Capítulo 14
NO. NO podría. No puedo. Es demasiado, Gianluca.
—Al contrario. Es perfecto —sujetó el collar contra su cuello.
Era una pieza excepcional, con turmalinas, amatistas, zafiros y diamantes.
El joyero aguardaba con discreción.
Ava, no obstante, era demasiado consciente de su presencia. Gianluca se inclinó hacia ella.
—Déjame mimarte un poco.
—No necesito que me compres cosas. Puedo comprármelas yo.
—No es por eso, Ava. Quiero hacerlo.
Ava contempló la exquisita joya un instante.
—¿No? —le preguntó él.
Lo deseaba tanto... no porque fuera hermoso, sino porque él quería que lo tuviera. Y se estaba portando tan bien con ella. No era una imposición y eso la hacía sentir tan bien.
Gianluca siempre le permitía elegir, y ese era el mayor regalo de todos después de toda una vida de lucha.
—No —le puso la mano sobre el brazo.
Él le dedicó una mirada interrogante.
—Quiero decir que sí. Sí —dijo ella por fin, sonriendo—. Quiero que me mimes. Si quieres...
Gianluca colocó la joya en su caja y el joyero procedió a guardarla.
—Pero nos lo hemos dejado —dijo Ava cuando salieron a la luz del día.
—No, cara, nos lo llevarán al hotel. Pensé que no querrías llevarlo encima todo el día en el bolso.
—Oh, claro que no —dijo Ava, sintiéndose un poco torpe.
Él era el primer hombre que le regalaba una joya. De repente recordó ese anillo de compromiso que había metido en la maleta. Lo había comprado en una joyería cercana a su trabajo, sola. Pensaba que era una buena idea prepararse para la proposición de Bernard...
Lo había olvidado, después de tantos acontecimientos. Una ansiedad inesperada la recorrió por dentro. No quería pensar en la mujer que había comprado ese anillo.
—Eres un sol —le dijo él de repente, rodeándola con el brazo.
A Ava no le gustaban las demostraciones públicas de amor. No le
gustaba llamar la atención sobre sí misma, pero no podía negarle una caricia a Gianluca.
—Y tú —le dijo, apoyando la cabeza sobre su hombro.
—¿Soy un sol? —le preguntó, sorprendido.
—Sí. Siempre lo has sido. Recuerdo... —se detuvo. Acababa de romper la regla de no hablar sobre lo que había pasado siete años antes.
Pero ya era demasiado tarde. Él se inclinó sobre ella.
—¿Recuerdas...?
—Cuando tenías veintitrés años, cuando nos conocimos... —le tocó el pecho—. Eras tan dulce, tan agradable, tan sensible y fuerte al mismo tiempo. Me sentía segura contigo.
—Tesoro... —capturó su mano y se la llevó a los labios—. Nunca le digas a un italiano que es sensible. No lo hagas.
—Yo creo que lo fuiste, que lo eres.
—Si te sientes bien pensándolo, me alegro —le dijo él, en un tono neutral.
Ava podía sentir su reticencia. Estaba incómodo. Le acarició la barbilla. Deslizó las yemas de los dedos sobre su barba incipiente.
—Es una molestia. Tengo que afeitarme dos veces al día. E incluso así te dejo marcas.
—No —dijo Ava—. Me gusta. Yo...
De repente sintió una profunda vergüenza y no supo qué decir. Estaba en mitad de una concurrida calle, al otro lado del mundo, en brazos de un hombre maravilloso, diciendo cosas que normalmente solo le susurraría a la almohada. Y él la escuchaba y la miraba con esos ojos como si... como si...
—¿Qué más te gusta?
—Me gustas tú —le dijo sin pensárselo demasiado.
—Sí. Ya se me había ocurrido —le dijo, llevándola hacia el coche—. Pero no quería tentar a la suerte.
Salieron a la carretera que bordeaba la costa de Positano. Bebieron limoncello y comieron almejas en un restaurante en la bahía de Amalfi. Caminaron por la ciudad y pasearon junto a muchos otros transeúntes por el puerto. Gianluca quería saberlo todo de ella de repente, a qué colegio había ido, cuál había sido su primer trabajo, su color favorito, su canción favorita...
Cualquiera que cantara Billie Holiday.
Ava se había reído entonces y había empezado a preguntar también.
—¿Con ocho años te mandaron a la academia militar? —le preguntó Ava, sorprendida.
—Así es como se hace en la familia Benedetti. Todos los varones de la familia han ido a la misma academia militar durante cinco generaciones.
