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Seregil hace una oferta

La tercera mañana que pasaban en las Quebradas amaneció despejada.

Seregil fue el primero en despertar. La noche anterior había caído una nevada terrible. Afortunadamente para ellos, Alec había divisado una madriguera abandonada poco antes de que se pusiera el sol y habían pasado la noche en su interior. En el agujero reinaba todavía el hedor de sus anteriores ocupantes, pero era lo suficientemente grande como para que pudieran acurrucarse los dos en su interior. Colocaron en la entrada la mochila y la silla de montar de Seregil y, de esa manera, consiguieron pasar la primera noche más o menos confortable desde que se adentraran en las Quebradas.

Apretado pero caliente, Seregil estuvo tentado de rendirse a la suave y acompasada cadencia de la respiración de Alec, que lo arrastraba de vuelta al sueño. Observándolo mientras dormía, examinó el mapa del rostro del muchacho.

¿Estoy viendo sólo lo que quiero ver?, se preguntó en silencio. Su instinto volvía a sentir en el muchacho algo lejanamente reconocible.

Pero ya habría tiempo para preocuparse por ello más tarde; por ahora, Herbaleda era prioritario.

Dio un codazo a Alec y abandonó la madriguera. Una luz entre rosa y dorada se derramaba sobre la impoluta extensión de nieve que los rodeaba. Después de varios días de tiempo desapacible, su brillo resultaba deslumbrante.

Los caballos estaban escarbando en la nieve en busca de forraje y el estómago de Seregil gruñó en respuesta a la escena; aunque estaba cansado de comer salchichón y queso, sabía que después del desayuno de aquella mañana su comida se habría agotado.

—¡Gracias sean dadas al Hacedor por esta visión del sol que nos ofrece! —exclamó Alec mientras salía a rastras detrás de él.

—Supongo que quieres decir «gracias a Sakor» —bostezó Seregil mientras se apartaba el cabello de los ojos—. En la Tétrada, es él… Oh, demonios, es demasiado temprano para la filosofía. ¿Crees que llegaremos hoy a Herbaleda?

Alec miró fijamente en dirección sur y luego asintió.

—Antes del anochecer, diría yo.

Seregil caminó hasta los caballos y acarició a su yegua por debajo de la guedeja.

—Avena para ti esta noche, amiga mía y para mí un baño caliente y una buena cena. Siempre que nuestro guía se haya ganado la plata con la que le pagamos, claro está.

Aquella mañana, mientras avanzaban, Seregil se mostró extrañamente taciturno. Sin embargo, cuando a mediodía se detuvieron para dejar descansar a los caballos, Alec supo que algo estaba a punto de ocurrir. Una o dos veces lo había descubierto lanzándole la misma mirada indecisa que recordaba haberle visto cuando se ofreció a rescatarlo en el castillo de Asengai, como si no estuviera seguro de cuál sería el curso de acción más sabio.

—La otra noche hice un chiste sobre tu aprendizaje —le dijo, mirándolo por encima del hombro mientras ajustaba las cinchas de la silla—. ¿Qué te parece la idea?

Alec lo miró, sorprendido.

—¿Como bardo, queréis decir?

—Quizá aprendizaje no sea exactamente el término apropiado. En realidad no puede decirse que yo tenga una profesión y mucho menos la de bardo. Pero eres rápido e inteligente y hay muchas cosas que podría enseñarte.

—¿Cómo qué? —preguntó Alec con cierta cautela a pesar del interés que sentía.

Seregil vaciló un instante, como si se estuviera tratando de formarse una idea sobre él y finalmente dijo:

—Digamos que estoy especializado en la obtención de bienes e información.

Alec sintió que su corazón daba un vuelco.

—¡Sois un ladrón!

—¡No soy tal cosa! —Seregil frunció el ceño—. Al menos no en el sentido al que te refieres.

—¿Entonces qué? —demandó Alec—. ¿Un espía como aquel Malabarista al que matasteis?

Seregil sonrió abiertamente.

