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La Calle del Ciervo

Al abrir los ojos a la mañana siguiente, Alec se sorprendió al encontrar a Runcer, inclinado sobre él.

—Perdonad la intrusión, señor, pero Sir Micum me ordenó que os despertara —moviéndose con fosilizada dignidad, el anciano depositó una humeante jarra sobre el aguamanil.

La promesa de una mañana húmeda y gris se filtraba a través de la ventana. No debía de haber dormido más que unas pocas horas. Se incorporó y observó al viejo criado, moviéndose de un lado a otro de la habitación, entregado a lo que parecían ser sus tareas matutinas.

Después de disponer los utensilios de aseo, fue al baúl a buscar ropa interior limpia y una camisa y las depositó al pie de la cama.

Alec, que no estaba acostumbrado a tal servicio, observaba con incomodidad creciente. Sus experiencias en los baños de la casa Oréska le habían hecho engendrar una cierta desconfianza hacia los sirvientes. ¿Y si el hombre pretendía ayudarlo a vestirse? Resultaba algo antinatural el que otra persona tuviera que hacer cosas por él como si fuera un niño o un inválido. Por añadidura, el respetuoso silencio del anciano sólo empeoraba las cosas.

—Tú administras la casa, ¿verdad? —preguntó Alec mientras Runcer comenzaba a cepillar su capa. ¿Cuánto, se preguntó, sabía Runcer de su verdadera ocupación… o la de Seregil?

—Por supuesto, señor —replicó Runcer sin que en su rostro se advirtiera el más leve cambio de expresión—. Lord Seregil ha dejado instrucciones de que estuvierais lo más cómodo posible. He dispuesto el desayuno en la mesa del comedor y se espera en breve la llegada de la capitana Myrhini. ¿Debo preparar vuestras ropas, señor?

—Supongo que sí.

Runcer sacó un pantalón de otro baúl y entonces se detuvo junto al guardarropa.

—¿Y qué abrigo preferiríais para hoy, señor?

Alec desconocía por completo los contenidos del guardarropa, así que decidió arriesgarse.

—El azul, por favor.

—El azul, señor —el viejo criado sacó un abrigo extravagantemente vistoso, decorado con abalorios dorados.

—Bueno, puede que el azul no sea una buena elección después de todo —se apresuró a decir Alec—. Lo decidiré más tarde.

—Muy bien, señor.

Para consternación de Alec, Runcer no abandonó la habitación, sino que siguió mirándolo con ojos expectantes. Después de un prolongado e incómodo momento, se dio cuenta de que estaba esperando a que lo despidiera.

—Gracias, Runcer. Ya no te necesito.

—Muy bien, señor —el anciano hizo una reverencia y abandonó la habitación.

—Por los Testículos de Bilairy —salió de la cama de un salto, se dirigió al guardarropa y examinó los numerosos abrigos que contenía.

El azul era, con diferencia, el más llamativo. Después de decidirse por uno muy sencillo, de color bermejo, se vistió a toda prisa. No le sorprendió demasiado descubrir que la ropa parecía hecho a su medida, hasta las botas.

Seregil se ocupó de todo esto mientras yo me encontraba en Watermead, pensó Alec con remordimientos. Y no valdrá nada si no conseguimos sacarlo de la torre.

Se dirigió escaleras abajo siguiendo el olor de las salchichas hasta una agradable habitación que daba al jardín. Micum ya estaba sentado a la mesa. A cada lado de su silla descansaba uno de los sabuesos Zengati de Seregil. Aparentemente no le guardaban rencor por la intrusión de la pasada noche. Mientras él se acercaba, se limitaron a levantar la cabeza y a agitar los rabos sobre el suelo a modo de bienvenida.

Micum empujó un plato de salchichas hacia él.

—Será mejor que comas algo. Myrhini llegará en cualquier momento.

Apenas acababan de terminar su apresurada comida cuando Runcer hizo pasar a la alta capitana.

—Será mejor que sea rápido. Tengo una inspección dentro de una hora —les advirtió, la capa manchada de barro ondulando entre sus piernas mientras se les unía en la mesa.

—¿Cómo se ha tomado Klia la noticia del arresto? —preguntó Micum.

—Oh, está furiosa, pero también muy preocupada. Aunque Seregil sea pariente de la Reina, el Vicerregente Barien quiere su sangre. El que la Reina haya concedido un aplazamiento de dos días antes de comenzar los interrogatorios lo ha fastidiado. ¡Y de qué manera!

