Capítulo 4
GIANLUCA oyó los pasos a sus espaldas, ligeros, rápidos. Los tacones repiqueteaban, cantarines, sobre los adoquines. Se dio la vuelta y, durante una fracción de segundo, no hicieron nada más que mirarse. Ella empezó a andar de nuevo.
El pasado le golpeó con contundencia en ese momento. Ya no era aquella chica con la que se había acostado sobre el césped del monte Palatino. Aquella chica no había existido en realidad. Y todo rastro de ella había sido borrado.
A medida que se acercaba, las luces de la plaza le iluminaron los ojos y pudo ver incertidumbre en ellos, incertidumbre y algo más... esperanza. Pero debía de ser un efecto de la luz. De repente levantó la barbilla y le clavó la mirada.
Le gustaba saber que había ido tras él, no obstante. Debía esperar y ver qué hacía.
Al otro lado de la plaza había un grupo de periodistas. No tardarían mucho en reconocerlo y lo último que necesitaba en ese momento era tener a una manada de chacales a su alrededor.
Fue hacia ella, la agarró de la cintura y se convenció de que todo lo hacía porque era necesario.
-Scusi, signora —dijo, y un momento después la estaba besando.
La agarró de la nuca y la sujetó con fuerza, impidiéndole escapar. Ella se retorcía entre sus brazos, pero era inútil. Con la otra mano la agarró del trasero.
Unos segundos después empezó a disfrutar de su resistencia. Quería que le golpeara el pecho con los puños, que sacara toda esa furia que llevaba dentro. Estaba muy excitado. Cada movimiento de su cuerpo femenino desencadenaba una avalancha de lujuria que le sacudía por dentro. Tomó sus labios una y otra vez hasta que ya no tuvo más remedio que soltarla. Lo único que veía eran esos ojos verdes sorprendidos, la curva de su labio superior, ligeramente húmedo, el movimiento rápido de su pecho al respirar con dificultad.
Sabía que los habían visto, así que acercó el rostro al de ella. Era un gesto íntimo desde cualquier distancia. Ella lo miró a los ojos. La sorpresa dio paso a la furia. Ya no era aquella chica. Era la mujer que le había abandonado. Y quería hacerla suya de todas las formas posibles. Quería hacerle el amor en un callejón oscuro. Quería levantarle la falda, arrancarle las medias, enseñarle quién estaba al mando. Jamás volvería a huir de él. Jamás. Gianluca podía oír su propia respiración entrecortada.
¿Por qué fingía no conocerlo? ¿Por qué había entrado en el local vestida de esa manera? ¿Qué clase de mujer era? ¿Por qué había vuelto a aparecer en su vida en ese momento?
Miró a los paparazzi. La lujuria y la rabia se mezclaban, generando un cóctel fulminante de emociones. ¿Qué había sido de ese hombre frío y pragmático de buena reputación?
La miró y reclamó su posición de poder.
-Scusi, signorina. Mi volevi dire nulla di male.
No quería hacerle daño, pero una rabia incontenible le dominaba de repente.
Abrumada, sorprendida, Ava intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir. Debía retroceder. Lo que acababan de hacer era una imprudencia y las cosas no podían terminar bien. Esa era su oportunidad. Él no le haría preguntas. Seguía siendo una extraña para él.
Pero no había infravalorado el recuerdo del efecto que tenía en ella. Algo la había llevado a hacer algo temerario, y por fin sabía qué era. Tenía algo que ver con esa voz inflexible, ese acento sexy. Si cerraba los ojos podía sentir sus labios sobre el abdomen. Nadie la había tocado así en toda su vida.
Él la observaba con unos ojos intensos que la hacían derretirse por dentro, pero había algo más en su mirada, algo oscuro y aterrador. Ninguno dijo nada durante unos segundos.
—¿Puedes correr con esos zapatos?
—¿Qué? —no era eso lo que Ava esperaba oír.
—Esos hombres de ahí son periodistas. Si me reconocen, tu foto estará en todos los sitios en los que no quieres que esté. ¿Puedes correr?