—Me sentiría insultado si creyera que sabes de lo que hablas. Por ahora lo dejaremos en que estoy actuando como agente para un eminente y respetable caballero, con la misión de reunir información referente a ciertos e inusuales hechos que están teniendo lugar aquí, en el norte. La discreción me impide revelarte más, pero puedo asegurarte que el fin es noble… aunque los métodos no siempre parezcan serlo.

Alec sospechaba que, escondido en alguna parte del repentinamente altisonante y enrevesado discurso de su compañero, se encontraba el reconocimiento de que, en efecto, era un espía. Y lo que era todavía peor, nada, salvo las palabras del propio Seregil, le aseguraba que lo que acababa de decirle, o decirle a medias, era la verdad. A pesar de ello, seguía siendo incuestionable el hecho de que lo había rescatado cuando le hubiera sido mucho más fácil dejarlo atrás. Y, además, desde entonces le había ofrecido su amistad sin reservas.

—Imagino que ya eres bastante diestro en rastrear y ese tipo de cosas —continuó Seregil de manera despreocupada—. Dijiste que eras bueno con el arco y, ahora que lo pienso, hiciste buen uso de esa hacha. ¿Sabes manejar una espada?

—No, pero…

—No importa. Con el maestro adecuado, aprenderás rápidamente. Conozco al hombre perfecto. Luego, por supuesto, está el soborno, la etiqueta, las cerraduras, los disfraces, los idiomas, la heráldica, la pelea… Supongo que no sabes leer, ¿verdad?

—Conozco las runas —replicó Alec, pese a que en verdad sólo era capaz dé entender su nombre y unas pocas palabras.

—No, no. Me refiero a la escritura de verdad.

—¡Un momento, un momento! —gritó Alec, abrumado—. No quisiera ser ingrato… sé que salvasteis mi vida y todo eso, pero…

Seregil atajó sus palabras con impaciencia.

—Dadas las circunstancias de tu captura, sacarte de allí era lo menos que podía hacer. Pero ahora estoy hablando de lo que quieres, Alec, después de mañana, después de la próxima semana. Contéstame con honestidad, ¿de verdad quieres pasar el resto de tu vida limpiando la porquería de los establos para algún gordo posadero de Herbaleda?

Alec vaciló.

—No lo sé. Quiero decir… la caza y las trampas son la única vida que conozco.

—¡Razón de más para abandonarla cuanto antes! —declaró Seregil. Repentinamente, sus grises ojos brillaban de entusiasmo—. ¿Qué edad dijiste que tenías?

—Dieciséis años.

—Y nunca has visto un dragón.

—Sabéis bien que no.

—Bien, pues yo sí que lo he visto —dijo Seregil, mientras volvía a encaramarse a la silla.

—¡Dijisteis que ya no había dragones!

—Lo que dije fue que no los había en Eskalia. Yo los he visto volando bajo una luna llena de invierno. He bailado en la Gran Festividad de Sakor. He probado los vinos de Zengat y he escuchado a las sirenas cantando entre las nefelinas del amanecer. He recorrido los salones de un palacio construido antes del alba de la memoria y he sentido contra mi piel el contacto de sus primeros habitantes. No hablo de leyendas o imaginación, Alec. He hecho todas estas cosas y tantas más que no tendría aliento suficiente para relatártelas todas.

Alec montaba junto a él, abrumado por una sucesión de imágenes a medio formar.

—Acabas de decir que no podías imaginarte a ti mismo como algo diferente a lo que has sido toda tu vida —continuó Seregil—, pero yo te digo que nunca se te ha ofrecido la oportunidad de serlo. Te estoy ofreciendo esa oportunidad. Cabalga conmigo hacia el sur después de Herbaleda y descubre por ti mismo el mundo que existe más allá de tu bosque.

—Pero es que el robar…

La tortuosa sonrisa de Seregil no escondía rastro alguno de remordimiento.