—¿Así es como se hacen las cosas? —repitió Ava.
—Bueno, así es como se hacían. No tengo intención de tener hijos, así que el tema ya no importa. Y mis hermanas no han seguido la tradición con sus hijos varones.
—¿No? —su voz sonaba un tanto ambigua.
¿Se refería a sus hermanas o a él?
—¿Tienes hermanas?
Definitivamente sí. Se estaba refiriendo a él.
—Dos. Cuatro sobrinos, dos sobrinas —Gianluca trató de disimular su incomodidad tirándose del cuello de la camisa.
—¿No te gustan los niños?
—Sí. Claro que me gustan. Me encantan los niños.
Ava lo miró con esos ojos verdes tan intensos.
—Hmm.
Fue todo lo que le dijo. Se echó el cabello por encima del hombro y se volvió hacia el agua.
¿Qué significaba eso? No tenía por qué darle explicaciones. Era una historia larga y aburrida.
—Es un lugar mágico. No me extraña que la gente salga a pasear por la tarde —dijo ella de repente. La luz le suavizaba la mirada—. Deberíamos ir a la playa mañana.
Él tenía que ver a unos inversores a la mañana siguiente.
—A menos que tengas planeada alguna otra cosa.
Sus palabras no podrían haber sido más sinceras. Toda su incertidumbre estaba contenida en esas pocas palabras. ¿Qué podía decirle?
—Lo que tú quieras, Ava mía.
Al día siguiente la llevó a dar un paseo en lancha por la costa, por las islas Galli. Y al siguiente fueron hasta las montañas Lattari, que rodeaban la costa de Amalfi. Una llovizna fina comenzó a caer mientras estaban allí.
Se tomaron de la mano y corrieron hacia una iglesia cercana para guarecerse. Bajo el cálido resplandor de las velas, Gianluca no podía apartar la vista de ella. No sabía muy bien por qué, pero parecía brillar en la penumbra. Su cabello largo, su piel nacarada, el rosa intenso de sus labios... Ella se apoyó contra él, contemplando la lluvia. Olía a vainilla y a clavo. Olía a Ava.
—¿Ves esa colina? —señaló adelante—. Parece la cabeza de un conejo.
Gianluca no era capaz de verlo.
—Sí. Un conejito gordo —Ava lo miró de reojo.
—Y ahí... el bosque. Eso es una bota.
—Sí.
—Eso me lo inventé para pillarte.
Le empujó con el hombro y entonces dejó escapar una carcajada.
—Oh, mira. ¿Eso es un zorro?
La mancha roja que se veía al otro lado de los pastos sí era un zorro.
Gianluca fue capaz de sentir su emoción. Aunque conociera la zona como la palma de su mano, verla a través de sus ojos era verla por primera vez. Seguramente el zorro estaba al acecho, a punto de devorar a algún conejito incauto, pero eso no podía decírselo. Era una chica de ciudad.
De repente Gianluca se preguntó por qué estaba hablando de animales con ella en una pequeña iglesia de pueblo cuando tenían una lujosa habitación de hotel a su disposición. Lo que tenía que hacer era llevársela de allí y hacer lo que haría cualquier hombre sensato con una mujer hermosa. Ella se volvió en sus brazos y lo miró a los ojos.
—Nunca he visto un zorro. Por lo menos no tan de cerca.
—Sí. Son animales tímidos. Hay que ser muy sigiloso... Nada de movimientos bruscos —dijo y besó sus labios deliciosos.
De pronto se sentía el hombre más afortunado del planeta.
Ya en la ciudad, Gianluca la dejó sola un rato para que hiciera otro de sus misteriosos recados. Se quedó esperándola junto al puerto.
Cuando la vio aparecer, resplandeciente bajo el sol de la tarde, se dio cuenta de que parecía italiana. No había otra palabra para describirla. Con ese vestido sencillo, abotonado por delante, era la mujer más bonita que había visto jamás. Se le caía ligeramente de un hombro y llevaba algunos botones desabrochados, dos en el escote y tres por abajo. Con cada paso la falda se le abría un poco, revelando unos muslos largos y firmes. Parecía feliz y estaba extraordinariamente sexy. Gianluca se dio cuenta de que no era el único hombre que la miraba.
Justo cuando bajaba del coche, el silbido de un hombre la hizo darse la vuelta. Gianluca también miró.
Desde que había entrado en su vida no había dejado de pensar en ella ni un segundo. Sabía que nunca la olvidaría tal y como la había visto la noche anterior, con ese precioso collar, solo con el collar, en su cama.
