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Orna

Alec salió a trompicones de la última de sus pesadillas, con el hedor del depósito de cadáveres todavía prendido de la nariz. Corrió las cortinas de la cama y descubrió que la primera luz de la mañana entraba ya por su ventana. Lo que había olido no eran sino las salchichas que se freían en el piso de abajo.

—¡Gracias al Hacedor! —susurró, mientras pasaba una mano sobre su sudoroso rostro.

Había vuelto a dormir mal esa noche, zarandeado a través de sueños desquiciados en los que una amenazadora figura negra lo perseguía en los depósitos de cadáveres. La opresiva sensación de la pesadilla lo acompañó mientras se vestía y se dirigía escaleras abajo.

Seregil y Runcer se encontraban en el salón principal, discutiendo la posible disposición de una serie de baúles de viaje. «Lord Seregil» dejaba la ciudad para tratar de recuperarse de la conmoción provocada por la horrorosa experiencia que había vivido. Era necesario que se le viera marchar con el equipaje suficiente para una larga ausencia.

—Dejaremos todo esto en Watermead —estaba diciendo Seregil cuando Alec se unió a ellos.

—¿Qué debo responderles a quienes se interesen por Sir Alec y vos, señor? —preguntó Runcer.

—Diles que estaba demasiado trastornado para predecir la fecha de mi regreso. Oh, buenos días, Alec. Nos marcharemos tan pronto como hayas desayunado. Come deprisa.

—¿Y Sir Micum regresa a su casa? —preguntó Runcer.

—Sí, así es. —Micum apareció en la puerta del comedor en mangas de camisa—. Puedes informar a quien te pregunte que me marcho a la casa de la mujer más hermosa de toda Eskalia, y que le echaré los perros a cualquiera que se atreva a molestarnos durante la próxima semana.

Runcer hizo una reverencia grave.

—Trataré de expresarlo con toda claridad, señor.

Mientras Alec devoraba sus salchichas y su té, Seregil paseaba inquieto de un lado a otro de la habitación.

—Cuando regresemos, volveremos a instalarnos en el Gallito.

—Lo prefiero —dijo Alec con alegría. Ya había tenido suficientes modales elegantes y criados excesivamente atentos. Terminó rápidamente su desayuno y siguió a Seregil a la calle donde, bajo la atenta mirada de Runcer, los esperaban sus monturas y un pequeño carro para el equipaje.

Se habían vestido como caballeros para abandonar la ciudad y el mozo de cuadra había ensillado a Cynril y Volador, pero Parche y Cepillo estaban entre los caballos de carga.

Era un día fresco, espléndido para cabalgar, y llegaron a la senda que conducía hasta Watermead poco después del mediodía.

Después de cruzar el puente, Alec y Seregil se escondieron entre los matorrales y se cambiaron de ropa. A partir de aquí viajarían como mercaderes.

—¿Pasaréis la noche en el Pony? —preguntó Micum mientras volvían a aparecer.

Seregil elevó la mirada hacia el sol.

—Si conseguimos llegar, sí.

—Saluda a Kari y a las chicas de mi parte —dijo Alec. Desvió la mirada hacia el valle, vio una pálida cinta de humo que se elevaba desde la chimenea de la cocina de Watermead y no le costó imaginar los cálidos aromas del pan caliente, las carnes asadas y las hierbas secas que, sin la menor duda, reinarían en el lugar.

Después de cambiar de monturas, Seregil ató a los caballos Auréren con las bestias de carga.

—Espéranos hasta que nos veamos —dijo a Micum mientras le tendía las riendas del carromato.

—Buena caza a los dos —contestó Micum. Se estrecharon las manos—. Y mucho cuidado con esos malditos caminos de cabras a los que en Cirna llaman calles. ¡Un mal paso y acabaréis con el trasero en la bahía antes de saber lo que os ha pasado!

Volvieron a cruzar el puente, viraron hacia el norte y, al llegar a la vía que conducía a Cirna, partieron a galope.

