Capítulo 3

AVA se obligó a bloquear todos los pensamientos y siguió sus instrucciones. Era la primera vez que veía las escaleras de la Plaza de España en siete años. A pesar de la multitud, logró encontrar a su grupo y se sumó a ellos.

Él la había seguido.

«Sí, pero le gustan las mujeres. Ese es su modus operandi. Ve a una chica. Y toma lo que quiere... Te ha visto a ti. Te quiere a ti».

Ava trató de concentrarse en lo que decía el guía acerca de la muerte de Keats, pero solo podía pensar en ese local al que la había invitado. Se moría por ir, para volver a verle de nuevo.

Cerró los ojos y tomó una decisión. Ella no era de las que se acostaban con cualquiera, pero los tipos como Benedetti no querían más que aventuras, una noche, unas pocas horas, pura diversión para él.

«Te gustó. Te vio. Te desea».

No tenía ningún motivo para exponerse y salir herida.

«No es que tengas nada que perder. Eres una mujer soltera y estás en Roma».

Durante una fracción de segundo su fuerza de voluntad se resquebrajó. Más allá de la multitud y del ruido del tráfico estaba la ciudad propiamente dicha, grabada en su mente gracias a innumerables películas de Hollywood como Bella Italia, donde a las chicas les pasaban cosas maravillosas si tiraban monedas a una fuente. Y a veces esas cosas sí pasaban, pero ella había leído mal las señales.

Siempre lo hacía mal. Pero no estaba dispuesta a cometer el mismo error otra vez.

Las emociones se desbordaron inesperadamente, bloqueándole la garganta. Le costaba respirar. Había vuelto a llorar esa mañana, y ella nunca lloraba. Ni siquiera lo había hecho con la llamada de Bernard, tres días antes. Estaba en el aeropuerto de Sídney y su vuelo salía una hora después. La había llamado antes de partir para decirle que no iría a Roma.

Había encontrado a otra chica y con ella sí tenía la pasión que nunca había sentido a su lado. Eso le había dicho.

Había sido un golpe bajo, impropio de Bernard. Nunca se había mostrado muy atento a sus sentimientos, pero hasta ese momento Ava había creído que ambos compartían el peso de la culpa por el sexo insulso que tenían.

Se había equivocado, no obstante. Al parecer, toda la culpa era de ella.

—¿Pasión? —le había gritado por el teléfono—. Podríamos haber tenido pasión. ¡En Roma!

Llevaba dos días en Roma. Había pasado dos noches encerrada en el hotel, haciendo uso del servicio de habitaciones y enganchándose a una telenovela italiana. Sin embargo, poco a poco una idea empezaba a tomar forma. Había escogido Roma por motivos que nada tenían que ver con Bernard. Sospechaba que había una añoranza en su interior. Anhelaba una vida distinta, romántica. Pero era inútil. Eso solo existía en las películas, no en la vida real, y mucho menos en la suya. Esa lección la había aprendido pronto en la vida, con la ruptura del matrimonio de sus padres. Su madre, enferma mental y pensionista, les había sacado adelante haciendo un gran esfuerzo.

Ava había aprendido entonces que una mujer solo podía sobrevivir siendo económicamente independiente. Y había trabajado duro para lograr sus objetivos. Sin embargo, su vida social se había quedado en el camino y había terminado cometiendo dos errores estúpidos. El primero de ellos había tenido lugar siete años antes, y el segundo había sido convencerse a sí misma para casarse con un hombre al que no amaba. Bernard no era el hombre adecuado para ella, pero tampoco lo era un jugador de fútbol que pensaba que podía llevarse a cualquier chica a la cama para luego deshacerse de ella como si fuera un juguete roto.

Abrió el puño. Sobre la palma de la mano tenía la tarjeta que él le había dado. Llevaba media hora con ella. La miró con atención y leyó el nombre y los números de contacto. Un recuerdo se le clavó entre las costillas como un estilete. Todos esos números... Había tecleado esos números antes, pero ninguno de ellos le había llevado hasta él.