—Nysander ya se lo esperaba —dijo Alec—. ¿Acaso tiene Barien algo contra Seregil?

Myrhini alzó las manos.

—¿Quién sabe? Por lo que cuenta Klia, cree que Seregil es una mala influencia para ella y nunca le ha gustado que frecuentara su compañía, o la de los gemelos.

Elesthera y Tymore, pensó Alec. Seregil lo había instruido sin descanso sobre la familia real. Los gemelos, hermano y hermana, los otros hijos de la Reina con su anterior consorte, eran mayores que Klia.

—¿Le has contado a ella que íbamos a encontrarnos? —preguntó Micum.

—No. Y me matará cuando se entere. Pero estoy de acuerdo contigo en que es mejor que no se involucre en el asunto hasta que sepamos en qué dirección sopla el viento. De modo que, ¿cómo puedo ayudar?

Micum le sirvió más té antes de reclinarse sobre su silla.

—Hay un hombre en la calle del Ciervo, un falsificador, que probablemente es quien fabricó el documento falso que ha enviado a Seregil a la Torre. Nuestro amigo había planeado ir por él esta noche; ahora debemos hacerlo nosotros.

—Pero no podemos entregar las pruebas —añadió Alec—. Barien podría decir que lo habíamos preparado todo para rehabilitar el nombre de Seregil.

La mirada de Myrhini se perdió en el cielo gris que iluminaba el fangoso jardín.

—Lo que necesitáis es a alguien que informe a los casacas azules. Alguien que no haga demasiadas preguntas.

—Más o menos —dijo Micum—. Naturalmente, el asunto no está exento de riegos. Si decides no formar parte de ello, lo comprenderemos.

Myrhini desechó su advertencia con una mirada de enfado.

—Da la casualidad de que cierto capitán de la Guardia de la Ciudad estaría encantado de hacerme un favor. Y la calle del Ciervo está bajo su custodia. No le vendría nada mal capturar a un falsificador que se dedica a intrigar contra los nobles.

Micum esbozó una sonrisa de complicidad.

—Excelente. Tan pronto como estemos seguros de que se trata de nuestro hombre, te lo haremos saber. Cuando ocurra, habla con tu capitán. Alec y yo seremos los sabuesos y él podrá cobrarse la presa. Pero tendrás que estar allí. Tu capitán no puede vernos ni saber que estamos implicados.

—Allí estaré. —Myrhini se puso en pie para marcharse—. El que una de las hijas de la Reina sea tu mejor amiga y tu comandante tiene sus ventajas, ¿sabéis?

Una hora más tarde, en medio de una helada llovizna de invierno, Alec se encaminaba hacia la calle del Ciervo. Era un barrio de casas sencillas y respetables: edificios de madera y piedra, de cinco pisos, construidos en torno a pequeños patios interiores.

Vestido como un muchacho de buena familia recién llegado del campo, dio muestras de gran agitación mientras preguntaba una dirección por toda la calle. Lo dirigieron a un edificio encalado de la tercera manzana. Entró a toda prisa en el patio, donde encontró un mortero de latón colgado sobre una puerta del primer piso. Los postigos estaban abiertos. Elevando una silenciosa plegaria a Illior de los Ladrones, levantó el picaporte e irrumpió en la pequeña tienda.

En la habitación de techo bajo reinaba un intenso olor a hierbas y aceites. En el fondo de la tienda, un muchacho joven calentaba algo sobre una lámpara.

—¿Está el boticario? —preguntó Alec sin aliento.

—Sí, pero Maese Alben todavía está desayunando —contestó el muchacho sin levantar la mirada de su trabajo.

—¡Llámalo, por favor! —gritó Alec—. Me han enviado a por una medicina. ¡Mi pobre madre sufre una hemorragia desde esta noche y no hay manera de detenerla!

Esto pareció impresionar al aprendiz. Dejó la sartén a un lado y desapareció detrás de una cortina situada al fondo de la habitación.

Un momento después regresó, acompañado por un hombre calvo con una gran barba gris.

—¿Maese Alben? —preguntó Alec.

—Soy yo —respondió el hombre con brusquedad mientras se limpiaba las migas del pecho de la camisa—. ¿Qué es este escándalo a estas horas del día?

—Es mi madre, señor. ¡Está sangrando terriblemente!