La observó un instante. Se había agachado para acariciar a un perrillo. Estaba hablando con el dueño. Se incorporó y lo miró a los ojos, y su sonrisa hizo que el corazón le saltara en el pecho.
Lo veía todo a través de sus ojos, como si fuera la primera vez. Positano se había convertido en una ciudad vibrante, llena de color y detalles hasta ese momento insospechados, gracias a ella.
Era ella. La felicidad que suponía estar a su lado era lo mejor que le había pasado en la vida.
—Ava.
Ella se volvió, ajena a lo que acababa de pasar.
—Lúea, este señor cría Lhasa Apsos...
Él le sujetó las mejillas con ambas manos.
—Vuelve a Roma conmigo.
Ella abrió la boca para decir algo, pero no emitió sonido alguno. Su mirada se suavizó, no obstante.
—Ni familia. Ni Ragusa. Nada de fingir, Ava. Solo tú y yo. Di que sí.
Ella no titubeó.
—Sí —dijo.
Regresaron a Roma.
La sensación era totalmente nueva para Gianluca. La certeza de saber lo que quería... No quería compartirla con su familia. No quería que tuviera que enfrentarse a su hermano.
Le había mandado unas flores a su madre, a modo de disculpa, y ella había llamado a Josh.
—Me pidió que te hablara bien de él —le había dicho, saliendo del dormitorio con el teléfono en la mano.
—¿Le dijiste que estamos juntos?
—No sabía que fuera un secreto.
No lo era, pero... ¿Cómo iba a decirle que sus predecesoras valoraban mucho la discreción?
Lo que tenían no era una aventura. No era algo de lo que tuvieran que avergonzarse. No tenía intención de esconderla en el palacio. No tenía ningún plan en concreto, pero sí quería presentársela a todo el mundo, quería que todos supieran... En aquel momento, la miró. Estaba revisando algo en la pantalla del teléfono, tal vez mirando el correo.
—Ava...
Ella masculló una palabrota.
—¿Cara...?
—Para el coche.
Él siguió adelante.
—¡Por favor, Benedetti!
Gianluca pisó el freno y se detuvo junto a la acera. Ella bajó rápidamente y no tuvo más remedio que salir tras ella.
—Adivina quién nos ha visto en un portal de celebridades de Internet. Adivina —le dijo, moviendo el teléfono en el aire.
—¿El Papa?
—¡Mi secretaria! ¿Sabes lo que esto significa? Todo el mundo está hablando de mí y del «Príncipe Italiano» en la oficina, como si fuera Mary Donaldson o algo así...
—¿Qué?
Ella volvió a mover el teléfono.
—Mary Donaldson, de Tasmania. Se casó con el heredero al trono de Dinamarca. Fue una gran boda. Australia consiguió tener por fin a un miembro de la realeza —sacudió la cabeza—. Tienes que estar más atento a las noticias.
Gianluca pensó en decirle que había asistido a la boda, pero tenía cosas más importantes que tener en cuenta.
—¿Te sientes mal porque tus empleados saben que tienes una vida fuera del trabajo?
—No se trata de eso. No da muy buena imagen esto.
Gianluca se quedó quieto y la miró. Estaba allí parada, con una mano apoyada en la cadera. Los pescadores dejaban ver unas piernas largas y bonitas. La camiseta, de color azul claro, se le pegaba como una segunda piel. Era imposible imaginársela con aquellos pantalones negros y una
insulsa blusa de seda.
—Tendrás que arreglar esto —le dijo ella de repente.
—¿Arreglarlo?
—Sí. Tendrás que emitir algún tipo de comunicado, inventar alguna historia como esa que mencionaste. Puedes decir que somos parientes, o que es a causa de la foto.
Gianluca volvió al coche.
—¿Qué haces?
Él pisó a fondo el acelerador y Ava echó a correr hacia el vehículo. Se sentó a su lado y, apenas se puso el cinturón de seguridad, el vehículo salió a toda velocidad.
Había algo que estaba muy claro... Tenía que resolver las cosas de una vez y por todas.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
Ava sabía que su voz sonaba un tanto quebradiza, pero el correo electrónico de PJ la había inquietado mucho. Saber que la gente estaba hablando de ella y que las fotos circulaban por Internet resultaba abrumador. No sabía por qué le molestaba tanto, pero era como si algo muy romántico se le hubiera escapado de las manos.
