Capítulo 7

GIANLUCA se paró frente a la ventana y la vio subir a un taxi. Se estaba escabullendo de nuevo. Le había dicho que se vistiera y que se reuniera con él en la planta baja, pero le había ignorado.

Muy poca gente se atrevía a desafiarlo y, a pesar de los problemas que le había causado, no podía evitar admirar su determinación. Le había robado el abrigo, que le quedaba demasiado grande, y no llevaba zapatos. Durante una fracción de segundo pensó en cómo debió de ser su escapada todos esos años antes. La sonrisa se le borró de los labios.

Recordaba haberse despertado. Había buscado algo, a alguien que ya no estaba. Cuando se había dado cuenta de que se había marchado sin dejar rastro, un sentimiento desconocido hasta ese momento se había apoderado de él. Se había levantado de la cama de golpe, se había puesto la ropa de cualquier manera, decidido a ir tras ella...

Y entonces había sonado el teléfono.

Habían encontrado el cuerpo de su padre y se lo habían llevado al hospital. No había tenido más remedio que irse inmediatamente... Cuando pudo volver a seguirle la pista, ya no quedaba ni rastro de Cenicienta. Lo único que quedaba eran los zapatos que se había dejado.

Esos zapatos.

Rojos, con esas tiras complicadas...

La expresión de Gianluca se volvió dura. Se agarró con fuerza del marco de la ventana. Eran los zapatos lo que había reconocido el día anterior, y no a ella. Iba escondida bajo varias capas de ropa infame que ninguna mujer italiana se pondría jamás, sin estilo, sin elegancia, sin feminidad. Ningún hombre la hubiera mirado dos veces.

Pero él sí lo había hecho.

De repente empezó a sospechar que pasaba algo más. Los Benedetti no mostraban emoción alguna. El deber y el servicio a la nación estaban por encima del deseo personal, pero la familia siciliana de su madre, compuesta por montañeses, bandidos y sacerdotes, tenía un código de honor muy estricto. El hombre que se llevaba la virginidad de una mujer tenía que dar la cara. En otros tiempos, probablemente se hubiera casado con ella.

Gianluca se aclaró la garganta. Afortunadamente ya no vivían en aquella época. Además, él era uno de los solteros más codiciados de Roma. En una ocasión había dicho que se casaría cuando George Clooney dejara la soltería y sus palabras habían aparecido en todas las portadas unos días más tarde, fuera de contexto. Desde entonces, se había convertido en una presa muy apetecible para las mujeres más ambiciosas.

Pero Ava no parecía darse cuenta de que era un partidazo. Cada vez que tenía oportunidad huía de él. Cuando el taxi se alejó, Gianluca se dio cuenta de que tenía ganas de gritar.

Ninguna otra mujer había abandonado su cama tan rápidamente y sin hacer ruido.

Había escapado de él como si el diablo le pisara los talones.

De repente sintió que algo primitivo se revolvía en su interior. Ava Lord se iría de su vida cuando le diera permiso. La idea era arcaica, pero no iba renunciar a aquello que le pertenecía.

Sentada en la parte de atrás del taxi, Ava dejó de pensar y buscó el teléfono en el bolso.

No era más que una pequeña investigación. No estaba siendo indiscreta. Solo quería protegerse. Tecleó su nombre en la herramienta de búsqueda.

Leyó las primeras entradas. Se preguntaba qué había sido de su carrera deportiva. Parecía que la faceta futbolística había sido reemplazada por una intensa vida empresarial.

El negocio de la familia... Eso era todo. Él era un Benedetti y llevaba las finanzas en la sangre. El clan siempre había tenido bancos. Benedetti International, en cambio, era una entidad relativamente nueva, pero ya dominaba los mercados.

Un poco sorprendida ante tanto descubrimiento, presionó algunas imágenes. Con un dedo tembloroso pasó fotos sucesivas en las que aparecía en estrenos de películas, fiestas, eventos deportivos, un partido de polo en Bahrain, una boda real... En casi todas las fotos estaba acompañado de una chica preciosa con un vestido provocativo.

Parecía que no tenía un tipo concreto. Algunas eran altas, otras bajas, delgadas, con curvas... Ava apretó los labios.

Las mujeres. Le gustaban las mujeres, y en grandes cantidades. Sería una de esas quien recibiría una propuesta de matrimonio, con el anillo de compromiso y toda la parafernalia. A Gianluca Benedetti le gustaba ser el mejor en todo. La chica se llevaría el pack completo. Seguramente se llevaría a una de esas bellezas a Las Bahamas, se sacaría un pedrusco enorme del bolsillo y le daría una serenata con una orquesta de cuerda entera. Ava cerró el teléfono de golpe. La chica lo tendría todo, pero nada le garantizaba que su marido no fuera a irse tras la siguiente falda que pasara por su lado. Incluso Bernard, a pesar de ese carácter pusilánime que tenía, le había hecho lo mismo.