Sacudiendo la cabeza, Ava se apartó del grupo. Iba a volver al hotel.

Todo era un desastre y era culpa de él, no de Bernard.

¿Cómo había podido salir con Bernard durante dos años? ¿Cómo se le había ocurrido preparar unas vacaciones románticas con la esperanza de obtener una propuesta de matrimonio? Los billetes de avión, el hotel de lujo, la visita a La Toscana... Todo había sido una locura.

¿Cómo había sido capaz de preparar un escenario romántico para un hombre al que no amaba en una de las ciudades más hermosas del mundo? El corazón de Ava empezó a latir sin ton ni son, porque la respuesta a esa pregunta estaba en su mano.

¿Qué estaba haciendo en Roma de nuevo?

Esa era la pregunta del millón y Gianluca no podía dejar de pensar en ello. La fiesta estaba en su apogeo. Era una reunión de bienvenida para su primo Marco y su recién estrenada esposa. Pero Gianluca no hacía más que escudriñar la plaza en busca de cierta mujer morena.

No había podido sacársela de la cabeza en todo el día. No era aquella jovencita que se había tumbado con él sobre la hierba tantos años antes la que lo atormentaba, sino esa mujer furiosa que parecía estar en contra del mundo. Había olvidado cómo ser mujer, y parecía que lo había hecho a propósito.

Sonrió ligeramente. Se preguntó si sería difícil recordarle cómo ser mujer. Teniendo en cuenta la química que había entre ellos, no tendría que ser difícil. La rabia era un afrodisiaco poderoso.

La sonrisa se le borró de la cara. Sus padres llevaban esa clase de relación, volátil, voluble, pasional. Su madre, como buena siciliana, desplegaba todo su talento dramático y su padre se dedicaba al sabotaje. Le racionaba el dinero, le negaba las joyas de la familia, le impedía alojarse en los numerosos palacios que la familia tenía por todo el país.

El matrimonio era muy recomendable.

Y la ironía más grande de todas era que se encontraba en esa fiesta para celebrar una boda, la llegada de un bebé, cosas que llevaban la felicidad a la vida de otros. Pero el apellido Benedetti conllevaba otro destino.

Ese era un pensamiento muy triste, no obstante, así que Gianluca lo ahuyentó rápidamente. La vida le sonreía. Era joven, estaba en forma y le iba bien en los negocios. Las mujeres se arrojaban a sus pies y los hombres hacían todo lo posible por quitarse de su camino. Todo lo que tocaba se convertía en oro. Era hora de dejar atrás a los demonios. Era hora de olvidar el pasado.

Le dio la espalda a la plaza que se extendía a sus pies, cruzó la terraza y volvió a entrar en la casa.

-Signorina, ¿nos vamos a quedar aquí toda la noche, o la llevo a otro sitio?

Al otro lado de la calle, las mujeres, con muy poca ropa encima, entraban en el conocido local. Ava le pagó al conductor, respiró profundamente y salió del vehículo. El aire frío se le clavó en las piernas y tuvo ganas de darse la vuelta.

Sabía que se estaba comportando como una tonta. El traje de noche de color burdeos le llegaba hasta las rodillas y le cubría los hombros y los brazos. Era perfectamente aceptable y recatado. Se le ceñía a los muslos a medida que andaba, no obstante, y sentía las pantorrillas desnudas dentro de esas medias negras. Sus tacones altos repiqueteaban sobre el asfalto, pero nadie la iba a señalar con el dedo para reírse de ella.

Al llegar a las puertas de cristal del elegante local, comenzó a sentirse distinta. Las luces de neón doradas y azules le daban un halo de fantasía y, por primera vez en toda su vida, Ava sintió que encajaba perfectamente en el lugar. No había nada raro en su apariencia.

Su mayor miedo era hacer el ridículo en público, pero esa noche no tenía más remedio que exponerse.

