Capítulo 10
GIANLUCA no daba crédito a lo que veía. Estaba medio desnuda, echándose encima el agua de una jarra. El agua salía a borbotones de una bomba y ella se inclinaba, metiendo los brazos debajo y dejando que le cayera por la espalda. Se incorporó y se sacudió un poco.
Todo su cuerpo se meneaba. Todo se meneaba.
Gianluca echó a andar hacia ella, mirando a su alrededor en busca de pervertidos. No sabía muy bien cuál era su propósito en ese momento. Había ido a recogerla en la moto y llevaba media hora buscándola.
Tenía que haberle oído, pero siguió echándose agua por el cuello. Tomó un poco en las manos y se la bebió. Era demasiado. Gianluca cerró el grifo.
—¡Ey! —Ava casi se atragantó.
Él le dio la camisa de mala manera.
—Tápate un poco.
Ella se dio la vuelta de golpe y la mirada de Gianluca fue directamente hacia sus pechos. Pequeños ríos de agua corrían por su piel. Competían por ser los primeros en llegar a su sujetador de algodón. Gianluca se daba cuenta de que le estaba diciendo algo, pero no era capaz de comprender nada. La testosterona rugía en su interior. Bajando la vista un poco más, descubrió una cintura perfecta de la que nacían unas caderas anchas y poderosas. Había perdido el botón superior de esos pantalones horribles. Se le veía el ombligo y parte del abdomen. Al igual que a la mayoría de los hombres, nunca le habían gustado los vientres completamente planos. Quería tocarla, probar la suavidad de su piel... Apretó el puño.
—Para un poco, Benedetti —la oyó decir claramente.
Volvió a fijarse en sus pechos. El sujetador estaba empapado ya. Se le veían los pezones, sonrosados y turgentes.
—¡Ponte la camisa, por favor! ¡Dios!
Ava se quedó inmóvil, parpadeando sin parar como un conejo en una mirilla. Él la agarró de la mano y comenzó a meterle el brazo por el agujero de una de las mangas.
Ella se apartó bruscamente y se puso la camisa apuradamente, dándose la vuelta. Él retrocedió un poco, aturdido. Se estaba comportando como un loco. La observó mientras se ponía la camisa. Farfullaba algo... Decía que era un mojigato o algo parecido. Tenía la cabeza inclinada hacia delante y podía ver los rizos que se le formaban en la base de la nuca.
Una ternura inesperada se apoderaba de él por momentos.
Cuando Ava le oyó acercarse, el corazón le dio un vuelco. Había ido allí a buscarla. Su primer impulso fue el de cubrirse, pero entonces se lo pensó mejor. Después de todo, esas rubias impresionantes no tenían ningún problema con exhibirse. Sabía que estaba jugando con fuego, pero en el fondo quería tomarse una pequeña revancha. La había acusado de ser una mujer sexualmente frustrada, pero podía demostrarle que ella también sabía jugar a ese juego.
Él, sin embargo, la había mirado como si estuviera hecho de piedra. Siempre había creído que ese sujetador le favorecía el pecho, pero alguien como él debía de estar acostumbrado a los que desafiaban la ley de la gravedad gracias al bisturí.
Ava dejó de perseguir esa línea de pensamiento. No le era de ayuda.
—La gente de por aquí es muy conservadora —le dijo él—. No estamos en Bondi Beach, con todas esas mujeres en topless, y tampoco estamos en Positano. Este lugar forma parte de una aldea de montaña. Un poco de respeto, por favor.
Ava perdió la paciencia.
—¿Respeto? —murmuró, peleándose con los botones—. ¿Por qué no empiezas tú y me muestras algo de respeto a mí? Todo este lío es culpa tuya. Fuiste tú quien quiso dar un paseo turístico por Italia.
Se dio la vuelta de golpe y se lo encontró justo detrás, a pocos centímetros de distancia. Levantó la vista y parpadeó varias veces. Tenía una extraña expresión de satisfacción en la cara.
De repente la tomó en brazos y se la echó al hombro como si fuera un saco de patatas.
—¡Bájame! —dijo Ava, forcejeando.
Gianluca echó a andar y no la soltó hasta que llegaron a la carretera. Para entonces Ava ya había dejado de oponer resistencia. La Ducati roja estaba allí.
—¿Qué es esto?
—Transporte. Para la montaña.
Mientras hablaba, subió al vehículo.
Ava se había quedado paralizada. No estaba dispuesta a montar con él.
—Lo siento, Benedetti. Ya he estado ahí.
—Sube, Ava.
Había algo en su tono de voz que la hizo obedecer.
Arrancó el motor de cuatro tiempos. La moto comenzó a ronronear con energía. Ava se acercó lentamente y subió al asiento con cuidado. No había mucho sitio. Tenía la pelvis contra su trasero, y los muslos contra sus caderas. Se agarró lo menos posible, pero en cuanto echaron a rodar, no tuvo más remedio que agarrarse con fuerza de su cintura. Lo que había debajo era puro músculo.
—La próxima vez recuérdame que tome el autobús —le comentó cuando él pisó el freno para darle paso a un coche por la angosta carretera que descendía por la falda de la montaña.
—¿Sí? Durarías cinco minutos. En cuanto abrieras esa boca exquisita que tienes, el conductor te dejaría en la cuneta.