Las suaves colinas no tardaron en dar paso a un terreno más abrupto. A su izquierda, unos acantilados dentados caían a pico sobre el mar y podían ver la oscura inmensidad del Osiat, extendiéndose más allá de las islas costeras hasta perderse en el horizonte.

Después de un rato, se detuvieron para dejar descansar a los caballos. Seregil se quitó la capucha y dio un grito de alegría.

—¡Por la Tétrada, es bueno volver a encontrarse lejos de la calle de la Rueda!

—¿Tú también te sientes así? —sorprendido, Alec se volvió.

—¡Cada vez me cuesta más respirar allí! —exclamó Seregil mientras sacudía la cabeza—. Odio admitirlo, pero estos últimos años me he sentido bastante atrapado. Es un disfraz que ha cobrado vida propia. Una vez que descubras lo lejos que puede llegar, me comprenderás.

—¿Por eso nunca me habías hablado de ello? —preguntó Alec. La sensación de inquietud provocada por el sueño, junto a cierta irritación que seguía conservando en su interior desde que conociera el lugar, le prestaron a sus palabras un tono belicoso.

Seregil lo miró fijamente, sorprendido.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a todas aquellas semanas que pasamos en la ciudad sin que lo mencionaras una sola vez. Ni una sola. No hasta que pudiste someterte a otra de tus pequeñas pruebas.

—No me digas que todavía estás enfadado por eso.

—Supongo que sí —murmuró Alec—. Lo haces constantemente, ¿sabes? Lo de no decirme las cosas.

—Por los Dedos de Illior, Alec. Lo único que he hecho durante los últimos dos meses ha sido contarte cosas. ¡No creo que haya hablado tanto en toda mi vida! ¿Qué es lo que no te he contado?

—Pues para empezar, lo de la calle de la Rueda —le espetó Alec—. Hacerme entrar como un ladrón y luego arrojarme en medio de aquella fiesta…

—¡Pero ya te lo expliqué! ¿Vas a decirme que no te sentiste orgulloso de ti mismo una vez que se te pasó el susto?

—No es eso. —Alec se esforzaba por poner sus conflictivas emociones en palabras. Al final, explotó—. Simplemente, me hubiera gustado tener algo que decir al respecto. Claro que, ahora que lo pienso, no es que haya tenido mucho que decir en nada desde que nos conocemos. Después de todo lo que hemos pasado… ¡Por los Testículos de Bilairy, Seregil, te salvé la vida!

Seregil abrió la boca como si se dispusiera a responder y entonces, en silencio, picó espuelas y Cepillo comenzó a avanzar.

Alec, todavía enfadado pero horrorizado por su estallido, fue tras él. ¿Por qué las emociones fuertes parecían tomarlo siempre por sorpresa?

—Supongo que tienes razón al pensar así —dijo Seregil al fin.

—Seregil, yo…

—No, está bien. No te disculpes por haber dicho la verdad —la mirada de Seregil descendió por el cuello de Cepillo. Dejó escapar un profundo suspiro—. Era diferente cuando nos conocimos. No eras más que alguien que parecía necesitar ayuda y que podía resultar momentáneamente útil. Sólo después de abandonar Herbaleda me decidí a llevarte conmigo al sur.

¿Después de Herbaleda? —Alec volvió el rostro hacia él. La rabia volvía a apoderarse de él—. ¿Me mentiste? ¿Todo aquello que me contaste sobre Eskalia y sobre convertirme en un bardo mientras estábamos en las Quebradas?

Seregil se encogió de hombros sin levantar la mirada.

—No lo sé. Supongo que sí. Quiero decir que también a mí me pareció una buena idea. Pero no estuve del todo seguro de lo apropiado que podías ser hasta el robo en casa del alcalde, en Herbaleda.

—¿Y qué hubieras hecho de no haber sido yo tan «apropiado»?

—Te hubiera dejado en cualquier parte, a salvo y con dinero en el bolsillo, y luego hubiera desaparecido. Ya lo he hecho otras veces con gente a la que he ayudado. Pero tú eras diferente, así que no lo hice.

Alec se vio sorprendido por un extraño sentimiento de camaradería mientras sus ojos se encontraban; como si acabase de tomarse un trago de brandy, una oleada calida estalló en su estómago y se extendió por todas partes desde allí.