—Oh, admito que he cortado una bolsa o dos en mis tiempos y que lo que hago podría ser considerado robar dependiendo de a quién le preguntes, pero trata de imaginar el desafío de sobreponerte a obstáculos increíbles para conseguir un propósito loable. Piensa en viajar a tierras donde las leyendas caminan a la luz del día e incluso el color del mar resulta diferente a todo cuanto puedas haber imaginado. Te lo pregunto de nuevo: ¿vas a ser el simplón Alec de Kerry toda tu vida o quieres ver lo que el mundo te depara más allá?

—Pero ¿es una vida honesta? —insistió Alec, tratando de aferrarse a su último jirón de determinación.

—La mayoría de quienes solicitan mis servicios son grandes señores o nobles.

—Suena como si fuese una vida muy peligrosa —señaló Alec, consciente de que Seregil había vuelto a evadirse de la cuestión.

—Pero eso es precisamente lo que lo hace interesante —gritó Seregil—. ¡Y podrías acabar siendo muy rico!

—O colgando de una soga…

Seregil dejó escapar una risa entre dientes.

—Puedes verlo como quieras.

Alec se mordía el pulgar con gesto ausente. Su frente estaba arrugada. Reflexionaba.

—Está bien, de acuerdo —dijo al fin—. Iré con vos, pero primero quiero que me deis algunas respuestas directas.

—Va contra mi naturaleza, pero lo intentaré.

—Esa guerra de la que hablasteis, ésa que se está preparando.

—¿Cuál es vuestro bando?

Seregil dejó escapar un largo suspiro.

—Es justo. Mis simpatías están con Eskalia, pero por tu seguridad y la mía propia, eso es todo lo que diré sobre el asunto por ahora.

Alec sacudió la cabeza.

—Los Tres Reinos están muy lejos. Cuesta creer que sus guerras podrían alcanzarnos aquí.

—La gente está dispuesta a casi todo por el oro y la tierra, y la escasez de ambos en el sur los convierte en algo precioso, especialmente en Plenimar.

—¿Y vais a detenerlos?

—Yo solo no —rió Seregil—. Pero podría serles de alguna ayuda a aquellos que quizá puedan hacerlo.

—Después de Herbaleda, ¿adonde iremos?

—Bueno, al final a casa, a Rhíminee, aunque primero…

—¿Qué? —Alec abrió los ojos—. ¿Queréis decir que vivís allí? ¿En esa ciudad, la ciudad de los magos?

—¿Qué quieres decir?

Una pequeña duda atenazaba todavía a Alec. Miró a Seregil directamente a los ojos y preguntó:

—¿Por qué?

Seregil alzó una ceja, perplejo.

—¿Por qué qué?

—Apenas me conocéis. ¿Por qué queréis llevarme con vos?

—¿Quién sabe? Quizá me recuerdas un poco a…

—¿A alguien que conocisteis? —le interrumpió Alec con tono escéptico.

—A alguien que fui —la sonrisa ladeada volvió a iluminar su rostro mientras se quitaba el guante derecho y le tendía una mano a Alec—. ¿Tenemos un trato, pues?

—Vaya, creo que así es. —Alec se sorprendió al entrever en los ojos de su compañero lo que parecía ser un destello fugaz de alivio mientras se estrechaban la mano. Desapareció al instante y Seregil volvió su atención hacia lo que el futuro les deparaba.

—Hay algunos detalles de los que debemos ocuparnos antes de llegar al pueblo. ¿Eres bien conocido en Herbaleda?

—Mi padre y yo siempre nos alojábamos en el barrio de los mercaderes —replicó Alec—. Generalmente, en la Rama Verde. Pero creo que, salvo el propietario, la mayoría de la gente que nos conocía no estará allí en esta época del año.

—Es lo mismo. No tiene sentido correr riesgos. Necesitaremos una razón para explicar que estés viajando con Aren Windover. He aquí una lección para ti: dame tres razones por las que Alec el Cazador viajaría en compañía de un bardo.

—Bueno, supongo que podríamos decirles que me rescatasteis y…

—¡No, no! ¡Eso no servirá! —le interrumpió Seregil—. En primer lugar, no quiero que nadie sepa que yo, o más bien Aren, ha estado en las proximidades de Asengai. De hecho, esto es para mí una regla: nunca, nunca, nunca, utilices la verdad, a menos que sea la última opción posible o resulte tan estrafalaria que nadie vaya a creerla de todas formas. Recuérdalo bien.