—Cuidado, Benedetti, o me tiro. ¿Cómo vas a explicarle eso a tu madre y a Alessia?
—Créeme, bella, en cuanto te conozcan nadie me echará la culpa por haberte tirado por ahí.
Pisó a fondo el acelerador y echaron a volar.
—Agárrate bien —le dijo, desviándose por un camino sin asfaltar.
En cuestión de minutos el terreno se volvió abrupto.
—¡Esta no ha sido tu mejor idea precisamente! —le dijo Ava, rebotando en el aire.
—Es mucho más seguro que la carretera —le contestó él—. Y el beneficio es que salimos con vida.
—¡Con un montón de moretones en el trasero!
—Mira el lado positivo.
Dieron contra un bache y rebotaron contra el asiento con violencia.
—¡Lo has hecho a propósito!
—A veces el destino me ayuda un poquito.
Aquella pelea constante ya no era divertida. Ava estaba cansada. Se mantuvo en silencio y se concentró en no destrozarse las nalgas contra el asiento. Poco después empezó a notar que él aminoraba la marcha. La moto se estaba deteniendo. Sus movimientos eran cuidadosos. El freno, el contacto, el apoyo del pie... El silencio repentino. Ava miró a su alrededor. Contempló las rocas que se alzaban por todas partes.
—¿Y qué pasa ahora? ¿Te bajas, empujas la moto por este barranco y nadie vuelve a saber nada de mí nunca más?
Él se volvió y Ava se echó hacia atrás. Era incapaz de soltar las piernas. Estaba atrapada. Él la recorrió con la mirada, de arriba abajo.
Ava empezó a sentir un fuego abrasador en las mejillas bajo ese intenso escrutinio.
—Tenemos que sacarnos esto del cuerpo —le dijo él de repente.
—¿Qué?
—¿Cómo es el dicho australiano? Tenemos que hacerlo como conejos hasta que se pase la novedad.
Ava no daba crédito.
—¿Qué? —repitió, estupefacta.
—¿He usado mal la lengua vernácula?
—Sí. Las has usado mal —dijo Ava con un hilo de voz.
Él sonrió.
—Y te aseguro que eso no va a pasar —añadió ella.
Quiso imprimirle toda la contundencia posible a sus palabras, pero fue inútil.
De pronto él se acercó e hizo algo que le cortó la respiración. Le sujetó la mejilla con la mano, siguiendo la curva del pómulo con la yema del pulgar.
—¿Estamos de acuerdo entonces?
Ava quería apartarle, pero esa ternura repentina hizo aflorar emociones que hasta entonces había mantenido a raya.
—Me recuerdas a uno de esos pequeños puercoespines que se vuelven una bola de espinas para protegerse. Pero debajo se esconde esa barriguita suave y aterciopelada.
—Los puercoespines son roedores —le dijo Ava—. Me comparas con una rata. No esperaba menos de ti. Claro.
—¿De qué huyes? ¿Cuál es la amenaza, Ava? —le preguntó, sin dejar de acariciarla.
Ava sintió que el corazón se le salía del pecho.
Lo miró a los ojos y él sonrió.
—Me encuentras atractivo, ¿no? No es algo de lo que tengas que avergonzarte.
Ava le apartó la mano de un manotazo. ¿Cómo podía ser tan arrogante?
—Oh, claro. Todas las mujeres tienen que encontrarte irresistible. No soportas la idea de saber que soy inmune.
—¿Inmune? Todo sería mucho más fácil si lo fueras. No tendría que
soportar todos tus arrebatos de protagonismo.
—¿Qué? Yo no hago tal cosa —apartó la mirada. Sabía que estaba diciendo una mentira—. ¿Cómo puedes tener un ego tan grande?
—Creo recordar que mi ego te encantaba hace siete años.
Ava se dio la vuelta.
—¡No quiero hablar de eso!
—Sí que quieres. Es lo único de lo que quieres hablar.
—Fui una estúpida. ¡Te aprovechaste de mí!
—Tú eras la mayor de los dos —le espetó él con ese aplomo de hielo que le caracterizaba.
—¡No me puedo creer que me estés echando en cara mi edad!
Él hizo un gesto de impaciencia. Sacó una botella de agua del maletero de la moto y se la lanzó.
—¿Para qué es el agua?
—Para que te refresques.
—No he sido yo la que se ha puesto a hablar de tonterías —bebió un sorbo y se la devolvió.
Gianluca bebió sin limpiar el borde antes. Ava observó cómo se movían los músculos de su cuello. Todo era tan injusto. Quería besarlo, acariciarlo...
—Nunca me habría acostado contigo si hubiera estado bien de la cabeza esa noche —murmuró, más para sí misma que para él.
Él se quedó inmóvil.
—¿Qué?
No había querido decirlo, pero ya no podía echarse atrás. Si lo hacía, le dejaría ver demasiadas cosas.
—Ya me has oído —añadió, esquivando su mirada—. Estaba enfadada y no pensaba con claridad. Y tú te me echaste encima.
—Creo que deberías hacer un esfuerzo por recordar bien las cosas antes de empezar a hacer acusaciones.
Ava tragó con dificultad y le sostuvo la mirada.