No esperó a obtener respuesta. La estrechó contra su cuerpo. Puso una mano sobre su espalda y echó a caminar por la plaza, retrocediendo sobre sus pasos. Ava sabía que debía protestar, o hacer más preguntas por lo menos, pero sus emociones pasaban de la euforia a la furia en segundos. Se acordó de la Fontana de Trevi. Estaba muy cerca. En otra vida hubiera estado allí en ese momento con Bernard, jugando a ser la protagonista de una vieja película.
Levantó la vista hacia el hombre que se la llevaba de allí. Sus facciones eran duras, masculinas. Ese hombre tomaba lo que quería, sin contemplaciones, sin importar las consecuencias. Un sentimiento fiero la atravesó por dentro. Aceleró el paso.
—Has venido —le dijo él de repente.
La había agarrado de la mano e iban corriendo. Muy pronto rodearon una esquina y una limusina negra acudió a su encuentro.
—Prefiero caminar cuando hace buena noche, pero me parece que hoy no estamos de suerte, signorina.
Le soltó la mano para abrirle la puerta. Ella se echó hacia atrás y se abrazó para protegerse del frío de la noche.
—Te llevo a donde quieras.
Ava sintió que viajaba en el tiempo. Una vez más volvía a ser aquella jovencita con el vestido azul, parada en los peldaños de la entrada del gran palazzo, buscando un taxi... Y él era ese chico triunfador, conduciendo su despampanante moto.
—Te pido disculpas por toda esta pantomima —le dijo él.
Sonaba tan formal, tan italiano, como si no acabara de besarla con locura.
Esos ojos color miel la miraron de arriba abajo de repente como si la acariciaran. Ava sintió que se le endurecían los pezones. Un calor abrasador le subía por la entrepierna. Era toda una sorpresa desearle así.
—Si me das el nombre de tu hotel, te llevo...
Todos los miedos de Ava se concentraron en un único pensamiento: iba a librarse de ella.
—O... Podríamos ir a un sitio tranquilo que conozco primero. Tomamos algo y me cuentas por qué estás en Roma.
Había dicho «primero». ¿Pero qué era lo segundo? Ava trató de ignorar el temblor que le sacudía las rodillas. ¿Le estaba proponiendo algo? ¿Quería que le llevara al hotel para acostarse con ella?
—Yo no...
—Tomar algo en un sitio público. Dos personas civilizadas. ¿No es por eso que estás aquí?
Fascinada y horrorizada al mismo tiempo, Ava se preguntó si le había leído la mente.
—¿Para tomar algo conmigo?
Sorprendentemente el deseo corría como un río de miel por sus venas. Pero esas cosas nunca le pasaban a alguien como ella. Nunca le habían pasado. El deseo sexual era su asignatura pendiente. Su libido jamás le había tendido una emboscada.
Gianluca Benedetti estaba acostumbrado a que las mujeres le persiguieran. Ella, en cambio, jamás había inspirado esa clase de persecución por parte de un hombre.
—No voy a acostarme contigo esta noche.
Él la miró con unos ojos burlones.
—No me había dado cuenta de que te lo había preguntado.
Ava quiso que la tierra se abriera y se la tragara. Se había delatado a sí misma.
—Quería dejarlo claro.
—¿Y si nos tomamos esa copa sin más? —se inclinó hacia delante para darle instrucciones al conductor, pero entonces se le ocurrió algo más—. ¿Tienes hambre?
Ava sacudió la cabeza. Lo miró de reojo mientras hablaba con el conductor.
—Lo siento —dijo él, echándose hacia atrás—. No era mi intención ignorarte esta noche. Tenía la cabeza llena de cosas.
—Sí —dijo Ava en un tono cargado de sarcasmo—. Ya me di cuenta.
Gianluca frunció el ceño.
—¿La rubia que olvidó vestirse? —le recordó ella.
—Ah, Donatella. Sí.
—Hay algo que debería decirte.
—¿Sí? —dijo él, prestándole toda su atención.
—No es la primera vez que nos vemos.
—¿No?
—No. ¿No te resulto familiar?
Él se encogió de hombros.
—Conozco a mucha gente todos los días. Discúlpame si no me acuerdo.
—¿De verdad que no te acuerdas?
Una mirada de exasperación atravesó esos ojos enigmáticos.
—Está claro que estás a punto de contármelo.
Ava se volvió hacia la ventanilla. En ese momento deseaba haberse quedado en la plaza.
—Estoy esperando.
