Helena
A María Dolores Arana
Debo confesar que me sorprendió usted ayer, al asegurar que España desconoce, en su arte, la hermosura.
—Sobre esa cuestión escribí páginas donde queda perfectamente explícita mi opinión: España no conoce la hermosura porque Helena nunca abordó allá.[1]
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Un amigo se extrañaba de tu preferencia, entre los poetas españoles, por Garcilaso, en vez de San Juan de la Cruz. Garcilaso es uno de los muy raros escritores nuestros a quien podemos llamar artista. Libre de compromisos mundanos y sobrehumanos (nunca habló del Imperio ni de Dios), busca la hermosura, con todo lo que esa búsqueda implica, y en su búsqueda no necesita sino de los medios y de las facultades terrenas humanas, que poseyó tan plenamente.
Tuvo la fortuna de vivir cuando el Renacimiento quema y disipa con la luz antigua de Grecia tantas caliginosas nieblas medievales, luz que alcanzó también, por feliz y extraño momento, a España, y momento que sería, por desdicha para nosotros, fugaz como relámpago. Pronto, por circunstancias del medio y temperamento indígenas, recae España otra vez en el pasado medieval, de donde jamás volverá a salir.
De aquella luz y de aquel momento se beneficia Garcilaso y se vivifica su poesía. Para ambos, el hombre es de esta tierra y en ella Procuran, conocen y reverencian, como deidad única, a la hermosura. La mayoría de los poetas españoles, dada la ninguna afición indígena al pensamiento y a la reflexión, no quiso ver algo que sí vio el gran Racine: que cuando el poeta adquiere o recobra la fe, lo que el cristiano quiera decir, como cristiano, acaso no interese al poeta, como poeta.
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En otra ocasión has escrito: «No puedo menos de deplorar que Grecia nunca tocara el corazón ni la mente españoles, los más remotos e ignorantes, en Europa, de la “gloria que fue Grecia”. Bien se echa de ver en nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura». Lo que España perdió así para siempre no fue sólo el conocer a la hermosura, tanto como eso es (y cuando por excepción busca el español a la hermosura, qué torpe inexperiencia muestra), sino el conocer también y respetar a la mesura, uno de los más significantes atributos de ella.
Nadie entre nosotros hubiera sido capaz de aquel deseo de conocimiento hermoso que, en Fausto, al contemplar la faz de Helena, símbolo admirable de Grecia, su patria, se preguntaba: Was this the face that launched a thousand ships / And burnt the topless tower of Ilium? En esa faz mágica cifraron algunos pocos toda su creencia y su amor en este mundo. Cierto que la hermosura humana, según el tópico platónico, no es sino reflejo de la divina. Mas por mucho que ahí te esforzaras, no podrías reconciliar jamás la divinidad hebraico-cristiana con la hermosura greco-pagana. Y, de tener que elegir entre ambas, te quedarías, cierta y dichosamente, con ésta.