—Durnik ya me ha dicho eso, muchacho. No tenemos tiempo para ataques de histeria —le espetó Alben—. ¿Por dónde sale la sangre? ¿Por su boca, sus orejas, su nariz o su vientre?

—Por el vientre. Venimos del campo y no sabía dónde encontrar una comadrona. Me dijeron en la posada que quizá podríais tener hierbas…

—Sí, sí. Durnik, ya sabes donde están los frascos.

El aprendiz cogió tres frascos de una de las atestadas estanterías y el boticario comenzó a trabajar, midiendo y vertiendo polvos y hierbas en un mortero. Mientras lo hacía, Alec deambuló hasta la ventana, agitando las manos con fingida impaciencia.

En el patio del exterior, vio a los otros comerciantes preparando sus tiendas para el día que empezaba. Micum se encontraba justo al otro lado, paseando como si buscase una dirección en particular. Al ver a Alec en la ventana, cambió de dirección y deambuló hacia un montón de desperdicios situado en una esquina del patio.

Alec volvió junto a la mesa de trabajo.

—¿No podéis daros más prisa? —imploró.

—¡Un momento! —dijo Alben con voz seca mientras molía el contenido del mortero—. No servirá de nada si no se mezcla de la manera apropiada… ¡Por la Tétrada! ¿Eso es humo…?

Al momento una alarma, «¡Fuego!», se alzó en el patio, seguida por un grito y el estrépito de varios pies corriendo. Dejando caer el almirez, el boticario se precipitó hacia la puerta. El montón de basura estaba ardiendo.

—¡Fuego! ¡Un incendio! —chilló mientras su rostro se ponía lívido—. ¡Durnik, ve a por agua inmediatamente! ¡Fuego, fuego en el patio!

Para entonces, el grito de alarma se había extendido por todo el edificio, las puertas se abrían con violencia y la gente se apresuraba a sofocar el incendio.

El joven Durnik corrió hacia el pozo mientras su maestro desaparecía detrás de la cortina. Alec lo siguió y descubrió que la parte trasera de la tienda ocultaba un confortable salón. Alben se encontraba junto a la chimenea, agarrado con una mano a uno de los pilares que sostenían la repisa mientras con la otra se mesaba nerviosamente la barba.

Al ver a Alec en la puerta, gruñó:

—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Largo!

—La medicina, señor —aventuró Alec con aire dócil—. Para mi madre…

—¿Qué…? ¡Oh, la medicina! Llévatela, llévatela.

—Pero ¿y el precio?

—¡Olvídate del precio, idiota! ¿Es que no ves que hay un incendio? —Alben jadeaba furiosamente, sin apartarse un ápice de la chimenea—. ¡Largo de aquí, maldito seas!

Alec retrocedió a través de la cortina, vació el contenido del mortero en un cucurucho de pergamino, salió y pasó a toda prisa junto a la multitud que se había reunido en la calle. Unas pocas manzanas más allá de la tienda, Micum abandonó un callejón y se encontró con él.

—¿Y bien?

—Creo que ha funcionado —le dijo Alec—. Tan pronto como empezó el fuego corrió a la trastienda y se plantó junto a la chimenea. No creo que se hubiera movido de allí por nada del mundo.

—¡Entonces lo tenemos! Es justo lo que Seregil dijo la primera vez que utilizamos este truco con el Viejo Lepisma. Grita «Fuego» y una madre correrá a salvar a sus hijos, un artesano a sus herramientas, una cortesana a sus joyas y un chantajista a sus documentos.

—Entonces, ¿se lo decimos a Myrhini?

—Sí. ¡Pero reza para que éste sea nuestro falsificador!

Aquella noche, Seregil descubrió que no podía hacer otra cosa que preocuparse. El pequeño ventanuco de la celda estaba demasiado alto para asomarse por él; midió el paso del tiempo escuchando cómo el silencio se iba apoderando de la prisión.

Acurrucado miserablemente sobre el banco de dura piedra que hacía las veces de cama y envuelto lo mejor que podía con las mantas, se preocupó.

¿Habrán salido ya?

A decir verdad, no tenía forma de saber si Alec y Micum habían comprendido la importancia de su mensaje. Seguramente, si no fuera así, Micum hubiera encontrado alguna forma de hacérselo saber.

A menos que los Leranos hayan dado con alguna manera de enredar también a Alec y Micum en sus redes.