Bernard.

Le había conocido a los veintinueve años. Cada vez que tenía que asistir a algún evento él la acompañaba y así se había salvado de tener que presentarse sola. Poco a poco la gente había empezado a verles como pareja y el arreglo les había convenido a ambos. La chispa inicial entre ellos no había sido gran cosa, pero tenían una buena amistad sobre la que cimentar la relación. Sin embargo, Ava siempre había sabido que si él la dejaba, no acabaría con el corazón roto. A lo mejor lo de Roma había sido su escapada particular. Quizás sabía que así le pondría contra la espada y la pared.

Ava bajó la ventanilla del taxi y dejó que el aire la golpeara en la cara. El tráfico de la mañana era denso. Cerró los ojos. Por una vez haría lo que su padre le decía siempre cuando le preguntaba por qué no vivía ya con su madre y con ella.

«Sé una chica dura. No hagas preguntas estúpidas y no obtendrás respuestas estúpidas».

Ya se había hecho suficientes preguntas estúpidas ese día. Cuanto antes se alejara de Su Alteza, mejor le iría en la vida.

Ya en la suite del hotel, Ava se dio una ducha y empezó a meter la ropa en la maleta. Tenía media hora para abandonar la habitación. Estaba convencida de que hacía lo correcto, pero algo la inquietaba de todos modos. Josh no quería verla. No la necesitaba. Se lo había dejado muy claro siete años antes y desde entonces se había comunicado tan poco con ella que ya ni siquiera la llamaba en los cumpleaños.

Siete años antes, en esa misma ciudad, le había dicho que creía que estaba cometiendo un gran error al casarse tan joven, teniendo toda una vida por delante. Y él, por su parte, le había dicho que había huido de Australia a los dieciocho años de edad para escapar de ella, de su férreo control. Le había dicho que podía guardarse sus consejos y que no sabía nada del amor porque la única cosa que le importaba de verdad era su cuenta bancaria.

«Si alguna vez encuentras a un hombre que quiera quedarse a tu lado, será por tu dinero. Vas a terminar siendo una vieja ricachona, decepcionada y solitaria».

Las palabras de su hermano resonaron en el aire.

Ava cerró la maleta haciendo mucho ruido. Alguien llamó a la puerta de pronto. Debía de ser el servicio de habitaciones con el desayuno.

—¡Está abierto! —exclamó. La voz le temblaba un poco todavía. Los recuerdos eran fantasmas que no querían marcharse.

—Deberías tener más cuidado, bella. Esta ciudad no es segura para una mujer sola.

Gianluca entró antes de que pudiera darle con la puerta en la cara.

—Me alegra ver que has hecho la maleta. Pero tienes que ponerte algo más de ropa.

Ava reprimió un grito de exasperación.

—¿Cuánto equipaje necesitas? No tengo mucho sitio en el deportivo.

—No voy a ningún sitio contigo —le dijo, aspirando su aroma exquisita. Estaba tan cerca.

Estaba impresionante con esa camisa desabotonada hasta el pecho y la chaqueta deportiva. ¿Cómo podía tener tanto estilo y parecer tan masculino al mismo tiempo?

Ava cruzó los brazos sobre sus pechos traidores. Podían delatarla en cualquier momento.

—Vamos —dijo él, sonriéndole. Le pellizcó la barbilla—. Ya basta de juegos, Ava. Nos vamos ahora.

Ella se soltó bruscamente. El gesto implicaba una intimidad que no quería.

—Esto no es un juego, Benedetti. Tengo un coche alquilado. Y quiero ver La Toscana.

—El lunes.

—¿Disculpa?

—Te llevaré yo mismo. El próximo lunes. Pero primero tienes que hacer lo que hay que hacer, ¿sí? Unirte a la familia.

—A tu familia. No a la mía —Ava sentía algo en el pecho. Había conocido a los Benedetti siete años antes y todos la habían despreciado.

—Depende —dijo él, quitándole un mechón de pelo húmedo de la cara

como si tuviera todo el derecho a tocarla.

Ava trató de esquivar su mano, pero él le sujetó un rizo rebelde detrás de la oreja.

—Tu hermano tiene problemas económicos con los viñedos.

Ava dejó de intentar esquivarle. Por fin había logrado captar su atención.

—¿De qué estás hablando?

—Tal vez tenga problemas en su matrimonio por culpa de esto.

Ava frunció el ceño. No quería sentir el roce de sus dedos en el cabello, pero era inútil. Tenía que hacerle parar.

—Tu presencia podría... ¿Cómo se dice? Podría ser el remedio que necesitan.

—¿Tiene problemas con su esposa?