—Sí, es cierto, al principio te mentí un poco —estaba diciendo Seregil—. Piensa a cuántos extraños has mentido desde que te uniste a mí. Es la naturaleza de nuestro trabajo. Sin embargo, te juro que desde Herbaleda he sido tan honesto contigo como me ha sido posible. Quería contarte más, prepararte, pero entonces caí enfermo —hizo una pausa—. En tu lugar, dudo que yo hubiera sido tan fiel. En todo caso, después de Herbaleda y de la emboscada del Bosque de Folcwine, comencé a pensar en ti como en un amigo, el primero que había hecho en mucho tiempo. Asumí que lo habías comprendido así y por esa asunción te pido que me perdones.

—No es necesario —murmuró Alec, azorado.

—Oh, ya lo creo que sí. Maldita sea, Alec, probablemente tú eres un misterio para mí tanto como yo lo soy para ti. Micum y yo éramos casi de la misma edad cuando nos conocimos. Vimos el mundo con los mismos ojos. ¡Y Nysander…! Siempre pareció conocer mis pensamientos antes que yo mismo. Contigo es tan… tan diferente. Parece que siempre acabo haciéndote daño sin ni siquiera darme cuenta de que es así.

—No es para tanto —musitó Alec, abrumado por tan inesperada sinceridad—. Lo que pasa es que a veces parece… como si no confiaras en mí.

Seregil rió con aire arrepentido.

—¡Ah, Alec! Rei phóril tos tókun meh brithil, vrísh’ruü’ya.

—¿Qué quiere decir eso?

Seregil le tendió la empuñadura de su puñal antes de decir:

—«Aunque arrojes un cuchillo a mis ojos, no flaquearé» —tradujo—. Es una solemne promesa de confianza y te la dedico con todo mi corazón. Puedes apuñalarme por la espalda si quieres.

—¿Es que te inventas esas cosas a medida que las dices?

—No, es genuina. Y te haré otras diez promesas igual de serias si es necesario para convencerte de que lo siento.

—Por el Amor del Hacedor, Seregil, sólo quiero que me hables de la calle de la Rueda.

—Muy bien, muy bien, la calle de la Rueda. —Seregil volvió a deslizar el puñal en el interior de la bota—. Todo comenzó después de que hubiera fracasado con Nysander. Me marché y viví en los barrios bajos durante algunos años. Una existencia dura. Fue entonces cuando aprendí el oficio de ladrón y todo lo demás. Cuando regresé, me di cuenta de inmediato de que podía vivir estupendamente gracias a las intrigas de la nobleza de Eskalia. Tenía que establecerme de alguna manera, pero eso no resultó difícil. Mi pasado tormentoso, junto con mi estatus como pariente de la Reina, la novedad que reprensaba el hecho de ser un Aurénfaie y mis nuevas habilidades como ladrón y, en general, mi personalidad entrometida… —extendió los brazos de forma cómica—, todo ello me garantizaba el éxito en la sociedad de Rhíminee. Haciéndose pasar por un exiliado reformado, Lord Seregil no tardó en forjarse una reputación como interlocutor comprensivo, buen comprador de bebidas, juerguista impenitente y propietario carente de opiniones serias en cualquier asunto. En conjunto, una persona intrascendente y, por tanto, el hombre con el que todo el mundo estaba dispuesto a hablar. Me volví muy popular entre los nobles más jóvenes y, a través de ellos, comencé a obtener información muy valiosa. Después, no me fue muy difícil extender el rumor de que Lord Seregil, encantador como era, no siempre se mezclaba con las mejores compañías. Pronto se supo en los círculos apropiados que algunas veces podía ayudar a contratar a un personaje discreto pero misterioso que llevaría a cabo cualquier clase de misión por el precio adecuado.

—¿El Gato de Rhíminee?