El portero le dijo algo agradable en italiano y la dejó pasar. De repente estaba dentro, rodeada de gente, contenta de haberse arreglado tanto. Por enésima vez se tocó las puntas del pelo.

Bajó un tramo de escaleras y se abrió camino entre la multitud. No le veía. ¿Debía esperar? ¿Debía pedir una mesa? El sitio estaba lleno de mujeres preciosas que apenas llevaban ropa. No podía competir con ellas.

De pronto una despampanante rubia pasó por su lado, subida sobre unos vertiginosos tacones de aguja, de esos que pueden atravesar el corazón de un hombre. El vestido que llevaba era tan ceñido que parecía que se lo habían cosido a la piel. Ava la siguió con la mirada, al igual que todos los hombres allí presentes.

La confianza en sí misma que había ganado esa mañana en la peluquería empezaba a resquebrajarse de repente. Volvió a mirar a su alrededor y localizó unas escaleras de caracol a ambos lados de la sala. Había otro nivel. Volvió a encontrar a la rubia. La joven subía.

¿Debía subir al otro nivel también? ¿O acaso debía preguntar cuál era la mesa de Gianluca Benedetti? Por primera vez se le pasó por la cabeza la idea de que la invitación había sido algo impersonal, pura cortesía. Era muy posible que le hubiera entendido mal.

«Sí, Ava. Lo has entendido todo mal de nuevo».

En ese momento justo se encontró con una mujer morena que llevaba un vestido color burdeos. La joven la observaba desde el otro lado de la sala. Llevaba los ojos perfectamente maquillados, con mucho kohl y rímel. Eran unos ojos misteriosos, oscuros. No era preciosa. Era enigmática. De pronto se tocó el cabello, vio que la joven hacía lo mismo y entonces se dio cuenta. Toda la pared estaba recubierta de espejos. La mujer que la observaba era ella misma.

Ignorando las voces que auguraban la peor caída de todas, se abrió camino entre la gente y fue hacia las escaleras.

Marco le dio una cerveza fría.

—Por el futuro.

Era la primera vez que Gianluca se reunía con su primo desde aquella pomposa boda celebrada en Ragusa. Habían jugado juntos en un equipo de fútbol profesional cuando tenían veinte años. Marco lo había dejado a causa de una lesión y él había rescindido su contrato cuando estaba en la cima de su carrera para hacer el servicio militar. Todavía sentía las réplicas del terremoto mediático que acompañaba a una vieja gloria deportiva. El fútbol era una religión en su país y durante dos años él había sido el ídolo más grande, el hijo predilecto de Roma. Y nadie le dejaba olvidarlo.

—Tu futuro —le dijo a su primo, buscando a la novia con la vista.

Estaba muy cerca, rodeada de amigas. Ya se notaba que estaba embarazada.

—Estábamos brindando por el heredero de los Benedetti —le dijo Gianluca al ver que se acercaba. Le dio un beso en cada mejilla.

—Será tu hijo, no el mío —le recordó Marco.

—No va a haber ninguno, amigo mío. Así que bebamos.

—Según Valentina, sí que lo habrá.

—Te enamorarás, Gianluca —dijo Tina Trigoni, acurrucándose en el brazo de su marido. Apenas le llegaba al hombro—. Y, antes de que te des cuenta, tendrás seis niños y seis niñas. No te queda más remedio, porque no estoy dispuesta a sacrificar a mis hijos en aras del legado Benedetti.

—Valentina... —empezó a decir Marco, pero Gianluca sonrió.

—Me alegro de que hayas estado atenta, Tina.

—Aunque está claro que nunca sentarás la cabeza mientras sigas saliendo con esas cabezas huecas.

Gianluca arqueó una ceja.

—Sí. Todas esas... No tienen más que burbujas en la cabeza, como en los dibujos —añadió Tina, haciendo un gesto de lo más ilustrativo—. Me las imagino con viñetas vacías alrededor de la cabeza, para que otros las rellenen con palabras.

Gianluca guardó silencio, pero por dentro no tenía más remedio que admitir que no andaba desencaminada. Pero él tampoco andaba buscando a la madre de sus hijos.