Gianluca apartó la mano y recogió su maleta.

Ava digirió la noticia y trató de no acordarse de lo mucho que había intentado prevenir a su hermano.

Él la necesitaba. Eso era lo único que importaba en ese momento.

Se tocó el pelo allí donde la había tocado Gianluca. De repente La Toscana dejó de ser importante.

—¿Por qué iba a creerte?

Él se limitó a levantar la maleta de la cama.

—Ve a vestirte, cara. Nos vamos en diez minutos.

La estaba esperando fuera, apoyado contra esa imponente máquina en la que le había visto unos días antes.

Parecía que acababa de salir de Gentleman’s Quarterly, más de metro ochenta de pura exuberancia italiana.

Colgándose el bolso del brazo, Ava se obligó a seguir adelante y dejó de mirarlo. Era un hombre impresionante, pero si llegaba a saber el poder que tenía sobre ella, sin duda lo usaría en su contra.

—Bueno, terminemos con esto de una vez —le dijo.

Gianluca se la quedó mirando.

Ava se llevó una mano a la cabeza y se tocó la coleta.

—¿Qué estás mirando?

—¿Por qué vas vestida como un hombre?

—¿Vestida...? —repitió, convencida de que no le había oído bien.

Él la miraba con el ceño fruncido. Sí le había entendido bien.

La expresión de Gianluca Benedetti era de auténtica perplejidad. Ava solo deseaba que la tierra se abriera y se la tragara sin más.

—No creo que te hayas hecho lesbiana, ¿no?

Ava no daba crédito a lo que acababa de oír.

—Sí —dijo, levantando la barbilla—. Eso es exactamente lo que soy. Una lesbiana marimacho incorregible. ¿Podemos irnos ya? Cuanto antes empecemos con esto, antes terminaremos.

Él le abrió la puerta.

—Puedo hacerlo yo sola, ¿sabes? —le dijo ella, subiendo al vehículo.

Él cerró.

—Y eso también puedo hacerlo —murmuró Ava, metiendo el bolso entre las piernas. Se ajustó el cinturón de seguridad.

Él estaba a su lado, pero no parecía tener intención de arrancar el coche.

—Pensaba que teníamos mucha prisa —dijo ella, más rígida que nunca.

Aunque no quisiera, había empezado a sentirse incómoda con sus pantalones negros y la blusa blanca de seda de cuello alto.

Pero su ropa no tenía nada de malo. Eran prendas prácticas.

Lo miró de reojo con disimulo. Parecía que acababa de desfilar en una pasarela en Milán. Ava se imaginó a la mujer que le acompañaría en esa pasarela; elegante, muy delgada, alguien que no le tendría miedo al color...

Se tiró de las mangas. Por lo menos la blusa de seda no se arrugaba, y los pantalones negros eran perfectamente respetables. Le disimulaban el abdomen y el trasero. Tenía doce pantalones iguales colgados en su armario. Una mujer que no fuera tan delgada como una percha se veía obligada a disimular las curvas.

Gianluca Benedetti, en cambio, tenía un cuerpo digno de un atleta romano. Llevara lo que llevara, siempre le sentaría bien.

—¿Por qué no nos movemos? —le preguntó, sin mirarlo.

—Te he ofendido —dijo él de repente.

—No te preocupes.

—No estoy acostumbrado a ver a las mujeres con pantalones —dijo, escogiendo muy bien las palabras—. No debería haber cuestionado tu feminidad por la ropa que tienes en el armario.

Ava sintió un vacío en el estómago.

—Estás dando por sentado que a mí me importa lo que pienses —le dijo, mintiendo. De repente querría haber llevado una falda en ese momento, pero no tenía una.

Se volvió. Él estaba cerca, demasiado cerca. Podía ver dónde se había afeitado esa mañana, el arco de Cupido de su labio superior... De repente sintió unas ganas tremendas de besarlo.

—Sé que tratabas de insultarme, pero no tendrías que haberte molestado. Estás perdiendo el tiempo. Lo que estoy a punto de decir te va a sorprender, pues imagino que ninguna mujer te lo habrá dicho nunca.

—Podrías tener razón.

—Pero no me da miedo la verdad. Me gusta hacerle frente a las cosas.

—Adelante —le dijo él, casi con condescendencia.

Ava hizo acopio de todo el valor que le quedaba. No estaba siendo agradable con ella. Simplemente estaba alerta, a la expectativa, esperando el ataque para entonces arremeter contra ella.

—Lo cierto es que solo eres una cara bonita con un montón de dinero y un gran afán de control, así que las mujeres te dejan hacer y deshacer a tu antojo. Yo no lo he hecho, y no te gusta.

—¿En serio? —le sonreía como si pudiera leerle la mente.

Ava apartó la vista. Cruzó los brazos.

—En serio.