—Exactamente. Nysander era el único que conocía mi secreto. Siempre le he sido más útil como espía de lo que lo fui como aprendiz. Sin embargo, incluso entonces me gustaba demasiado mi libertad como para interpretar el papel de noble todo el tiempo. Así que compré el Gallito y preparé algunas habitaciones en él. Nysander me ayudó a encontrar a Thirys. Por entonces, Cilla no debía de ser mucho mayor que Illia…

—Sí, pero ¿y la calle de la Rueda? —insistió Alec, que quería escuchar el final de la historia antes de que anocheciera.

—Me he vuelto a desviar del asunto, ¿verdad? Bueno, pasó el tiempo y los jóvenes nobles a los que había conocido se establecieron y comenzaron a su vez a tener a otros jóvenes nobles. Fuera un Aurénfaie o no, se esperaba de mí que hiciera lo mismo. Para conservar la confianza de aquellos de los que dependía para vivir, tenía que dar alguna señal externa de que era uno de los suyos. Comencé invirtiendo en negocios comerciales, y la verdad es que me fue bastante bien. Claro que, no es de extrañar, considerando la clase de información a la que tenía acceso. Aparte del dinero, mis supuestos negocios me proporcionaban una excusa perfecta para ausentarme buena parte del año. Desgraciadamente, la charada terminó por volverse demasiado costosa. Si no me gustase tanto Rhíminee, posiblemente hubiera matado a Lord Seregil para comenzar de nuevo en otro lugar. Sin embargo, por lo que a ti se refiere, todo esto se reduce a que a Sir Alec de Ivywell le espera una esmerada educación.

—¡Seré un anciano con una barba hasta las rodillas antes de que haya aprendido la mitad de lo que esperas que aprenda!

La mirada de Seregil se perdió en el mar. Había en sus ojos un brillo burlón.

—Oh, lo dudo. Lo dudo mucho.

Pasaron aquella noche en el Pony, una respetable posada que se encontraba en el camino, y al amanecer volvieron a ponerse en marcha bajo un cielo despejado. A última hora de la mañana alcanzaron el extremo meridional del istmo que unía la península de Eskalia con el continente, al norte.

El puente de tierra, que sobresalía de las aguas como un espinazo blanquecino, no alcanzaba los ocho kilómetros de anchura en ningún punto. El camino discurría a lo largo de una cresta y Alec podía ver agua a ambos lados: el Osiat, de un color metálico y oscuro, y el Mar Interior, menos profundo, de un azul más pálido.

Poco después del mediodía llegaron a un pequeño puesto de guardia que custodiaba una bifurcación del camino. Desde allí las sendas divergían hacia el este y el oeste, en dirección a los dos puentes que a su vez conducían a los dos puertos del canal, Cirna y Talos. Tomaron la bifurcación de la derecha y no tardó en aparecer ante su vista el puente, que describía un suave arco por encima de la negra grieta del canal. Era una estructura sólida, lo suficientemente ancha para permitir el paso de los carros más pesados sin aglomeraciones.

—Hay una vista asombrosa desde aquí, ¿no crees? —dijo Seregil mientras tiraba de las riendas. En aquel momento varios carromatos venían desde el otro lado, seguidos por un grupo de gente a caballo.

Mientras miraba hacia el precipicio que se abría debajo de él, Alec sintió que un sudor frío comenzaba a descender por su columna vertebral. Había estado en el fondo de aquel abismo. Conocía su profundidad. En comparación, el gran puente parecía tan frágil como una tela de araña.

—¡Por los Dedos de Illior, te has puesto blanco! —dijo Seregil mientras lo examinaba—. Quizá sea mejor que desmontes. Mucha gente se pone nerviosa la primera vez que lo cruza.

Alec sacudió la cabeza rápidamente. Parecía tenso.

—No. No. Estoy bien. Lo que pasa es que… nunca he cruzado algo tan profundo.

Avergonzado por su repentina debilidad, sujetó las riendas con fuerza y picó espuelas con la mirada fija en una fila de mulas que caminaba pesadamente delante de él. Se mantuvo en el centro del puente tanto como el tráfico lo permitía e hizo lo que pudo para no pensar en lo que había debajo.

—¿Lo ves?, es perfectamente seguro —le tranquilizó Seregil, que cabalgaba a su lado—. Tan firme como el mismo camino.

