Capítulo 2

AVA seguía junto a la acera cuando el flamante deportivo se perdió entre el tráfico. La conmoción reverberaba por todo su cuerpo.

Benedetti.

Se suponía que las cosas no tenían que ser así. Eso era lo único en lo que podía pensar.

Ya le había ocurrido algunas veces a lo largo de los años, pero siempre había sido una falsa alarma. Eran momentos en los que una voz profunda y un acento italiano la invitaban a darse la vuelta. Sus sentidos se agudizaban, pero la realidad siempre se imponía. Y estaba claro que la realidad acababa de darle una bofetada. Todo cayó sobre ella como una avalancha de nieve, el recuerdo de esa muñeca bronceada, sobre el contacto de una rugiente Ducati, sus brazos alrededor de aquella cintura musculosa, dos jóvenes que escapaban de una boda en la que no tenían interés alguno, aquella noche de verano, siete años antes...

Se recordaba a sí misma, al día siguiente, a primera hora de la mañana, tumbaba sobre la hierba del monte Palatino, con el vestido arrugado alrededor de la cintura. Él estaba sobre ella. El peso de su cuerpo duro y musculoso era algo que jamás había podido olvidar. Y habían repetido una hora más tarde, en una cama que había pertenecido a un rey, en un palacio de cuento de hadas, una y otra vez, hasta el amanecer. Jamás había olvidado aquel día, sus halagos, sus caricias... A media mañana, bajo el resplandor de un sol brillante, se había escabullido del palacio, como Cenicienta, sin que nadie la viera. Y también se había dejado los zapatos.

Descalza, con su vaporoso vestido azul subido hasta las rodillas, había echado a correr. Tenía el cuerpo dolorido. Estaba feliz y triste al mismo tiempo. En algún momento había parado un taxi y se había alejado de allí como alma que lleva el diablo, sabiendo que aquello no iba a volver a pasar. Había sido un momento único, fuera del tiempo y del espacio.

Al día siguiente había regresado a Sídney, dando por hecho que jamás volvería a verle.

Ava se alejó de la acera. Esos recuerdos de adolescencia no iban a arruinarle el plan. Hasta ese momento lo había manejado todo muy bien, demasiado bien, tal vez. ¿No se suponía que debía tener el corazón roto? Todas las mujeres lo habrían tenido en un momento como ese. Su novio de toda la vida la había dejado justo cuando esperaba una propuesta de matrimonio, y había ido a buscarle a una ciudad extranjera. Lo que le había pasado era suficiente para poner a prueba los nervios de cualquier mujer, pero ella estaba hecha de otra pasta.

Y era precisamente por eso que iba de camino hacia las escaleras de la Plaza de España, para unirse a una visita turística por emplazamientos de relevancia literaria.

Ava se bajó el sombrero hasta taparse bien la cabeza. Definitivamente no iba a dejar que esa aparición del pasado se interpusiera en su camino.

¿Qué importancia tenía que tuviera el vestido guardado en un rincón del armario? ¿Qué importancia tenía que estuviera en Roma? Era una ciudad como otra cualquiera.

Lo tenía todo bajo control. ¿Qué era lo que buscaba? Consultó el mapa. La Piazza di Spagna.

Ignorando los latidos desbocados de su corazón, siguió adelante. No iba a buscar la dirección del Palazzo Benedetti en la guía. Podía fingir que la idea no se le había pasado por la cabeza. Tenía que recoger ese coche de alquiler al día siguiente y dirigirse al norte lo antes posible.

Miró a su alrededor, confundida. Había entrado en una plaza que no reconocía. ¿Dónde estaba?

—Estás loco —murmuró Gianluca entre dientes.

Estaba parado en un extremo de la pequeña plaza. La había seguido. Había cambiado de sentido lo antes posible y había ido tras esos zapatos rojos. ¿Pero qué estaba haciendo? Gianluca Benedetti no perseguía a las mujeres, y mucho menos a esa clase de mujer que llevaba pantalones de hombre y una blusa de seda abotonada hasta la barbilla. No era su tipo y, sin embargo, allí estaba. Podía verla, andando de un lado a otro sobre los adoquines. Tenía algo entre las manos. Parecía un mapa, por la manera en que lo sujetaba.

De repente le sonó el teléfono.

—¿Dónde estás? —le preguntó Gemma. Sonaba ligeramente exasperada.

«Persigo a una turista».

—Estoy en un atasco.

Miró el reloj. Llegaba muy tarde. ¿Qué estaba haciendo allí?

—¿Qué les digo a los clientes?

—Que esperen un poco. Voy de camino.