—Fuiste tú quien se me echó encima —le dijo él, como si estuviera hablando del tiempo.
Ava se encogió por dentro.
—Lo hiciste anoche, y lo hiciste hace siete años. Parece ser tu modus operandi. Imagino que no debería sentirme halagado.
El motor de la motocicleta empezó a rugir de nuevo. Ava se agarró de su
cintura con fuerza.
Él no volvió a decir nada mientras bajaban por la montaña. ¿Qué más tenían que decir?
El hotel, como todo lo demás cuando se trataba de Gianluca Benedetti, no era lo que Ava esperaba. Era un sitio discreto, con encanto, y tenía las mejores vistas de Positano.
Gianluca cruzó el vestíbulo. Llevaba la camisa medio desabrochada y remangada, y tenía los zapatos polvorientos, pero aún parecía un modelo sacado de un anuncio de un perfume caro.
Ava era consciente de que ella, por su parte, parecía haber salido de la maleza.
Unas jóvenes de piernas interminables se echaron a reír cuando Gianluca les sujetó la puerta de entrada. El gesto había sido completamente innecesario. Las chicas también tenían piernas y brazos. Ava observó la escena con exasperación. Una de las mujeres se paró a hablar con él. Estaba flirteando. El corazón de Ava empezó a latir con fuerza. Cruzó los brazos y miró a su alrededor. Vio el escritorio del recepcionista y se dirigió hacia allí.
—Tiene habitación, Pietro —dijo alguien en el momento en que entregaba su pasaporte.
Ava le ignoró.
—Como decía, quiero una habitación simple.
El empleado miraba por encima de su hombro. Más frustrada que nunca, Ava se volvió hacia Gianluca.
—¿Me dejas en paz?
Él se limitó a mirarla fijamente. Su expresión era de absoluta desaprobación. Era obvio que se comportaba así por la razón más evidente. Estaba celosa.
—Lo siento —le dijo ella. Su voz sonaba rígida, inadecuada—. Ha sido una grosería.
—Ha sido un día muy largo, Ava, y tengo cosas que hacer. Un coche te recogerá mañana a primera hora para llevarte a Roma, o a Ragusa. Lo que tú prefieras.
Lo que Ava prefería en realidad era apoyar la cabeza sobre su hombro y disculparse por todas las cosas horribles que le había dicho ese día. Quería que le sujetara el rostro con ambas manos y que no mirara a otras mujeres.
Pero eso ya no iba a pasar. Y Ava se sentía demasiado cansada como para enfadarse por ello.
Ya en el ascensor, él sacó el teléfono móvil. Encerrada en ese espacio limitado con él, no podía evitar aspirar el aroma de su piel. Olía tan bien, incluso después de haber dado tantas vueltas, después del viaje. Olía a piel caliente, a hierba, a sal y también a gasolina, por la motocicleta.
Era una combinación difícil de ignorar. Ava cruzó los brazos. Estaba rígida como una estaca. Solo quería desaparecer.
Lanzó una mirada furtiva hacia el espejo de la pared. El contraste no podía ser más acusado. Él tenía razón. Esa ropa no la favorecía en absoluto. ¿Cuándo había empezado a vestirse así? ¿Cuándo había decidido borrarse del mapa llamando la atención lo menos posible? Bernard le había dicho que una mujer de su posición, con su figura, debía tener cuidado. Y eso era lo que había hecho desde entonces: tener cuidado. Blusas de cuello alto, nada de faldas, nada que llamara la atención sobre su feminidad. No era de extrañar que a Gianluca le diera igual que estuviera en Ragusa, en Roma, o en cualquier otro sitio. Al llegar a la planta en la que se alojaban, Gianluca introdujo el código para abrir la puerta y se apartó para dejarla entrar.
Ava esperaba algo como el lujoso deportivo que conducía; el último modelo, llamativo, pura ostentación, la marca Benedetti.
Sin embargo, aquel hotel no podía ser más contrario a sus figuraciones. Parecía sacado de un cuento de los hermanos Grimm. Tenía las paredes forradas de madera, un parquet de formas caprichosas y una combinación de antigüedades y muebles modernos. Ava se fijó en los umbrales y ventanas en forma de arco. Los ocupantes de la suite sin duda llegarían a creer que estaban en otra época. De repente sintió ganas de llorar.
—¿Esta es mi habitación? —preguntó, volviéndose hacia él con una mirada franca. Se aclaró la garganta, pero lo que salió de su boca no era lo que tenía pensado decir—. Insisto en pagar mi parte.
La puerta se le cerró en la cara con un clic discreto.
Ava no se movió durante unos segundos. Nunca había sido grosero con ella antes... Sin duda debía de ser otra señal. Les había sujetado la puerta a esas chicas con una sonrisa y a ella se la había tirado a la cara.
De alguna manera consiguió llegar al cuarto de baño. Comenzó a quitarse la ropa. Las manos le temblaban sobre los botones. Como no conseguía desabrocharlos, empezó a tirar de la tela. Tampoco tenía que preocuparse si se rompía. Tenía cien más en el armario de casa.
Se quitó los pantalones y se miró en el espejo. Aunque la ropa interior era de algodón, le había costado más de lo que mucha gente ganaba en una semana. Esa mañana se había cambiado la lencería de abuela que solía llevar a favor de una prenda un poco más sofisticada.