Alec logró asentir. Desde muy abajo, les llegó el tenue crujido de los cabos y los remos; las voces de los marineros se alzaron como susurros fantasmales.

—Desde aquí hay una vista muy buena del puente del oeste —dijo Seregil, al mismo tiempo que atraía la atención de Alec hacia el lado izquierdo del puente.

Alec miró y, al instante, sus tripas se encogieron. Desde allí, el puente del oeste parecía la obra de un niño, construida con ramas secas por encima de una zanja, un juguete tendido sobre el imponente barranco. Cerró los ojos y apartó de sus pensamientos una imagen en la que el puente de piedra sobre el que se encontraba se derrumbaba de pronto.

—¿Cómo los construyeron?

—Los magos e ingenieros de antaño comprendían la importancia de la planificación. Construyeron primero los puentes y luego excavaron el Canal debajo de ellos.

Al llegar al otro lado del puente, Alec relajó sus agarrotados dedos y dejó escapar un suspiro de alivio.

Un camino de montaña descendía desde los acantilados al puerto. Cirna era una ciudad confusa formada por edificios cuadrados y abigarrados que flanqueaban un laberinto de calles estrechas, tan inclinadas en algunos lugares que resultaba difícil para los jinetes que bajaban por ellas no rodar por encima de las cabezas de sus caballos.

Aparentemente, sus habitantes parecían preferir desplazarse a pie, porque a muchas zonas de la ciudad sólo podía accederse atravesando estrechas escaleras.

Sujeto a la parte trasera de la silla, Alec recorrió con la mirada toda la bahía hasta localizar las destellantes columnas de Astellus y Sakor, su primera visión del reino de Eskalia. Ahora, los navíos anclados en el puerto eran mucho menos numerosos. Las tormentas invernales impedían a todos los barcos, salvo los más resistentes, salir a navegar.

Cuando, después de descender por un camino sinuoso, llegaron por fin a la aduana situada junto al puerto, los dos estaban más que deseosos de poner pie en tierra. Entraron en el encalado edificio y se encontraron a una mujer rubicunda, calzada con unas botas manchadas de sal, que trabajaba en una mesa atestada de documentos.

—Buenos días —los saludó, mientras estampaba un sello en el lacre—. Soy Katia, maestre del puerto. ¿Puedo ayudaros en algo, caballeros?

—Buenos días —replicó Seregil—. Me llamo Myrus, mercader de Rhíminee. Éste es mi hermano Alsander. Hemos venido para intentar localizar un cargamento que se extravió hace poco menos de tres años.

La mujer frunció el ceño con aire dubitativo y sacudió la cabeza.

—Entonces os espera un duro trabajo, me temo. ¿Sabéis cuántos barcos pasan por el puerto cada estación?

—Tenemos el nombre del barco y el mes de su llegada, si eso es de alguna ayuda —intervino Alec—. Era el Ciervo Blanco, un mercante de velas cuadradas propiedad de la familia Tyremian y registrado en Cirna. Debió de haber recalado aquí a principios de Erasin.

—Bueno, eso es un comienzo —abrió una puerta y los condujo hasta una sala llena desde el suelo hasta el techo con estantes atestados de pergaminos.

—Si todavía tenemos el registro de su entrada, tiene que encontrarse aquí, en alguna parte. Normalmente, a estas alturas ya nos hubiéramos desecho de él, pero el anterior maestre del puerto murió hace algún tiempo y todavía no he podido ponerme al día con el trabajo.

La mujer se dirigió al fondo de la sala, examinó los estantes y escogió un documento al azar. El movimiento levantó una espesa nube de polvo que hizo estornudar a Seregil y a Alec.

—Abrid la ventana que tenéis detrás de vos, joven señor, antes de que nos asfixiemos —jadeó Katia, mientras se limpiaba el polvo de la nariz.

Alec abrió los postigos. Ella volvió a sacudir el pergamino, lo abrió y lo sostuvo en alto frente a la luz.