Se guardó el móvil y tomó una decisión. Mientras cruzaba la plaza, se preguntaba qué estaba a punto de hacer. Ella caminaba hacia atrás. Trataba de averiguar el nombre de la plaza leyéndolo en la placa que estaba en la pared. Podría haberle dicho que no se molestara. Era el nombre del edificio.

Tropezó con él.

—Oh, lo siento —dijo con educación, dándose la vuelta.

Sus miradas se encontraron. Durante una fracción de segundo, Gianluca se preguntó si llevaba lentillas de color, pero el resto de su atuendo le hizo descartar la idea.

El color de sus ojos era natural, verde como el mar, uno de esos colores que cambiaba con la luz. Esos ojos, esos labios, un cuerpo suave y delicioso que le había sido arrebatado cuando más lo necesitaba... El resto de sus facciones se dibujó de repente alrededor de esos ojos inusuales.

—¡Tú!

La joven retrocedió, horrorizada. Lo agarró del brazo, como para no dejarle ir.

La última vez que la había visto prácticamente había escapado de su cama. Era tal la prisa que había tenido que se había dejado los zapatos. Un resentimiento inesperado rebotó como una bala perdida por todo el cuerpo de Gianluca. ¿Qué estaba haciendo en Roma? ¿Qué estaba haciendo en su vida de nuevo? Entrecerró los párpados y le clavó la mirada.

—¿Me estás siguiendo? —le preguntó ella en un tono acusador.

—Sí. Parece que está perdida, signorina —le dijo, mirándola de arriba abajo—. Y como ya nos conocemos bien...

Su expresión de terror no hacía más que aumentar. Gianluca sintió una gran satisfacción.

—Déjame ayudarte un poco más —añadió, tuteándola.

Ella alzó la barbilla y se puso erguida.

—¿Te dedicas a esto? ¿A seguir a mujeres por la ciudad, obligándolas a aceptar tu ayuda?

—Parece que tú eres la excepción que confirma la regla. Normalmente dejo que se las arreglen solas.

—¿A ti te parece que no soy capaz de arreglármelas yo solita?

—No. Me parece que estás perdida.

Ella frunció los labios y miró el mapa. No sabía qué hacer. La indecisión estaba escrita en su rostro.

Gianluca sabía que cualquier hombre sensato se hubiera alejado en ese momento. Sabía exactamente quién era ella. Siete años antes se había hecho muchas ilusiones románticas con ella, pero todas se habían desvanecido a la luz del día. Además, había cambiado mucho. No era una mujer a la que mereciera la pena mirar dos veces.

Pero allí estaba él de todos modos, y era incapaz de dejar de mirarla.

—Ya es demasiado tarde —murmuró ella—. Me he perdido el comienzo de la visita —añadió, como si fuera culpa suya.

Gianluca esperó.

—Se suponía que nos íbamos a reunir en las escaleras de la Plaza de España —añadió ella con reticencia.

—Ya veo —Gianluca decidió ir al grano—. Eso está por aquí —dijo, señalando—. Gira a la izquierda y después a la derecha.

Ava trataba de seguir sus instrucciones y no tenía más remedio que mirarlo. Se puso esas horribles gafas de sol, aunque el cielo estaba nublado.

Sintiéndose más segura detrás de las lentes oscuras, levantó el rostro con un gesto desafiante.

—Supongo que debería darte las gracias.

—No hace falta.

Aunque sabía que lo que estaba a punto de hacer le acarrearía innumerables complicaciones, Gianluca se sacó una tarjeta de la chaqueta, le agarró una mano y se la puso sobre la palma.

Ella se soltó con brusquedad y le clavó la mirada.

—Si cambias de idea respecto a lo de darme las gracias, estaré en Rico’s Bar esta noche alrededor de las once. Es una fiesta privada, pero dejaré tu nombre en la puerta. Que disfrutes de la visita.

—Ni siquiera sabes mi nombre —le gritó ella cuando ya se marchaba.

Gianluca sintió un nudo en el estómago. Si lo hubiera sabido siete años antes, aquel día singular habría caído en el olvido. Otra chica más, otra noche más. Pero no había sido una noche más.

Aquel día estaba grabado con fuego en su mente, en su memoria, y la mujer que tenía delante era el mayor de sus recuerdos. Apretó los puños.

La miró con desdén.

—¿Qué te parece Strawberries? —le dijo.

Ella se bajó las gafas de sol y lo miró por encima de ellas. Podía ser una oponente formidable. De eso no había duda.

Gianluca subió al coche y arrancó. Sus nudillos estaban más blancos que nunca sobre el volante, pero eso no demostraba nada.