Nunca había vivido nada romántico en toda su vida. Jamás se había permitido el lujo de bajar la guardia ante un hombre. Esa era la primera vez que lo hacía y toda la gente estaba hablando de ella. Podía imaginar lo que decían... que era una más en una larga lista. Se sentía insignificante para él, mucho más de lo que había pensado en un principio. ¿Y qué estaba haciendo con él realmente? ¿En qué dirección iban?
«Ava, tienes que ser más sensata».
Era la voz del pasado, la de aquella niña que había cuidado de su madre y de su hermano pequeño. Gianluca le abrió la puerta y la tomó de la mano.
—Benedetti, no voy a ir más lejos hasta...
Le dio un tirón que la hizo correr tras él. La cafetería en la que entraron estaba llena de gente. Era un sitio muy elegante y Ava se sentía fuera de lugar.
—¡Gianluca, cariño!
La voz procedía de un grupo de mujeres.
—¿Dónde has estado, amigo mío?
Un hombre se levantó de la mesa, pero Gianluca ni se detuvo ni se desvió.
Ava trató de soltarse, pero la tenía sujeta de la cintura y la empujaba hacia delante. Un camarero les acompañó a una mesa.
—Siéntate, Ava —dijo Gianluca, sacándole una silla.
Ava no tuvo más remedio que obedecer. Miró a su alrededor y nada más hacerlo, deseó no haberle obedecido. La gente los miraba.
—¿Cómo puedes entrar así y conseguir una mesa? ¿Por qué estamos aquí?
De repente reconoció a un director de cine.
Gianluca se inclinó por encima de la mesa y le agarró las manos. Se oyó un ligero murmullo.
—¿Qué haces?
Él esbozó una sonrisa cálida.
—Si te beso ahora, Ava, significará que somos pareja. Todo el mundo empezará a hablar de nosotros, toda la sociedad de Roma. Serás la chica que le ha robado el corazón al Príncipe Benedetti, así que piénsalo bien antes de contestarme. Podemos tomar algo juntos, comer algo y todo seguirá igual. ¿Lo entiendes?
Ava asintió y entonces sacudió la cabeza. ¿Qué le estaba diciendo?
—Pero me gustaría besarte, Ava mía, si me dejas.
Ava lo miró a los ojos y comenzó a entender muchas cosas. Casi como si estuviera en un sueño, se humedeció los labios y bajó la mirada.
De repente él la agarró de la nuca y le dio el beso más tierno y sincero que le habían dado en toda su vida. La gente comenzó a aplaudir a su alrededor.
—Ahora eres mía —dijo, sonriendo contra sus labios.
Le enseñó Roma. La llevó a casa. Se la presentó a sus amigos. La introdujo en su vida. La llevó a restaurantes, al teatro, a fiestas. Comieron juntos, durmieron juntos e hicieron el amor como si acabaran de descubrir el mundo y quisieran celebrarlo.
¿Qué significaba todo aquello? Ava no lo sabía y eso la mataba por dentro. Sentía que algo enorme y feroz la aguardaba a la vuelta de la esquina, algo que no era capaz de definir, algo contra lo que no podía vencer.
Estaba en el estudio de uno de los modistos más prestigiosos de la ciudad. Le estaban haciendo un vestido de noche a medida, tan suntuoso que Ava apenas podía imaginar a qué clase de evento se podía llevar un diseño como ese.
Gianluca le había dicho que se trataba de un baile benéfico para recaudar fondos para la lucha contra el cáncer. Era un gran acontecimiento anual y era obligatorio ir de gala. El traje causaría un gran impacto. De eso no había duda. Ava dio voz a sus temores.
—Es un traje de ensueño, señorita —dijo la costurera, levantando la vista de los pliegues de satén—. Solo necesita un poco de confianza para llevarlo.
—Tiene la estatura —dijo otra de las modistas.
Una tercera le señaló los pechos e hizo un gesto inconfundible.
Cuando por fin salió a la calle con su ropa de siempre, Ava quería pellizcarse para comprobar que no era un sueño. Aquellas habían sido las cuatro semanas más maravillosas de toda su vida. Si no volvía a pasarle nada bueno en la vida, no tenía importancia, porque atesoraría ese momento. Lo guardaría en su corazón para siempre y con él sería capaz de pasar el frío invierno que se avecinaba. Era amor. Ya lo sospechaba...
Al entrar en la limusina que le había enviado Gianluca, no tuvo más remedio que reconocer la verdad. El amor era algo que nunca había tenido, pero sí sabía reconocerlo cuando llegaba.