—Está bien —dijo Alec—. Podría decir que fui atacado por bandidos y vos…

Seregil sacudió la cabeza mientras con un gesto indicaba al muchacho que continuase.

Alec jugueteó con las riendas, considerando diversas posibilidades.

—Bueno, sé que se parece bastante a la verdad, pero la gente podría creer que me contratasteis como guía. Padre y yo trabajábamos a veces como guías.

—No está mal. Continúa.

—O —Alec se volvió hacia su compañero con una sonrisa abierta y triunfante—, quizá Aren me ha tomado como su aprendiz.

—No está mal, para ser un principiante —le concedió Seregil—. De hecho, la historia del rescate era muy buena. La lealtad hacia alguien que salva tu vida es algo que la gente comprende y rara vez cuestiona. Desgraciadamente, la reputación de Aren es tal que nadie la hubiera creído. Me temo que es un poco cobarde. Sin embargo, la historia del guía tiene un serio defecto. Aren Windover es una figura bien conocida en las tierras de Herbaleda; los bardos son nómadas por naturaleza de su oficio así que, ¿para qué necesitaría un guía en una tierra que conoce bien?

—Oh —asintió Alec, un poco alicaído.

—Pero la idea del aprendiz nos servirá perfectamente. Por suerte, sabes cantar. ¿Crees que serás capaz de pensar como un bardo?

—¿A qué os referís?

—Bueno. Supongamos que te encuentras en una taberna, en medio de un camino importante. ¿Qué clase de clientes tendrías?

—Mercaderes, carreteros, soldados.

—¡Excelente! Y ahora supon que corren generosamente las bebidas y se te pide una canción. ¿Cuál elegirías?

—Bueno, probablemente alguna parecida a «La Caída de Araman».

—Una buena elección. ¿Y por qué?

—Bueno, porque trata de luchas y de honor. A los soldados les gustaría. Además, es muy popular, así que los parroquianos podrían cantarla también. Y, por otro lado, tiene un buen estribillo.

—¡Bien dicho! Aren utiliza muy a menudo esa canción y por las mismas razones. Ahora supon que eres un juglar en la corte de un señor y que actúas delante de una audiencia de gordos barones y sus esposas.

—¿Quizá «Lilia y la Rosa»? No hay nada grosero en ella.

Seregil soltó una carcajada y dio a Alec una palmada en el hombro.

—¡Quizá tú deberías tomar a Aren como aprendiz! Me imagino que no sabrás tocar ningún instrumento…

—Me temo que no.

—Oh, bueno. Aren tendrá que disculparse por tu inexperiencia.

Pasaron el resto de la tarde completando el repertorio musical de Alec.

Hacia el final de la tarde, las Quebradas dieron paso a las onduladas tierras del valle del río Brythwin. Podían distinguir en la distancia las cuadradas extensiones de los campos de cultivo, ahora desiertos, y las alquerías que señalaban los límites de la comarca de Herbaleda. El propio río, una línea negra delimitada por sendas hileras de árboles, discurría hasta el lago Negragua, varios kilómetros al este de la ciudad. Lindante su ribera norte con el gran bosque del Lago, la brillante extensión de agua se extendía ininterrumpida hasta perderse en el lejano horizonte.

—¿Y decís que el océano Gathwayd es mayor que eso? —preguntó Alec, protegiéndose los ojos con la mano. Había cazado durante toda su vida en las orillas del lago y no podía imaginarse nada más grande.

—Bastante más —contestó Seregil con alegría—. Sigamos antes de que nos quedemos sin luz.

El sol del crepúsculo derramaba una luz de suaves tonos sobre el valle. Descendieron por la rocosa ladera hasta alcanzar el camino principal que discurría a lo largo del río hasta llegar a Herbaleda. El Brythwin estaba muy bajo y a lo largo de todo su curso asomaban afloraciones de grava. Los fresnos y los sauces crecían profusamente en ambas orillas, y a menudo llegaban a ocultar su curso a la vista.

