Maneras de vivir

Desde siempre, si alguna vez te ocurría codiciar algo en suerte ajena, no era el poder (por derecho divino o voto democrático, si no conquistado con sangre ajena) de esos que gobiernan hombres: era la libertad, la independencia frente al mundo de ciertos afortunados. Sus vidas, imaginadas sobre la lectura de tantas historias y en realce sobre un fondo mágico infantil (Andersen o Las Mil y Una Noches), a la vez erráticas y centradas, con algo de la dignidad que puede tener el goce y de la grada que puede tener la inteligencia, pasaban ante tu mirada interior como serie inacabable de deseos gratificados en una atmósfera noble.

Tus afortunados escapaban al invierno para ir a climas soleados: periplo marino por costas del sur, entre ruinas de un litoral fabuloso sembrado de olivos, adelfas y palmas, donde aún quedan huellas de dioses. Luego regresaban a lo suyo, a las frondas antiguas, los senderos al fondo de los que se entrevén, reflejadas en el agua, las lineas severas de una villa de Palladio, adaptadas con el paso del tiempo al aire aquél, húmedo y velado de nubes. Libros y cuerpos hermosos, música y amistad, trabajo y ocio creadores estaban siempre en torno de ellos.

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Alguna vez tuviste ocasión de ver cerca a uno de esos cuya suerte creías envidiar: Lord B., especie de Don Sebastián de Morra calvo y adiposo, vestido de modo indiferente, autor de musiquillas, versillos, novelillas, cuya mención entre los otros sólo dependía del puesto que aquél ocupaba en la vida. Dos habitaciones en casa ajena le cobijaban temporalmente, con tal o cual vidrio, porcelana o dibujo de propiedad personal realzando el mueblaje prestado; la casa familiar cerrada, para evitar gasto; los viajes, cancelados con la guerra; por amistad y compañía, la visita semanal, recompensada inmediatamente con mención en el testamento, de un chulo semejante al descrito en cierto pasaje de Petronio.

Sí, eso era lo que habías codiciado sin conocerlo, esa vida de planta parásita; una vida falsa (como aquel ballet russe cuya época fue la del apogeo de tales seres, primera internacional de la gran cursilería), timorata y roñosa, resguardando para unos herederos remotos el capital cada vez más asediado, y que apenas parecía un simple vegetar, entre sus chismes de sociedad, sus obrillas impotentes, a la sombra de un imperio que se desmorona. Mas si esa vida y otras semejantes no la conocían ya, ¿dónde está la independencia de un vivir sin ataduras ni limitaciones? ¿Dónde los errantes libres en este mundo? Por todas partes el hombre mismo es el estorbo peor para su destino de hombre.