Se volvió hacia él de nuevo. ¿Por qué la miraba de esa forma?
—No importa. Olvídalo.
—¿Lo he entendido mal? Me sigues, me persigues por una plaza, y ahora me confiesas esto. ¿Qué pasa aquí?
Ava se quedó sin palabras durante unos segundos.
Gotas de sudor le caían por la nuca. No esperaba que se mostrara tan amenazante. ¿Dónde estaba aquel chico sensible al que había conocido siete años antes? Solo había pasado una noche a su lado, pero habían hablado mucho. Le había contado cosas que no le había dicho a nadie más. ¿Cómo era posible que aquel muchacho hubiera podido convertirse en el hombre receloso que tenía delante?
—Yo no te seguí. No te he perseguido. Los hechos no son así.
—Vamos. Vienes a Rico’s, vestida así... y aceptas una invitación que cualquier mujer con sentido común y autoestima hubiera ignorado sin más.
Ava apenas oyó el final de su afirmación. No sabía adónde mirar. Había acertado al pensar que no hablaba en serio, y ya era demasiado tarde para evitar el desastre. Había tomado aquel beso como una prueba de algo. ¿Qué le pasaba? Siempre malinterpretaba las señales entre los hombres y las mujeres. Siempre.
Por eso había aguantado tanto tiempo con Bernard. Le daba demasiado miedo entrar en el mercado de solteros de nuevo. Ya había estado ahí una vez... cuando había vuelto de Roma siete años antes. Buscaba algo parecido a lo que había tenido con él aquella noche, pero no había encontrado más que a un tipo llamado Patrick, guapo y con un deportivo de impacto. Ese había sido su único intento por entrar en primera división, y él había salido con ella porque quería relajarse un poco. Sin embargo, a los pocos meses había descubierto que en realidad tampoco quería relajarse tanto.
Lo único que deseaba en ese momento era bajar del coche. Necesitaba salir corriendo, esconderse, encajar las piezas del puzle y castigarse por lo idiota que había sido.
—Yo no te invité. Si la invitación no era real, es culpa tuya —masculló—. Y no tienes por qué cuestionar mi sentido común. ¡Ya lo hago yo bastante!
Gianluca arrugó los párpados y la miró fijamente, como si algo inesperado estuviera ocurriendo.
—Bueno, ¿dónde me he equivocado, signorina?
Ava hubiera querido echarse a reír, pero no fue capaz. En ese momento sabía que su compostura corría un serio peligro y no podía permitirse
perderla.
—Fuera como fuera la invitación... ¡Tú me invitaste! —al ver que él no reaccionaba, siguió adelante con testarudez—. Tú me invitaste.
Él sacó el móvil y tecleó algo. Parecía tan relajado. Aquello no le afectaba en absoluto.
—¿Preparaste lo de los periodistas? —le preguntó, sin levantar la vista siquiera.
Ava resopló. No pudo evitarlo. Y Gianluca la miró por fin, como si ninguna mujer tuviera derecho a hacer ese sonido delante de él.
—¿Sabes lo que eres? Un matón de patio de colegio, un playboy y nada de esto es justo.
—¿En serio?
—Ahora mismo en lo único que puedo pensar es en las horas que pasé arreglándome para esta noche —añadió, preguntándose por qué se molestaba en decirle nada. Él estaba demasiado ocupado mirando el teléfono—. Y no tengo ni idea de por qué lo hice.
—Para impresionarme.
Ava se quedó boquiabierta.
—¡Tienes un ego increíble! —un latigazo de furia la hizo estremecerse—. Cuelga ese teléfono y escúchame.
Él levantó la mirada lentamente y Ava deseó que no lo hubiera hecho. Tragó en seco. Había hecho un largo recorrido en la vida, y no estaba dispuesta a dejarse intimidar.
—No soy una de esas fulanas que se te tiran encima en la barra de un bar. Déjame aclararte unas cuantas cosas. El mes pasado salí en el top cincuenta de mujeres empresarias de Australia. Puede que eso no signifique nada para ti, príncipe Benedetti, pero yo no soy una de esas mosquitas de bar. No me dedico a seducir a los hombres para sacar algo a cambio, y no sé cómo contactar con los paparazzi.
—Y me estás dando esta visión tan fascinante sobre tu vida... ¿Por qué?