Ava Lord era un fraude, no obstante.
Entró en la ducha y abrió los grifos. El agua comenzó a caerle sobre la cabeza. Se enjabonó con un jabón de vainilla, nada que ver con el jabón barato que llevaba en su neceser. También se lavó el pelo y esperó a que el agua caliente obrara su magia sobre sus músculos tensos.
De repente se vio asaltada por el recuerdo de unas caderas poderosas entre las piernas, esa espalda musculosa y ancha, los músculos duros como piedras.
Comenzó a sentir un hormigueo en la pelvis.
«¿Qué vas a hacer al respecto, Ava? Él cree que eres una estirada, frustrada y que necesitas a un psiquiatra».
Ava bajó la cabeza y dejó que el agua le cayera sin parar. Era inútil. Él salía con modelos y actrices. Daba fiestas privadas en locales glamurosos donde las chicas, escasas de ropa, se le echaban encima. Ella, en cambio, era de las que hacía listas mentales mientras practicaba sexo, cuando no estaba intentando disimular la barriga o esconder el trasero.
Nunca funcionaría.
Pero él también era ese hombre que pilotaba helicópteros en zonas de guerra. Era ese que había intentado aplacar sus miedos a las alturas. Era el que la había sacado de un apuro.
Trató de imaginarse a Bernard a su lado en esas situaciones. ¿Qué hubiera hecho él?
Cerró el grifo y salió de la ducha. Después de secarse el cabello y de echarse un poco de crema, fue a buscar algo de ropa limpia. Una extraña pesadumbre se apoderaba de ella por momentos.
No quería volver a ponerse otro de esos pantalones feos, así que optó por los shorts con los que dormía. En la parte de arriba se puso una camiseta ancha de algodón y empezó a desenredarse el cabello.
Pediría algo de comer, llamaría a la oficina, hablaría con su secretaria, PJ... Pero en Australia era demasiado pronto, así que tendría que encontrar otra cosa con la que mantenerse ocupada.
El resto de la tarde pasó con lentitud. La vida pasaba por delante de sus ojos, esa vida que pretendía cambiar en Italia.
Se recostó en la cama y miró a su alrededor, insatisfecha. Había estropeado las cosas, pero... ¿Era lo bastante mujer para arreglarlas?
Gianluca apenas escuchó el discurso de su abogado. Estaba en una sala de reuniones con su equipo legal y un empresario ruso, pero tenía la mente en otro sitio.
Muchas mujeres se hubieran mostrado encantadas de pasar un par de días de relax en la Riviera italiana. Para ellas hubiera sido todo un honor disfrutar de su compañía en un entorno como ese... Todos sabían que Gianluca Benedetti era un hombre generoso que consentía a las mujeres.
Muchas mujeres... Pero Ava Lord no era una de ellas.
Tenía una lengua viperina, no sabía lo que era ser una mujer y le forzaba a tratarla como si fuera un hombre. De haber sido un hombre, no obstante, a esas alturas ya hubiera estado en la calle y no en un hotel de lujo.
«Basta», se dijo Gianluca.
Había pasado demasiado tiempo pensando en ella. Había cumplido con su obligación y podía vivir con su foto en las portadas de las revistas. Al fin y al cabo estaba acostumbrado. Además, no tenían por qué volver a verse.
Estaban en Positano. Había mujeres hermosas y disponibles por todas partes, mujeres italianas, sensuales y con carácter que sí sabían cómo manejar a un hombre; mujeres que sabían cuándo desafiar, cuándo bajar las armas y dejarse seducir. Gianluca bebió un trago de vodka. El ruso, que había llegado ese mismo día para mantener una reunión de una hora, se iba a Saint Tropez esa tarde, para reunirse con su amante en su yate de lujo. Los abogados siguieron hablando.
—Vente conmigo, Gianluca —le dijo el ruso cuando terminaron las negociaciones—. Ya haremos un plan sobre la marcha, mientras cenamos.
Planes, bebida y cena, una multitud de chicas preciosas que viajaban por toda Europa con uno de los hombres más ricos de todo el mundo... El magnate era famoso por sus fiestas. Pero Gianluca no hacía más que pensar en cierta australiana refunfuñona que se parecía a Gina Lollobrigida. Se preguntó qué le hubiera dicho al millonario ruso.
Una sonrisa asomó en los labios de Gianluca de repente. Era la primera vez que se reía desde que le había acusado de ser un playboy.
No iba a ninguna parte. Lo que quería estaba en Positano.
Ava se incorporó, adormilada. Estaba en el medio de la cama y tenía en la mano una manta con la que no recordaba haberse tapado. Tampoco recordaba haberse quedado dormida. El cuerpo le dolía tanto que casi le costaba respirar. Se frotó los ojos. Claramente el día le había pasado una factura que no esperaba.
El color de la luz que entraba por las ventanas era distinto, más suave. Debía de haber pasado un tiempo considerable. Ava se quedó quieta. Había un abrigo de sport colgado en el respaldo de una de las sillas. Sobre la mesa había unas llaves y un teléfono. Sacó las piernas de debajo de la manta y escuchó con atención. Se oía el sonido del agua. Era la ducha.