—Aquí podéis ver cómo está organizado, señores. Arriba está el nombre del barco y el del capitán, seguidos por la fecha de atraque y una lista detallada de los cargamentos embarcados y desembarcados. Estos sellos al pie pertenecen al capitán y a los diferentes mercaderes. Este grande de aquí es el del maestre del puerto. Os dejaré solos. No olvidéis cerrar las ventanas cuando salgáis y devolver las cosas al lugar donde las encontrasteis.

No había sistema alguno de clasificación de los documentos, salvo una sencilla organización cronológica. Después de examinar algunos pergaminos y comprobar sus fechas, consiguieron reducir el campo de su búsqueda a unos pocos estantes. Envueltos en nubes de polvo y estornudando sin parar, fueron registrando pila tras pila de amarillentos y mohosos documentos.

Las escrituras, realizadas a bordo de los barcos una vez anclados, resultaban sumamente difíciles de descifrar… especialmente para Alec, que todavía no había aprendido del todo a leer.

Mordisqueándose ausente el labio, logró avanzar a través de una serie de nombres garabateados: El Perro, El Ala del Draco, Los Dos Hermanos, Lady Rigel, Pluma Plateada, Coriola, Niebla del Mar, El Reyezuelo

Absorto como estaba en descifrar los diferentes nombres, estuvo a punto de pasársele por alto un documento que rezaba: Ciervo Blanco.

—¡Aquí está! ¡Lo encontré! —exclamó triunfante.

Seregil volvió a estornudar y, sin preocuparse por los buenos modales, se limpió la nariz en la manga.

—Yo también tengo uno. Al parecer, el Ciervo era un pequeño transporte que navegaba por la costa norte, a ambos lados del canal. Eso significa que debe de haber un cierto número de registros alrededor de aquella fecha. Sigue buscando hasta un buen tiempo después de la fecha en que desapareció. No queremos que se nos pase ninguno por alto.

Encontraron ocho en total y los dispusieron sobre el suelo de acuerdo a las fechas.

—Es lo que me temía —murmuró Seregil, mientras los leía—. En general, el Ciervo realizaba travesías regulares. Veamos: suministros diversos para estas tres pequeñas ciudades del oeste… regresaba con cargamentos para comerciar… cueros, cuerno, algo de platería. Las travesías hacia el este parecen haber sido en general a las minas de la costa norte del Mar Interior: herramientas y suministros, aceite, tela, medicinas… Lo mismo aquí, aquí y aquí.

—¿Alguna travesía fuera de lo habitual? —preguntó Alec, agachado detrás de él.

—Bien pensado. Hay algunos: aves a Myl, vino a Nakros, seda y un cargamento de cera perfumada. Tres grandes tapices para una tal Lady Vera en Areus, un centenar de fardos de hilo de lana…

—Sería difícil confundir cualquiera de éstos con un cargamento de oro.

—Muy cierto. Además, sospecho que nuestros amigos Leranos fueron lo suficientemente astutos como para ocultar ese oro en algo grande y pesado que no llamara la atención. Aquí hay hierro, herramientas, maderos…

—Eso no nos sirve de mucho —dijo Alec—. Después de tres años, ¿cómo podemos adivinar en cuál de ellos se encontraba? ¡Es imposible!

—Probablemente. —Seregil caminó hasta la ventana, miró al puerto y volvió a estornudar—. ¡Por los Testículos de Bilairy! ¡No me extraña que no podamos pensar con claridad! Guárdate esos documentos, Alec. Lo que necesitamos es aire fresco. Daremos un paseo para aclararnos las ideas y luego nos aclararemos los polvorientos gaznates con una buena jarra de cerveza de Cirna.

La noche caía rápidamente a la sombra de los acantilados, pero la luna, en cuarto creciente, iluminaba su camino mientras vagaban entre las calles situadas detrás de los muelles. Absorto en sus pensamientos, Seregil no parecía por una vez inclinado a charlar, así que pasearon en silencio durante casi una hora. Al cabo de ese tiempo, se encontraban en una plaza abierta con una excelente vista del puerto.

Las grandes fogatas encendidas en lo alto de los Pilares resplandecían a esa hora, y sus reflejos mezclaban destellos de luz amarillenta con las chispas de luz de la luna, como si un gigante hubiese arrojado un puñado de monedas de plata y oro sobre la oscura superficie del mar.