—Has estado hablando con mi madre.

—Dios, no. No soy tan valiente. Sabes que piensa que una virgen siciliana de veinte años os llenaría la casa de niños, ¿no? La oí hablando con tus hermanas sobre el tema.

Marco resopló.

—¿Tú crees que tu madre te conoce de verdad?

Gianluca se hacía la misma pregunta, y la respuesta seguramente era negativa. Los Benedetti criaban a sus hijos como si fueran Rómulo y Remo, soldados de nacimiento, y no había ningún vínculo afectivo.

Su madre había abrazado las tradiciones del clan de la misma forma que todas sus antecesoras y esperaba que él hiciera lo mismo. No le conocía en absoluto.

—Búscame una esposa entonces, Tina —dijo, con sorna—. Una virgen siciliana, bien hermosa y joven. Y seguiré todas las tradiciones.

—Si te busca una esposa, muchas mujeres esperanzadas se pondrán a llorar —observó Marco, meciendo su cerveza en el aire.

Valentina parecía interesada, no obstante.

—No conozco a ninguna virgen con esas características. ¿Queda alguna que tenga más de veintiún años?

Gianluca se acordó de unos ojos verdes de repente.

—Pero, francamente, Gianluca, no sé si presentarte a alguna de mis amigas. Tú nunca vas en serio con las mujeres.

—Sus amigas están haciendo cola para ser presentadas —apuntó Marco—. Me alegro de no ganar tanto dinero como tú.

—Sí, porque en ese caso yo me habría casado contigo por tu dinero —dijo Valentina—. En vez de haberlo hecho por tu arrebatador encanto personal —lo miró de reojo—. Además, no creo que vayan solamente por su dinero, caro.

Gianluca escuchó la conversación con cierta añoranza. Era eso lo que iba a perderse. Marco y Tina envejecerían juntos, tendrían nietos a los que mimar y podrían recordar toda una vida de anécdotas. Cuarenta años después... Sus pensamientos se detuvieron de golpe. Acabaría siendo un hombre rico en un castillo vacío. Más allá de la pareja feliz que tenía delante, lo único que veía era el agónico matrimonio de sus padres, dos actores a los que les encantaba escenificar dramáticas obras en el Palazzo Benedetti.

Cuántas mujeres infelices habían pasado por esa enorme mansión a lo largo del tiempo.

Su madre era una preciosa chica de sangre caliente de las afueras de Ragusa. Maria Trigoni había hecho un buen matrimonio y se había pulido hasta convertirse en una principessa romana. Cumplía con su papel de esposa y madre, pero sus amantes y el adorado rol de dama de sociedad consumían la mayor parte de su tiempo. La joven princesa del clan Benedetti solo le era fiel a su familia, los Trigoni, una estirpe del sur del país. El padre de Marco era su hermano. Maria solía pasar allí largas temporadas. Gianluca se acordaba de todas esas veces cuando desaparecía. La primera vez que había ocurrido solo tenía tres años y se había pasado una semana llorando. La segunda vez tenía seis años. A la edad de diez años había intentado llamarla, pero ella se había negado a contestar.

Parecía que las mujeres perdían el alma en cuanto se ponían la tiara de los Benedetti...

Bebió un sorbo de cerveza, pero apenas la saboreó. No tenía intención de sentar la cabeza, ni de darle un heredero a la familia Benedetti. Ya había hecho bastante salvaguardando el honor de la dinastía. Además, después de dos años de servicio activo, sabía que debía vivir el momento.

De repente una mujer salió a la terraza. Era esbelta, de redondeadas curvas. Las luces la hacían parecer rubia platino.

—Bueno, ahí está mi objetivo —dijo Gianluca.

—Coches caros y muñequitas. Por eso no quiero presentarte a mis amigas —dijo Tina al verle alejarse.

La rubia lo miró al verle acercarse y batió las pestañas.

—Ven a bailar conmigo, Gianluca.