Ava se levantó de la cama como un resorte. Se tocó el pelo. Trató de alisárselo como pudo. Estaba en su ducha, la ducha de los dos. ¿Acaso compartían habitación? No le había dicho nada al respecto.
«Típico, señor Benedetti. ¿Cómo iba a decírmelo usted?», pensó Ava. Sin embargo, de repente se dio cuenta de que sus sentimientos habían cambiado. De alguna forma, a medida que bajaban por esa montaña, sus emociones habían cambiado.
Y volvía a hacer lo mismo de siempre. Se enojaba consigo misma para no tener que hacer frente a sus miedos. Volvió a tumbarse en la cama. Él volvería.
Ava se mordió el labio y esbozó la más pequeña de las sonrisas.
«Piensa, Ava. Piensa. ¿Recuerdas lo que te dijo? Te dijo que estabas frustrada sexualmente. Podrías demostrarle que se equivoca. Podrías hacer que se trague sus palabras».
Solo había un pequeño problema, pero como él era un dios del sexo, a lo mejor ni siquiera se daba cuenta de ello.
El problema era que a Ava no se le daba nada bien.
El sexo.
Pero quizás tenía una oportunidad... Él tenía todas las habilidades. Podía aprovecharse de eso.
Allí estaba, en mitad de un lugar de ensueño, con uno de los hombres más sexys de todo el planeta. Alo mejor no volvía a tener una oportunidad tan buena.
Gianluca Benedetti no era de los profundos y sinceros. Sabiéndolo de partida, no tenía por qué sucumbir. Sería sexo, nada más. Solo tenía que relajarse un poco y dejarse llevar por su propio cuerpo, no por la conciencia, ni tampoco por el corazón.
Miró hacia la puerta del cuarto de baño. A lo mejor si iba a ver... Tragó en seco y se acercó a la puerta. Apoyó la oreja con cuidado sobre la madera y escuchó. Definitivamente era agua. Pero había otro sonido. ¿Estaba cantando?
De alguna manera, la idea de oírle cantar en la ducha le levantó el ánimo. No podía estar muy enfadado con ella si era capaz de seguir una melodía. A lo mejor podía asomarse y decirle... ¿Qué iba a decirle?
«Siento haberme puesto a la defensiva. Es que no sabía lo que quería, pero ya lo sé. Te quiero a ti. Te deseo tanto que me muero».
Lo peor que podía pasar era que él le dijera que no. Probablemente le diría que no. ¿Le diría que no?
La mampara de la ducha sería de cristal opaco. Ni siquiera miraría. Y si llegaba a intuir la silueta de su cuerpo por detrás del cristal opaco, tampoco sería una calamidad.
Sus razonamientos se vieron interrumpidos de una manera brusca cuando por fin abrió la puerta. El vapor la envolvió como una gruesa manta. La mampara no era opaca. Allí estaba Gianluca, desnudo, en todo su esplendor. Podía ver sus poderosos hombros, sus espaldas anchas, su trasero firme, unas piernas musculosas...
Tenía el rostro contra el chorro de agua. Se echaba el pelo hacia atrás y estaba... cantando. Su voz tenía un tono profundo de barítono, y el italiano sonaba tan sexy así.
Si se escabullía en ese momento, él nunca sabría que había estado ahí, pero no era capaz de apartar la mirada.
Ava tenía treinta y un años. Había visto a muchos hombres desnudos a lo largo de su vida... En realidad habían sido solo dos.
Él se volvió en ese momento. Tenía los ojos cerrados. Echó hacia atrás la cabeza y se enjabonó la nuca. La mirada de Ava descendió hasta llegar a su miembro. Sintió que el aliento se le atascaba en los pulmones. Gianluca Benedetti no entraba en la media. Él abrió los ojos en ese momento y le devolvió la mirada a través de una gruesa cortina de pestañas empapadas. Sus ojos fueron a parar a los pechos de Ava. Ella sabía que sus pezones la delataban. Contempló su piel bronceada, la sombra sutil del vello de su pecho, que descendía en una línea a lo largo de su abdomen duro y compacto. Su pene se hinchaba por momentos, se endurecía.
«¿Cómo puede encontrarme atractiva con mis pantalones cortos del pijama si no tengo esas piernas de palillo de las supermodelos?»
Era uno de esos puzles sin resolver, todo un misterio. Pero no había duda de que la miraba con una expresión que hubiera acabado con los complejos de cualquier mujer. Susurró algo en italiano y la agarró de los brazos. Ava contuvo el aliento. La estaba arrastrando hacia la ducha. Rodeándola con un brazo, la apoyó contra los azulejos y la besó. Fue así de sencillo. En una fracción de segundo tenía su lengua en la boca y su barba de medio día le arañaba la piel. Ava sentía que la acariciaba y la devoraba al mismo tiempo. Jamás hubiera pensado que un beso pudiera llegar a ser así.
Era grande y musculoso, como una pared que no podía escalar. Pero Ava enroscó los brazos alrededor de su cuello de todos modos.
«Arriba, arriba, arriba...»
Nunca había tenido que ponerse de puntillas para besar a un hombre y la experiencia era totalmente distinta.
