Capítulo 9

EL motor se apagó y las aspas dejaron de girar poco a poco. Gianluca se quitó el casco y se desabrochó el arnés de seguridad con la misma destreza.

—¿Qué pasa? ¿Qué estamos haciendo aquí?

—Tengo una reunión que debería haber tenido en Roma hoy. He decidido hacerla en Positano.

Ava se quedó boquiabierta.

—¿Qué?

Gianluca ya estaba bajando del helicóptero. La había dejado atada con el arnés a propósito. Más frustrada que nunca, Ava empezó a tirar de los cinturones, pero lo único que consiguió fue enredarse más.

Sabía que estaba exagerando, pero sus propios deseos le parecieron más peligrosos que nunca en esa nueva situación.

—No era esto lo que acordamos —le dijo, al verle acercarse de nuevo.

—Relájate, cara. Lo más duro ha terminado.

Un poco sorprendida de que hubiera sabido reconocer su miedo a las alturas, cuando había intentado esconderlo tan bien, Ava se mantuvo quieta para que pudiera soltarla. Quería apartar la mano que le ofrecía, pero caerse de bruces no era una opción, así que no tuvo más remedio que aceptar su ayuda.

No supo muy bien cómo ocurrió, pero al bajar tropezó hacia delante y cayó contra él, precipitándose contra su poderoso pectoral. Él apoyó las manos en sus caderas.

—El hotel de aquí es de un amigo mío.

Ava trató de soltarse, pero así solo consiguió frotarse contra él.

—Nos relajamos un poco, disfrutamos de la oferta turística, me cuentas algo de ti y seguimos, ¿de acuerdo?

Ava se estremeció al sentir sus manos en la cintura.

—Siete años es mucho tiempo, Ava —dijo, mirándola—. Tenemos que ponernos al día.

Ava sintió que el corazón se le paraba un momento.

¿De qué estaba hablando? ¿Había oído bien?

Contuvo el aliento. ¿Qué estaba haciendo con la mano? De alguna manera la camisa se le había salido de los pantalones, y sentía sus dedos por dentro. Sintió la presión de la palma de su mano en la cintura, en la cadera. Estiró los dedos hasta tocarle las costillas. Ava contuvo el aliento.

Sus pezones se endurecían, expectantes.

—¡Para! —susurró.

Dos hombres se aproximaban por la colina. Sus voces sonaban cada vez más fuertes. Gianluca la soltó y se volvió para atenderles como si no pasara nada extraordinario.

Le oyó dar instrucciones en italiano. Era algo referente al equipaje.

—Oh, Dios mío —exclamó Ava para sí cuando se dio cuenta de que seguía allí parada, como una tonta, con la camisa revuelta.

Fue hacia él y se detuvo a un metro de distancia, de brazos cruzados.

—¿A qué te crees que juegas, Benedetti?

Él la miró de arriba abajo, como si todo en ella le resultara divertido. De repente Ava se dio cuenta de que le estaba mirando la camisa, justo allí donde no se la había metido bien por dentro del pantalón.

Se la colocó rápidamente con la mano que tenía libre.

—Me alegra ver que el vuelo no te ha quitado todo tu encanto —observó él con una sonrisa—. Pero la próxima vez que te arrojes a mis brazos avísame antes, y trataré de prepararlo todo para que no tengamos público.

Ava miró a los hombres que se estaban haciendo cargo del equipaje.

—Yo no me arrojé a tus brazos.

Gianluca ya había echado a andar.

—Pensaba que la idea era ir de A a B lo más rápido posible.

—Esta es la forma más rápida posible. Yo termino con lo que tengo que hacer. Tú te relajas un poco. Y nos hacemos compañía.

—¿Compañía?

Gianluca se encogió de hombros.

—Mi hermano... —dijo ella, intentando mantenerse a su lado.

—Hace veinticuatro horas tu hermano te importaba tan poco que te negabas a contestar a sus llamadas.

