Pregón tácito

Con afecto sonriente, como se consideran los caprichos graciosos del niño, consideras en el recuerdo aquellos carritos blancos del vendedor de helados (aunque el helado no te atraiga grandemente) que a la tarde, aparecían por bulevares y avenidas de la ciudad, sonando alegres, para atraer compradores, su airecillo de caja de música, infantil, delicioso, trivial.

Unas veces los oías desde la vivienda de un amigo, cuarto bajo con su ventanal soleado abierto sobre la avenida marina, que palmas y eucaliptos sombreaban frente al mar. El cielo maravillosamente azulado y elíseo pasaba poco a poco por todos los matices del caleidoscopio que era allí la puesta de sol, tiñendo al aire en visos inapresables e inexpresables.

Otras veces los oías desde la ventana alta de tu cuarto. Allá abajo, en el hondo cañón de la avenida, los oías venir desde bien lejos, hasta que al fin divisabas el cochecito blanco sonando su airecillo halagüeño. El cielo caía en sombras, encendiéndose al pie de tu ventana la feria mágica de las luces urbanas, trazando un mapa en el que sólo sabías distinguir e identificar el resplandor como de faro que coronaba el templo babilónico de los mormones. Y aún oías el airecillo de caja de música que, a distancia, seguía llegándote con intermitencias.

El recuerdo de unos días placenteros, de una experiencia afortunada en nuestro existir, puede cristalizar en torno a un objeto trivial que, al convertirse indirectamente en símbolo de aquel recuerdo, adquiere valor mágico. Y sin embargo, oh paradoja, bien que puedas evocar y ver dentro de ti la imagen de aquellos carritos del helado, no puedes en cambio recordar ni tararear dentro de ti el airecillo que sonaban, la musiquilla aquella, ahora inasequible, aunque idealmente siga sonando silenciosa y enigmática en tu recuerdo.