Ciertamente, ambos eran presas tentadoras; los dos eran extranjeros y los dos eran amigos bien conocidos de un reo de traición. Incluso Nysander podría verse implicado a causa de su larga relación. La imaginación de Seregil, no siempre un compañero agradable y menos aún en momentos como aquel, no tardó en dibujar alarmantes escenas de cartas falsificadas, arrestos repentinos y cosas peores.

Arrojando la mantas a un lado, estiró sus agarrotados músculos y comenzó a pasear entre los ya familiares confines de la celda… Tres pasos y vuelta, tres pasos y otra vuelta. Incluso si las cosas fueran como estaba planeado, era muy dudoso que él lo supiera antes del amanecer.

Se detuvo junto la puerta y se puso de puntillas para poder mirar por la reja. ¿Sería ya medianoche? ¿Una hora antes? ¿Dos horas después? El silencioso y vacío corredor no le dijo nada.

¡Maldición!, se enfureció en silencio, mientras reanudaba su impaciente vigilia. ¡A estas horas, yo ya habría hecho el trabajo y estaría descansando delante del fuego!

A menos, claro, que estuviera equivocado sobre la implicación del boticario.

Alec y Micum se encontraron con Myrhini en una oscura plaza cercana a la calle del Ciervo. Prudentemente, se había quitado el uniforme y en su lugar vestía una camisa sencilla y unos pantalones bajo una capa oscura. Pero conservaba la espada. Desenvolvió un voluminoso fardo que llevaba consigo y les tendió dos yelmos con forma de olla como los que utilizaba la Guardia de la Ciudad.

—¿De donde han salido? —preguntó Micum mientras se probaba el suyo.

—No preguntes. Si las cosas se ponen feas, podréis haceros pasar por hombres de Tyrin en la oscuridad.

—¿Ese Tyrin es el que está al mando?

Myrhini asintió.

—Tiene diez hombres en un callejón frente a la tienda de vuestro hombre y dos vigías en el patio. Tienen órdenes de moverse al menor signo de alboroto. Sólo espero que Alec sea capaz de hacerlo sin que lo cojan.

—Si soy capaz de entrar, entonces seré capaz de salir —dijo Alec con voz tranquila mientras ponía el yelmo bajo su brazo.

Después de amarrar a los caballos en la plaza, los tres se encaminaron juntos hacia la calle del Ciervo. Se deslizaron subrepticiamente por un callejón contiguo al edificio de Alben y examinaron la situación.

Por los postigos del primer piso no salía ninguna luz y el segundo, en el que presumiblemente se encontraban los aposentos de Alben, parecía asimismo estar a oscuras. Una pequeña ventana que daba al callejón parecía la mejor vía de entrada.

Después de quitarse las botas, Alec se encaramó sobre los hombros de Micum y escudriñó el interior a través de una grieta de los postigos. La habitación estaba muy oscura y ningún sonido de respiración o ronquido indicaba la presencia de alguien. Girando el pestillo del interior tan silenciosamente como le era posible, Alec abrió el postigo y se deslizó al interior.

En la oscuridad pudo oler humo de velas y sintió un suelo de piedra bajo sus pies desnudos. La tenue luz de una vela descendía por las escaleras situadas al otro lado de la estancia. A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Alec advirtió con alivio que se encontraba en la habitación que tenía que registrar. Pero alguien, presumiblemente el propio Alben, estaba todavía despierto en el piso de arriba. El crujido de unos pasos sobre los tablones, seguido por una tos apagada, le llegó desde allí. Sin embargo, el fuego del hogar había sido apagado, lo que significaba que el dueño de la casa no volvería a bajar hasta la mañana siguiente.

Alec extrajo una piedra de luz de uno de los bolsillos de su rollo de herramientas y la escudó con una mano mientras se dirigía sigilosamente hacia la puerta que conducía a la tienda. Estaba cerrada a cal y canto.

Sacó un cono de cuero de su bolsillo y lo colocó sobre la piedra de luz.

No tardó demasiado en encontrar lo que buscaba. Pasando los dedos sobre la molduras talladas que enmarcaban la chimenea, dio enseguida con una pieza suelta en el grueso bloque que hacía las veces de base de uno de los pilares decorativos. Deslizó la punta de su daga debajo de él hasta descubrir una profunda y estrecha cavidad en el interior de la chimenea. Contenía una gran caja de hierro con un pesado candado. Agachándose junto a ella, forzó la cerradura y abrió la caja. En su interior había varios fajos de documentos. Aún no había aprendido a leer muy bien, pero no le costó demasiado reconocer la voluminosa y fluida escritura de Seregil y su firma. Uno de los fajos contenía exclusivamente cartas escritas por la mano de Seregil. Algunas de ellas estaban completas, otras a medio terminar. Había once en total, y saltaba a la vista que algunas eran duplicados de otras.