Ava lo miró, horrorizada.

—¿Cómo sabes eso?

—Y sé más. Nunca tuviste intención de verle. No puedo evitar preguntarme si este deseo repentino de verle tiene algo que ver conmigo.

Ava estuvo a punto de atragantarse.

—Y, como ya te he dicho... —Gianluca se detuvo de golpe y Ava casi se tropezó de nuevo. Se volvió hacia ella—. Estoy encantado de darte alojamiento.

—¿Darme alojamiento?

—Mi inglés... —se encogió de hombros, pero Ava vio un resplandor burlón en esos ojos de oro.

Le siguió a través de un jardín sureño por un camino de arena que se hacía cada vez más estrecho a medida que zigzagueaba entre los árboles.

—No sé por qué pensaste que te dejaría salirte con la tuya —le dijo ella, alzando la voz para que pudiera oírla.

Él siguió adelante por el sendero, moviéndose con esa gracia que Ava solo podía envidiar.

—Traerme aquí como si fuera una especie de concubina.

—De verdad que tienes que controlar esa imaginación tuya. Tengo una reunión.

—Y yo ya te he dicho que no tengo imaginación. Eres increíble. Tienes una reunión. ¿Y qué pasa con mis reuniones? ¿Con mi vida? ¡Todo se ha quedado en suspenso!

—Estás de vacaciones —Gianluca se volvió y Ava trató de no dejarse atrapar por esos ojos cálidos.

—Sí, mis vacaciones. Y tú eres un Neandertal si crees que me puedes secuestrar así como así.

—Ya es la segunda vez que me comparas con nuestros ancestros.

Ava se sintió un tanto incómoda. Nunca pensó que realmente prestara atención a sus insultos.

—Me pregunto por qué. Tengo un look muy contemporáneo.

—Sí. Ya veo —dijo ella.

Él arqueó una ceja.

—Te comportas como... un césar romano. Has echado por tierra mis deseos desde el momento en que nos conocimos. Criticas mi ropa, como si estuviera obligada a vestirme para los hombres por ser mujer.

—No tienes que hacerlo. Eso está claro.

Ava le ignoró.

—Anoche te comportaste como si hubiera cometido un crimen al decirte que nos... —Ava buscó la mejor descripción posible para esa noche que jamás había olvidado—. Conocimos siete años antes.

—Me gusta ser cauteloso.

Ava resopló.

—Estoy segura de que te encuentras con depredadoras todo el tiempo. ¡Qué pena que yo no sea una de ellas!

—Sí. Tendríamos menos problemas ahora.

Ava frunció el ceño y se detuvo. No sabía si había un insulto en ese comentario, o un cumplido subrepticio, pero sí le estaba dejando claro cuál era su tipo de mujer.

—Siento pena por ti —le espetó—. Nunca sabes si una mujer está interesada en ti o en tu cuenta bancaria.

Él se encogió de hombros.

—Y eres un promiscuo. Me das lecciones, pero tú, Benedetti, eres un playboy de la peor calaña. Tratas a las mujeres como si fueran objetos. Esa mentalidad pasó de moda en los setenta, cuando Sean Connery hacía de James Bond.

—Connery siguió haciendo de Bond en los ochenta —afirmó él y le dedicó una sonrisa carismática por encima del hombro.

Estaban llegando a un enorme portón abierto en la pared de piedra.

—Pero, sigue. Me gustaría oír tu opinión completa sobre mí.

—No. No creo que te gustara oírla. Lo que quieres es que te halaguen. A todos los hombres les gusta.

—¿A todos los hombres? ¿Y esto me lo dices desde la amplia experiencia que tienes con los de mi sexo?

Ava miró a su alrededor, buscando una piedra. Necesitaba una muy grande para hacerle daño cuando se la lanzara a la cabeza.

Él se volvió. Cruzó los brazos sobre el pecho.