Unos dos kilómetros antes de llegar al lago, el camino describía una curva, se apartaba del río y rodeaba un denso bosquecillo. Seregil tiró de las riendas, estudió por un instante el espeso ramaje y entonces desmontó e indicó a Alec con un gesto que lo siguiera.

Mientras se abrían camino hasta un claro junto al río, las ramas de sauce los azotaban en el rostro y se enredaban en las riendas y las sillas de montar. Sobre una altura próxima a la orilla del río se encontraba una casita de campo, rodeada por una cerca de zarzas barnizadas.

Mientras Seregil se aproximaba a la puerta, un sabueso moteado vino corriendo desde el otro lado de la cerca y se lanzó hacia ellos, gruñendo y enseñando los dientes. Alec retrocedió apresuradamente hacia su caballo, pero Seregil se mantuvo en el sitio. Murmuró unas pocas palabras e hizo un gesto con la mano izquierda. El perro patinó hasta detenerse al otro lado de la puerta y entonces retrocedió y desapareció por donde había llegado, con el rabo entre las piernas.

Alec lo miró boquiabierto.

—¿Cómo has hecho eso?

—No es más que un pequeño truco de ladrón que aprendí en alguna parte. Vamos. Estamos completamente seguros.

Llamó a la puerta y un hombre pequeño, muy anciano y muy calvo, abrió la puerta.

—¿Quién es? —preguntó, mirando más allá de ellos como si no pudiera verlos. Una profunda cicatriz, de un color blanco pálido que contrastaba con su piel semejante a cuero, discurría en una línea irregular desde la parte alta de su cráneo hasta el puente de su nariz.

—Soy yo, viejo padre —replicó Seregil mientras deslizaba algo en el interior de su mano extendida.

El anciano levantó la mano y palpó el rostro de Seregil.

—Eso pensé cuando Martillo volvió de esa manera. Y esta vez no vienes sólo, ¿eh?

—Es un nuevo amigo. —Seregil condujo la mano del ciego hasta la mejilla de Alec.

El muchacho permaneció inmóvil mientras aquellos dedos de piel seca y quebrada exploraban rápidamente sus rasgos. En ningún momento se dijo un solo nombre. El anciano soltó una risilla reumática.

—Barbilampiño, pero no es una chica. Pasad los dos y sed bienvenidos. Sentaos junto al fuego, mientras preparo algo para comer. Todo está como lo dejaste, señor.

La pequeña casa consistía en una única habitación y un desván.

Todo era muy pulcro y las pertenencias del anciano estaban ordenadas con sumo cuidado en estanterías a lo largo de las paredes.

Seregil y Alec se calentaron al agradable fuego del hogar mientras, a su alrededor, su anfitrión se movía de un lado a otro, arrastrando los pies con una destreza nacida de la costumbre, y disponía para ellos pan, sopa y huevos hervidos sobre la mesa de madera.

Seregil devoró su comida y desapareció en el desván. Cuando volvió a bajar vestía la adornada túnica de mangas rayadas propia de un bardo. Un arpa de viaje hecha de madera con incrustaciones de plata colgaba de su hombro. También había vuelto a lavarse, advirtió Alec con sorpresa. Jamás había conocido a nadie que valorara tanto el baño.

—¿Me reconoces ahora, muchacho? —preguntó Seregil en tono altanero y ligeramente nasal mientras obsequiaba a Alec con una elaborada reverencia.

—¡Por el Hacedor! ¡De verdad eres Aren Windover!

—¿Lo ves? Lo que recordabas de Aren no era tanto su cara como sus llamativos modales, sus ropas chillonas y su afectada manera de hablar. Créeme, hago todo esto por buenas razones. Si te das cuenta, aparte del hecho de que Aren y yo somos físicamente idénticos, la verdad es que no nos parecemos en nada.

Desde la esquina que ocupaba junto al fuego, su anfitrión dejó escapar una risotada cacareante.

