabalgó como un trueno durante horas, llevándolo de una calle desconocida a la siguiente hasta que una lechuza voló bajo sus cascos. Asustado, el caballo se encabritó, lo arrojó al suelo y desapreció entre las sombras.
Al levantar la mirada, se encontró frente a la puerta de la Prisión de la Torre Roja.
¡Ya basta! ¡Voy a recuperar mi cuerpo ahora mismo!, pensó encolerizado. Se levantó frotando el suelo y ascendió vertiginosamente hasta el tejado de la prisión.
Volar era algo maravilloso y dio varias vueltas a la Torre, saboreando la sensación. Sin embargo, todos los barcos del puerto estaban envueltos en llamas y esto lo perturbó terriblemente. Se lanzó en picado como una golondrina y entró a toda prisa en la torre a través de un agujero del tejado. Allí dentro también reinaba la oscuridad.
Caminó a tientas entre la negrura hasta que descubrió un destello de luz delante de sí. Llegaba hasta él a través de la reja de la puerta de una celda. La puerta estaba cerrada, pero la madera se convirtió en una bandada de mariposas rojas tan pronto como la tocó. Atravesando su suave resistencia, penetró en una ardiente luminosidad y levantó los brazos para escudarse los ojos.
Su verdadero cuerpo yacía en el centro de la habitación, desnudo por completo a excepción de la hirviente masa de diminutas llamas con forma de araña que lo envolvía desde el cuello para abajo.
¡Ya deberían haber desaparecido!, pensó, repugnado por la visión.
Su cuerpo se llevó una mano al pecho y dijo con la voz de Thero:
—Vienen de aquí.
—Yo las detendré.
Seregil se aproximó cautelosamente y apartó las criaturas de llama del pecho. Rehuyeron su contacto y, al desaparecer, revelaron un ojo azul y brillante, que lo miraba maliciosamente desde la sangrienta herida del pecho, justo por encima del esternón. Seregil retrocedió y contempló, con creciente horror, cómo la piel alrededor del ojo comenzaba a sacudirse y estirarse; las criaturas de llama se desmoronaron y cayeron, y entonces pudo ver con toda claridad los movimientos espasmódicos que se sucedían bajo la piel del pecho y el vientre de su verdadero cuerpo, como si algo horripilante tratase de abrirse camino con sus garras desde el interior.
Aquel ojo antinatural comenzó a llorar lágrimas de sangre, pero su rostro —ahora el de Thero— permanecía en calma. Sin dejar de sonreír, Thero saltó sobre él con los brazos extendidos, como si quisiera abrazarlo. Con un grito ahogado, Seregil retrocedió a través de las mariposas rojas…
Se incorporó, jadeando. Apartó de sí las enredadas sábanas, se acercó a la chimenea y atizó el fuego hasta conseguir que su luz iluminara toda la habitación. Sus ropas seguían empapadas con el frío y agrio sudor. Se las quitó y examinó el pálido y angular cuerpo que ahora habitaba. ¡No era de extrañar que estuviese soñando con el suyo! Los detalles de la pesadilla ya estaban desvaneciéndose de su mente, pero cuando recordó la imagen del Ojo, un estremecimiento de horror recorrió su cuerpo.
Después de arrojar unos cuantos troncos más en el fuego, volvió a meterse en la cama y se cubrió con las mantas hasta la nariz.
Mientras volvía a quedarse dormido, reparó en que era la primera vez desde hacía semanas que tenía un sueño.
La última luz de la mañana inundaba la habitación a través de la ventana abierta cuando volvió a abrir los ojos. Permaneció inmóvil un momento y descubrió que había olvidado la mayor parte de su pesadilla. Después de volver a dormirse, se habían sucedido sueños de una naturaleza lasciva e insólita y, al despertar, había encontrado el cuerpo de Thero en un incómodo estado de euforia. No tardó en arreglarlo con un poco de agua fría. Después de vestirse con una túnica limpia, subió a saltos las escaleras que conducían a la torre de Nysander.
—¡Buenos días! —Nysander le sonrió por encima de una taza de té. Una visión familiar y tranquilizadora—. ¿Te sientes más…? Querido amigo, tienes aspecto de haber dormido mal.
—Es cierto —admitió Seregil—. Tuve una pesadilla en la que iba a buscar mi cuerpo. Tenía un ojo en el pecho, en el lugar de la cicatriz. De alguna manera, todo me resultaba familiar, como si ya lo hubiera soñado antes.
—Qué desagradable. ¿Recuerdas algo más?
—La verdad es que no. Creo que volaba. Y había fuego… No lo sé. Más tarde tuve otros sueños, imágenes diferentes. ¿Crees posible que esté teniendo los sueños de Thero?
—¿Un lazo mental a través de su cuerpo? No lo creo. ¿Por qué?
Seregil se frotó los párpados y bostezó.
—Oh, por nada. Es la primera noche que paso en el cuerpo de otro, ya sabes. Entre tú y yo, unos pocos días en la calle de las Luces no le harían a Thero ningún daño.
—Parece ser célibe por naturaleza.
Seregil dejó escapar una risilla críptica.
—¡Quizá por práctica, pero no por naturaleza!
Se quedaron en la torre de Nysander todo el día, tratando de evitar a cualquiera lo suficientemente perceptivo como para detectar un cambio en «Thero»… Una tarea bien complicada en una casa llena de magos.
Wethis no parecía haber advertido nada raro y Seregil advirtió divertido la antipatía que se ocultaba detrás de la máscara de deferencia que lucía el joven sirviente mientras realizaba sus tareas diarias en la habitación de Thero.