—Háblame de esos hombres.

De repente Ava deseó haberse acostado con cien hombres distintos. Ojalá hubiera aprovechado mejor los siete años anteriores. Apretó los dientes.

—No sé cómo te atreves a juzgar mi vida sexual, si la tuya no es algo de lo que puedas estar orgulloso.

Él hizo un gesto con la mano, como si no tuviera ni idea de lo que estaba diciendo.

—¿Ah, no?

En realidad Ava no lo sabía. No sabía nada de él, excepto cómo la hacía sentir. En su presencia se convertía en una mujer insegura, desinhibida, un tanto loca, apasionada...

Sus pensamientos se detuvieron abruptamente.

—Es evidente que estás orgulloso de tu reputación. Crees que acostarte con muchas mujeres te hace más hombre, más macho, pero no es así. Lo único que consigues con ello es respetarte poco.

Él la había observado con atención durante todo el discurso con una sonrisa juguetona en los labios, como si estuviera viendo un programa de entretenimiento. Sus últimas palabras, sin embargo, sí dieron en la diana. La sonrisa se le borró de los labios y sus facciones se endurecieron. Ava se dio cuenta de que había apretado los puños de forma inconsciente.

—Sí. Me respetaré poco, pero todas están encantadas de levantarse la falda y batir las pestañas.

Fue hacia ella.

—Si no recuerdo mal, tú hiciste esas dos cosas anoche —le susurró—. Y, sin embargo, yo te rechacé.

Sus palabras la atravesaron como un estilete.

—Bueno, qué suerte la mía. Estuve a punto de caer.

Él inclinó la cabeza hacia ella. Su aliento le hacía cosquillas en la oreja.

—No te creas, cara.

Se dio la vuelta bruscamente y abrió el portón. Parecía furioso de repente. La puerta chirrió y se abrió de golpe. Al otro lado había una calle bien iluminada. Gianluca salió y la esperó al otro lado.

La luz del sur era intensa y cegadora. Ava parpadeó varias veces. Hacía calor, pero ella tenía frío. Las palabras de Gianluca retumbaban en su cabeza.

—Yo no me estaba insinuando. No batí las pestañas, ni tampoco me levanté la falda.

—Lo que tú digas.

—Puede que anoche estuviera borracha, pero me acordaría.

—Sí. Lo estabas.

—¿Qué?

—Borracha.

—¡Oh, y tú te comportaste como todo un caballero! Claro.

—Sí.

Habló con tanta ecuanimidad que Ava se estremeció por dentro. Realmente no quería oír lo que vendría después. Le vio avanzar por el camino zigzagueante. A lo lejos se divisaban las copas de los pinos y el mar más azul que había visto jamás. Pero lo único que Ava quería en ese momento era agarrarle y sacudirle con fuerza y... demostrarle que había algo entre ellos.

¿Pero por qué quería hacer eso? ¿Acaso tenía razón él? ¿Estaba allí porque quería pasar más tiempo con él?

—Yo no me aproveché de ti —le repitió Gianluca—. Y, sin embargo, tú sigues quejándote como si te hubieras llevado una decepción. No puedes tener las dos cosas. O bien intentaste valerte de esta reputación mía de la que hablas, o de lo contrario bebiste tanto alcohol que al final te daba igual todo. Ninguno de los dos escenarios posibles dice mucho a tu favor, pero, adelante. Escoge uno y nos ceñiremos a esa versión.

Ava se le quedó mirando, boquiabierta. El sol la quemaba de repente.

Apuró el paso para alcanzarle.

—Las cosas no fueron así. ¡Acabas de tergiversarlo todo!

Gianluca se encogió de hombros. Era evidente que se estaba aburriendo.

—Ya no estoy interesado en nada de esto, Ava. Si quieres justificar tu propio comportamiento, vete a hablar con un psicólogo. ¿No es eso lo que hacéis las mujeres como tú?