Su estatura, su constitución, ese cuerpo duro y masculino... Era imposible resistirse. El agua hacía que todo fuera resbaladizo. No podía evitar ese movimiento circular de sus propias caderas. Se frotaba contra él, presionándose contra su erección.
Él la agarraba de la cintura, por debajo de la camiseta. Comenzó a quitársela poco a poco.
-II seno bello —dijo, con un gruñido.
Ava fue consciente en ese momento del peso de sus pechos. Todas las zonas erógenas estaban despiertas, en alerta. Él le agarró el pecho izquierdo y comenzó a chuparle el pezón a través del algodón empapado. De vez en cuando la mordisqueaba y la hacía temblar. Hizo lo mismo con el otro y comenzó a bajarle los pantalones, buscando la curva de su trasero y apretando con ambas manos. Ava sentía cómo le caía encima el agua templada. Su boca también estaba caliente y le resbalaba sobre la piel. No podía hacer más que aferrarse a él. Le acariciaba los hombros, la espalda, el pecho. Hubiera querido tener más experiencia, ser más hábil, pero ya no había nada que hacer. Era como si hubiera pasado toda la vida jugando en un equipo local y de repente la hubieran fichado para jugar en primera división. Enredó los dedos en su cabello y le hizo levantar la cabeza. Lo besó con pasión, con abandono.
—¿Tomas la píldora? —le preguntó en italiano.
Ava asintió con fuerza y siguió besándolo.
—Preservativos —dijo él, besándola en el cuello—. Tengo preservativo. Puedo usar uno si lo prefieres.
Ella estuvo a punto de decirle que no. Y entonces se acordó. Gianluca Benedetti era un playboy del mundo occidental. Solo Dios sabría con cuántas mujeres se había acostado ese mes, y ese año. Habían pasado siete años desde la última vez que había estado en sus brazos. Había tenido algo pasajero con Patrick, y después había llegado Bernard, su novio estable y formal. Gianluca, en cambio, ya debía de haberse acostado con todas las féminas apetecibles de Italia.
Ava sintió una punzada en el pecho de repente. El pulso se le aceleró.
«No pienses en eso. Sigue adelante. Ten tu escarceo en la ducha, disfruta de lo que él tiene que ofrecerte y sigue con tu vida. ¿No es eso de lo que se trata? Deja atrás el pasado, empieza de nuevo...»
Le empujó en el pecho.
—Quiero que te pongas un preservativo —le dijo, poniendo algo de espacio.
—Sí —le dijo él.
Un segundo después volvía a tener su lengua en la boca.
Ava le empujó una vez más.
—No. Ve y póntelo ahora.
Él no contestó. Se limitó a cerrar el grifo. La tomó en brazos y la llevó al dormitorio.
La dejó en la cama y fue a buscar los preservativos. Ava se incorporó y se bajó la camiseta. De repente él dejó caer una caja vacía al suelo.
—¿No tienes? —le preguntó ella.
Gianluca dejó escapar el aliento entre los dientes y se enfrentó a su mirada acusadora. Era tan hermoso. Estaba tan excitado... Era todo aquello con lo que había soñado durante tanto tiempo.
Ava sintió una furia incontenible que pugnaba por salir.
—¡No me puedo creer que tú no tengas protección!
Él la observaba con una extraña expresión en la cara.
—Cálmate, cara. Haré una llamada.
Ava se quedó boquiabierta.
—¿El servicio de habitaciones provee de medios de profilaxis?
—¿Por qué no?
Ava se puso de rodillas.
—A lo mejor esto no es una buena idea.
Gianluca se quedó inmóvil.
—¿Qué es lo que ha cambiado?
Ava cruzó los brazos por encima del pecho. Tenía la ropa empapada y se le transparentaba todo. De repente todo había dejado de ser bonito y espontáneo. Se sentía expuesta y quería esconderse.
Él estaba increíble, en cambio. Le hacía temblar las rodillas y el corazón.
Ava sacudió la cabeza. Quería llorar.
¿Qué le pasaba?
Sin decir ni una palabra, Gianluca fue hacia el armario. Sacó unos vaqueros y se los puso. Tomó una camisa.
—¿Qué... qué haces?
—Espera ahí.
Ava se levantó de la cama. Él dio un paso hacia ella rápidamente y la acorraló contra su cuerpo. Le sujetó la barbilla y le dio un beso ardiente.
—Espera.
—Yo no... —no tuvo tiempo de terminar la frase.
Él ya se había marchado.
Ava oyó cómo se cerraba la puerta. Se dejó caer en la cama. No hacía más que pensar en las consecuencias, en lo que podría pasar al día siguiente... Se moría por tenerle dentro, por sentirle como lo había hecho siete años antes. Pero si lo hacía, entonces tendría que renunciar a otras cosas. El recuerdo de aquella noche estaba grabado con fuego en su memoria. Había compartido su alma con él aquel día, y eso significaba algo.
El sexo, por otro lado, nunca se le había dado bien. A Patrick y a Bernard les había decepcionado. Y las cosas podían llegar a alcanzar dimensiones catastróficas si llegaba a hacerlo con un dios del sexo como Gianluca. Todas esas ganas de sentirse sexy se habían marchitado hasta quedar reducidas a un montón de dudas y miedos. Durante un segundo consideró la posibilidad de hacer la maleta y desaparecer antes de que él regresara. Pero ya había sido una cobarde en otra ocasión... ¿Y cómo iba a hacerle frente en Ragusa el domingo si huía ese día?