Ava se preguntó qué estaba haciendo. Tenía un recuerdo maravilloso y se estaba haciendo añicos delante de sus ojos. Ni siquiera podía echarle la culpa. Era ella quien se había marchado en silencio. La realidad se impuso de repente y las cuatro copas de vino que se había tomado con el estómago vacío comenzaron a hacer estragos. Seguramente terminaría vomitando. Era inevitable. Quería salir del vehículo. Agarró el bolso.
—Vamos —dijo él con brusquedad—. Dame la dirección de tu hotel para llevarte.
Ava lo ignoró y se agarró de la puerta.
—¿Y para qué? La última vez no me llevaste.
Lo que acababa de decir era injusto, pero le daba igual. La frase hubiera sido perfecta para rematar la escena, de no haber sido porque tropezó y cayó al suelo nada más bajar del vehículo.
Mascullando un juramento, se puso en pie, soltó los tacones y echó a andar a toda prisa. Caminaría sobre las medias. Al fin y al cabo ya daba igual. Era el último par.
Iba andando por la calle, sin saber muy bien adónde se dirigía.
—¡Evie! —le oyó gritar de repente.
Ava siguió adelante. ¿Quién era Evie?
¿Por qué tenía que ser todo tan difícil para ella? Muchas mujeres tenían citas románticas, recibían besos, caricias, se sentían adoradas. Otras, en cambio, se iban a Roma en busca de aventuras, pero seguramente no terminaban en la calle en mitad de la noche, caminando sin zapatos.
Buscó la tarjeta del hotel en el bolso. Lo único que tenía que hacer era encontrar a alguien y enseñársela. ¿Estaría muy lejos? Casi se tropezó con un banco de piedra que de alguna manera se había interpuesto en su camino.
De repente sintió una mano que la agarraba del codo. Alguien tiró de ella y la hizo darse la vuelta.
—¡Para! ¡Suéltame! —gritó, dándole golpes en el pecho.
El calor de su cuerpo, su aroma... Todo la envolvió de repente. Forcejeó todo lo que pudo y entonces se dio cuenta de que solo trataba de ayudarla a mantener el equilibrio.
-Dio, estás borracha.
No era una acusación, sino una mera observación.
Ava levantó la barbilla y buscó alguna respuesta afilada con la que contraatacar.
«Tengo que estarlo para irme a algún sitio contigo», pensó, pero no llegó a decirlo.
—Te llevaré al hotel.
Ava quería discutir, pero ya no le quedaban fuerzas.
—¿Adónde vamos, señor?
Su conductor, Bruno, le habló con toda tranquilidad por encima del techo de la limusina, como si llevar a casa a mujeres borrachas formara parte de su rutina diaria.
Un hombre sensato hubiera averiguado dónde se alojaba y habría hecho lo correcto sin mirar atrás. Un hombre sensato... Él, en cambio, se había bajado del coche y había echado a correr tras ella.
La miró para preguntarle dónde se hospedaba. Parecía que estaba dormida. La sacudió ligeramente. Le abrió los dedos de las manos y encontró unos billetes arrugados y una tarjeta blanca.
¿Le estaba ofreciendo dinero?
Un taxi... Todo encajó de repente. Pensaba que iba a meterla en un taxi, en esas condiciones.
Tomó la tarjeta. El Excelsior. Un buen hotel. Y no estaba lejos de allí.
La colocó en una posición más cómoda con cuidado. Ya empezaba a respirar de una manera más pausada. Por primera vez la tensión había abandonado su rostro. No parecía una de esas mujeres que iban a los bares en busca de hombres y bebían hasta desmayarse. Parecía que necesitaba que la cuidaran.
Sintió pena por el pobre diablo que acabaría haciendo ese trabajo.
Pero entonces se fijó en otras cosas. Tenía las medias rotas. Su vestido era muy fino. Debía de tener frío en la calle. Sin pensar en lo que hacía, se quitó el abrigo y se lo puso encima.
De repente ella echó atrás la cabeza y abrió los ojos. Trató de enfocar bien y lo miró. Durante unos segundos ambos permanecieron en silencio y entonces ella emitió un sonido parecido a un gruñido.
Gianluca sonrió y se guardó la tarjeta en el bolsillo de atrás.
-Casa mia —le dijo a Bruno.