—Por lo que se refiere a tu apariencia —continuó Seregil—, arriba te he dejado algunas cosas preparadas. Sube, lávate y arréglate y ya veremos lo que se puede hacer con tu pelo. Aren nunca hubiera dejado que uno de sus aprendices estuviera tan despeinado.

La decoración del desván era tan frugal como la de la habitación de abajo. Contenía tan sólo una cama, una jofaina y un arcón para la ropa. Una vela polvorienta ardía sobre un candelabro igualmente polvoriento. Gracias a la luz Alec pudo ver, colgada de la pared sobre la cama, una espada ancha cuya vaina había ennegrecido el paso del tiempo. Sobre la cama descansaba una camisa de lana de color bermejo, una capa nueva, un par de pantalones de piel de conejo y un cinturón del que pendían un cuchillo con su vaina y una bolsa.

Apoyadas sobre al pilar de la cama se encontraban un par de botas altas de piel. Tanto las ropas como las botas estaban usadas pero limpias. Sin duda, habían pertenecido a Seregil en el pasado.

Ha sido una suerte encontrarme con alguien de mi talla, pensó Alec mientras examinaba las botas con más detalle. Como había esperado, la izquierda escondía en el interior una costura que podía albergar una daga. Se las puso y deslizó su moneda de Eskalia y cinco peniques en la pequeña costura, como precaución frente a los rateros: su padre le había enseñado que no debía llevar todo su dinero en el mismo lugar cuando iba a una ciudad.

Mientras se vestía, podía escuchar a Seregil afinando el arpa en el piso de abajo. Después de un momento comenzó a llegar hasta él un murmullo de notas y fragmentos dispersos de melodías.

Toca tan bien como canta, pensó Alec, mientras se preguntaba qué otros talentos se irían revelando a medida que conociera mejor a Seregil. Sin embargo, por debajo de la música advirtió de pronto el rumor de una conversación tranquila. Después de un momento de vacilación, se arrastró sigiloso hasta el borde del desván y se esforzó por escuchar todo lo posible. Ambos hombres conversaban en voz baja y sólo alcanzaba a percibir retazos y fragmentos de la charla.

—… hace días. Parecían pacíficos, sí, pero ¿por qué tantos? —estaba diciendo el anciano.

—No hay duda… —la voz de Seregil resultaba aún más difícil de entender—. Supongo que con el alcalde.

—Sí. Se hace llamar Boraneus y asegura ser un enviado comercial del Señor Supremo.

¿El Señor Supremo?, pensó Alec. ¡Había escuchado ese nombre antes! ¿Y acaso no había dicho Seregil que había sido enviado al norte para descubrir lo que los plenimaranos estaban preparando?

Conteniendo la respiración, se aproximó un poco más al borde, tratando de seguir el hilo de la conversación.

—¿Ella lo reconoció? —estaba preguntando Seregil.

—… pasada noche… oscuro, bien parecido… una cicatriz de espada…

—¿En qué ojo?

—El izquierdo, según dijo.

—¡Por los Dedos de Illior! ¿Mardus? —por un instante, Seregil pareció genuinamente sorprendido. El anciano murmuró algo, a lo que él replicó—. No. Y haré lo que pueda para tratar de evitar… más demonio que…

Ambos hombres callaron un instante y entonces Seregil exclamó:

—¡Alec! ¿Es que te has quedado dormido ahí arriba?

Rápidamente, Alec hizo un bulto con sus viejas ropas y entonces se detuvo un instante para dejar que se desvaneciese el rubor de la culpa que había aflorado a su rostro.

La mirada que Seregil le lanzó mientras descendía por las escaleras no revelaba otra cosa que impaciencia. Pero mientras se entretenía en empaquetar sus ropas de viaje, estaba seguro de sentir en la espalda los ojos del bardo. Seregil colocó el arpa bajo su brazo y se dispuso a despedirse de su anfitrión.

—La suerte de los ladrones —dijo el ciego mientras estrechaba sus manos junto a la puerta.

—También para ti —contestó Seregil.