No. No podía hacerlo. Había sido ella quien había empezado y tenía que llegar hasta el final. Cuando él se diera cuenta de que no era gran cosa, todo terminaría en un abrir y cerrar de ojos.
Se frotó los ojos, se quitó la ropa húmeda y se envolvió en un enorme
albornoz blanco. De pronto se abrió la puerta y allí estaba Gianluca, la fantasía de cualquier mujer.
Todas sus objeciones se desvanecieron de repente cuando le vio tirar varias cajas sobre la cama.
—¿Dónde has conseguido todo eso?
—En la farmacia.
—¿Fuiste a la farmacia?
—Sí. ¿Por qué estás vestida?
—¿Tienes pensado acostarte con muchas mujeres mientras estés aquí?
—Creo que invertiré todo mi tiempo en ti, bella —le dijo, yendo hacia ella.
—Pero... ¿cuatro cajas? —Ava retrocedió y dio contra la pared.
—Tenía prisa.
Todos los miedos de Ava quedaron anulados. Él no había planeado nada. Cualquier hombre con un plan de seducción en mente hubiera buscado provisiones de antemano. Los tipos como Gianluca Benedetti siempre llevaban el kit básico de supervivencia de los Playboy Scouts.
Todos los prejuicios de Ava, no obstante, estaban cayendo uno tras otro, porque la situación no parecía rutinaria. No se comportaba como si fuera algo insignificante para él.
Ava vio desesperación en su mirada. La observaba como un depredador, a punto de caer sobre su presa. Gianluca Benedetti era una persona muy singular, y aunque hubieran estado juntos antes, siete eran muchos años. Todo había cambiado, y a lo largo de ese tiempo Ava se había enterado de que era un desastre en la cama.
Sin embargo, él había ido a buscar los preservativos. Se sentía como si hubiera salido a matar dragones por ella.
—¿Y qué pasa con tus reuniones?
—¿Qué reuniones?
Deslizó los dedos sobre su vientre desnudo y apoyó la otra mano en la pared, por encima de su hombro. Comenzó a desatarle el cinturón del albornoz y se lo abrió rápidamente. Le rozó el ombligo y siguió subiendo. Pasó entre sus pechos y continuó hasta la clavícula. Le descubrió los hombros lentamente. El albornoz bajó hasta quedar al borde de sus pezones.
—¿Sientes algo aquí? —le preguntó, frotándole la aureola.
Ava se estremeció.
—S... Sí.
¿Por qué le estaba haciendo todas esas preguntas? ¿Por qué no hacía lo que había ido a hacer sin más?
Le rodeó el pezón con la yema del pulgar. Ava se sobresaltó. Quería que usara los dientes, tal y como había hecho en la ducha. Quería que se los chupara, que los mordiera. Quería sentir cómo se contraían los músculos de sus muslos. Necesitaba que la aturdieran antes de perder la compostura. No contaba con su confianza. Y no era muy buena en la cama. Pero no podía resistirse a esa sutileza con la que la trataba.
Le quitó el albornoz del todo y la prenda cayó al suelo. Sin dejar de acariciarle los pechos, se echó hacia atrás ligeramente y la observó, como si quisiera memorizar cada curva de su cuerpo, su cintura estrecha, sus caderas, su abdomen delicado, los rizos que cubrían su sexo, escondido entre sus muslos anchos... Ava era consciente de todo eso. Y también sabía lo difícil que le resultaba estar desnuda, frente a él, contemplando su excitación.
Se obligó a mirarlo a los ojos.
—Eres perfecta —deslizó las manos sobre sus pechos, continuó bajando por sus costillas y rodeó la curva de sus caderas. Ava estaba tan cerca que podía sentir el temblor de su cuerpo.
La miraba como si fuera una diosa y eso la hacía sentir... Bien. Fuerte. Femenina.
¿Pero no debía tocarle también? No quería que la acusara de ser fría.
Bernard siempre se había quejado de eso. Decía que no participaba, y ella siempre se perdía en sus propios pensamientos. Empezaba a hacer listas, pensaba en todo lo que tenía que hacer al día siguiente. Todo comenzaba y terminaba demasiado rápido. No tenía tiempo de nada.
Apoyó las manos sobre su pecho y comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Al principio le tocaba con timidez, pero poco a poco fue ganando confianza. Tenía los músculos tan duros que parecían de acero. No estaba acostumbrada a esa sensación. No estaba acostumbrada a sentirse pequeña, frágil, femenina.
Él la acostó sobre la cama. Fe sujetó las manos contra el colchón y comenzó a besarla. Sus besos eran lentos, meticulosos, arrolladores. Fa seducían más allá de la razón.
Se quitó la camisa. Ava podía sentir el roce de su piel sobre los pechos. De repente deslizó la yema del dedo sobre el contorno de su sexo, entreabrió los delicados labios e introdujo el dedo. Ava dejó de pensar.
«Oh, Dios... Se lo estoy poniendo muy fácil».
Le agarró con fuerza del cuello. No quería ponérselo fácil. No se merecía tenerlo fácil, no después de lo que le había hecho.