—Tengo una idea mejor —dijo él, pasando por su lado—. Vamos a beber algo...

No era capaz de recordar su nombre.

—Donatella —dijo ella con frialdad.

—Donatella. Sí —a juzgar por su tono de voz, sospechaba que no era la primera vez que olvidaba su nombre esa noche.

Sacó su PDA. Se tomaría algo, trabajaría un poco y se desharía de la rubia. Trató de recordar el nombre de la rubia una vez más y se abrió camino hasta la barra.

Ava le dio su nombre a la azafata.

-Strawberries —susurró.

-Scusi, signorina?

Ava se aclaró la garganta.

—Creo que estoy apuntada con el nombre de Strawberries.

La boca se le secó. Seguro que la pareja que tenía detrás se estaba riendo. Cerró los ojos un momento y buscó arrojo donde no había. La humillación en público estaba demasiado cerca de repente.

—Soy la invitada del señor Benedetti.

—Ah, sí.

A la azafata no le parecería raro que una mujer estuviera apuntada en la lista de Gianluca Benedetti con el nombre de una fruta. Con el estómago agarrotado, se abrió camino entre la multitud de mujeres semidesnudas y hombres con trajes de miles de dólares. De pronto se detuvo. Gianluca Benedetti estaba de pie, con los brazos apoyados en un diván de cuero. Parecía una de esas esculturas en mármol de Miguel Ángel. Una rubia exuberante le susurraba cosas al oído. Era la misma que había visto antes. Una sensación nauseabunda la invadió por dentro. Jamás podría ser ella.

Durante una fracción de segundo, Ava volvió a vivir aquel lejano día. Era la boda de su hermano y allí estaba ella, una chica insignificante en medio de una glamurosa multitud. Gianluca Benedetti, la estrella del fútbol, el hombre más deseado del planeta, hablaba de deportes con otro hombre... Estaba flanqueado por dos bellezas, una rubia y una morena, pero ni siquiera les hacía caso. Cuánto hubiera querido ser alguna de ellas aquel día... Habría dado cualquier cosa por ser una de esas chicas sensuales y perfectas que iban con taconazos a todas partes y se llevaban al más guapo de la fiesta, aunque solo fuera por una noche.

Y entonces su mirada se fijó en él un instante. Algo iba a cambiar en ese momento. Algo la había golpeado y no era capaz de devolver el golpe. La voz de la conciencia se calló de repente. Era la voz de la chica que había tenido que cuidar de sí misma desde una edad muy temprana, pero en ese momento estaba silenciada.

Aquella noche no le había importado nada ni nadie.

Solo le había importado él.

Volviendo a la realidad, Ava sintió que todo daba vueltas a su alrededor. ¿Cómo se había vuelto a poner en esa tesitura? ¿Acaso no había aprendido nada con la experiencia? De repente vio que él se ponía en pie. Iba hacia ella. Ava respiró profundamente y se preparó para lo que iba a decir.

«He venido, pero desearía no haberlo hecho. Eres un mujeriego, un sinvergüenza y un patán. Ojalá no te hubiera conocido nunca».

Estaba a menos de un metro de distancia y fue entonces cuando Ava se dio cuenta de que no se dirigía hacia ella. Su mirada pasó de largo como si fuera un rostro más en aquella multitud rutilante. La había invitado, pero ya se había olvidado de ella. Ni siquiera se acordaba de su cara. El estómago le dio un vuelco. Le vio ir hacia la puerta. Desapareció tras ella.

Ava echó a andar entre la gente. Alguien la pisó y perdió un zapato. Se detuvo para recogerlo y salió al exterior, corriendo. Vaciló un momento ante las escaleras que llevaban hasta la plaza. ¿Qué dirección había tomado?

Echó a andar de nuevo en cuanto le vio. Estaba cruzando la plaza, saliendo de las sombras.

Dejando a un lado toda una vida de prudencia, planes y autoprotección, Ava echó a correr tras él. Iba sin abrigo, pero no se había dado cuenta.