—¿Las mujeres como yo?

—De vidas frenéticas, con mucho tiempo libre y unas necesidades sexuales sin satisfacer.

Ava asimiló la opinión que tenía de ella. Estaba mal. Todo estaba mal.

Sin embargo, en ese momento pensó que tal vez podría tener razón.

Playboy, mujeriego...

¿De dónde había sacado todo eso?

Gianluca abrió las puertas de par en par.

«Levantarse la falda y batir las pestañas...»

Había oído esas palabras antes, pero no había sido él quien las había pronunciado. Las había gritado su padre, con tanta fuerza que la cara se le había puesto morada. Su saliva golpeaba la pared. Habían pasado siete años, pero parecía un siglo.

Iba a firmar un segundo contrato con el equipo italiano y no tenía intención de hacer el servicio militar. Estaba en la cima de la fama y el éxito, y se acostaba con todas las mujeres que se le antojaban.

¿Habían empezado entonces los dolores? ¿Ese color extraño había sido el primer síntoma? ¿Debería haberle rodeado con el brazo en aquella ocasión? ¿Debería haber llamado al médico?

La culpa jamás desaparecería. Y Ava Lord había removido los recuerdos de nuevo.

«Maldita Ava Lord».

La había dejado junto al camino. Su autocontrol corría peligro. Retiró la lona que cubría la moto. Quitó la pata y la empujó.

No era como el resto de chicas. Y él no era capaz de resistirse cuando le provocaba con su afán de pelea. Llevaba dos días enfadado, asombrado. Había caído presa de una complicada telaraña de emociones, muchas de ellas sexuales.

La deseaba con una locura hasta entonces desconocida para él, incluso vestida de esa manera horrible, furibunda y poco femenina. Por suerte, no obstante, ella parecía desconocer el poder que tenía sobre él.

Arrancó la moto. Ya casi había olvidado ese suave ronroneo. Una sonrisa se dibujó en sus labios.

Le iba a encantar. No podría pelearse con él sobre la Ducati.

-Grazie bene. Molto bene. Has sido muy amable.

Habiendo hecho uso de todo el italiano que había aprendido en el colegio, Ava esperó y saludó al anciano con la mano. El hombre iba de vuelta a la fundición.

Estaba de pie, bajo la luz moteada del sol, junto a una bomba de agua. Se preguntaba qué estaba haciendo Gianluca. Seguramente había vuelto al hotel. A esas alturas debía de estar divirtiéndose con una exuberante rubia, con una bebida exótica en la mano. Quizás había enviado a algún lacayo en su busca al ver que no estaba, para no tener que dar explicaciones ante su familia.

Haciendo una mueca, Ava imitó a la rubia en su mente.

«Oh, Gianluca, eres maravilloso. Me encanta todo lo que haces. Déjame quitarme algo más de ropa».

Apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. Tenía que velar por ella misma. Había sido un día muy largo, pero aún no había terminado. Debía aprovechar el tiempo, en vez de dedicarse a especular sobre la vida sexual de Gianluca Benedetti.

Paolo le había dicho que podía quedarse todo el tiempo que quisiera en la casa. Alas cinco regresaban al pueblo y podía irse con ellos por un viejo atajo. Le había dado una jarrita de barro para que bebiera un poco de agua. Se puso a llenarla.

No tenía intención de quedarse mucho tiempo. Tomaría el camino ella sola, pero primero quería refrescarse un poco. Estaba acalorada y sudada.

Después de inspeccionar bien la zona, decidió que estaba sola y se quitó la camisa. Se echó un poco de agua en los brazos y en la espalda y también por todo el pecho. Las gotas de agua se le colaban por la cintura del pantalón. Quería quitárselo también, pero eso tendría que esperar.

De repente tomó una determinación. Cuando regresara a Sidney, quemaría esos doce pantalones iguales y saldría a cazar hombres a la primera oportunidad.