—Ese es el lugar que necesitamos —dijo Seregil, mientras conducía a Alec hasta una cervecería próxima.

El lugar estaba confortablemente iluminado y muy concurrido. Se abrieron camino a través de la sala llena de humo hasta llegar a una mesa de la esquina, donde tomaron asiento con sus jarras. Seregil volvió a leer los registros y se reclinó en su silla con un suspiro de resignación.

—Esto me desconcierta, Alec —después de tomar un largo trago de su jarra, la hizo rodar entre sus manos, con aire pensativo—. La verdad es que no esperaba encontrar nada. Pero tener estos malditos documentos en las manos y no poder descubrir la verdad… ¡Es peor que no encontrar nada en absoluto!

Alec se inclinó sobre los pergaminos.

—¿De verdad crees que aquí hay alguna pista?

—Odio pensar que algo se me está pasando por alto si se encuentra aquí —disgustado, Seregil volvió a tomar un trago y entonces se sentó, con la mirada perdida en el fondo ahora vacío de la jarra, como si esperara que la respuesta de un oráculo flotase hasta la superficie—. Veamos una última vez. No, mejor aún, léemelos tú.

—Eso nos llevará toda la noche —protestó Alec—. Sabes que no se me da nada bien.

—Eso es precisamente lo que quiero. Pienso mejor cuando escucho y será todavía mejor si vas despacio. Simplemente lee la columna «Saliente».

Inclinando los documentos para aprovechar la tenue luz de la chimenea, Alec comenzó a leer con voz dubitativa.

Seregil se apoyó sobre la pared, con los ojos medio cerrados. Aparte de ayudarlo con algunas palabras problemáticas, apenas dio señales de interés hasta que Alec se encontraba a mitad del cuarto registro.

—«… tres cajas de pergamino, diez cajones de velas de sebo…» —leía, marcando cada partida con un dedo—, «sesenta y cinco sacos de cebada, cuarenta barriles de sidra, treinta rollos de cuerda, cincuenta cinceles de hierro, doscientas cuñas, tres docenas de mazos, dos cajones de mármol para estatuas, veinte rollos de cuero…».

Seregil abrió los ojos y parpadeó.

—Eso tiene que estar equivocado. Te has confundido con la columna de «Bienes Recibidos».

—No. —Alec le mostró el documento—. Lo dice bien claro «Bienes Salientes». Y, debajo, «pergaminos, velas, cebada…».

Seregil se sentó derecho y examinó con la mirada entornada el lugar que él señalaba.

—«… cuerda, cinceles…». Tienes razón, dice que es mármol. Pero según consta, este es un envío para una mina en la costa del Osiat —su voz se tornó un susurro—. ¡No, una cantera! Aquí dice que está destinado a las canteras de Ilendri.

—¿Y?

Seregil dio una fuerte palmada sobre el hombro del muchacho y alzó una ceja.

—¿Por qué pagaría alguien para transportar dos gruesos bloques de una fina piedra de tallar a una cantera de piedra?

—¡Por los Calzones de Bilairy! ¡Eso es!

—Quizá. A menos que realmente fuera mármol lo que hubiera en aquellos cajones, enviado por alguna razón que no tenemos manera de conocer. Y, sin embargo, resulta sospechoso.

—¿Y eso dónde nos deja?

—¿En este momento? —sonriendo, Seregil reunió los desperdigados documentos y se levantó para marcharse—. Esto no deja en una cervecería barata con cuartos comunes en el piso de arriba. Creo que nos hemos ganado un aposento más limpio y una buena cena. Mañana veremos lo que podemos averiguar en los muelles.

—¿Y qué hay de la cantera de Ilendri? ¿No tendríamos que ir allí?

—Como último recurso, puede ser, pero tardaríamos una semana en ir y volver, y estoy seguro de que el oro ya no se encontrará allí. De hecho, dudo que alguna vez supieran que lo tenían. No, sospecho que encontraremos las respuestas que buscamos mucho más cerca de casa.