Sintió sus besos en la curva del cuello. Le susurraba cosas en italiano, le tocaba los pechos, le tiraba de los pezones... El tacto de sus labios era arrebatador. Gianluca gruñó al sentir sus manos sobre el pecho. Ava enredó los dedos en el fino vello y empezó a dibujar círculos imaginarios alrededor de sus pezones planos. Le besó y le lamió.
Sabía a sal, a piel de hombre. Deslizó la mano sobre su pantalón para bajarle la cremallera, pero él ya lo estaba haciendo. Se quitó los vaqueros rápidamente y se colocó encima de ella con toda la eficacia de un hombre que sabía lo que quería y sabía cómo conseguirlo.
Ava flexionó la mano sobre su miembro rígido y observó su rostro. Sus rasgos se contrajeron y se volvieron más pronunciados. Recorrió el prepucio con la yema del dedo pulgar, preguntándose si debía preocuparse o alegrarse por tu tamaño. Tenía que decirle que no siempre era capaz de abandonarse al placer, que a lo mejor le decepcionaba. Las lágrimas se acumularon en sus ojos y tuvo que parpadear rápidamente para que no cayeran. No quería que las cosas salieran mal. No quería estropearlo tal y como lo estropeaba todo. Aunque la ansiedad atravesara su mente como un tren exprés, Ava abrió los muslos para dejarle entrar, pero él no tenía prisa alguna. Le quitó el cabello de los hombros y empezó a acariciarla como si esa textura sedosa le fascinara. Le dio un beso en un pecho y continuó hasta llegar al pezón, a la curva de la cadera, a su abdomen...
—Si pudieras... —empezó a decir ella.
—Si pudiera, ¿qué, dolcezza? —le preguntó, rodeando su ombligo con los labios.
Ava se estremeció y se aferró a las sábanas.
—Me lleva un tiempo —le dijo casi sin aliento, aunque en realidad no le estaba llevando tanto tiempo después de todo. Tenía un corazón palpitante entre las piernas—. Tienes que hacer ciertas cosas. Me tienen que tocar de una manera... Oh.
Él introdujo un dedo en su interior, y después otro. Ella cerró los ojos y, por un momento, se dejó llevar por las sensaciones.
Le hablaba en italiano de nuevo mientras se estremecía debajo de él.
—¿Eso es bueno?
Ava reconoció esas palabras en inglés.
—Bueno... Sí. Oh, sí —dijo, entre gemidos. Se mordió el labio. Trató de no gritar.
Las sensaciones la sacudieron por dentro. Él le acariciaba la cara. Deslizaba el dedo pulgar sobre sus labios y le hacía lamérselo.
-Mia ragazza bella —le dijo en un susurro—. Lasciarsi andaré.
—Lúea —dijo Ava, casi llorando de placer, y un segundo después se precipitó al vacío del éxtasis más exquisito.
Sin dejar de observarla ni un momento, Gianluca se colocó entre sus piernas. Ava podía sentir la tensión de su cuerpo. Era tan vigoroso, tan masculino. Levantó el cuerpo y enredó los dedos en su cabello.
Él la llenó poco a poco, con cuidado. Su prudencia resultaba casi tan erótica como la sensación de tenerle dentro por fin. La miraba a los ojos todo el tiempo.
—Lúea... —dijo ella, suspirando.
—¿Bien, mi dulce Ava?
Ava sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Él empujó y sus caderas encajaron. Masculló algo en italiano. Su cuerpo temblaba de lo mucho que había tenido que contenerse hasta ese momento. Ella estiró las palmas de las manos sobre su duro pectoral. Quería que la intimidad de ese momento quedara grabada en su memoria para siempre.
Durante unos instantes, todo pareció transcurrir a cámara lenta.
«No es tu primera vez. Tu cuerpo le recuerda. Tú le recuerdas».
—Ahora. Oh, Lúea, ahora.
Levantó las caderas al tiempo que él se hundía más adentro en su cuerpo. No dejaba de mirarla, pero no le preguntaba si estaba bien así esa vez. La llevaba a un sitio en el que ambos querían estar y, por primera vez en mucho tiempo, Ava se dio cuenta de que no necesitaba pensar.
«Oh, Dios, me siento como si hubiera nacido para hacer esto con este hombre».
Teniéndole dentro, se sentía como si cabalgara hacia lo imposible, algo que no había sido más que un eco hasta ese momento, pero que se hacía cada vez más fuerte por momentos, recorriendo todas sus terminaciones nerviosas.
Nunca le había pasado algo parecido. Pero estaba ocurriendo. Le clavó las uñas en la espalda y se dejó llevar por esa avalancha de sensaciones que la hacían vibrar de pies a cabeza. Ondas de un placer inimaginable se propagaban por su cuerpo. Él empujó una vez más y encontró por fin el desahogo. Con un profundo gruñido de satisfacción se tumbó lentamente sobre ella.
Ava podía sentir los latidos de su corazón. Gianluca rodó sobre sí mismo y se tumbó a su lado, llevándosela consigo. Deslizó la mano sobre su muslo. Todavía temblaban y Ava podía sentir los pálpitos de su miembro dentro de su sexo.
-Mia bella, Ava.
Su hermosa Ava.
Y lo era.