¡Por el Hacedor, ya te tenemos! Volvió a dejar los documentos en la caja, la devolvió a su escondite y deslizó cuidadosamente la piedra que lo ocultaba hasta dejarla ligeramente ladeada.

Una vez hecho esto, recogió un pequeño escabel y volvió a la ventana. Con una pierna colgada sobre el alféizar, arrojó al centro de la habitación el escabel, que provocó un sonido sordo, y entonces se dejó caer en el callejón. Preparados para huir, los tres escucharon, esperando que se levantara un grito de alarma.

No ocurrió nada.

—¿Cómo es posible que no hayan oído nada? ¡Yo lo he oído! —susurró Myrhini.

Micum se encogió de hombros.

—Será mejor que vuelvas a intentarlo.

Ayudado de nuevo por Micum, Alec volvió a encaramarse al alféizar. El tenue brillo de la vela todavía podía verse en lo alto de las escaleras, pero nadie daba señales de vida.

Después de penetrar en la habitación, consideró por un instante la posibilidad de provocar un nuevo incendio, pero inmediatamente la descartó. A esta horas de la noche, el fuego podría extenderse por todo el lugar antes de que pudiese reunirse el número suficiente de gente para contenerlo. Lanzando una mirada a su alrededor, descubrió una tarro barnizado sobre la repisa. Eso serviría perfectamente. Lo arrojó contra la chimenea y el tarro se hizo añicos, provocando un estrépito considerable.

Casi de inmediato, comenzaron a alzarse gritos de sorpresa por todas partes. Satisfecho, Alec se abalanzó hacia la ventana, tropezó con el escabel caído y cayó de bruces sobre el suelo.

—¿Sois vos, Maese Alben? —dijo una voz temblorosa desde el otro lado de la puerta de la tienda.

—¡Maldita sea, Durnik! —gritó Alben, enfurecido, desde el piso de arriba—. ¡En el nombre de la Zorra de Bilairy! ¿Qué demonios estás haciendo ahí abajo?

Alec se puso en pie con dificultades y descubrió un par de huesudos tobillos en lo alto de las escaleras. Se arrojó hacia la ventana y cayó en los brazos de Micum.

—¡Bien hecho! —rió Micum entre dientes. Mientras el muchacho volvía a calzarse apresuradamente las botas, colocó uno de los cascos sobre su cabeza. Juntos, se alejaron a toda prisa por el callejón, mientras Myrhini marchaba en dirección contraria para asegurarse el apoyo de los hombres de Tyrin.

Micum y Alec se detuvieron en la boca del callejón. Alben estaba insultando a su confuso aprendiz. Los postigos de la ventana se abrieron un momento y entonces volvieron a cerrarse con fuerza. Un momento después, pudieron escuchar a los soldados aporreando la puerta principal de la tienda.

La ventana del callejón se abrió de nuevo y, esta vez, una figura desgarbada vestida con un largo camisón apareció trepando por ella.

—¡Sangre del infierno! —exclamó Micum, iracundo—. No me digas que todos los malditos casacas azules están en la puerta principal.

La calle que discurría detrás del edificio no parecía estar custodiada.

—¡Rápido, desenvaina la espada! —susurró Alec mientras hacía lo propio. Su mano izquierda encontró la piedra de luz que había guardado en el bolsillo y la sostuvo sobre sus cabezas, confiando en que las alas de sus yelmos ocultarían sus rostros de la vista.

—¡Tú, detente donde estás! —gritó con la voz más grave que pudo.

Alben apretó la caja fuerte contra su pecho mientras pestañeaba violentamente bajo la repentina luz. Aterrado al ver espadas y yelmos, dio la vuelta, escapó corriendo por el callejón y cayó en los brazos de algunos de los más emprendedores hombres del capitán Tyrin.

Alec volvió a esconder rápidamente la luz mientras Micum decía en voz alta:

—¡Lo hemos cogido tratando de escapar por la ventana de atrás!

En la confusión que siguió, lograron escabullirse sin dificultades.