A mediodía, Nysander se marchó para atender otros asuntos en otro lugar de la Casa. Seregil paseaba inquieto por el laboratorio cuando sonó un golpeteo agudo en la puerta de la torre. Las costumbres de la Casa dictaban que las puertas debían abrirse a cualquiera que llamara, así que Seregil no podía hacer otra cosa que responder. Se asomó y se encontró con Ylinestra, esperando impaciente en el corredor.
Su vestido de seda verde, ajustado sobre el pecho, enmarcaba sus deliciosos encantos de una manera que Seregil no podía sino apreciar.
No la conocía bien y el comportamiento que ella había mostrado hacia él había sido siempre civilizado sin más, hasta el punto de resultar frío. Sin embargo, enseguida se le hizo evidente que estas reservas no se extendían al asistente de Nysander.
—¡Ah, Thero! ¿Está Nysander? —a su rostro de ojos violetas asomó una sonrisa radiante.
—Todavía no ha llegado, mi señora —contestó Seregil, tratando de imaginar cómo se comportaría Thero con una mujer tan hermosa. No tardó en hacerse una idea.
—¡Qué formal estás hoy! —le reprendió Ylinestra de forma juguetona.
La estrechez de la entrada podría haber explicado la generosidad con la que ella frotó sus caderas y el pecho envuelto en seda contra su costado; pero algo en el timbre de su voz le reveló otra cosa. Mientras la seguía hacia el laboratorio, Seregil experimentó la deliciosa certeza de que algo inesperado se avecinaba. Los dos, sospechaba, estaban a punto de realizar sendas interpretaciones excelentes.
—¿Quizá está dando vueltas y vueltas, tratando de ayudar a su guapo amigo Aurénfaie? —suspiró. Le dio la espalda mientras hacía pucheros con aire de conspiradora.
—En este momento no. —Seregil logró imitar de forma creíble el tono de desdén, habitual en la voz de Thero cuando se refería a él—. Ha ido a ver a Mosrin i Agravan. Para algo relacionado con la biblioteca.
—Y te ha dejado aquí a trabajar solo, ¿eh? Sí, te has quedado solo. Y yo también, por lo que parece. —Ylinestra se le aproximó con lentitud y Seregil fue repentinamente consciente del suave y especiado perfume que despedía. Pero junto con esta consciencia lo asaltó la visión del mismo perfume, ascendiendo invisible desde el cálido refugio de los pechos. Esto lo puso en guardia. Aquella no era ni por asomo la clase de pensamientos que lo asaltaba delante de una mujer, y apestaba a ardid mágico—. Apenas veo a Nysander últimamente —dijo de mal humor, apenas a unos centímetros de él—. Puedes decirle de mi parte que, si no cambia su comportamiento, buscaré inspiración en cualquier otra parte. Seguro que también a ti te abandona cuando aparece ese tal Seregil. Le hace a una preguntarse…
Arqueando una de sus cejas perfectas, dejó que la frase pendiera incompleta entre ambos, y entonces lo sorprendió con una rápida, casi maternal palmada en el brazo.
—Si no sabes lo que hacer, mi oferta sigue en pie.
—¿Oferta?
—¡Oh, vergüenza debería darte! —parpadeó, tímida de nuevo—. Me refiero a esos cánticos de levitación Ylani que te prometí. Todavía no has venido a aprenderlos, y parecías sumamente ansioso la última vez que hablamos. Además, tengo otros muchos encantamientos que creo que te gustarían, cosas que Nysander no puede enseñarte. Tienes que venir a mis aposentos. No querrás que pierda la paciencia contigo, ¿verdad?
—No, claro que no —la tranquilizó Seregil—. Iré tan pronto como me sea posible. Te lo prometo.
—Eres un buen chico —castamente, juntó su mejilla con la de él y se marchó, dejando un ligero recuerdo de su aroma detrás de sí.
¡Por los dedos de Illior!, pensó Seregil, impresionado. No podía imaginar lo que ella esperaba conseguir seduciendo a Thero, pero cuanto antes supiera Nysander lo que estaba sucediendo, mejor para todos.
Para su asombro, Nysander se mostró más divertido que enfurecido.
—¿Qué es lo que te molesta tanto? —le preguntó—. Esta misma mañana eras tú mismo el que proponía un curso de acción similar.
—Sí. ¡Pero no con la amante de su maestro! —balbució Seregil.
—No es normal en ti esa santurronería —señaló Nysander—. Aprecio tu preocupación, pero es totalmente injustificada. La adorable Ylinestra y yo no esperamos del otro más de lo que le pedimos al viento. Aunque me halaga pensar que ella encuentra algún placer genuino en mi compañía, lo cierto es que lo que más le interesa es mi magia. Ella me ha mostrado también algunos aspectos interesantes de su arte, pero precisamente para ti, entre toda la gente, debe ser evidente dónde reside mi verdadero interés por ella.
—¿Es buena en el dormitorio?
—¡Más allá de toda descripción, mi querido muchacho! Y puesto que ni ella ni yo le hemos pedido al otro más de lo que está dispuesto a dar, nuestro acuerdo resulta bastante satisfactorio. En su corazón, Ylinestra es una criatura vana cuyos gustos sexuales se inclinan más bien a la conquista de jóvenes virginales.
—Es una devoradora de hombres, de acuerdo. Sin embargo, conmigo siempre se muestra muy fría.
Nysander soltó una risotada seca.
—Jamás se me ocurriría describirte, precisamente a ti, como virginal. Sospecho que ella prefiere que sus amantes sean más singulares en sus gustos de lo que tu reputación sugiere. Es a Alec al que yo mantendría vigilado si fuera tú. Si por ella fuera, lo tendría… ¿cómo es esa pintoresca frase de Micum?
—«En una bandeja, con puerros hervidos» —bufó Seregil—. Gracias por la advertencia.